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8 de octubre de 1996

Los martes, Troy recorría las calles de San Buenaventura a bordo de un camión. Llevaba a cabo labores de embellecimiento. A veces lo llevaban a una instalación regentada por el condado (el aseo de un área de descanso de la autopista interestatal, por ejemplo) para restregar las inscripciones repugnantes, pueriles y desesperadas de la superficie de los reservados con un cepillo de cerdas de alambre; o transitaba por el arcén de la autopista ataviado con un chaleco reflectante, empuñando un recogedor y una bolsa de basura de plástico. La semana anterior se había pasado el día en lo alto de una escalera, bajo un puente del ferrocarril, limpiando con un chorro de arena una declaración pintada con aerosol: «Jim quiere a Athena», una letra tras otra.

Ese era su día de «servicio a la comunidad», su día libre en el Stumble Inn. Lisa Fix se había asegurado de que tuviera el peor trabajo posible, a modo de venganza por haber rechazado el empleo en el departamento de retraso mental que le había ofrecido originalmente. A las siete de la mañana se presentaba para entregar sendas muestras de sangre y de orina, y después esperaba silenciosamente con su chaleco y su mono de trabajo en compañía del resto de sujetos de su ralea: conductores borrachos y alborotadores, maltratadores de esposas y niños y defraudadores, todos ellos a la espera de que los condujesen a su penitencia. Al menos, estaba agradecido de que apenas hubiese conversación entre ellos. Era como la sala de espera de un médico. Se agrupaban en el aparcamiento, con la cabeza baja, hasta que aparecía un supervisor. Se los llevaban en grupos de dos o de cuatro.

Aquel día su compañero era un hombre al que conocía superficialmente: J. J. Fowler. No se saludaron exactamente, aunque se había producido un breve y significativo intercambio de miradas mientras ambos esperaban, expuestos al gélido aire matutino, y otro cuando los seleccionaron a ambos para el camión de los muertos. Durante las siguientes ocho horas deambularon recogiendo los restos de animales atropellados: gatos, perros, ardillas, zarigüeyas, mofetas, mapaches y, de tanto en tanto, ciervos. Era posiblemente el trabajo más sucio del lote, pero Troy y J. J. no dijeron nada cuando se subieron al camión, en el que había un trabajador en libertad condicional sentado con desgana tras el volante.

En el pasado, J. J. había sido un cliente habitual del Stumble Inn los viernes y un consumidor mensual de la marihuana (y ocasionalmente las setas) de Troy. Solían mantener conversaciones agradables y despreocupadas, pero mientras circulaban lentamente a bordo del camión, Troy guardaba silencio y J. J. miraba al frente a través del parabrisas. Troy ignoraba cuál había sido el delito de J. J. (podría haber sido cualquier cosa, se dijo), pero ya no eran los mismos de antaño. Se toparon con un gato común que tenía la huella claramente visible de un neumático en el lomo. Se bajaron del camión y J. J. empleó una escoba para arrastrar el cadáver agarrotado hasta la pala de boca ancha que empuñaba Troy. J. J. lo observó elusivamente, pero no dijo nada cuando Troy arrojó al gato a la parte trasera del camión. Eran aproximadamente las ocho y media de la mañana.

Últimamente había estado pensando mucho en Carla.

Habían tenido noticias suyas por última vez a finales de abril, cuando llamó para charlar un minuto con Loomis. Había sido casi doloroso ver cómo se encendía el rostro del niño, sus ojos brillantes y su amplia sonrisa, la timidez y la ternura con la que había dicho: «Hola, mamá», con un rubor de placer. Troy se quedó a la escucha, apoyado contra el marco de la puerta, mientras Loomis se dirigía vergonzosamente al auricular, pues aún no era ducho en conversaciones telefónicas.

—Sí —dijo Loomis, escuchando atentamente—. Ajá... ajá... vale. —Y Troy se preguntó qué le estaría diciendo Carla para que refulgiese de ese modo.

Pero cuando Loomis le devolvió el teléfono al fin, la voz de Carla era queda y también, pensó Troy, un poco inarticulada.

—No podré volver a llamar durante una temporada —le dijo.

—Bueno —replicó Troy—, tampoco es que hayas estado llamando regularmente. Te echa de menos, sabes.

