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20 de octubre de 1996

Clase de educación sobre estupefacientes, sexta semana: en un aula de la escuela secundaria se encuentra una decena de personas adultas repantigadas incómodamente en pupitres que parecen demasiado pequeños; la asignación de la tarea del viernes de la clase de ciencias sociales de séptimo todavía está indicada en la pizarra. Son las nueve en punto de una mañana de domingo. En el exterior se difunde una claridad grisácea que puede anunciar el amanecer o el atardecer, puntuada por un viento molesto que arroja remolinos de hojas y de trozos de papel contra las esquinas de los edificios de ladrillo con un resuello sofocado de despojos.

Se sientan lo más lejos posible unos de otros. Ocho hombres y dos mujeres diseminados por la sala como si fueran puntos en un mapa, sin carreteras que los comuniquen. Troy agacha la cabeza y recorre con los dedos las palabras que algún adolescente aburrido ha grabado en la madera desgastada de la superficie del pupitre («El señor Strunk se come los mocos»), seguidas de una serie de líneas que al parecer enumeran cada una de las veces que se ha presenciado dicho acto. En el frente de la estancia hay un hombre grueso ataviado con un polo y unos pantalones con raya que relata cómo estuvo a punto de perder la vida a causa de su adicción a la cocaína. Luce mocasines con pequeñas borlas y no lleva calcetines. Troy repasa los surcos de las letras con las uñas hasta que le duelen las cutículas.

Al menos no conoce a nadie. Eso sería terrible: tener que sentarse allí con alguno de sus antiguos clientes, pensando que lo había alentado, que lo había instigado a recorrer la senda de la adicción, que lo había agraviado. Pero este maltrecho grupo no se corresponde con su clientela habitual: sus componentes están mucho peor que cualquiera con el que Troy haya tratado jamás, y se alegra de poder refugiarse en el anonimato mientras está allí sentado. No es más que otra triste víctima de una «enfermedad», como averiguan repetidamente. «La drogadicción es una enfermedad.» Una dolencia, una enfermedad mental a la que están haciendo frente juntos.

Sabe de lo que hablan, desde luego. Ha visto las películas que retratan el sufrimiento del síndrome de abstinencia: yonquis heroinómanos aullantes amarrados a la cama con correas, alcohólicos aquejados de convulsiones que sufren ataques de delirios, pastilleros esqueléticos empapados en su propio sudor. Recuerda cómo habían empeorado Bruce y Michelle en el transcurso de los años anteriores a su arresto: los ojos dilatados, los pasos inquietos, los súbitos estallidos de cólera, el lujoso equipo estéreo y las extravagancias numismáticas adquiridas caprichosamente y vendidas de forma abrupta. Recuerda el desasosiego de Carla cuando estaba encinta de Loomis, que había renunciado a todo (excepto a la cerveza y los porros ocasionales) y la celeridad con la que había vuelto a salir de fiesta después de que este naciera. Se habría dicho que aquellos nueve meses de relativa sobriedad la habían asustado, que había comprendido espantada que había estado a punto de perder el amor verdadero. Volvió a beber y a fumar hierba, permitiéndose cocaína y anfetas los fines de semana, con un denuedo que al principio lo había excitado por su imprudencia. Estaba tan segura de que podían criar felizmente a un niño y sin embargo «divertirse», y el propio Loomis era tan sencillo y paciente (pasaba de una persona a otra en las fiestas y dormía plácidamente pese a la música atronadora y las carcajadas, tan apacible como estaban ellos las mañanas de resaca) que al principio no se había preocupado. Carla era tan divertida y tan sexi que no había comprendido hasta mucho después hasta qué punto estaba más metida que él. Hasta el mismo desenlace no había averiguado que ahora fumaba crack asiduamente y que se acostaba con otro, un conocido de ambos que regentaba un laboratorio de cristal en Barrytown.

Vuelve a pensar en ello mientras el orondo ex cocainómano se interrumpe, con voz sofocada.

—He destruido mi vida —afirma, y Troy frunce el ceño. En el transcurso de los últimos años que vivió con Carla comprendió que en realidad carecía de la energía necesaria para la adicción, y ahora comprende, sentado en la clase de educación sobre estupefacientes, que personalmente nunca ha necesitado un chute con la misma desesperación que aquellas personas. El hecho de estar entre ellos hace que se sienta como un impostor. Cuando el orador habla de «camellos», de «proveedores», baja la cabeza y se ruboriza.

