26
Cuando Loomis despierta está lloviendo. Observa las temblorosas gotitas de agua que discurren horizontalmente por el parabrisas, arrastradas por la velocidad, y piensa en pececitos nadando en una pecera, en el acuario que había en casa de su padre, con mollys, peces ángel, peces cola de espada y plantas lunarias.
Está tendido en el asiento trasero del coche de Jonah, cubierto por una manta. No pasa nada por no ponerse el cinturón, le ha asegurado Jonah. Cierra los ojos y vuelve a abrirlos.
—¿Hemos llegado ya? —pregunta, y distingue los ojos de Jonah, que le devuelven la mirada por el espejo retrovisor.
—Me parece que no —contesta este.
Loomis se encoge de hombros y bosteza.
—¿Falta mucho? —insiste, y observa un instante a Jonah mientras este contempla la interestatal a través del parabrisas, con el rostro recortado contra la sucesión de postes telefónicos desdibujados.
—A decir verdad —dice Jonah—, me parece que a lo mejor falta mucho más de lo que yo esperaba.