—Que te jodan, Troy —le espetó ella—. ¿Es que crees que no lo sé? No intentes que me sienta como una imbécil.

—No lo hago —le aseguró, y frunció el ceño adustamente al escuchar el bullicioso trasfondo de personas hablando a grandes voces: se hallaba en un bar, quizá, o en una fiesta—. Oye, Carla —continuó—, te voy a mandar una de esas tarjetas de crédito... ya sabes, las que te da la compañía telefónica. Puedes cargar las puñeteras llamadas a mi número, no me importa.

Ella guardó silencio. Al otro lado de la línea Troy distinguió las carcajadas de personas cercanas. Muy borrachas.

—Te enviaré un poco de dinero —propuso—. ¿Necesitas dinero?

Ella no dijo nada.

—Dame una dirección —dijo, y al cabo de una larga pausa, ella murmuró el número de un apartado de correos, un código postal de Las Vegas.

—Tengo que irme —añadió, circunspecta. Y entonces, por un segundo, su voz se ablandó:

—Gracias —dijo.

Eso había sucedido hacía seis meses. Carla había cobrado el cheque por valor de trescientos dólares que le había enviado, pero jamás había utilizado la tarjeta telefónica. En junio le había enviado otro cheque, en esta ocasión de cien, al mismo apartado de correos. Incluso durante la debacle de su arresto y subsiguiente libertad condicional había vigilado atentamente su cuenta bancaria, esperando la llegada de un cheque cancelado con la firma de Carla en el dorso. Pero nunca se produjo.

Recientemente había empezado a pensar que quizá estuviera muerta. A pesar de todas sus imperfecciones, Troy seguía creyendo que Carla amaba a Loomis, y le costaba comprender su silencio. Habría llamado, se decía. Habría llamado. Y entonces se le había ocurrido, como si fuera el hálito frío y nebuloso de una premonición: estaba muerta. Carla está muerta, murmuraba una voz en su mente, y nadie se había molestado en ponerse en contacto con él ni con su madre. ¿Era posible? Intentó decirse que no, pero la idea lo hostigaba, y descubrió que regresaba, inoportuna, en diversos momentos del día. Hasta había pensado en preguntarle a Lisa Fix si existía alguna agencia gubernamental con la que pudiera ponerse en contacto, algún almacén de datos que tuviese un archivo de tales cosas.

Pero temía perseverar. Apoyó la cabeza contra la ventanilla del copiloto del camión, procurando desterrar de su mente la imagen de su rostro exánime. Asesinada, tal vez, estrangulada o apaleada. O lo que era más probable, víctima de una sobredosis de drogas.

No conseguía evitar imaginárselo. Carla tenía la piel grisácea, por supuesto, de una lividez antinatural, pero seguía siendo ella. Tenía los brazos y las piernas extendidos en actitud indiferente y voluptuosa, como solía tenderse cuando se acostaba a su lado. A Troy le encantaba observar su delicioso abandono mientras dormía. Troy se acurrucaba en una esquina, con las rodillas flexionadas y los brazos apretados contra el pecho, pero a Carla le gustaba estirarse. Su postura durmiente parecía la de una animadora petrificada en medio de un salto, como alguien precipitándose de espaldas en el agua. Sonreía en sueños, con la boca entreabierta. Eso era lo que más le gustaba, ese aspecto jubiloso que tenía, su forma de lamerse los labios cuando le tocaba ligeramente la cara.

Dios, pensó, qué guapa había sido.

Estaba pensando en ello cuando atravesaron la calle donde vivían Judy Keene y Loomis. Levantó la cabeza con una mirada apesadumbrada mientras dejaban atrás la señal de cruce en verde. Aunque no se detuvieron, sintió que la calle flotaba a sus espaldas. Imaginó por un momento que Loomis estaba jugando en el patio cuando ellos pasaban. Entonces recordó que Loomis estaba en la escuela. En la guardería.

Había estado trabajando en una carta, puesto que Judy no le dejaba llamar por teléfono, y meditó de nuevo sobre ella cuando recorrieron su calle sin detenerse. «Querida señora Keene», había escrito.