La suya es una clase distinta de adicción. A pesar de sus pretextos, a pesar de que sus clientes siempre le habían parecido personas normales, no puede evitar pensar que también se ha aprovechado de sus vulnerabilidades. Colocarse no le gustaba ni la mitad que ayudar a los demás a hacerlo; le gustaba observarlos cuando se descontrolaban, y le gustaba especialmente cuando se trataba de Carla; recuerda que apostaba a que ella podía tumbar a cualquiera bebiendo, recuerda que la ayudaba a pillar un poco de esta o aquella droga que ella deseaba probar, recuerda los momentos pasajeros en los que la incertidumbre empañaba su expresión y él esbozaba una sonrisa, encogiéndose de hombros. «¿Por qué no? Adelante.» Y vuelve a sentir que se merece todas las cosas malas que le han sucedido.

Cuando se detiene en el aparcamiento de la escuela, mientras todos se dirigen a sus coches al término de la clase, ese pensamiento lo acompaña. Camello, piensa, mientras se acomoda en el asiento del Corvette adquirido con dinero procedente del narcotráfico. Procura serenarse: él nunca ha hecho daño a nadie, se dice, pero ahora se filtra un atisbo de duda, y Troy lo alienta. A lo lejos, al otro lado de las gradas del campo de fútbol, una motocicleta atraviesa la calle a toda prisa, y Troy se pregunta si puede tratarse de Ray, montado en su antigua motocicleta.

—Llévatela —le había dicho Troy después de que lo arrestasen—. Sácale un poco de partido. Yo no podré montar durante una temporada. —Escucha el zumbido metálico y dentado que se desvanece en un corredor tempestuoso de manzanas con hileras de viviendas, y acto seguido introduce la llave en el contacto.

Había hablado con Ray por última vez a primeros de septiembre. Ray se había presentado en su casa bastante colgado y había entrado sin llamar, según su costumbre. Troy estaba sentado en el salón, jugando al Tetris con una vieja consola de Nintendo que había conectado a la televisión, cuando oyó la voz de Ray procedente de la lóbrega cocina.

—¡Troy! —susurraba audiblemente—. ¡Oye, tío! ¡Soy yo! —Y cuando entró en la cocina encontró a Ray inclinado sobre el fregadero, bebiendo agua del grifo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Troy, y Ray apartó la cabeza del chorro.

—Tengo sed —respondió. Se incorporó, un poco vacilante, se apoyó en la encimera para recuperar el equilibrio y entrecerró los ojos, que se llenaron de surcos que compusieron una alegre media luna—. Hola —le dijo afectuosamente.

—Hola —contestó Troy, y se aclaró la garganta cuando Ray se hurgó en el bolsillo de la chaqueta para sacar un porro.

»No lo enciendas —dijo.

Ray titubeó, como si Troy estuviera bromeando. Entonces dio muestras de comprender.

—¡Oh, mierda! —sonrió—. Casi me olvido. Estamos en una zona policial. —Echó un vistazo al techo—. ¿Han puesto cámaras o algo así?

—No —dijo Troy, sin sonreír. Cruzó los brazos sobre el pecho. Era improbable que alguien supiera que Ray estaba allí, ya que no lo habían sometido a vigilancia—. En fin —añadió con cierta frialdad—, ¿qué pasa?

—¡Ay, tío! —se lamentó Ray—. Solo he venido a visitarte, eso es todo. Estás hecho una mierda. —Troy estaba en calzoncillos, y Ray se tomó un momento para examinarlo de arriba abajo con expresión lúgubre, como si quisiera confirmar su juicio, deteniéndose al fin en la tobillera electrónica—. Oh, tío —musitó—. Esto es horrible. Te han conectado a una máquina, tronco.

—Sí, ya lo sé —dijo Troy.

—¡Oh, tío! —repitió Ray—. ¡Joder! —Y cuando alzó la cabeza tenía los ojos abrumados y húmedos—. Troy —dijo—, ¿puedo darte un abrazo?

Troy se encogió de hombros y se quedó parado con cierta tirantez mientras Ray le rodeaba los hombros con sus brazos desgarbados y atléticos.

—Sé que no debería estar aquí —dijo—, pero te echo de menos. Te echo mucho de menos, tío.

