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4 de junio de 1997

Después de indagar durante poco más de una hora, Judy intenta llamar a sus vecinos. Tiene la voz áspera a causa de los chillidos y está extremadamente agitada. El presentimiento de que han secuestrado a Loomis la ha amedrentado terriblemente y advierte un cortante rasgueo de pánico en la periferia de sus percepciones. Hasta su ordinaria cocina tiene algo que se le antoja vivo y alerta, como si los objetos de su interior pudieran ponerse a respirar de repente. Tiene la frente húmeda a causa de la transpiración.

Sin embargo, por teléfono, su voz sigue siendo agradable y lacónica, a la férrea manera de las Grandes Planicies, aunque las gotas de sudor le resbalan desde la frente hasta los ojos.

—¿Hola, Dawn? —dice alegremente—. Soy Judy Keene. ¿Cómo estás? ¡Vaya, me alegro de oírlo! Escucha, Dawn, me parece que he traspapelado a un jovencito por aquí... un chiquillo con el pelo castaño, de seis años. Un poco bajito para su edad. Con camiseta roja y pantalones vaqueros. ¿No? Bueno, si lo vieras... De acuerdo. Gracias, así lo haré. No, estoy segura de que anda por aquí cerca. ¡Estos niños! ¡Si yo te contara! Pues vale... Bueno, seguro que hablamos dentro de poco... Sí. Vale. Adiós...

Le tiemblan las manos. Consigue ponerse en contacto con cinco vecinos, pero ninguno dice haberlo visto. Dorothy Draper asegura que ha oído los incesantes ladridos del perro de la casa de los Woodward, pero claro, Judy ya lo sabe... Después de todo, es su vecina.

—Ese es el crío de Carla, ¿verdad? —pregunta la señora Draper, y Judy debe reprimir el impulso de colgar el teléfono.

—Sí —responde—. Así es.

—¡Vaya, hace mucho que no la veo! —exclama la señora Draper—. ¿Cómo está?

—¡Oh! —dice Judy—. ¡Muy bien! ¡Estupendamente!

—Siempre ha sido una chica muy buena. Me acuerdo de cuando venía a jugar con Donald. Siempre se le ocurrían los juegos más extraordinarios. Eran muy complicados. Y yo los escuchaba y pensaba: «Debería ser actriz». ¿No estuvo una temporada en Los Ángeles?

—No —contesta Judy, y se aclara la garganta—. En Las Vegas.

—Ah —dice la señora Draper—. Bueno, debe ser agradable que esté en casa. Donald está en Arabia Saudita, ¿te lo imaginas? Está en la Marina, y lo han enviado allí. No comprendo por qué han de estar en esos sitios. ¿Hace mucho que ha vuelto Carla al pueblo?

—No, no —objeta Judy, apretándose una mano contra el pecho, donde se ha producido otra pequeña explosión—. No está en el pueblo. Yo solo cuido a su hijo. Está pasando el verano conmigo.

—¿De verdad? —dice la señora Draper—. Vaya, debe ser una auténtica delicia para ti. Sabes, yo no he visto a mi nieta desde que tenía dos años, ¡y ahora tiene cinco! Y le he dicho a Donald: «¿por qué no la mandas con su abuela unas semanas?». Significaría mucho para mí. Pero meter a una niña en un avión desde Oriente Medio hasta los Estados Unidos y luego recogerla en Denver es muy complicado.

—Sí —admite Judy. Y acto seguido aprieta suavemente la horquilla donde descansa el auricular del teléfono. Desconectando. Espera que la señora Draper crea que la desconexión ha sido accidental. Rara vez ha sido tan grosera con otra persona en toda su vida, pero en este momento está segura de que debe llamar a la policía.

La operadora, Connie Cruz, responde al primer tono.

—Comunicaciones —dice, y Judy le explica que desea hablar con alguien que la ayude a encontrar a un niño pequeño.

Connie Cruz anota sus datos personales. Le pregunta su nombre y su dirección y la orienta durante la descripción del niño.

—Tiene el pelo castaño y los ojos azules —dice Judy—. Lleva una camiseta roja y unos pantalones vaqueros azules. Mide alrededor de un metro. Pesa unos veinte kilos.

—¿Y es un varón blanco?

—Sí.

—¿Cuántos años tiene?

—Seis.

