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3 y 4 de septiembre de 1996

Nebraska.

La oscuridad impenetrable que anegaba las carreteras nocturnas, el espacio que se desplegaba más allá de la carrocería del automóvil de Jonah, el vacío. Los faros arrancaban destellos a las señales de la carretera, imponentes formas geométricas que se materializaban abruptamente, como si fuesen ojos de animales.

Los días no eran mejores, la verdad. Los pueblos se sucedían a intervalos de veinte o treinta kilómetros, destacamentos provistos de elevadores de grano que evocaban almenas erigidas en la pradera, así como las planicies y los pastos que los rodeaban: redondas pacas de alfalfa dispuestas como las rocas de Stonehenge en los campos limpios y segados; árboles desnudos y solitarios y casas desvencijadas en terrenos yermos infestados de rastrojos, terrones y polvo; amplias expansiones de trigo, maíz y girasoles con millares de cabezas vueltas hacia el este en dirección al sol. Los mirlos se posaban en las caras de los girasoles antes de remontar el vuelo con un tenebroso aleteo. Los nubarrones amoratados, cumulonimbos bajo el cielo pálido, se acumulaban a lo largo del horizonte en el que se internaba la carretera.

A medida que avanzaba, Jonah era consciente de su propia existencia como una presencia, una sensación, una banda sonora llena de disonancia.

Si esta fuera su película, este sería el principio: una panorámica aterradora. Rebobinaba el casete una y otra vez, volviendo a la misma canción, con su inconfundible guitarra melancólica y destemplada acompañada por las notas incisivas de un xilófono. Cuando el vocalista empezaba a cantar, Jonah lo secundaba. Mientras contemplaba la vertiginosa autopista a través del parabrisas, se entretenía imaginando que veía los títulos de crédito superpuestos en el horizonte.

Pensaba en su viejo amigo (su otrora amigo) Steve con las palmas de las manos levantadas, extendiendo los pulgares para encuadrar el concepto de una escena.

—La historia comienza a finales de verano —musitó Jonah, remedando los susurros de los narradores masculinos de voz gruesa que entonaban los avances de los próximos estrenos—. Comenzó en septiembre, apenas seis meses después de que el muchacho cumpliese veinticinco años. —Pero eso no sonaba bien, de modo que volvió a empezar—. La historia comienza... —repitió. Le gustaba cómo sonaba eso.

Murmuraba lo mismo entre dientes mientras cargaba sus pertenencias en el viejo coche de su madre. Algunos libros, ropa y discos compactos.

—Corría el mes de septiembre. Él tenía veinticinco años. Nadie sabía que se marchaba. Ni adónde iba. —Empacó algunos cuadernos. Algunos platos de los que odiaba separarse. Ropa. Una tienda de campaña que había encargado por catálogo.

El resto (baratijas de segunda mano, un abrigo de invierno, un radiocasete despertador de la RCA cochambroso y destartalado, revistas y periódicos, detergente, latas de sopa, kétchup y un tarro mediado de pepinillos en el frigorífico) lo dejó en su sitio. Suponía que al cabo del tiempo tendrían que recogerlo la señora Orlova o su esposo; cuando no hubiesen recibido el cheque del pago del alquiler durante una temporada entrarían en su habitación amueblada. Quizá esperasen a medias encontrarlo muerto, que se hubiera suicidado o que hubiera sufrido un ataque al corazón, aunque fuese joven. Sasha, el marido de la señora Orlova, farfullaría una maldición en ruso mientras tironeaba del llavero que pendía de su cinturón. Jonah había pensado en decirle algo a la señora Orlova, en llamar a su jefe en el restaurante, pero en el último momento no lo había hecho. Decidió que lo mejor era desaparecer por las buenas.

Y sin embargo, cuando se despertó esa mañana, creyó que seguía en Chicago. Se imaginó el entorno familiar de su estudio: la cama, la lámpara cubierta de polvo, la mesita de noche con los libros apilados, el sonido del tren elevado que traqueteaba al otro lado de la ventana, la expectación que le producía el horario del restaurante, anunciado en un tablón de corcho en el lóbrego corredor del sótano. La vida que había vivido durante más de tres años, en vano.

