16
Había transcurrido más de una semana desde su primer encuentro oficial con Troy y Jonah todavía no había dicho nada. Pensaba en ello.
De hecho, pensaba en ello constantemente. Por la mañana, mientras deslizaba una navaja sobre su rostro embadurnado con espuma de afeitar, segando el vello de la línea de la mandíbula, se contemplaba en el espejo. «Troy», decía, observando el movimiento de sus labios, «tengo que decirte una cosa». Estaba sentado en la caravana amueblada que había alquilado, sorbiendo café y hojeando un libro de texto de una clase de matemáticas que había abandonado. Leyó: «El matemático sueco Helge von Koch formuló la hipótesis de que existe una línea infinita alrededor de un área finita».
Troy, pensó, necesito contarte una cosa.
Y no obstante no lograba imaginar lo que ocurriría a continuación. Deseaba hallar la película de los momentos, concebir cada día como una serie de escenas cuidadosamente encuadradas, pero en cambio solo había una pantalla en blanco, una lenta transición hacia la rutina diaria. Imaginaba que un director gritaba «¡acción!» desde bambalinas, pero Jonah se quedaba sentado en el coche con la llave en el contacto. Cerró los ojos brevemente.
Aquella mañana llegó al Stumble Inn antes que nadie, leyó las instrucciones del menú de Vivian, inspeccionó el congelador y la nevera y comprobó las existencias. Por la mañana, a solas en la cocina, no había ninguna cámara filmando, tan solo estaba él, silencioso y concentrado. «Hamburguesas, palitos de queso, alitas.» Anotó los artículos en los estantes. «Sopa chile», había escrito Vivian, y Jonah empezó a disponer sistemáticamente los ingredientes: una lata grande de alubias, dos envases de salsa de tomate, un poco de carne picada y salchichas de cerdo, algunas cebollas y una cabeza de ajo. Encontró una cazuela de sopa destapada en un armario bajo, entre un amasijo de tapas y utensilios.
Me parece que somos parientes, pensó, mientras colocaba en el fuego la cazuela, que era demasiado grande. Quiero enseñarte cierta información.
Las latas de salsa de tomate exhalaban delicados suspiros metálicos cuando les aplicaba el abrelatas, horadando bocas triangulares en la parte superior. Se detuvo un momento, contemplándolas. Respirando.
El chile estaba en el fuego cuando entró Troy, poco después de las nueve y media. Jonah sintió que se le agarrotaba la espalda cuando oyó que la puerta se abría, y lo siguió con la mirada mientras pasaba apresuradamente junto a la cocina sin decir palabra, con los hombros abatidos, camisa blanca y pantalones negros, el cabello ondulado todavía húmedo después de una ducha. Troy se dirigió directamente al teléfono de pago situado en el rincón más próximo a la gramola y Jonah lo observó mientras descolgaba el auricular, pulsaba los números, alargaba la mano discretamente, tiraba de la pernera de sus pantalones y al cabo de una pausa balbucía algo en el micrófono.
Jonah ya había adivinado de qué se trataba. Vivian le había relatado algunos detalles (de la libertad condicional, el arresto domiciliario, etcétera), al igual que la otra camarera, Crystal. También habían llegado a sus oídos ciertas conversaciones, cosas que Troy, Vivian o Crystal habían mencionado al pasar. En una ocasión había llegado a vislumbrar la tobillera electrónica cuando Troy se inclinaba para rascarse la pantorrilla.
Pero ignoraba si Troy estaba al tanto de que lo sabía, y eso lo incomodaba. Troy poseía una habilidad casi sobrenatural para percibir cuándo lo estaban observando, y cuando Jonah vio que apartaba bruscamente la cabeza de la llamada telefónica, se agachó a toda prisa para dedicarse de nuevo a sus obligaciones en la cocina. Le gustaba imaginar que con el tiempo Troy le otorgaba su confianza y le relataba su versión de los acontecimientos que habían devenido en su arresto, etcétera, y Jonah reaccionaba sorprendido. «Seguro que Vivian debe de habértelo contado», diría Troy, y Jonah exclamaría abriendo mucho los ojos: «¡No tenía ni idea!».
Hasta el momento, Troy no se había mostrado inclinado a intercambiar información personal. Tal vez debía transcurrir cierto tiempo. Tendrían que delimitar cierto terreno en común, establecer algunos intereses compartidos, y Jonah seguía esperando a que estos se presentaran. Procuró afectar indiferencia. Agachó la cabeza y no levantó la vista hasta que oyó el suave tintineo de las botellas de licor cuando las examinaban, el sonido de Troy preparando las existencias.