—Oh —exclama Connie, que tiene un hijo de la misma edad—. Es un muchachito.

—Sí —responde Judy, recordando el repulsivo apodo que le puso su padre. Hombrecito—. Sí —repite—. Así es.

Al igual que el resto del país, San Buenaventura atravesó un efímero período de obsesión por los niños desaparecidos a mediados de los años ochenta. En esa época empezaron a aparecer fotografías de niños perdidos en el dorso de los cartones de leche; fotos de niños en blanco y verde con los datos personales impresos debajo: nombre, edad, fecha de nacimiento, ciudad natal, peso, altura, color de pelo y de ojos, visto por última vez en *****. Las propias fotos poseían una granulosa cualidad de tabloide, pues los puntos que formaban las imágenes se distinguían claramente. Judy recuerda que en una ocasión se había enojado cuando hacía la compra, al recorrer el pasillo de productos lácteos y toparse con una hilera tras otra de caras que la observaban. En aquellos días el departamento de policía instituyó un programa para tomarles las huellas dactilares a los escolares de primaria, y recuerda que un día sus alumnos de segundo tuvieron que ponerse en fila frente a una mesa presidida por un agente anciano y de mal carácter pertrechado con tampones de tinta y gruesas tarjetas. Los niños estaban entusiasmados.

Pero a ella le había parecido ridículo. Una suerte de histeria. No había conocido a nadie que supiera de un niño abducido de verdad. Los niños supuestamente perdidos siempre procedían de lugares lejanos (California, sobre todo, advirtió Judy) y generalmente se daba por sentado que se trataba de un problema urbano. Judy recordaba haber oído en alguna parte que el noventa y cinco por ciento de aquellos niños no eran raptados por desconocidos con perversas intenciones, sino por uno de sus progenitores, convirtiéndose en meras víctimas de las disputas sobre su custodia. Cuando nació Loomis, la urgencia del síndrome se había abatido. Las compañías lecheras ya no imprimían aquellas fotografías, que al parecer les producían pesadillas a los niños y mermaban las ventas, y la agitación parecía desvanecerse. Cuando Judy se jubiló, ya no les tomaban las huellas dactilares a los niños. Que ella sepa, a Loomis nunca se las han tomado.

El coche patrulla se presenta en casa de Judy apenas cinco minutos después de que llame al 911. Ha sido una jornada tranquila, y Kevin Onken, el oficial que responde a la llamada, no ha tenido que archivar ningún informe desde que empezó su turno a las nueve de la mañana.

En el mapa, el pueblo de San Buenaventura se asemeja vagamente a una pera o una calabaza. Está seccionado en dos mitades por los raíles del ferrocarril y la calle principal, que discurre en paralelo a estos. El departamento de policía ha fraccionado esa colección de calles con forma de pera en seis porciones similares, de modo que esa tarde Onken debe patrullar la parte alta del este. Se trata ante todo de una zona residencial, flanqueada en el lado sur por la calle principal y en el lado oeste por una avenida bastante transitada llamada bulevar Old Oak. Hacia el norte y el este, las casas se diseminan como elipsis hacia la pradera abierta.

El oficial de policía Onken, de veintiséis años, conduce con desgana, describiendo lentos círculos concéntricos por su territorio. Enfila el trecho que le corresponde de la calle mayor: dos gasolineras, un motel, un Discount Mart. Un poco más abajo hay un estudio fotográfico, un banco y un bar propiedad de un viejo, El Farol Verde. Si espera el tiempo suficiente fuera del bar, algún cliente saldrá dando tumbos, deslumbrado por el sol del verano, para encaramarse a su vehículo. ¡Bam! Una multa fácil por conducir bajo los efectos del alcohol. Pero Onken no está de humor para eso. Por alguna razón, la espera le hace pensar en los numerosos fines de semana enojosos que se había visto obligado a pasar con su padre en otoño, en los que se agazapaban de madrugada con sus escopetas en refugios para la caza del pato fríos y embarrados, que hedían a lombrices de tierra muertas y légamo, y su padre bebía Miller Lite silenciosamente mientras contemplaba el amanecer. Los hombres que emergen de El Farol Verde (divorciados, desempleados, degenerando rápidamente a medida que se adentraban en la década de los cuarenta y los cincuenta) le recuerdan a su padre, y detenerlos no le reporta más placer que disparar a un pato al vuelo.

