6
Troy sueña que su hijo ha muerto y se despierta de repente, ahogándose. Se despierta porque ha dejado de respirar. Se le ha cerrado la garganta y se incorpora abruptamente, produciendo un sonido gutural, como un perro que se atraganta con una tira de carne. Agita las manos momentáneamente y jadea entre toses, desorientado.
Al cabo de un instante se percata de que no ha ocurrido nada. Esta es su casa, la casa en la que ha vivido siempre, y su hijo no está gritando. Es una mañana en los albores del verano. Se lleva una mano a la cara y se la restriega desmayadamente. Está en el sofá del salón, donde se quedó dormido la noche anterior, con los pantalones vaqueros y los calcetines puestos y la camisa blanca abotonada, pestañeando bajo la pirámide luminosa del sol de mediodía y las motas de polvo que flotan perezosamente. La televisión está encendida, emitiendo el sonido de los dibujos animados del sábado por la mañana, y de hecho Hombrecito está sentado en el suelo con las piernas cruzadas, comiendo cereales secos de la caja, completamente absorto. No está gritando. No está muerto.
—Mierda —farfulla Troy, haciendo una mueca, y Hombrecito se vuelve para mirarlo por encima del hombro mientras Troy se aclara nuevamente la garganta. Flema.
—Están poniendo Batman -dice Hombrecito—. Es un episodio nuevo. Te lo estás perdiendo.
—Oh, ¿de veras? —responde Troy—. Qué guay. —Se queda sentado un momento, contemplando la televisión con desinterés mientras los superhéroes y los supervillanos combaten. Se encuentra decaído, torpe y bastante resacoso. Recuerda poco a poco la larga noche: una fiesta en la taberna donde trabaja de camarero, la música honky tonk que emanaba de la gramola y el humo que sigue adherido a sus ropas, haberse sentado a beber con su primo Ray y algunas personas que este acababa de conocer, una chica de Denver que le gustaba un poco y que no dejaba de taparse la boca con la mano; recuerda haberse rociado con ambientador de limón refrescante a su regreso en un intento de disimular el aroma del alcohol y la marihuana ante la niñera adolescente. Confiaba en no haberse tambaleado demasiado. Llegaba dos horas después de lo que le había dicho y sabía que ella estaba un tanto irritada mientras contaba el dinero y lo depositaba en su mano... Recuerda eso, y que después de que se marchase la niñera se sentó en el sofá para tomarse la última cerveza mientras veía una película de madrugada, Vértigo. Sencillamente debía haberse quedado dormido. Procura recordar. ¿Hombrecito había gritado en mitad de la noche? De un tiempo a esta parte las cosas, los días y las pesadillas, han empezado a difuminarse, y al cabo de un instante los hechos de su vida toman forma. Es el día después de su trigésimo cumpleaños. Es padre, es un hombre adulto con responsabilidades. Tiene la vejiga llena y en seguida deja de buscar a tientas pensamientos sólidos y se levanta para dirigirse al baño de puntillas, encorvado.
Se despeja un poco más después de echarse agua en la cara, pero sigue estando un tanto desconcertado. El sueño tiene algo persistente. Es como si se hubiera prolongado durante horas antes de que se despertase, y lo aplasta como una sensación de pesadumbre que serpentea en su interior mientras se contempla en el espejo. En el sueño estaba buscando a Hombrecito, llamando al niño mientras atravesaba una serie de pasillos interminables y estancias convulsas llenas de zumbidos amenazantes, atisbando formas precipitadas. Recuerda que en el sueño había salido al aire libre tambaleándose. Se hallaba en el patio trasero de su casa.
Eso es lo que Troy recuerda con mayor claridad: el modesto patio trasero, con su extensión de hierba, una manguera de jardín enrollada y un zapato de niño cerca del tronco del viejo olmo. Percibió el rugido perezoso de un aeroplano y una sombra que se arrastraba por el suelo, y cuando alzó la vista, sobresaltado, descubrió que Hombrecito estaba sentado en lo alto del viejo olmo, posado en el entramado de ramas desnudas. Hombrecito estaba en cuclillas y se rodeaba las rodillas con los brazos, apoyando los pies sobre una rama fina y temblorosa que apenas era lo bastante fuerte para un pájaro. Pero de algún modo Hombrecito conseguía mantenerse sobre ella. De algún modo, por imposible que fuera, la rama sostenía su peso y la silueta del niño estaba suspendida en precario equilibrio en lo alto del árbol. Se iba a caer, Troy lo sabía. Presentía que Hombrecito estaba cayendo mientras él trataba de correr con los brazos extendidos. Hombrecito se precipitaba por el aire y las ramitas se quebraban y restallaban mientras su hijo se desplomaba en picado. Hombrecito producía un sonido horrible, un aullido agudo que languidecía gradualmente, un grito de descenso, de muerte, que Troy tiene ahora en la cabeza y del que no consigue desprenderse.
—Mierda —rezonga. Recoge parte de la ropa sucia que rebosa de la canasta que hay tras la puerta del baño y trata de volver a meterla. Está demasiado llena. Mete el pie en la canasta y pisotea el contenido con energía, comprimiéndolo, apretándolo más para que haya espacio suficiente para cerrar la tapa. La mira con el ceño fruncido y siente que su semblante está macilento y frío a causa del sudor.