Se encontraba en una tienda de campaña. Vio una sombra que se ondulaba sobre la superficie de tela, una forma susurrante, y al cabo de un instante adquirió conciencia del recuerdo de que había viajado y se había registrado en el campamento, un parque KOA situado en la linde de San Buenaventura. Cuando bajó la cremallera del habitáculo para arrastrarse hasta el otro lado, el sol despuntaba en el horizonte. Allí estaban su coche repleto de posesiones y la aerodinámica caravana aparcada enfrente. Había una pareja de mediana edad, formada por una mujer de cabellera castaña y un hombre barbado y grueso ataviado con una camisa hawaiana, sentados frente a la caravana en sendas sillas de jardín mientras su hijita jugaba en las proximidades. Estaban viendo una pequeña televisión portátil mientras comían melocotones y lo saludaron con un ademán benévolo cuando los miró, renqueando sobre la gravilla con los pies descalzos para llegar hasta el coche. Abrió la portezuela y se sentó, contemplando la carretera mientras se ponía los zapatos y trataba de pensar.

No era muy cinematográfico, sentarse en el asiento del conductor con los cordones desatados, mirando a los guijarros. El sol estaba suspendido como indeciso sobre el horizonte, gelatinoso y tembloroso como la yema de un huevo sin hacer. Presentía el filo del desaliento mundano que volvía a alzarse, como hiciese con frecuencia cuando estaba en Chicago. ¿Ahora qué?

Se quedó sentado estudiando un mapa que había arrancando del listín telefónico de una cabina, siguiendo el acertijo de calles hasta hallar al fin la que buscaba: estaba al otro lado del pueblo, en el mismo confín de este. Metió la mano bajo el asiento y dio con un par de binoculares, que depositó en el asiento del copiloto. Escuchó a la chiquilla de la caravana mientras esta canturreaba desafinadamente: «Mañana, mañana, te querré mañana» y la observó un momento mientras golpeaba distraídamente a su muñeca con un palo, marcando el ritmo de la canción. Se ató los cordones.

Desde hacía casi un año, desde que un día de octubre recibiera el paquete postal de la Agencia Buscapersonas, había intentado dilucidar lo que debía hacer y cómo debía proceder. Había repasado sin cesar la información que le habían enviado, subrayando con la uña cada palabra, cada letra individual, como si hubiese alguna encriptación sepultada en ella que pudiese descifrar por medio de un estudio atento. Había un nombre y una dirección, un informe crediticio y diversos documentos judiciales.

Se despertaba en plena noche para releer ese material, sentado junto a la ventana de su estudio en el tercer piso, contemplando la calle desierta mientras hojeaba el parvo fajo de papeles, consciente del dolor extraño y sutil que conjuraban, una suerte de sensación insondable. Le recordaba a cuando había encontrado la reproducción de un cuadro paisajista en un libro de una clase de historia del arte, una casa blanca en una costa accidentada, que le había impactado con la fuerza de un recuerdo olvidado. Yo he vivido ahí antes, se dijo, aunque al mismo tiempo sabía que era imposible. Sin embargo, recordaba claramente el sendero de gravilla que conducía a la casa de madera con tejas rojas y percibía el sonido de las olas que rompían contra las rocas y las llamadas de las gaviotas. Debía haber visitado aquel preciso lugar con su madre, pensó, hasta que al cabo de varios días se dio cuenta de que el cuadro del libro era el mismo de una postal que su madre había pegado en el cabecero de su cama. Debía haberla contemplado con tanta atención que se había grabado en su mente como si fuera un recuerdo. Pero aun a sabiendas de ello, no lograba sobreponerse a la sensación de que había estado en aquel sitio en el pasado, de que había recorrido aquel sendero y se había adentrado en aquella casa, donde había una ciega bondadosa sentada en una mecedora y los rayos del sol penetraban al sesgo contra el entarimado de madera rubia. Comprendía que no se trataba de un recuerdo auténtico, pero se lo parecía.