De modo que se limita a echarle un vistazo cuando pasa. Hace un giro a la izquierda en el semáforo de la esquina de Euclid con el bulevar Old Oak y pasa frente a más escaparates, casas de principios de siglo que se han convertido en oficinas de seguros, agencias inmobiliarias y funerarias, mientras se dirige al límite occidental del pueblo. Se aburre tanto que está a punto de detenerse a comprar limonada en el puesto que han levantado en la acera un par de niñas. También venden té helado y «rocas bonitas», que según parece han cogido en algún sendero de gravilla, y eso le inspira una sonrisa. Aunque no está casado, ni mucho menos, sigue abrigando esperanzas de tener muchos hijos. Cinco por lo menos. Le gustaría especialmente ser padre de dos niñas gemelas, aunque no sabe por qué. Es que le gustan los niños, eso es todo.

De modo que cuando Connie llama por radio para informar sobre un niño desaparecido, el día se le antoja más interesante de repente. Responde afirmativamente y repite la dirección. Se imagina que encuentra a un chico lloroso y asustado debajo de un arbusto en alguna parte, lo aúpa y le deja ponerse su gorra y subirse a sus hombros mientras se lo entrega a sus consternados padres. El chico lo aferra y le da un fuerte abrazo. Es un héroe por un momento o dos. ¿Qué otra razón hay para ser policía?

Onken se adentra en el sendero y una mujer corpulenta con camisa brillante y bermudas ajustadas sale apresuradamente a recibirlo. Atraviesa la hierba restallando las sandalias, con el semblante crispado y el ceño fruncido. Y entonces se le cae el alma a los pies.

Es la vieja señora Keene, su profesora de segundo. Siente que palidece cuando se dirige pesadamente hacia él. Segundo no fue la época más agradable de su vida, y hasta cuando se topa con la señora Keene en el supermercado, en la feria del condado, o en algún lugar accidental, siempre hace lo posible por evitarla. No sabe si han hablado desde que estaba en la escuela primera. Pero ahora, allí está.

—Hola, señora Keene —dice al tiempo que sale del coche, y ella se detiene para mirarlo inflexiblemente.

—Hola, Kevin —responde, y lo mira de arriba abajo como hacía antaño. Cuando la oye decir su nombre se inquieta. Es el sonido de un período determinado de su infancia: «Kevin», dice, y le recuerda una vez más que no es especialmente brillante ni atractivo, que no debe esperar demasiado, que se pasará la vida sin atraer demasiada atención. La señora Keene entrelaza las manos a la espalda como hacía al detenerse ante su pupitre; ni siquiera lo desaprueba, sino que lo repudia suavemente, como a otro niño mediocre que no es digno de su tiempo.

»Kevin —dice—, me temo que necesito tu ayuda.

Siguen el procedimiento habitual. Ella le asegura que ya ha batido el vecindario a pie y por teléfono. Afirma que el niño no es «de esos» que se marchan sin avisar. Onken lo anota en su cuaderno.

—¿Y los padres del niño? —pregunta—. ¿Ha hablado con ellos?

La señora Keene parece desconcertada.

—Mi hija es drogadicta —contesta sin inflexiones—. Y también es una enferma mental. —Se aclara la garganta—. Lo último que supe era que estaba en Las Vegas, pero no conozco su paradero actual.

—Entiendo —dice Onken.

—El padre vive en el pueblo, pero no tiene la custodia. Lo arrestaron hace un año y en la actualidad está en libertad condicional. Yo soy la tutora ad litem.

—Entiendo —repite Onken—. ¿Y se ha puesto en contacto con él? ¿Con el padre?

—No —admite ella—. Está... bajo arresto domiciliario. Confinado en su casa.

—¿Cómo se llama?

—Troy Timmens —responde, con sutil desagrado.

—¡Oh! —dice Onken, y siente que lo oprime un peso desagradable. Cae en la cuenta de que conoce al chico y experimenta una inexplicable inquietud. Recuerda la chapucera redada de narcóticos y los aullidos del niño cuando lo sacaron de debajo de la cama; recuerda a su padre, esposado en la cocina, gritando con voz quebrada: «No pasa nada, Loomis, no pasa nada». El padre se había vuelto hacia Onken con los ojos desolados y llorosos. «Oh, mierda, no lo hagáis, por favor, no lo hagáis», le había susurrado, y Onken no había respondido nada. Y después ese horrible disparo que había ocasionado la suspensión de Ronnie Whitmire, y haberse quedado helado, pensando lo peor. Tiene un mal presentimiento al recordarlo y se detiene un momento, silencioso.

