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Un niño desaparece del patio trasero de su abuela una mañana de finales de primavera. En un instante está allí: la abuela mira por la ventana mientras lava los platos y lo ve junto a la alambrada cercana al soto de lilas, con las manos entrelazadas a la espalda, hablando solo, tal como le gusta hacer. Y después se esfuma.
Es una mañana apacible y cálida en los albores de junio y el pueblo de San Buenaventura, Nebraska, ha alcanzado su máximo verdor. En julio, las praderas que circundan el ramillete de casas y de árboles del pueblo se habrán difuminado hasta adquirir un bronceado grisáceo, el color del liquen, y hasta los campos de maíz y alfalfa parecerán artificiales, desesperadamente verdes bajo formidables sistemas de riego semejantes a insectos que se pasean por los campos sobre largas piernas de metal. Remolinos de polvo de la altura de una iglesia se alzarán en los campos de rastrojos y se abrirán paso por las carreteras y las autopistas para estrellarse contra los aspersores móviles como si los atacasen. El polvo se posará sobre las hojas húmedas de las cosechas.
Pero esta mañana en particular los días cálidos, secos y desprovistos de lluvia todavía parecen muy lejanos. Es primavera, auténtica y pura. El curso ha concluido. Los niños juegan en los patios y recorren las aceras en bicicleta. Discount City ha dispuesto hileras de piscinas infantiles de tres tamaños de brillantes colores rosas y azules a lo largo de la pared del perímetro. Farmers Co-op exhibe macetas repletas de semillas (de tomateras, pimientos jalapeños, parras de sandías y flores de jardín), extendidas bajo el sol en mesas plegables.
En un día semejante, la abuela no se preocupa especialmente cuando no ve al niño al mirar por la ventana de la cocina. Está jugando, piensa. El chico, Loomis, tiene seis años, y de hecho es una especie de milagro de mesura y educación para tratarse de un niño de finales del siglo XX. Es el tipo de niño que todavía se presenta unte ella de manera consistente para preguntarle: «Abuela, ¿puedo ir al baño?» y que se detiene a constatar la hora en el reloj de muñeca de plástico que le ha regalado su padre porque le gusta acostarse exactamente a las ocho y media. Cuando vuelve a mirar y comprueba que ya no se encuentra junto a la verja no le concede mucha importancia. Es un chico tranquilo, casi distante en sus elaboradas fantasías, y a ella le gusta eso de él. Respeta su noción de intimidad.
Transcurren veinte minutos más. La abuela, Judy, termina los platos del desayuno, los seca y los guarda en un armario. Está viendo con desinterés un viejo musical en una pequeña televisión que ha puesto en la encimera para que le haga compañía. Carrusel muy triste. «You'll Never Walk Alone», canta una mujer, y ella frunce los labios para contener un brote de emoción sentimental.
Hoy está cansada; no ha dormido bien. De un tiempo a esta parte la importunan extrañas fluctuaciones del pulso cuando se acuesta, y después, cuando sus latidos dejan de acelerarse y empieza a cabecear, su corazón parece detenerse. Es como si el cuerpo hubiese olvidado de pronto que es necesario seguir bombeando sangre, y vuelve en sí con un espasmo, como un corcho que emerge desde el fondo de un cubo lleno de agua.
Le sucede de manera irregular, pero la noche anterior se ha asustado terriblemente y ha deambulado con cautela por la cocina con una taza de Ovaltine caliente, preguntándose si le pasaba algo malo. Los médicos lo achacarían a su peso, pensó. La presión sanguínea, probablemente; se había librado hasta ahora, pero imaginaba frente a ella toda una serie de ajustes: píldoras, dietas y análisis. Daría comienzo el ritual paulatino y fútil de mantener su propia mortalidad a raya. Lo había presenciado cuando le sucedió a su propia madre, cómo el mantenimiento de la salud había empezado a ocupar una parte cada vez mayor de su vida cotidiana, hasta que la mayoría de sus horas de vigilia se consumieron en una suerte de interminable partido de tenis con su propio cuerpo. Evitaba una cosa y la pelota volvía silbando sobre la red: un resfriado al que no lograba sobreponerse, otro órgano que fallaba, otra extremidad que le costaba mover, o le dolía. Al final su madre murió de herpes, una dolencia ridícula, de connotaciones casi cómicas, que la había derrotado sencillamente gracias a la debilidad de su sistema inmunológico.