La misma sensación se abatía sobre él cuando repasaba los hechos esenciales de la vida de Troy. Recordaba al bebé, el hermano del que le había hablado su madre, mirándolo de soslayo: «Era muy joven y tuve que darlo en adopción»; y cuando le preguntó adónde había ido el bebé, volvió a comprobar que su mirada se aceraba: «Se fue a vivir con una mamá buena».

Cuando ella se lo dijo, Jonah se imaginó a su hermano con tanta claridad como si lo hubiese conocido, como si fuese un niño con el que había jugado, que quizá hubiese vivido en aquella casa ribereña de Winslow Homer, desde la que se divisaba un faro. Nunca columbró claramente a los bondadosos padres de su hermano, aunque percibía su presencia cercana cuando se encaminaba al término de la extensión cuadrada y verdosa del jardín donde se hallaba su hermano, arrojando distraídamente una pelota al aire a gran altura y extendiendo las manos para cogerla. Al otro lado del patio trasero de su hermano había un precipicio sobre el mar, y la marea alta lamía fuertemente las rocas. Jonah se detuvo en el límite de la cerca, acompañado por Elizabeth, que tenía las orejas enhiestas y recelosas. El chico, su hermano, se volvió para mirarlo y la pelota se posó en sus manos extendidas. Sus miradas se encontraron. El chico sonrió de un modo afectuoso y misterioso y lanzó la pelota al otro lado de la cerca, en dirección a Jonah.

Años después, mientras Jonah y el señor Knotts vaciaban la vieja casa amarilla, había reencontrado aquella pelota en una caja de recuerdos infantiles. Estaba deshinchada, casi achatada; era de color rojo desvaído y tenía una estrella amarilla en el medio. Pero era real. La pelota existía, aunque la tierra de la que procedía, la casa de la costa y el niño silencioso en la franja de hierba verde y brillante, solo fueran producto de su imaginación.

Pensaba en todo ello mientras cruzaba San Buenaventura. Sabía, desde luego, antes incluso de llegar, que no hallaría una hermosa casa costera ni una brillante extensión de hierba en un precipicio sobre el mar, ni ninguna de las cosas que había imaginado. Y no obstante le costaba creer cuánto se asemejaba al lugar en el que había crecido: Little Bow, Dakota del Sur.

Al igual que este, San Buenaventura era la clase de pueblo que la gente atravesaba cuando se encaminaba a otro lugar. El típico pueblecito de las Planicies. Había escaparates: una droguería, una cafetería, una peluquería, una tienda de licores y un bar, un Pizza Hut y una iglesia. Había un supermercado Safeway apartado de la carretera frente a dos mil metros cuadrados de aparcamiento asfaltado, desocupado en gran parte. El pueblo no era exactamente pintoresco, aunque los edificios que ocupaban algunos establecimientos tenían un aire de principios de siglo, con ladrillo, piedra y fachadas de gran altura, como en las películas del oeste. Sin duda estaba revestido de historia: quizá fuese un destacamento o un paso intermedio durante una migración señalada, un hito en el Camino de Oregón o una estación de ferrocarril de la Union Pacific Transcontinental. Quizá fuese un fuerte de la época en la que los Estados Unidos estaban inmersos en el proyecto de arrebatarles la tierra a los indígenas que moraban en ella; la habían deseado con mucho ahínco, pero después de haberla conquistado no la encontraron demasiado interesante. Mientras el resto del mundo tenía una población rebosante, los parajes como San Buenaventura menguaban sin cesar, languideciendo. Era la clase de pueblo del que Jonah les había hablado amargamente a Steve y a Holiday, la clase de pueblo del que siempre afirmaba haber escapado.