—Buenos días —dijo Troy cuando Jonah se asomó por la ventanilla que separaba la barra de la cocina.
—Buenos días —respondió Jonah con cautela. Estaba cortando setas, pues había decidido que serían un añadido interesante a la sopa de chile, pero no precisaba mirarse las manos. El movimiento del cuchillo, al cabo de años de práctica, era automático—. Qué bueno hace hoy, ¿verdad? Bonitas, hum, hojas.
—Ajá —murmuró Troy. Después giró en redondo y Jonah percibió el eco hueco de sus pisadas por las escaleras mientras se dirigía a coger hielo.
Troy, tengo que hacerte una confesión, pensó Jonah. Lo ensayó varias veces en su mente, pero cuando Troy ascendió las escaleras sonaba ridículo.
Troy no deseaba que le dirigiesen la palabra, eso formaba parte del problema. Cuando terminaba los preparativos de los quehaceres diarios se replegaba en un lugar distante y asocial, inclinado sobre la superficie de la barra con el periódico del día, que rezumaba silencio. Jonah lo observaba mientras Troy se doblaba sobre los titulares, repasando una línea tras otra con el dedo corazón. Después leía las tiras cómicas. A continuación tomaba el bolígrafo que se había puesto detrás de la oreja y empezaba a bregar con el crucigrama diario. Al cabo de un rato comprobaba su reloj y se dirigía a la entrada del bar para abrir la puerta mientras las llaves tintineaban musicalmente en su puño.
—En fin —dijo Jonah. Pero Troy no lo oyó, ni levantó la cabeza.
Era evidente que eran parientes. Al menos, Jonah lo sabía. Sin lugar a dudas.
A decir verdad, resultaba casi enervante. Cuando miraba a Troy no sabía qué debía hacer con los pequeños recuerdos que evocaba su presencia física, recuerdos que describían círculos en su imaginación, puesto que de hecho Troy tenía mucho más en común con la familia Doyle (la madre de Jonah, su abuelo, los diversos parientes que había visto en fotografías) que el propio Jonah. Se encontró pensando en la forma que tenía su madre de bromear sobre su piel macilenta y su cabello rubio.
—No puedo creer que tú salieras de mi cuerpo —solía decir, y cuando Jonah miraba a Troy no podía evitar pensar que si ella estuviera viva lo encontraría un vástago más convincente. Allí estaban las cejas negras y pobladas, como las de su madre, así como el rostro alargado y la mandíbula firme del abuelo de Jonah. Hasta tenía una especie de ceño acentuado y distante que le recordaba a aquellos tiempos pretéritos en los que su madre se reclinaba en la cama para escuchar sus discos. Reconocía en Troy la melancolía lejana que había observado de niño. Recordaba hallarse ante la puerta de su madre, observándola, y que ella levantaba la cabeza, casi soñolienta, sumida en una bruma de infelicidad. «Sal de mi habitación», decía, y tal vez Troy, mientras levantaba la vista del crucigrama, estuviese a punto de decir exactamente lo mismo, con una inflexión sorda y displicente.
—¿Has dicho algo? —preguntó Troy, volviéndose a mirar por encima del hombro, y Jonah enarcó las cejas.
—Oh —respondió. Tragó saliva—. Es que... me estaba preguntando —prosiguió si esto se considera lento —dijo al fin, tras un titubeo—. En términos del típico sábado. —Y Troy le dirigió una mirada sardónica.
—Yo diría que sí —admitió—. A no ser que se pueda tener un número negativo de clientes, cero es lo peor que puede haber.
—Supongo —dijo Jonah, y emitió una risita sofocada y comedida. Di algo, pensó, di algo gracioso, pero solo consiguió emitir un sonido gutural, como una flema. Troy lo estudió con curiosidad durante un instante y después se volvió de nuevo hacia el crucigrama.