»He pensado mucho en ti últimamente, ¿sabes? —continuó—. Eso es lo que quería decirte. Tú me criaste. Cuando mi padre fue a la cárcel y mi madre se casó con Merit, tú eras el único en el mundo con quien podía contar. —Retrocedió, llevándose las yemas de los dedos a los ojos para frotárselos con energía—. Joder —masculló—. ¡Esto es una mierda! No me lo puedo creer. Tú eres mi mejor amigo, tío, y ahora... Pasarán años hasta que podamos volver a salir de fiesta juntos. —Y entonces se interrumpió un instante, sobreponiéndose—. Odio a este Gobierno —declaró—. Esto es como la Alemania nazi. Que le puedan poner... ¡una especie de collar de perro a un ser humano!

Se contemplaron mutuamente un instante y finalmente Troy se encogió de hombros, inseguro.

—No es tan malo —dijo al fin—. No es para tanto.

Ray lo miró dubitativamente y meneó la cabeza mientras retrocedía hasta el borde del fregadero. Su rostro se tensó con vehemencia, y Troy pensó en Ray cuando era niño: Ray, el bebé que había cuidado antaño, tantos años atrás, en la caravana de Bruce y Michelle. Pensó en su mirada de adoración, esperanzada y anhelante, cuando le leía un cuento. Buenas noches, Luna.

—Mira —prosiguió—, no es el fin del mundo. A lo mejor ya es hora de que... no sé. Cambie de rumbo.

—Espero que tengas razón —dijo Ray. Agachó la cabeza un instante, como hace la gente cuando termina una oración, o una confesión.

»Tenía otra razón para venir —admitió. Levantó la mirada hasta el rostro de Troy y extrajo cuidadosamente un rollo de billetes de su bolsillo—. Estoy ganando mucho dinero —explicó—. Ya sé que piensas que lo del estriptis es ridículo, pero estoy ganando mucho dinero. Y...

Se interrumpió un momento, tratando de adoptar una expresión de hombre a hombre.

—Bueno, la verdad es que tengo que contártelo. Supongo que probablemente te habrás imaginado que cogí el dinero y... el resto de la mierda... cuando apareció la policía. Mike Hawk y yo saltamos la valla y salimos corriendo hacia las colinas. ¡Joder! Creo que no he pasado tanto miedo en toda mi vida. Y luego, ya sabes, teníamos todas esas drogas estupendas...

—No hablemos de eso —lo interrumpió Troy, y de pronto se le cayó el alma a los pies en un torbellino de paranoia, como si el monitor del tobillo pudiera estar grabando algo—. Dejemos el tema.

—Vale —accedió Ray, pero no pareció entenderlo del todo—. Troy... ¡tío! —insistió—. No intento joderte, pero no tienes ni idea de lo bueno que es ese material. Es asombroso. Tengo que confesarte que lo he estado vendiendo poco a poco, mezclado con un poco de material barato que consigo por medio de mis contactos... ¡y estoy teniendo muchísimo cuidado! Pero lo que quería decir era que quiero darte una parte, porque ya sabes, en realidad es tuyo.

Troy guardó silencio durante largo rato. Era una estupidez tan evidente que parecía una broma cruel, pero Ray no parecía consciente de ello. Le estaba ofreciendo cautelosamente a Troy un fajo de billetes plegados, y Troy tuvo que reprimir el impulso de arrancárselos de la mano de una bofetada. Imaginó algún gesto melodramático, en un momento de adrenalina, como arrebatarle el dinero de la mano y quemarlo, o meterlo en el triturador de basura. Pero en cambio los dos se limitaron a quedarse frente a frente.

—Ray —repuso al fin Troy—, ¿estás chiflado? Estoy en libertad vigilada, tío. Ni siquiera sé si podré recuperar a mi hijo. ¿Y tú me quieres dar un adelanto de la hierba que me robaste?

—¡No te la robé! —exclamó Ray—. ¡Te estaba haciendo un favor! ¡Bueno, eso es lo que pretendía!

—Pues hazme otro favor —dijo Troy, alzando bruscamente la voz—, y no intentes darme dinero de drogas. ¿En qué estás pensando? ¿Quieres que vayamos a la cárcel los dos? —Se interrumpió, con la cara congestionada, rechinando los dientes y poniendo los músculos en tensión—. ¿Es que eres imbécil o algo así? —le espetó.

Ray lo contempló con los ojos desorbitados y entonces, abruptamente, sin previo aviso, las lágrimas empezaron a resbalar por sus mejillas. Cerró una mano sobre el fajo de dinero y se puso la palma de la otra en la cara.

—Lo siento —dijo Ray, y Troy sintió que se encogía, con los brazos cruzados, estrujando la carne de los brazos superiores con ambas manos. Era él quien debía disculparse. «Tú me criaste», pensó Troy, arredrándose bajo el peso de la mirada pesarosa de Ray. Los dos se quedaron inmóviles, mirando al suelo—. Lo siento —dijo Ray—. Lo siento mucho.