Había vacilado durante meses, casi un año de urgencia creciente y decreciente, una urgencia que no desaparecía nunca, sino que simplemente fluctuaba entre la anticipación y el horror.

Al principio, se había complacido simplemente sosteniendo la información en sus manos, sintiendo cómo tomaba forma en su imaginación. Leía repetidamente el nombre de su hermano: Troy Earl Timmens. Lo pronunciaba en voz alta y repasaba hasta el final la dirección domiciliaria, 421 avenida Gehrig, San Buenaventura, Nebraska 69201; el lugar de trabajo, el Stumble Inn Bar y Barbacoa; el informe crediticio, que a grandes rasgos era bueno: tenía una Master Card y una American Express, tan solo la letra de un coche, nada más. Tenía una esposa, Carla, y un hijo, Loomis, que había nacido el 18 de diciembre de 1990.

Jonah había sentido una atracción especial por el decreto de adopción, redactado en un lenguaje extraño y arcaico, como si fuera un contrato de venta de tiempos antiguos: «Por consiguiente, se ordena, falla y sentencia que el derecho de custodia, la potestad y la tutela de dicho menor, así como cualesquiera reclamaciones, intereses y salarios que correspondan al mencionado Instituto de la señora Glass, cesen y se extingan con fecha de hoy y por la presente se declara que el mencionado bebé Doyle es el hijo adoptivo de los mencionados Earl Roger Timmens y Dorothy Winnifred Timmens, marido y mujer».

De tanto en tanto lo leía en voz alta, pues le agradaba su sonoridad. «El bebé Doyle», repetía; le sugería un sobrenombre de una película de gánsteres de los años treinta, con música de piano, lánguida y solemne, y trompeta con sordina.

—El bebé Doyle —dijo, dirigiéndose al silencio de su estudio—. Troy Earl Timmens. —Una puerta empujada por el viento y el rumor de las hojas furtivas. Allí había una historia que escapaba al conocimiento de su madre, un sendero que se devanaba hacia el futuro. El bebé Doyle: el hijo de su madre. Troy Earl Timmens: alguien completamente distinto. Aquella simplicidad era lo que más lo admiraba. El intercambio parecía muy sencillo: apenas unas palabras y uno se convertía en una persona nueva.

Al principio pensó en escribir una carta. «Querido Troy Timmens», comenzó, y se quedó sentado contemplando aquellas palabras durante más de un mes. Añadió: «me llamo Jonah Doyle y soy tu hermano». Y acto seguido lo borró. Escribió: «puede que no lo creas, pero». Y: «te escribo para informarte de que creo que somos parientes. Espero que quizá te interese un encuentro y».

¿Y qué? La carta estaba sobre la mesa cuando se levantaba por la mañana, así como un libro que había adquirido, titulado El viaje de un niño adoptado. Cuando llegaba a casa del trabajo seguía allí, esperándolo, muda. Una hoja amarilla de tamaño legal: arrancaba la primera página y anotaba la nueva fecha en la parte superior (diciembre, enero, febrero) y a continuación escribía «querido».

A veces llegaba más allá del saludo, y hasta escribía las primeras líneas del párrafo inicial. Abría El viaje de un niño adoptado y lo hojeaba con irritación, buscando una pista que le indicase cómo debía proceder. Entonces a lo mejor decidía salir a dar un paseo para aclararse la cabeza y reflexionar. A lo mejor iba a ver una película y se sentaba en el bar de la esquina a tomar unas cervezas. Después, de nuevo en casa, un tanto aturdido por el alcohol, se encontraba escribiendo cosas que no podría enviar jamás.

Querido Troy Timmens,

Había una vez una mujer que tuvo dos hijos. Abandonó al primero cuando era una adolescente y lo lamentó durante el resto de su vida. Se quedó con el segundo y lo lamentó aún más.

O, peor aún:

Querido hermano,

Pensaba en ti constantemente cuando crecía. Nuestra madre hablaba de ti y exclamaba que se odiaba a sí misma por haberte abandonado. «Soy la clase de mujer que abandona a su propio hijo», decía, y yo me sentaba a pensar en ti. Me preguntaba por qué se había quedado conmigo. ¿Por qué fui yo el que se quedó?