Querida señora Keene,

Comprendo que tiene muchas razones de peso para oponerse a que Loomis tenga contacto conmigo, y respeto sus deseos de protegerlo. Sé que hecho cosas malas e ilegales a lo largo de mi vida. Pero como padre de Loomis, le escribo esta nota para suplicarle que tenga la bondad de dejarme hablar con él, aunque sea bajo su estricta supervisión. Quiero mucho a Loomis y, aunque sé que he cometido algunos errores, solo deseo lo mejor para él. ¿Sería tan amable de permitirme hacerle una breve visita? ¿O hablar con él por teléfono? Hubo un tiempo en el que Carla no deseaba que usted tuviese contacto alguno con él, y yo podría haberle impedido que volviese a verlo nunca, pero no lo hice. Si me extendiera la misma cortesía, le estaría muy agradecido.

Atentamente,

Troy Timmens.

P. D.: Estoy muy preocupado por Carla y si tiene noticias de su paradero, significaría mucho para mí que me lo dijera. Si no quiere ponerse en contacto conmigo directamente puede dejarle un mensaje a mi agente de libertad condicional, Lisa Fix, en el 255-9988. Por favor, señora Keene, soy el padre de Loomis y lo quiero. Tenga piedad de mí.

No había enviado aquella carta, aunque la había repasado varias veces, indeciso. ¿Parecía lo bastante contrita? ¿Parecía inofensiva? ¿Parecía sensiblera, como si fuera la obra de un borracho? Si se presentaba en una corte de justicia como prueba de acoso, ¿cómo la juzgaría un jurado? No estaba seguro, de modo que se la quedó, colocando el sobre en la mesa de la cocina, entre el salero y el pimentero, sin cerrarlo ni sellarlo. Para reflexionar.

Era imposible, pensaba, que pudieran separarlo permanentemente de su propio hijo. Era imposible que Judy tuviese más potestades sobre el chico que Troy, su padre. Pero nadie parecía dispuesto a ocuparse de ello: ni Lisa Fix, que era reticente; ni su abogado, Schriffer, que le aseguraba que todo se arreglaría, pero que no le había devuelto las llamadas desde hacía casi un mes; ni desde luego la propia Judy. Para empezar, sospechaba que ella había sido quien lo había delatado mientras la policía estaba vigilando a Jonathan Sandstrom. Volvió a recordar la noche en la que Loomis había entrado en la cocina mientras estaba con Lonnie von Vleet, y cómo se había quejado a causa del olor del humo. Se imaginó que Judy Keene detectaba el aroma en su ropa y que Loomis respondía a sus preguntas con inocencia, hablándole de la pipa de agua de su padre y de las personas que se presentaban en su casa de madrugada.

Sentado en el camión, se ruborizó con violencia. Qué idiota había sido. ¡Qué idiota!

A las cuatro de la tarde, cuando al fin lo eximieron del servicio a la comunidad, se preguntó una vez más si contaba con el tiempo necesario para pasar frente a la casa de Judy Keene.

Después de haber telefoneado al servicio de vigilancia para darles su número, disponía de diez minutos para volver a casa. Quizá fuera suficiente, aunque apenas, para emprender el camino largo.

Había estado a punto de hacerlo un par de veces anteriormente, pero siempre había perdido el valor. Era extremadamente peligroso. Tendría que rebasar ligeramente el límite de velocidad, arriesgándose a que hubiese policías a la espera, escondidos en los callejones o detrás de los arbustos, en las pequeñas trampas de velocidad que todo el mundo sabía que salpicaban el pueblo y lo alimentaban. Tendría que exponerse a la posibilidad de que la propia Judy lo descubriese y lo delatara.

Sabía que iría a la cárcel si lo pillaban infringiendo las condiciones de la libertad condicional. El supuesto «buen trato» que le había procurado Schriffer quedaría en entredicho y el juez tendría la prerrogativa de sentenciarlo a prisión. Dos, hasta cinco años. Era correr un riesgo estúpido.

Pero le costaba discurrir con claridad. Se había pasado el día meditando sobre Carla, Loomis y todas las libertades ordinarias que antaño había dado por sentadas. Estaba confuso a causa de tantos pensamientos que desembocaban en callejones sin salida.