»En fin —prosigue. Mira inexpresivamente su cuaderno—. Veamos —dice—. ¿Hay algún otro familiar en el pueblo con el que se pueda haber marchado? ¿O amigos de la familia?

—No —afirma la señora Keene con firmeza—. Troy Timmens tiene primos o algo parecido; me parece que uno de ellos se llamaba Ray. Ray Timmens, supongo, pero no lo ha recogido nadie. Estaba en el patio trasero. Estaba justo en el patio trasero. No es la clase de niño que...

—¿Puede enseñarme el último lugar donde lo vio, señora Keene? —pregunta Onken—. Y después tendremos que volver a inspeccionar la casa. Supongo que la habitación del niño está exactamente igual que antes de su, ejem, desaparición.

—¡Oh, Dios! —dice la señora Keene. Y la parte de Onken que sigue en segundo experimenta una profunda sorpresa al ver que su profesora se ha puesto a llorar.

El último niño que desapareció en San Buenaventura fue hallado muerto unas seis horas después de que dieran parte de su ausencia. Era un niño pequeño, un chiquillo llamado Joshua Aiken, y durante un corto espacio de tiempo habían abordado el caso como si se tratase de una abducción. Aseguraron la zona y un adiestrador de perros intervino para inspeccionar la escena en busca de aromas y confeccionar moldes para su perro. Al principio parecía que las cosas progresaban sin dificultades: habían logrado acordonar la escena antes de que la familia y los vecinos la hubiesen contaminado demasiado, y la búsqueda se estaba llevando a cabo metódicamente. Algunas personas habían dado parte de que lo habían visto cuando la madre encontró el cuerpo del niño.

Estaba en el sótano. La policía lo había registrado previamente, pero había pasado por alto el único sitio que, retrospectivamente, debería haber sido evidente. Un Kenmore Quick Freeze, un arcón congelador de setecientos centímetros cúbicos y aproximadamente un metro de altura por dos de anchura. La madre descendió las escaleras del sótano y reparó en el pequeño taburete apoyado contra la pared del congelador. Era un taburete de tres patas que casi había olvidado, que Joshua empleaba para sentarse mientras veía la televisión y almorzaba en la mesita de café. Qué estará haciendo aquí abajo, se preguntó, y se le contrajo el corazón. Se tapó la boca con la mano.

Más adelante, el forense determinó que el niño se había asfixiado, aunque también era posible que hubiese muerto de frío. Al parecer, Joshua se había caído en el arcón mientras intentaba coger un polo, y la tapa le había asestado un golpe en la cabeza, dejándolo sin conocimiento. El cadáver de Joshua yació agarrotado encima de una columna derribada de cenas dietéticas congeladas, envases de plástico repletos de maíz y carne de un ciervo destripado poco antes, envuelta en papel blanco. El niño, con pantalones, camiseta y sandalias, ya había adquirido el rigor mortis y había empezado a solidificarse en el frío.

Kevin Onken y Judy Keene lo recuerdan mientras el adiestrador de perros pone a su dóberman a prueba. El perro olisquea una prenda de Loomis y se dispone a explorar la zona del patio trasero donde lo vieron por última vez, agitando el rabo cercenado enhiesto, con sus afiladas orejas erectas.

Está muerto, piensa Onken de repente. Ha leído estudios. En el setenta y cuatro por ciento de los casos en los que hay un niño involucrado, este muere en un plazo de tres horas después del secuestro. Pero no se trata solo de los estudios. Es una intuición.

Lo tiene alguien, se dice Judy. Puede que esté con su hija, que le ha jugado una mala pasada. Puede que esté con Troy Timmens, después de todo; no han logrado ponerse en contacto con él por teléfono. Puede que simplemente esté en la casa de alguien, de un amigo, un vecino o un desconocido. Pero está segura de que se encuentra en alguna parte. Nunca ha sido supersticiosa, pero en este momento está segura de que puede sentir la presencia del niño. Su alma diminuta. Es una pequeña vibración intermitente y constante, como la luz de un aeroplano que atraviesa el cielo por la noche.