Aunque estaba impaciente por que las cosas progresaran, Jonah sabía que debía controlarse. Era consciente de que sería muy sencillo echarlo todo a perder: las palabras incorrectas, el momento equivocado, el planteamiento erróneo, y todo habría terminado. Tengo que decirte una cosa, pensó, imaginando con detalle la expresión del rostro de Troy, cómo se acercaba, inescrutable y enigmático, cómo entornaba los ojos mientras Jonah le refería su secreto. Cuanto más tiempo pasaba en presencia de Troy, más seguro estaba de que precisaba una estrategia más definida. No bastaría confesar los hechos y esperar hasta que los digiriese. Casi se estremeció al recordar el momento en el que había estado a punto de dirigirse a la puerta de Troy: hola, me llamo Jonah Doyle, y... Qué desastre habría sido eso, se dijo, contemplando irritado a la persona que había sido una semana antes. Qué ingenuo había sido, pensó, al suponer que Troy le abriría los brazos sin más, aceptando gozosamente al desconocido que afirmaba ser su hermanastro.
Ahora, cuando miraba a Troy, semejante idea se le antojaba casi risible. Pero eso era lo que había imaginado honestamente: lo único que debía hacer era enfrentarse a su hermano cara a cara y desde entonces todo fluiría sin dificultades. Poseo cierta información. Necesito hablar contigo. Quiero hablar contigo, creo que poseo cierta información que te puede interesar, hay algo que debo decirte.
Con cada preámbulo que se le ocurría se le presentaba una imagen precisa del resultado que obtendría. Al principio Troy se quedaría impasible, incrédulo, y después, a medida que comprendiera poco a poco, su semblante se endurecería. Jonah se figuraba que Troy retrocedía, con un fulgor airado en la mirada. «¿Me has estado observando todo este tiempo?», decía. «Aléjate de mí, asqueroso fisgón», le espetaba, ultrajado. O lo que era aún peor, quizá sencillamente no le importase. Podría encogerse de hombros: «¿Y qué? Tenemos la misma madre. ¿Qué importa eso? No es para tanto». Y Jonah carecía de respuesta, no tenía nada que decir ante la ira o la indiferencia de Troy. Ese era el mayor problema: ¿por dónde empezar? ¿Cómo explicárselo? Existe una línea infinita alrededor de un área finita, se dijo, imaginando que en su película Troy se perdía en la distancia, como si lo estuviese viendo a través del extremo equivocado de un telescopio: una silueta pequeña y malhumorada.
Alzó la cabeza cuando se abrió la puerta del bar y la claridad inundó la penumbra. Los primeros clientes de la jornada.
A las once y media, el Stumble Inn se hallaba moderadamente concurrido. El chile era popular, al igual que las hamburguesas, y Jonah se encontró trabajando sin cesar, entregándose a las tareas más inmediatas. Había una suerte de urgencia en las simples faenas del trabajo que siempre le había gustado: la gente necesitaba alimentarse. Esperaban a que les sirvieran sus platos para comer.
Y había advertido que a Troy también le agradaba la sencilla presión de atender a los clientes. Se parecían en ese aspecto. A medida que se llenaba el bar, Troy cobraba vida, denotando una concentración que no había tenido una hora antes, mientras cumplimentaba el crucigrama. Ahora estaba alerta, enérgico, lleno de bromas ingeniosas que compartía con los clientes, moviéndose con eficacia. Y esa nueva energía se transmitía también a Jonah.
—¡Pedido! —prorrumpió Troy, esbozando una sonrisa lobuna mientras arrojaba la nota por la ventanilla de entregas.
»Nos están felicitando por la comida —comentó, y su sonrisa era tan afable y distendida que por un instante le pareció que realmente podían hacerse amigos. Se podía desarrollar cierto entendimiento entre ambos, de modo que cuando Jonah le confiase la verdad no fuera una sorpresa. Todo ello tomó forma en un destello, en un breve intercambio de miradas. Entonces, como si Jonah se la hubiese imaginado, la sonrisa desapareció y Troy se volvió abruptamente hacia los clientes.
Por un momento, mientras sostenía el pliego del pedido, Jonah sintió que se hallaba en posesión de una especie de mensaje secreto. Después bajó la mirada. «2 cheese burg. c/patatas», decía la nota, con las esmeradas letras mayúsculas de Troy. «Salsa rosa». Puso las hamburguesas en la parrilla.
Si trabajaban juntos durante el tiempo suficiente, pensaba Jonah, semejantes conversaciones se acumularían. Se convertirían en conocidos, llegarían a conocerse mutuamente y quizás al cabo de algún tiempo sería más sencillo decir: tengo que hacerte una confesión.