No le costó encontrar la calle en la que vivía Troy Timmens. Tuvo que detenerse en el arcén un par de veces para consultar el mapa, pero las calles se sucedían con una inevitabilidad casi extraña, así como en los sueños el camino que atravesaba un bosque se acercaba cada vez más a algo expectante y desconocido: una casa, un tesoro o una forma con ojos pequeños y garras relucientes que se elevaba entre las hojas salpicadas de luz. Cuando vio la señal detuvo el coche y estacionó junto al bordillo.

Había empezado a estremecerse sin previo aviso y hubo de aferrarse al volante. Temblaba como si en su interior hubiera un pequeño motor como el que impulsaba una vieja máquina cortacésped, castañeteando los dientes. La sima cavernosa de anticipación creciente que había sentido en el estómago hasta entonces se había convertido abruptamente en un abismo monstruoso. Era terror de una especie que ni siquiera lograba identificar: se hallaba en algún punto en el extremo del espectro del miedo escénico, que paraliza y agarrota los huesos, y se convertía en algo infantil y primario, como el pánico en estado puro que provoca una luz que se apaga o una puerta que se cierra con llave.

En el extremo de la avenida Gehrig, la calle de Troy, se sintió momentáneamente abrumado, como si en su interior tañera un alambre delgado y tirante. Se cubrió la cara con las palmas, respirando contra las manos ahuecadas.

No sabía si lograría llegar hasta el final.

La primera vez que intentó llamar a Troy fue en su cumpleaños, en marzo. Empezaba a comprender que no terminaría nunca las cartas que había proyectado, que no encontraría nunca las palabras adecuadas que pudiera sellar en el interior de un sobre y consignar al mundo varío, completamente fuera de su control. Aunque en efecto encontrase el coraje necesario para enviar una carta, sabía que no soportaría la espera en la distancia, imaginando durante días y semanas el momento en el que la misiva se introdujera en el buzón, el instante en el que Troy Timmens la abriese y (por muy elocuente que fuese Jonah) repasara las columnas de palabras.

La noche de su vigésimo quinto cumpleaños Jonah compró doce latas de una selecta cerveza alemana para prepararse. Se había bebido tres cuando telefoneó a la casa de Troy. Eran las diez de la noche en Chicago, las nueve en San Buenaventura, Nebraska, y Troy respondió tras el primer tono.

—Buenas —dijo: tenía una voz profunda con acento rural, abrupta y gruesa. Jonah abrió la boca y de esta manó silencio.

»¿Hola? —añadió Troy, ahora más formal y cauteloso. Y al cabo de otra larga pausa:

—¿Carla?

Y Jonah colgó bruscamente.

Volvió a llamar a finales de abril, y de nuevo en mayo, y en ambas ocasiones sucedió lo mismo. Aunque había elaborado un guión, no consiguió decir nada. Despegaba los labios para hablar, pero solo era capaz de balbucear. Imaginaba que se adentraba dando tumbos en aquella pausa deslumbrante y se le encendía el rostro debido al rubor. Seguro que parecía un idiota, pensó. Hola. Me llamo Jonah Doyle, y yo... Imaginaba que una detestable turbación impregnaba su voz y el autodesprecio le hacía cosquillas en la piel. En abril colgó sin decir nada. En mayo dijo:

—¿Está... está Jonah Doyle?

Y Troy respondió:

—Me parece que se ha equivocado de número.