Abandonó el departamento de carreteras del condado y se incorporó a la autopista 31, que en los confines del pueblo adoptaba el nombre de Euclid. Continuó dirigiéndose hacia el este, dejando atrás el largamente arruinado hotel de carretera Buenaventura, cuyo antiguo rótulo prometía «Las tarifas más bajas» y «Televisión en color», la callejuela lateral donde se hallaban la Pista de Patinaje de Zike, deslucida y abandonada, y el Stumble Inn, frente a frente, cada uno desmoronándose a su manera. Traspuso dos semáforos sin tener que esperar y finalmente se detuvo frente a un semáforo en rojo en el bulevar Old Oak, donde, si se proponía volver a casa, tendría que girar hacia el sur.

Habían transcurrido cuatro minutos. Vaciló un segundo cuando cambió la luz, pensando: no, no deberías hacerlo. Y después se precipitó hacia adelante, con el corazón latiendo a toda prisa. Contempló el reloj digital del salpicadero, observando los números palpitantes. ¿Qué se proponía? Abrigaba la esperanza de ver a Loomis, aunque fuese brevemente, de que se hallara en el patio frente a la casa de Judy, blandiendo un palo distraídamente, hablando solo, según le gustaba, de que quizá estuviese deambulando por la acera, embebido en alguna fantasía. Y de que en el momento en el que pasara a su lado, levantase la vista.

¿Y entonces qué? ¿Lo secuestraba? Huían a Canadá o a América del Sur. Tendría que ahorrar algún dinero, pensó. Tardaría algún tiempo en encontrar un trabajo, pero lo conseguiría. Se podía ser camarero en cualquier lugar del mundo, se dijo, y dejó que la fantasía flotase brevemente antes de empezar a desinflarse como un globo pinchado.

Había una camioneta frente a él. Se trataba de un viejo granjero, seguramente distraído o comatoso, que merodeaba lentamente por el pueblo. Desfilaron con agónica morosidad frente al bar El Farol Verde, el Banco Nacional Americano y la Casa de la Fotografía.

Cinco minutos.

Y comprendió que era inútil. La certidumbre de que nunca llegaría a tiempo a la casa de Judy accionó una corriente eléctrica que recorrió todo su cuerpo. Era peor que inútil. Comprendió el peligro al que se había expuesto con tanta claridad que durante un segundo fue incapaz de respirar. Cinco años en prisión, pensó. No había tráfico en la dirección opuesta, de modo que giró abruptamente, haciendo un cambio de sentido ilegal en medio de la avenida Euclid. El coche deportivo que lo seguía aminoró con irritación y la conductora, una adolescente, lo miró alarmada y boquiabierta cuando giró en redondo y se dirigió nuevamente hacia el oeste.

Seis minutos.

Cuando regresó a la intersección de Euclid y Old Oak empezaban a temblarle las manos. Siete minutos y medio. Aceleró al internarse en el túnel de cemento que discurría bajo las vías férreas, cuyas paredes pintarrajeadas y húmedas rezumaban cal, pensando que de ese modo lograría recuperar un poco de tiempo, pero entonces, como si lo hubiese conjurado su angustia, un coche patrulla se incorporó al tráfico a sus espaldas y Troy se vio obligado a reducir nuevamente la marcha hasta acomodarse al límite de velocidad. Cincuenta kilómetros por hora, y hasta el policía parecía un tanto impaciente. Cuando este se aproximó hasta pisarle los talones Troy reconoció el grueso semblante de culturista de Wallace Bean, el oficial que lo había arrestado aquella noche secundado por Kevin Onken y Ronnie Whitmire. Troy no pudo evitar acordarse una vez más del sonido de la descarga de la pistola de Whitmire y de los gritos de Bean: «¡Joder! ¡Joder!» mientras Troy vociferaba el nombre de Loomis entre sollozos. Bean era tal vez el menos despreciable del trío: había sido el ala cerrada del equipo de fútbol cuando Troy estaba en el instituto, un muchacho fornido, atontado y afable, el único de los tres que parecía reconocer que había algo malo en el hecho de irrumpir en la casa de alguien para incrustar una bala en el techo del dormitorio de su hijo. «Su hijo está bien, no se preocupe, no se preocupe», le había dicho Bean mientras apoyaba su voluminosa mano en la cabeza de Troy para ayudarlo a entrar en el coche patrulla.