Introdujo una paleta bajo los discos de carne picada para exprimir el jugo mientras Troy llevaba sendos vasos de cerveza a una pareja de mujeres rubias y gruesas. ¿Eran gemelas? ¿Amigas íntimas? Jonah no estaba seguro, pero Troy parecía conocerlas. Ambas llevaban chaquetas vaqueras azules y se habían hecho una permanente que al palidecer le había conferido a su cabello un aspecto quebradizo y afilado, como si fuera fibra de vidrio. Troy apoyó los codos en la barra y departió confidencialmente con ellas, y todos se rieron juntos, felices.
Cuando Vivian ascendió las escaleras, Jonah estaba absorto en el proceso de presentar los dos platos: las hamburguesas metidas cuidadosamente en los panecillos, con tomate y lechuga fresca, las patatas dispuestas en el lado opuesto y los pepinillos en el centro: sencillo pero estéticamente satisfactorio, pensaba Jonah, y Vivian, al observarlo, pareció aprobarlo.
—¡Pedido! —exclamó Jonah mientras depositaba los platos en la repisa de la ventana de la cocina, y Vivian se asomó con curiosidad cuando Troy los recogió.
—¡Hola, Roña! ¡Hola, Barb! —saludó afectuosamente a los dos rubias, y estas le devolvieron el saludo con voces casi distorsionadas por la amabilidad.
—¡Hola, Vivian!
Pero cuando se volvió de nuevo hacia Jonah, tenía una expresión amarga.
—Dios, cómo odio a esas putas —susurró—. Ojalá encontrasen otro bar que apestar.
—¡Oh! —repuso Jonah, haciendo una discreta mueca al oír que Vivian empleaba un lenguaje tan vulgar. Se interrumpió cautelosamente—. ¿No te caen bien?
—Las odio —reiteró Vivian con decisión—. Pero supongo que un cliente es un cliente.
—Sí —admitió Jonah, aunque estaba un tanto desconcertado y espantado al comprobar que el afecto que había demostrado por ambas mujeres se desmoronaba con tanta celeridad al darse la vuelta. Quizá la hubiese juzgado mal, se dijo.
Vivian le caía muy bien. Al principio había emanado una suerte de afabilidad que lo había desarmado por completo. Jonah estaba muy nervioso: todo lo que estaba haciendo se le antojaba arriesgado e imprudente, pero ella lo había saludado como si fuese un sobrino querido, como si hubiera estado esperando su llegada. Sentado en el sótano frente a Vivian mientras ella examinaba su solicitud, su grato recibimiento lo había sorprendido. Vivian leyó el documento de principio a fin como si Jonah fuese un hijo que le hubiese mostrado unas notas excelentes.
—No tengo palabras —exclamó, sonriéndole, mirándolo a la cara, a los ojos, aparentemente sin reparar en sus cicatrices. Le recordó a las ancianas que encontraban los niños en los libros de aventuras fantásticas: excéntrica, sabia y bondadosa. Le gustaban sus dientes amarillentos, sus gafas, suspendidas de una cadena de abalorios sobre su generoso busto, y el anillo de turquesa y plata que lucía en el dedo meñique. Era sencillo sentir que su simpatía era honesta, que Vivian discernía en él algo maravilloso que nadie había advertido nunca, y cuando le preguntó por qué había decidido marcharse de Chicago y establecerse en un «pueblecito de paletos» como San Buenaventura, quiso sincerarse con ella.
—Supongo —dijo— que deseaba empezar una nueva vida. —Ella asintió como si lo entendiera perfectamente, y Jonah sintió que le debía algo más a su silencio compasivo y expectante.
»Tuve un accidente de coche —prosiguió, sin apenas titubeos. Y acto seguido:
»Es algo de lo que no suelo hablar. Mi esposa... —explicó, con un tono apacible y sereno—. Estaba embarazada y murió.
—¡Oh, Dios mío! —musitó Vivian, que alargó la mano sobre el escritorio y la depositó con firmeza en el dorso de la suya—. Lo siento mucho —dijo.
Jonah no sabía por qué lo había hecho y deseó de inmediato retirarlo.
—No me gusta hablar de ello —continuó—. No debería haber dicho nada... Te agradecería que quedara entre nosotros.
—Oh, desde luego —le aseguró ella—. Solo entre nosotros. —Y sus ojos se posaron sobre Jonah, afectuosos, húmedos y apesadumbrados, mientras le daba palmaditas en la mano.
Ahora parte de eso se vino abajo: la cualidad de entrañable abuela de cuento que había proyectado sobre ella. Ahora empezaba a preocuparle que hubiese cometido una estupidez y deseó no haber dicho nada, aunque fuese cierto. Vivian pareció percibir su nerviosismo.