Cuando llamó en junio había decidido adoptar una táctica distinta. Había resuelto que tal vez obtuviese mejores resultados si simulaba llevar a cabo una encuesta para el Instituto de la Casa de la señora Glass, y entonces se había sentido más sereno, fingiendo ser otra persona. Pero las evasivas y la irritación de Troy lo pusieron nervioso. «No me apetece hablar de esto por teléfono. Tenéis que enviarme una carta o algo así», dijo Troy. Y Jonah se sintió acorralado. La conversación que al principio imaginase que tenía bajo control (se trataba de una entrevista, por amor de Dios, ¿cómo iba a salir mal?) finalmente se había desmoronado bajo el peso de una sencilla mentira: Jonah afirmaba que el Instituto de la señora Glass le había enviado una carta y Troy no la había recibido. Era ridículo, y Jonah se había propuesto enmendarlo, pero no había logrado volver a comunicarse telefónicamente con Troy. Desde entonces, aunque había llamado repetidas veces en julio y agosto, solo había escuchado la voz urgente e insulsa de un contestador automático: «Soy Troy. Perdona, pero no estoy en casa. Si quieres, deja un mensaje y te devolveré la llamada».

Cuando Jonah escuchó aquel mensaje por décima vez comprendió lo que tenía que hacer. Debía ir a San Buenaventura. Dijera lo que dijese, tenía que decirlo en persona.

De modo que allí estaba. Al fin había llegado a la casa que, según todos sus archivos y mapas, pertenecía a su hermano: Troy Earl Timmens. Aparcó el coche al otro lado de la calle y se inclinó en el asiento. La historia comienza, pensó, pero el destello romántico de la frase se había disipado.

Esperaba algo un poco mejor. Había imaginado que su hermano (que había disfrutado de las ventajas de una familia afectuosa, aprobada por la Casa de la señora Glass y el tribunal del condado de San Buenaventura) se habría convertido en algo más. Incluso al ver que Troy Timmens estaba empleado en un lugar llamado Stumble Inn Bar y Barbacoa, había pensado que quizá fuese un local elegante, que quizá Troy fuese un próspero restaurador; pensó que a lo mejor era un artista de alguna clase, que trabajaba en un bar para llegar a fin de mes mientras pintaba, esculpía o escribía guiones, como Steve.

Ahora, semejantes fantasías se le antojaban cada vez menos probables. La casa de Troy era un rectángulo blanco, humilde y sencillo, más o menos idéntico al resto de viviendas de la manzana: un vecindario de clase media baja situado en el mismo confín de San Buenaventura, junto a la pradera yerma y a las colinas que rodeaban el pueblo por todos los lados. Era el tipo de casa que a Jonah le sugería el dibujo de un niño, con dos ventanas, una puerta y un tejado triangular del que descollaba el tallo desnudo y viejo de una antena de televisión. Había un toldo desvaído sobre el ventanal de la fachada. Las cortinas estaban corridas.

Era un sitio desdichado, se dijo Jonah. El patio estaba abierto y descuidado: el césped había crecido demasiado y se hallaba infestado de malas hierbas y franjas de maleza. En un rincón había un árbol moribundo: la mitad de sus ramas estaban secas y desnudas; las demás todavía estaban pobladas, pero raleaban. El terreno presentaba el aspecto de una propiedad que hubiese estado tanto tiempo a la venta que pudiera considerarse abandonada, pero el Corvette avejentado aparcado en el sendero indicaba la presencia de alguien, así como el simple hecho de que el cartero estuviera entregando cartas en aquella dirección. Jonah se incorporó para observarlo. Vestido con pantalones cortos de color caqui y zapatos y calcetines negros, el cartero recorrió la acera a grandes pasos para introducir un paquete de sobres en el buzón. Jonah imaginó que las cartas que había considerado escribir llegaran de ese modo hasta aquella infortunada casa y se le cayó el alma a los pies.

La determinación que lo había fortalecido durante su larga travesía pareció abandonarlo como un espíritu elevándose de un cadáver. Lo único que debía hacer era recorrer la acera; lo único que debía hacer era reunir el coraje necesario para plantarse ante la puerta principal y tocar el timbre con el dedo. Intentó proyectarse hasta ese momento.

Este: Troy Timmens acude a la puerta y observa a Jonah con moderada curiosidad. Se parecen de algún modo sorprendente.