Judy había estado pensando en ello, merodeando por la casa sumida en tinieblas, cuando percibió un sonido procedente del exterior: un tañido, el eco tenue de una tinaja que rueda sobre una superficie sólida. Al principio creyó que se trataba de una voz áspera y chillona, semejante a la de su madre en sus últimos años, y sintió un escalofrío. Vio a un mapache al otro lado de la ventana. Cuando encendió la luz del porche este se incorporó, mientras sostenía las patas anteriores contra el pecho como si fueran brazos atrofiados, encorvado y encogido. Sus ojos centellearon y cuando Judy abrió la puerta de pantalla para espantarla la criatura la contempló como un anciano malévolo y senil, como uno de esos viejos que te acechan coléricos desde su silla de ruedas cuando pasas a su lado en el sanatorio. El mapache abandonó abruptamente su posición erecta y se dirigió trotando a un rincón del patio. A cuatro patas, el animal parecía grotescamente abotargado al mecerse sus generosos cuartos traseros mientras corría. Judy vio cómo se deslizaba con facilidad a través de un hueco al pie de la verja, cerca del soto de lilas, y se esfumaba.
Esa es la imagen que se le presenta cuando abre la puerta trasera para llamar a Loomis. Una imagen de la criatura que trota contoneándose hasta los arbustos como si fuera una persona terriblemente drogada que trata de arrastrarse con celeridad. Su cuerpo era demasiado lento y confiado como para expresar terror, pero ella notaba que en realidad estaba desesperada.
—Loomis —dice, y por un segundo le parece atisbar un destello de movimiento, una cola, una franja de piel oscura que desaparece bajo el follaje de las lilas.
Al principio, la imagen la desconcierta. De hecho se estremece, una sombra se proyecta sobre su nuca, y a continuación se enfrenta al patio vacío.
—¿Loomis? —repite, vacilante.
El patio que hay detrás de la casa de Judy no es propicio para que se oculte una persona. Se trata de un cuadrado sencillo, una cuidada extensión de hierba con dientes de león y tréboles confinada por una alambrada metálica. En el rincón del noroeste hay un soto de lilas a punto de marchitarse; al este, siguiendo la pared del garaje, se encuentra su huertecito: dos tomateras, otras tantas calabaceras, cuatro hileras de alubias amarillas y una mata de melones con la que está experimentando. Hay malvarrosas a lo largo del ala de la casa. Pero sobre todo es un patio abierto. Hay juguetes de Loomis diseminados por allí: un muñeco de Batman, una pelota de goma azul con rayas amarillas y una bolsa de plástico llena de figuritas de dinosaurios, soldados y cochecitos de juguete.
—¿Loomis? —insiste. Sufre una momentánea desorientación cuando vuelve a contemplar el patio y se dice que debe hallarse allí de algún modo, que sufre algún problema de percepción, de visión.
Puede que haya escalado la alambrada, supone, aunque parece muy impropio de él. Quizás arrojase algo por encima accidentalmente y fuese a recuperarlo. El alambre de la verja se entrecruza en un diseño de diamante, de modo que le resultaría bastante sencillo encajar las zapatillas deportivas en los agujeros para encaramarse hasta el otro lado. Parece una estupidez, pues no es un niño especialmente atlético ni aventurero, ni propenso a escaparse.
Sin embargo, Judy atraviesa el patio para dirigirse al extremo norte de la alambrada, restallando las sandalias bajo los pies desnudos sobre la hierba tibia. Allí está el angosto callejón que separa la parte posterior de las casas de su manzana de las que contornean la manzana del norte, dotado de la anchura precisa para que el camión de la basura lo atraviese torpemente los lunes por la mañana emitiendo pitidos. Mira a derecha e izquierda; nada, solo cubos de basura de diversas formas y tamaños, de plástico y de metal ondulado, algunos acompañados de bolsas de basura llenas. Maleza que despunta entre las grietas del pavimento. Árboles y postes telefónicos cuyas ramas y cables se interconectan. En el extremo más alejado, allí donde la boca del callejón desemboca en la calle, pasa un camión rojo para seguidamente esfumarse. Ni rastro de Loomis.
Por primera vez desde hace muchos años, es consciente del aspecto que puede presentar el mundo a los ojos de un niño pequeño. Su extensión, la forma en la que un callejón ordinario se puede figurar un túnel misterioso y las alambradas traseras y las puertas de las casas poseen una cualidad remota y descuidada. Advierte (o mejor dicho, recuerda) la estrecha franja de espacio que discurre entre la verja y la parte de atrás del garaje: otro túnel, pero este no parece maniobrable ni siquiera para un niño, puesto que hay una pila de troncos, despojos de un árbol viejo que taló hacía varios años. Por alguna razón debió pensar que la madera sería de utilidad, aunque ya no recuerda la razón. Ahora está moteado de liquen y de hongos de repisa, húmedos, podridos, tal vez llenos de termitas y de hormigas.