Esa fue la última vez que habló con Ray. Ha pasado un mes y medio desde entonces, y mientras abandona el aparcamiento de la escuela secundaria para incorporarse a la carretera en dirección a su casa, se propone vagamente llamar a Ray cuando llegue. Para disculparse, quizá. Para hablarle de los camellos y los proveedores, para explicarle los errores que ha cometido durante su vida. No sería ilegal, se dice. No pueden impedirle hablar con su propio primo. Pero también tiene miedo. Si ahora Ray está vendiendo drogas, puede que sea un medio para que lo aparten de Loomis más tiempo aún.

Cuando llega a casa está demasiado deprimido como para llamar a nadie. Son las once en punto de una mañana de domingo y lo único que quiere hacer es volver a la cama. El tiempo está empezando a refrescar. Se sienta en el dormitorio, se quita los zapatos y los calcetines y se despoja de la camisa. Enciende la pequeña estufa y enchufa la manta eléctrica. Se refugia bajo la colcha, cerrando fuertemente los ojos a la pálida claridad que se cuela por los visillos. A veces cree que ha desempeñado un papel decisivo en la ruina de la vida de todas las personas que ha amado: Ray, Carla y Loomis. A veces cree que si consiguiera desandar la senda de su vida con el cuidado necesario todo se aclararía. Las meteduras de pata tendrían sentido. Aprieta los párpados. Su vida no ha sido siempre una equivocación, piensa, y respira irregularmente durante un rato, mientras trata de hallar un camino hacia la inconsciencia, hacia el sueño.

Pero en cambio encuentra recuerdos. Por desgracia. Lo aguijonean. Troy traza una línea desde Ray, pasando por Carla, por Bruce, Michelle y la caravana de ambos, hasta todas las cosas antiguas. Su madre, su padre, su infancia, todos los pequeños detalles en los que no piensa desde hace años. De pronto están todos presentes, y Troy percibe aquella lejana reminiscencia de satisfacción flotando sobre él cuando cierra los ojos.

Se descubre pensando en su antigua familia; cuando se encaramaba a la cama de sus padres los domingos por la mañana y ellos murmuraban soñolientos mientras Troy se deslizaba bajo la colcha a sus pies y se cobijaba entre ambos. Cuando se sentaba en el sofá para ver la televisión y su madre lo rodeaba con el brazo y apoyaba la pierna en el regazo de su padre, todos ellos entrelazados bajo una manta afgana o en una tienda de campaña cuando iban juntos de acampada, con los tres sacos de dormir lado a lado.

Todos parecían muy felices. Recuerda con mucha claridad aquellos fines de semana en el lago: recogiendo leña para encender una hoguera, nadando y subiéndose a los hombros de su padre en el agua, aunque sus pies descalzos resbalasen sobre su piel, para lanzarse desde allí. Por la noche los tres recorrían el borde de la orilla atrapando cangrejos de agua dulce.

Había algo, algo mágico, en la hornacina luminosa que proyectaba el haz de la linterna bajo el agua, donde todo era visible y bien definido: los fragmentos de algas flotantes y los animalillos acuáticos, las piedras pulidas y los pececillos soñolientos a los que arrancaba destellos plateados, los cangrejos que retrocedían furtivamente, levantando las pinzas como si fueran pistolas. Sus padres eran siluetas sobre la superficie resbaladiza y amoratada del lago, y Troy se percataba de que el cielo y el lago parecían aguas profundas, un abismo encima de otro.

En aquel momento amaba tanto el mundo que casi le dolía; amaba a sus jóvenes padres con una especie de violencia que podía percibir en los músculos. Su madre lo envolvía en una toalla para secarlo y le acariciaba el cabello con la nariz, oliéndolo. Su padre, sonriente, los observaba a ambos mientras depositaba cuidadosamente otro madero en la hoguera que iluminaba su rostro, que era noble y estaba imbuido de un orgullo adusto y regio.

Incluso ahora, después de tantos años, sigue sin entender por qué se habían divorciado. Le parecía imposible que existieran semejantes momentos y que luego se esfumasen, y desde luego era incapaz de comprenderlo a los once años, cuando su madre y él se habían marchado al fin de casa. En aquel entonces estaba seguro de que al final sus padres volverían a estar juntos; ¿cómo podía ser que las personas que habían experimentado semejante felicidad no quisieran recuperarla?