—Tengo cierta información que podría interesarte —dice Jonah, y le entrega el paquete de la Agencia Buscapersonas—. Creo que tenemos la misma madre —añade suavemente, con un tono sosegado, para mitigar el trastorno de Troy—. Me parece que somos medio hermanos.

Y entonces extiende la mano para que Troy se la estreche.

—Me llamo Jonah Doyle —prosigue—. Hace mucho que deseaba conocerte.

Pero a pesar de su imaginación, Jonah no hizo nada. Se quedó sentado contemplando la puerta, pensando en su madre.

—Ni siquiera lo miré —le había relatado esta en una ocasión—. Ni siquiera me dejaron mirarlo. —Las enfermeras se habían llevado al bebé mientras ella seguía bajo los efectos de la anestesia, y Jonah se la imaginó mientras se sumía en aquel sopor; imaginó el rastro tenue del llanto de un niño propagándose por un extenso pasillo desdibujado mientras ella dormitaba y soñaba, y por último los gemidos intermitentes de la criatura, que menguaban hasta convertirse en un punto de silencio, mientras la energía estática blanqueaba la mente de su madre.

»Sería una persona distinta si me hubiese quedado con ese bebé —había afirmado una vez, obnubilada y jubilosa, y sus ojos se concentraron y adquirieron severidad.

«Debería haberte entregado a ti también —añadió, y Jonah apoyó la cabeza contra ella mientras le acariciaba la cara, recorriendo sus cicatrices con la yema del dedo—. Lo sabes, ¿verdad? —murmuró—. Podría haberte dejado ser feliz.

Incluso ahora, el recuerdo le asestó un golpe de soslayo. Volvió a ver la casa junto al mar, el pintoresco paisaje en el que había penetrado siendo niño. Después se incorporó abruptamente.

Había surgido un hombre de la casa de la avenida Gehrig. Había salido por la puerta trasera, ataviado con una camisa blanca abotonada y unos pantalones negros, pero Jonah solo vislumbró un atisbo de su persona: se trataba de un tipo de hombros anchos y estatura media con la constitución de un luchador de instituto, el cabello ondulado y negro, la tez olivácea y una cojera imperceptible y permanente. Cerró de un golpe la puerta del viejo Corvette mientras aceleraba el motor. Jonah se asombró ante la serenidad que experimentó al arrancar su propio coche y apartarse del bordillo. Podría haberte dejado ser feliz, pensó, y rechinó los dientes con fuerza.

En una película, este momento exige ciertos movimientos de cámara delicados. La cámara sobrevuela un instante el pueblo de San Buenaventura, acompañada por el bordoneo atmosférico de unos acordes, y al siguiente se escora en pos de los dos automóviles en movimiento, que desde lo alto casi tienen dos dimensiones. El Corvette rojo de 1981 que se dirige al centro del pueblo dobla a la izquierda, seguido por el traqueteo del minúsculo Ford Festiva rectangular, el viejo coche de la madre de Jonah, con las juntas y las abolladuras teñidas de blanca herrumbre. El cielo es gris. Las hojas de los árboles conservan su verdor, pero la proximidad del otoño es palpable. La cámara desciende lentamente cuando los vehículos se aventuran por la calle mayor, franqueando los escasos semáforos para finalmente acceder a una calle lateral: una sucesión de escaparates lóbregos y deslucidos pasada la cual el pueblo empieza a diseminarse en albergues marchitos, parques de caravanas y campos. El ojo de la cámara se posa por fin en el semblante de Jonah. El coche de Troy se desliza en una plaza de aparcamiento en paralelo y aparece su conductor, que se incorpora del asiento reclinado, cojeando suavemente hasta un bar iluminado por un letrero de león intermitente que reza: Stumble Inn, con las letras dispuestas en vertical y la silueta de un delgado vaquero de neón apoyado contra las palabras.