—¡Loomis! —exclama, alzando la voz por primera vez, pues ya no le avergüenza que los vecinos la oigan. Se concede un alarido:
»¡Loomis! ¿Dónde estás? —Y el perro de los vecinos de la izquierda empieza a ladrar desde el patio. Loomis nunca habría ido allí, por supuesto. Odia y teme al perro, un pitbull llamado Pluto, gruñón y musculado. Pero Judy se dirige al pie de la verja y se asoma al otro lado, y Pluto se abalanza contra ella. Está atado al tendedero y la argolla de la correa produce un sonido hueco al recorrer la extensión de la cuerda, como el de una canica que rueda por una tubería. Cuando la ve, Pluto emite una serie de furiosos ladridos territoriales, con las orejas replegadas a la vez que despide un fulgor ultrajado por los ojos.
»¡Cállate! —le espeta Judy, y da una palmada, un gesto que recuerda de su infancia, de su madre, de cuando vivían en una granja fuera del pueblo y de tanto en tanto se topaban con perros callejeros desconocidos—. ¡Largo! —dice, y da otra palmada—. ¡Márchate ya! —Y Pluto, impresionado, deja de ladrar y la observa con recelo. Los vecinos, los Woodward, son una pareja sin hijos, ariscos aunque cordiales, y sabe poco sobre ellos. Puede que tengan treinta y tantos años. Bonnie, la esposa, es secretaria de juzgado; Sherman, el marido, trabaja fuera del pueblo, en el comedero. Es cazador y en otoño casi siempre trae a casa un ciervo que despelleja y descuartiza en el patio trasero. Aparte de eso, no sabe mucho sobre ellos, y se alegra de que no demuestren interés por ella. Es una divorciada entrada en años: «Señora Keene», la llaman respetuosamente. Sospecha que probablemente han oído rumores sobre Loomis y sus padres, alguna versión de esa desagradable historia, pero no han dicho nada, y ella se lo agradece.
Ahora empieza a azorarse, entre alarmada y enojada. ¿Dónde está Loomis? Se dice que cuando lo encuentre le dará unos azotes, aunque nunca le ha pegado anteriormente. Levanta el pasador de la puerta del patio trasero (¿acaso la ha escalado?) y se adentra en el sendero. La puerta plegable del garaje está cerrada, pero Judy se asoma a las ventanas de todos modos, y luego entra y comprueba el interior del coche. Recuerda, de un modo repentinamente vívido, que su hija Carla solía sentarse en el asiento del conductor cuando era niña, aferrando el volante con sus puñitos, simulando que conducía. Pero Loomis no está en el coche. Pronuncia su nombre a voz en grito, furiosa.
—¡Loomis Timmens! —exclama—. ¡Si no me respondes ahora mismo te vas a llevar unos azotes! —Y recorre el sendero a grandes pasos para dirigirse a la acera, produciendo a su paso chasquidos bruscos con las sandalias. Por lo demás, impera un silencio pasmoso en la calle.
Sí que va a darle unos azotes, piensa. Ahora tendrá que hacerlo. La ha desobedecido, la ha asustado, y tendrá que aprender una lección de lo sucedido. Ya se lo imagina: aferra a Loomis por el brazo y lo arrastra por la calle, furiosa, se lo pone boca abajo encima de las rodillas cuando llega a la cocina y descarga la palma de la mano sobre su trasero. Diez sonoros azotes, nada más y nada menos. Lo manda a su cuarto sin comer. Puede que llore, o puede que no; lo hace pocas veces, pero Judy espera que esta sea una de ellas. Las lágrimas querrán decir que ha surtido efecto, que ha logrado imponerse, y que el chico se ha arrepentido. La ausencia de lágrimas querrá decir, ¿qué? Algo preocupante.
Eso es lo que le da miedo, piensa, mientras mira rápidamente a derecha e izquierda. Eso es lo que le da miedo. Ha sido un chico muy bueno y la idea de que eso cambie la entristece. La madre de Loomis, Carla, también era una buena chica, y hay que ver cómo acabó.
A veces Judy intenta precisar el momento exacto en el que Carla se echó a perder. Quizá fuera un incidente aislado, como este de Loomis, y se escapara de buena gana, sin preocuparse por las consecuencias ni por los sentimientos de los demás. Ella no recordaba nada tan específico, pero sabía que al principio Carla, al igual que Loomis, era tranquila, brillante y fácil de complacer. Pero después, al margen del control de su madre, empezó a transformarse. Cuando llegó a la pubertad se había vuelto reservada y vengativa, y entraba y salía de clínicas de rehabilitación de alcohol y drogas desde los catorce años.
Se detiene en la acera. Ha empezado a transpirar y mira de un extremo a otro del paseo Foxglove, con sus casitas de un solo piso con toldos rayados, macetas de petunias, y patios discretos y bien cuidados.