—Lo siento —dijo, y Jonah advirtió que aquella ternura cómplice y ávida se encendía como si hubiesen accionado un interruptor—. No pretendía ser grosera —añadió, haciéndole una cariñosa confidencia. A continuación murmuró:
—Es que en este pueblo hay algunas personas que me caen mal.
—Lo comprendo —dijo Jonah. Reflexionó un momento, mientras una de las mujeres se recogía el cabello detrás de las orejas haciendo un ademán apresurado y nervioso con sus largas uñas—. ¿Son amigas... de Troy?
—¡Oh, por Dios, no! —exclamó Vivian. Miró por encima del hombro a Troy, que seguía charlando con Rona y Barb—. Estoy segura de que les gustaría serlo, pero creo que hasta Troy es lo bastante listo como para no mezclarse con ese par. Solo son clientes habituales, y Troy las entretiene —dijo—. Y en ese sentido es un buen camarero... un buen farsante.
—Oh —musitó Jonah.
—Tampoco lo digo como una crítica —explicó Vivian, esbozando una sonrisa dulce—. Troy ha tenido algunos problemas, pero ya sabes, trabaja para mí desde hace mucho tiempo. A veces creo que le falta sentido común, pero tiene buen corazón, al contrario que el noventa y nueve por ciento de los de ahí fuera. Te aseguro que me da mucha pena últimamente. Es una vergüenza, eso es lo que yo creo. Ahí tienes a un hombre extraordinario, que realmente ama a su hijo, que se muere de ganas de tomar parte en su vida, ¡y claro! Por supuesto, le niegan el derecho a visitarlo. Luego tienes a un holgazán como ese de Cheyenne, que abandona a su mujer y a sus hijos y desaparece durante cinco años, y los tribunales pierden el culo para que se protejan sus derechos como padre. Me pone enferma cómo está gobernado este país.
—Sí —dijo Jonah. Apretó los dedos. Sí que era distinta de lo que había pensado. Ahora lo sabía, pero asimismo comprendía que era una gran fuente potencial de información. También supo que no debía confiar en ella. Pero si conseguía formular las preguntas adecuadas sin parecer demasiado ansioso, sin manifestar una curiosidad demasiado suspicaz por Troy, podría resultarle útil.
»Vaya —comentó a la ligera—, no sabía que Troy estuviera casado.
—Oh, ya no lo está —contestó Vivian. Volvió a mirar por encima del hombro, como para asegurarse de que no la estuviera escuchando—. Pobre chico —se lamentó—. Está separado de la madre... ella está en Las Vegas. Las drogas, ya sabes. Pero antes estaban casados, y debo admitir que eso está empezando a ser algo insólito en este pueblo. La mitad de las chicas de ahora tienen hijos con dos o tres padres distintos, y todos ellos son bastardos. Por supuesto, ya no se emplea esa palabra con ese sentido, como antes. Y no es que yo crea que haya que... estigmatizar a los niños. Pero en mis tiempos, a las chicas así las mandaban fuera del pueblo. A residencias —apostilló con mordacidad.
—Sí —corroboró Jonah, y pensó en la Casa de la señora Glass y en su madre, encinta de Troy, sentada en una habitación. Ella nunca le había hablado de ello directamente, excepto rechinando los dientes ante el recuerdo: «Se lo llevaron y se lo dieron a unos padres buenos».
»Y bien —prosiguió—, ¿dónde está ahora el niño? ¿Qué le ha pasado?
Pero Vivian lo miró como si su mente hubiese derivado hacia una conversación completamente distinta.
—¿A quién? —preguntó.
—Al hijo de Troy. ¿Dónde se encuentra ahora?
—Oh —repuso Vivian, y se encogió un poco de hombros, como si no le gustasen los chismorreos—. ¿Loomis? Ahora está con la abuela. ¿Por qué me lo preguntas?
—Por nada —respondió Jonah a la ligera. Debía ser cuidadoso, se recordó—. Es que, no sé, me gustan los niños. —Bajó la mirada mientras cortaba limas para la barra, confiando en que su silencio le recordase a Vivian que su esposa embarazada imaginaria había fallecido en el mismo accidente de coche que lo había dejado desfigurado.
Así fue, pensó. Vivian también guardó silencio unos instantes.
—Bueno —suspiró, y ambos miraron dubitativamente a Troy, que estaba atendiendo la barra. Vieron cómo se detenía alargando la mano hacia abajo brevemente, frotándose levemente la pantorrilla, tocándose la tobillera.