Recuerda que a los trece años, cuando su madre volvió a casarse, seguía creyendo firmemente que no era sino una fase pasajera. El nuevo esposo de su madre era un hombre amable y aburrido llamado Terry Shoopman, un consejero vocacional de instituto de calva incipiente, abdomen achaparrado y rechoncho y piernas increíblemente largas y delgadas, y Troy no podía concebir que su relación fuese duradera. Contempló con escepticismo a Terry cuando este se instaló en su casa, ignorando su presencia casi siempre, sobrellevándola.

Un año después, cuando contaba catorce años, Troy seguía esperando que las cosas volvieran a la normalidad. Entonces Terry consiguió un trabajo en Bismarck. Troy se negó a marcharse, a pesar de las lisonjas y las promesas de su madre. Pensaba que ella no podría mantenerse alejada mucho tiempo. Volvió a instalarse con su padre, aunque lo cierto era que había empezado a pasar casi todas sus horas de asueto en la caravana de Bruce y Michelle y que para entonces fumaba mucha hierba con ellos y con su comitiva de adolescentes mientras esperaba a que su madre renunciase a Bismarck, se cansara de Terry Shoopman y recuperase el sentido común. A que volviera a casa.

Probablemente debería haberla acompañado. A veces, al recordar, comprende que le habría ido mejor de ese modo. El alcoholismo de su padre había empeorado discretamente, se había vuelto más complejo y ritualizado, empezando poco después de la cena y prosiguiendo con firme determinación hasta perder el sentido. Entre tanto, Bruce y Michelle habían empezado a claudicar ante la cocaína.

Hasta mucho más adelante, después de que lo hubiesen arrestado y hubiera estado sobrio durante varios meses, no comprendió la suerte de vida tranquila y estable que Terry le había ofrecido a su madre. Y comprendió que ella había tomado una decisión. Había renunciado a él, había aprovechado la ocasión de hallar la felicidad y el bienestar. Si hubiera insistido en que la acompañase, la habría hecho infeliz.

En aquel entonces, sin embargo, Troy creía que le había hecho un favor al permitirle quedarse en San Buenaventura y de ese modo adoptar la vida de un adolescente con recursos y carente de supervisión. En aquel entonces temía las visitas a Bismarck y el dormitorio anónimo que le habían preparado: la cama, el vestidor, el escritorio, las imágenes de barcos de vela de las paredes y los libros que tal vez habrían leído los hijos de su madre y Terry: La isla del tesoro, La flora y la fauna de Norteamérica y Juan Salvador Gaviota. Por lo menos tenían televisión por cable.

Años después, cuando murió su padre (al final había sido su corazón, paulatinamente emponzoñado al cabo de años de alcohol, cigarrillos y autocompasión), Troy probablemente debería haber regresado a Bismarck con su madre. Pero tenía veinte años. Había empezado a salir con Carla. Le aseguró a su madre que planeaba ir a la universidad o a la escuela de comercio, o quizás alistarse en el ejército, pero lo cierto era que se había hecho cargo de buena parte del negocio de marihuana de Bruce y Michelle, ya que Bruce estaba en prisión y Michelle salía con un anciano opulento y extravagante llamado Merit Wilkins, treinta años mayor que ella, y pensaba mudarse a Arizona.

Y después se había casado con Carla. Se instalaron en la antigua casa de su padre, la casa en la que había crecido, y celebraban fiestas maravillosas y estimulantes. Ray, que tenía quince años, se había escapado de la casa de Arizona donde vivía con Michelle y Merit Wilkins y se alojaba con ellos, dormía en el sofá y asistía irregularmente al instituto de San Buenaventura. Formaban otra pequeña familia, pensó Troy durante algún tiempo, y poco antes de que Carla descubriese que estaba embarazada de Loomis hasta se habían ido juntos de acampada: Troy, Carla y Ray. Les había obligado a pasear buscando cangrejos con una linterna.

Pero no tenía la misma autenticidad. No le parecía tan natural como cuando era niño, ni siquiera después del nacimiento de Loomis. Su madre no iba a regresar (ahora no podía, claro) y cuando ella también murió aún no había tenido ocasión de ir a Nebraska para ver a Loomis. Solo lo había visto en fotografías.