—¡Loomis! ¡Loomis! —grita, y su voz parece la de una gallina deshidratada pidiendo agua.
Loomis está a su cuidado desde hace casi un año: el único año estable de su vida, piensa Judy. Hasta entonces se habían sucedido una serie de catástrofes desdichadas, empezando por la boda de sus padres. Carla, la hija de Judy y a su vez madre de Loomis, no había sido nunca una persona madura ni responsable. Judy sospechaba que ni siquiera a los veintiocho años estaba preparada para casarse, pero el marido que había escogido era todavía más ridículo de lo que ella habría imaginado. Su esposo se llamaba Troy Timmens y era unos seis años más joven que Carla, de modo que tenía veintidós cuando se casaron, pero a juzgar por Judy seguía siendo un adolescente. Troy no parecía tener planes de futuro, aparte de trabajar de camarero y de convertir el hogar de su difunto padre en un antro de perdición los fines de semana. Cuando Carla se quedó embarazada alrededor de un año después, Judy había intentado sugerirle delicadamente que considerase otras opciones, como el aborto. Pero eso solo había devenido en una de sus típicas discusiones, así como en un nuevo período de alejamiento glacial entre ambas.
Pero Judy estaba en lo cierto, por supuesto. Carla estaba tan preparada para ser madre como para pilotar un avión a reacción, y Judy comprobó que la reclamaban regularmente para que se ocupara del niño mientras sus padres nominales celebraban fiestas y se peleaban. El joven matrimonio se había disuelto bajo las presiones de la paternidad, combinadas con un estilo de vida decadente. Las cosas empeoraron progresivamente hasta que al fin, cuando Loomis tenía tres años, Carla se marchó del pueblo con un hombre con quien estaba teniendo una aventura, llevándose consigo a Loomis a Las Vegas, donde había procedido a meterse de nuevo en drogas. Troy rescató a Loomis para devolverlo a su hogar en San Buenaventura y poco después fue arrestado por posesión de marihuana con intención de distribuir. En ese momento Judy obtuvo la custodia de Loomis.
Cuando piensa en esos detalles siempre se sorprende de su apariencia grotesca y depravada. Son la clase de cosas que les suceden a los pobres: a la escoria de las caravanas, a los indios de las reservas o a los negros de los guetos, a personas desfavorecidas a causa de su entorno. Carla se había criado en un sólido hogar de clase media. Judy estaba divorciada, cierto, pero tenía educación universitaria y era profesora de primaria. Su vida debía ser distinta. Era la primera persona de su familia que había aspirado a tener una educación superior; la primera mujer que no pasaba regularmente el otoño enlatando comida; la primera, que ella supiera, que había asistido a una ópera; y la primera que había leído literatura. ¡Había leído novelas de Virginia Woolf! Y sin embargo, no había desatendido a su familia en los malos momentos. Había prestado miles de dólares a su hermano. Había empleado buena parte de sus ahorros para pagar un sanatorio para su madre, que había muerto extremadamente despacio. Había contraído deudas para ingresar a su hija en una clínica de rehabilitación decente.
¿Por qué debía ser así? ¿Por qué tenía que haber trabajado tanto para verse con tan poco, para convertirse en una divorciada obesa de sesenta y tres años con camisas floreadas, bermudas ajustadas y sandalias; una mujer atemorizada por visiones de mapaches, cuyo corazón palpitaba de manera irregular por las noches?
—¡Loomis! —grita, y se le quiebra la voz, al borde de las lágrimas. Hay momentos en los que piensa que ese niño, Loomis, su nieto, le cambiará la vida, que es el niño que debía hacer recibido desde el principio, que es una suerte de recompensa por las penalidades que ha sufrido.
¿Por qué no responde?
Hasta entonces ha mantenido a raya los malos pensamientos. La mano de un adulto con un saco, las cosas que ha leído. La gente que se aprovecha de los niños. La idea de la desaparición.
Pero cuanto más piensa en ello, mejor recuerda la última ocasión en la que vio a Loomis. Miró por la ventana y lo vio junto al soto de lilas, con las manos entrelazadas a la espalda, hablando solo, como hacía siempre.
¿Hablando solo? Siente que se encoge mientras recorre el barrio, confiando esperanzada en verlo al doblar una esquina, saliendo a la carrera de un arbusto de un patio, jugando con un grupo de niños del vecindario. En el callejón, agazapado tras un cubo de basura. Sentado en casa, de algún modo, jugando a la Nintendo, preguntándose dónde estaba ella.
No, se dice de repente. Y entonces lo visualiza como si se tratara un recuerdo. Loomis no estaba hablando solo.