Pero, no obstante, la ironía de su aparición precisamente en ese angustioso momento le resultaba un tanto intolerable, y cuando vio los destellos amarillos de una señal que indicaba una zona escolar más adelante, se mordió con fuerza la cara interior de la mejilla hasta saborear su propia sangre. Se trataba de la escuela primaria del sur, a la que Loomis asistiría si las cosas hubieran sido distintas. «Zona escolar: 30 km/h: Zona escolar», proclamaba la señal, y no había nada que Troy pudiese hacer al respecto. Aunque circular a treinta kilómetros por hora se le antojaba ir más despacio que caminando, dejó que se desplomara el velocímetro. Ocho minutos y medio. Puso el intermitente en la esquina de Old Oak y la avenida Deadwood y Bean lo eludió al fin, haciéndose a la derecha. Siguió adelante sin reparar en Troy, concentrado en alguna misión que lo esperaba un poco más al sur.

Ahora que Bean se encaminaba hacia otro lugar, Troy se adentró en Deadwood a toda velocidad. Debía correr el riesgo y apretó el acelerador, conduciendo cada vez más aprisa. Sesenta, ochenta, cien kilómetros por hora. Dejó atrás el campamento de caravanas Búfalo Blanco, donde antaño pasara las horas de su infancia con Bruce, Michelle y el bebé Ray, así como las hileras familiares de viviendas desvencijadas que delimitaban el pueblo. Los vecinos estaban acostumbrados a que la gente circulase a toda velocidad por la avenida Deadwood con coches baratos con el tubo de escape averiado, de modo que ni siquiera levantaron la vista cuando pasó. Enfiló la salida de su calle, Gehrig, y derrapó en la gravilla de la carretera sin asfaltar. Nueve minutos y medio. Acometió rugiendo el camino particular y abrió la puerta del coche de un empujón, sin detenerse siquiera para cerrarla de un portazo, mientras se debatía con las llaves de su casa, que llevaba en el bolsillo. Franqueó la cancela a la carrera y se dirigió a la puerta trasera, y cuando vio a Jonah en el patio, frente a la puerta, ahuecando las manos en la ventana, tratando de asomarse al interior, ni siquiera tuvo tiempo de pensar en ello.

Cuando se acercaba comprobó que el color abandonaba el semblante sorprendido, alarmado y afligido de Jonah.

—¡Oh! —dijo—. Hola, yo... —Y levantó las manos como si Troy se dispusiera a golpearlo.

Pero Troy no tenía tiempo para reflexionar. Apartó a Jonah de un empujón.

—Tengo mucha prisa —farfulló con una mueca, mientras sus dedos temblorosos introducían la llave en la puerta trasera. Manoteó frenéticamente. Abrió la puerta de un empujón y estuvo a punto de desplomarse en la cocina al precipitarse hacia el teléfono. Miró su reloj y marcó el número con dedos torpes y temblorosos.

Diez minutos y medio. Resopló ante el auricular.

—Número 1578835. Presente.

Se produjo un largo silencio. Y la voz de un hombre que parecía embriagado contestó:

—Vale. Estás limpio.

Ignoraba cuánto tiempo había pasado apoyado contra la pared, recuperando el aliento. Estaba un poco mareado, el corazón seguía latiéndole con celeridad, y anticipaba las preguntas que Lisa Fix podría formularle durante su próximo encuentro.

—Veamos —diría—. Martes ocho de octubre. ¿Por qué tardaste tanto en volver a casa? Casi once minutos. —Y tendría que haber una excusa.

Pasaron varios minutos hasta que se acordó de Jonah. Miró hacia la puerta trasera, que seguía entreabierta, y se amasó los hombros cansados con los dedos.

—¡Jonah! —exclamó—. ¡Pasa! La puerta está abierta.

No hubo respuesta.

Haciendo un esfuerzo, se despegó de la pared con la que se estaba fundiendo y se dirigió a la puerta de pantalla.

—¡Jonah! —repitió—. ¡Pasa!

Pero no lo vio por ninguna parte. Troy contempló el patio desierto, frunciendo el ceño. El viejo columpio colgaba lánguidamente de la rama del árbol.

—¿Hola? —dijo. Pero no había nadie.