En la película, la cámara se detiene durante largo tiempo en el rostro de Jonah. Este permanece impasible, con la mirada fija, pero a lo mejor la música sugiere emociones complejas, derivando hacia una clave menor y una leve discordancia, acercándose cada vez más a su rostro desfigurado, a su ojo, cuya pupila se dilata más y más, como si se adentrara en una habitación oscura.

Como estaba haciendo, en efecto.

Jonah penetró en el lóbrego bar, que despedía un tenue hedor húmedo, como el de una tumba, mientras de la gramola emanaba una música desangelada. Eran las tres en punto de la tarde y el local estaba tranquilo. Jonah estaba suspendido fuera de su cuerpo, observando. Había una mujer mayor, una camarera, atareada ante una pizarra que anunciaba la comida que se podía adquirir, borrando afanosamente «Chimichanga de chile y pollo, cuatro dólares», y dos obreros tiznados de pintura sentados frente a la barra que contemplaban absortos una televisión silenciosa instalada sobre las botellas de licor mientras en un programa de noticias del mundo del espectáculo entrevistaban a una belleza a la que Jonah no logró reconocer. En el otro extremo de la barra había un sujeto de calva incipiente con una chaqueta deportiva a cuadros que introducía el dedo en el vaso para extraer un cubito de hielo y comérselo; en el extremo izquierdo había dos jóvenes pelirrojas y corpulentas jugando al billar bajo la atenta mirada de sendos niños pelirrojos que balanceaban las piernas sobre el borde de otra mesa desocupada y compartían una bolsa de palomitas de maíz. Por lo demás, los reservados que jalonaban las paredes y las mesas desperdigadas por el angosto recinto estaban vacías.

Ninguna de esas personas miró a Jonah. Cuando entraba en un sitio así, con una cara como la suya, anticipaba la curiosidad hostil de los parroquianos, pero no hubo ninguna. Parecía invisible, empapándose de la atmósfera mientras procuraba localizar al individuo al que había seguido. Se aproximó cautelosamente a la barra y la camarera giró en redondo.

Reaccionó como era habitual al verlo: con una ojeada atónita y sobresaltada, tragando saliva cortésmente a modo de respuesta, siguiendo subrepticiamente con la mirada su cicatriz, y la pregunta: Joder, ¿qué le habrá pasado? reverberó quejumbrosamente contra Jonah mientras la camarera parpadeaba y recuperaba la compostura.

—¿Le puedo ayudar en algo? —preguntó, y Jonah se aclaró la garganta.

Estoy buscando a Troy Timmens, pensó en decirle. Pero se limitó a mirarla fijamente un instante, con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Estaba... leyendo el menú —respondió, vacilante—. ¿La cocina sigue abierta?

—Oh, sí —afirmó la mujer, y sus dientes bondadosos con ribetes de plata relucieron en una sonrisa. Gritó por encima del hombro:

—¡Troy! ¿Qué estás haciendo ahí detrás? ¿Te importa cocinar un rato hasta que vuelva Junie? No debería tardar más de una hora. ¡Tenía una cita con el médico!

Y una voz, grave y desprovista de afectación, contestó:

—No hay problema.

En la película, la cámara traquetea un momento. Se cierne sobre el bar, atravesando al sesgo la malla de las copas de los árboles, siguiendo el techo plano alquitranado de la Pista de Patinaje de Zike que se levanta al otro lado de la calle, para después adquirir velocidad, acelerando a medida que se precipita hacia el Stumble Inn Bar y Barbacoa hasta convertirse en la exhalación de un tren cuando penetra en un túnel: un movimiento desdibujado cuando traspone la pared, cuando el tren se dirige en línea recta a la nuca de Jonah y la atraviesa. Entonces, en el marco momentáneo de la ventanilla por la que se entregan los pedidos a la cocina, aparece el semblante de su hermano, que cabecea y acto seguido desaparece. En la película solo se atisba su rostro. Después, la cinta de película se rompe abruptamente, se parte y gira sin cesar en la bobina mientras el proyector arroja una luz blanca sobre la pantalla.