Habían montado una escena en el funeral, recuerda. Los tres, Ray, Carla y él, colocados durante toda la ceremonia; Loomis, que tenía catorce meses y un aire solemne e inteligente incluso entonces, estaba sentado en el pliegue del brazo de su madre mientras fumaban hierba en el coche frente a la funeraria. El aroma a marihuana debía de haber emanado de ellos mientras desfilaban lentamente junto al ataúd que contenía el cadáver de su madre, mientras estaban sentados en el banco de la iglesia escuchando al predicador. Troy saludó débilmente a algunos de sus antiguos tíos y tías, rostros de las remotas fiestas de sus padres, ahora dispersos y desconocidos. Se encaminaron a la casa donde su madre había compartido la última década de su vida con Terry Shoopman, y degustaron las bandejas de verdura cruda y salsa, guisos y pollo frito frío, pasteles y tartas. Tomaron asiento formando un grupo reducido, Ray, Carla y Troy, hablando de las estupideces que discuten los colgados, y cuando se presentó Terry Shoopman para estrecharlo en un abrazo, Troy comprobó que Carla y Ray los observaban con expresión irónica y los ojos desorbitados tras el hombro de Terry. Terry lo había llamado «hijo» y había sostenido a Loomis con ternura.

—Sigo queriendo ser el abuelo de este niño —había dicho Terry, con los ojos húmedos—. Espero que lo sepas. Yo amaba mucho a tu madre. Era una mujer muy especial.

Durante varios años, Terry Shoopman había seguido enviándole regalos a Loomis el día de su cumpleaños y en Navidad. Hasta había llamado varias veces.

—¿Por qué no vienes a visitarme? —le había sugerido—. Me encantaría ver a Loomis. —Y había intentado recordarle a Troy lo «bien» que se lo habían pasado antaño, cuando Troy, siendo adolescente, pasaba las Navidades o los meses de verano con su madre y Terry en Bismarck. Lo cierto era que Troy apenas recordaba aquellos momentos, pues había estado muy colocado; y al cabo de algún tiempo, después de algunos desaires amables, Terry había dejado de llamar y de enviar tarjetas y regalos. Troy esperaba que hubiese encontrado a otra mujer. Aunque nunca lo había querido como padrastro, no le deseaba mal alguno.

Su memoria huella esas sendas mientras Troy dormita bajo el edredón de su madre, y su mente es una duna que se mueve lentamente. Abre los ojos el tiempo suficiente para comprobar que son más de las cuatro de la tarde, y acto seguido está soñando de nuevo, repasando sin cesar su propia historia. Advierte con claridad los momentos donde podría haber cambiado las cosas, donde podría haber sacado mayor provecho a su vida, aunque la mayoría de esas veredas también lo apartan de la existencia de Loomis, y eso no lo puede soportar. Loomis, se dice, es la única cosa buena que ha hecho en su vida.

En cuanto a lo demás, no está seguro. ¿Hay alguien que pueda ayudarlo? Podría llamar a Michelle a Arizona. Ahora tiene cuarenta y cuatro años, puede que tenga un consejo sabio que ofrecerle, mientras recorre los campos de golf con su acaudalado esposo; podría llamar a Bruce, que sigue en prisión después de que le denegasen la libertad condicional por atacar a otro recluso; podría llamar a Terry Shoopman o a alguno de los parientes que conoció de niño: los tíos y las tías, los primos con los que jugó antaño durante aquellas antiguas noches de la infancia, con los que no habla desde hace años. Pero no perdura ninguna conexión verdadera, y comprende que ni siquiera tiene un vínculo de sangre con ellos. Es el que fue adoptado. Su madre y su padre lo introdujeron en sus familias, pero ahora que están muertos, ¿qué le queda? Solo Carla, que lo ha abandonado; Loomis, a quien le han arrebatado; y Ray, que ahora también está ausente, desterrado: «Lárgate, capullo», le había exhortado.

Abre los ojos de nuevo, mientras se frota los pies descalzos el uno contra el otro. Dios, Dios, Dios, piensa, y tendido en su cama se imagina el cuerpo de su madre en el ataúd. Tenía un aspecto ajeno, y cuando le acarició las manos entrelazadas sobre el pecho estas eran tan livianas como cascarones. Abandonaron fácilmente su posición. Pensaba que estarían agarrotadas, congeladas, pero de hecho eran como ramas secas, y cuando intentó que retomasen su posición orante se separaron aún más. Estaban una encima de otra como si tratasen de asir algo contra el pecho, y se había visto obligado a pedir ayuda al agente de pompas fúnebres.

—Me he cargado las manos de mi madre —le explicó, intoxicado hasta perder la razón—. Lo siento. —No lloró por ella hasta mucho después.