Le gustaría pensar que las cosas marchan bien. Quiere ser un buen padre, esa es la cuestión, aunque no siempre lo consigue. Hombrecito vive con él desde hace unos tres meses y Troy procura no pensar en los errores potenciales que está cometiendo. En general está bien, se dice. En general son felices. Son compatibles, piensa, no solo como padre e hijo, sino también como compañeros. Troy y Hombrecito, Hombrecito y Troy.
Y a decir verdad, pese a sus pesadillas ocasionales, pese a su comportamiento inapropiado y sus meteduras de pata ocasionales, cree que la condición de padre soltero le ha sentado bastante bien. Hombrecito es un niño tranquilo y sufrido que no parece demasiado traumatizado por el hecho de estar separado de su madre, aunque por supuesto la echa de menos y piensa en ella con frecuencia. «¿Cuándo va a llamar Carla?», le pregunta a Troy, y «¿Crees que Carla vendrá a vernos este verano?», y asiente con ademán sombrío cuando su padre responde: «No lo sé». Parece que lo comprende, y Troy lo ama por eso. Le encanta su expresión adusta, sus ojos hundidos y observadores, y su postura extrañamente rígida. Le encanta su forma de tomarse las cosas en serio, de sentarse al borde de un desfiladero sosteniendo una caña de pescar, observando con una mirada penetrante el cebo que flota en el agua, aparentemente inasequible al aburrimiento, su aparente disfrute de las excursiones para ver vacas y caballos, volviendo el rostro atentamente hacia los campos que desfilan sin cesar, los postes telefónicos y las zanjas llenas de malezas. Le encanta su forma de pedir a la camarera cuando comen en la antigua parada de camioneros del oasis de la interestatal, de sostener el menú y escoger las palabras que reconoce, como «huevo» o «jamón». Le encanta su abrazo silencioso cuando recorren los senderos de vacas angostos y roturados que surcan las colinas al norte del pueblo en la motocicleta de Troy, de apretar su cabeza protegida por un casco contra su espalda. Le divierte hasta ir al supermercado: Hombrecito empuja el carro con orgullo aunque sea más alto que él. Troy escoge artículos diversos de los estantes y los somete a su aprobación, hace juegos malabares con las cajas de macarrones con queso en el pasillo o lo amenaza con un paquete de callos con envase de plástico en la sección de carne.
—Oye, Hombrecito, ¿qué te parece un poco de esto?
Y Hombrecito frunce el ceño pensativo, diciendo:
—Papá, ¡me parece que no!
El verdadero nombre de Hombrecito es Loomis. Troy estuvo a favor del nombre cuando nació el niño; se le había ocurrido a Carla, su ex esposa, y Troy pensaba que era singular y poseía una connotación hosca; era un nombre de vaquero, y eso molaba. La segunda opción era Marley, por Bob Marley, el cantante de reggae. Lo propuso Troy, pero Carla señaló que Marley era más apropiado para una chica.
Pero en última instancia Loomis no resultaba convincente, al menos en la mente de Troy, y le gustaba menos aún que Carla lo llamase «Loomy», que por alguna razón conjuraba la imagen de un ogro jorobado y babeante, con un ojo más grande que otro. Loomy. Discutieron un poco al respecto.
—No le llames «Hombrecito» —dijo ella, irritada—. Lo vas a acomplejar. —Y Troy frunció el ceño ante su tono autoritario y sentencioso—. Además, ¿por qué tienes que ponerle un mote a todo el mundo? —continuó—. Es como si no pudieras esperar para echarle mano a la identidad de la gente y moldearla para sentirte superior. Me llamas «Enana» constantemente, y ahora él tiene que ser «Hombrecito». ¿Tú qué eres? ¿Una especie de gigante? ¿Tenemos que llamarte «Hombretón»? ¿«Troy el Largo»? ¿Qué te parece «Goliat»? A lo mejor deberíamos llamarte «Goliat».
Él no respondió. Carla parecía muy excitada; cocaína, se dijo, o quizás anfetas, o algo parecido, que te hace pensar que eres listo y que tu mente es tan cortante y afilada como una cuerda de guitarra. No quería discutir, no quería decir nada para que cambiara de parecer.
Los dos se hallaban sentados en la cocina de su apartamento en Las Vegas. Hombrecito estaba en la habitación contigua viendo la televisión y el novio de Carla, el que se la estaba follando ahora, pues se habían sucedido varios desde que su separación, había salido. Troy no formuló ninguna pregunta. Los dos estaban sentados a la mesa, bebiendo café y contemplando un modesto patio desértico cubierto de tierra dura y gris en el que había excrementos de perro diseminados. Los armarios de la cocina eran blancos y tenían ribetes dorados en torno a las molduras; había una estatua de Cupido dorada en la mesa, presidiendo un tazón de fruta de plástico.
Casi un año después de su partida, ella lo había llamado en mitad de la noche.
—Escucha —le dijo, arrastrando pesadamente las palabras—, me preguntaba si podrías venir a recoger a Loomis. —Se interrumpió, y Troy supuso que intentaba recuperar la compostura, pues tenía la boca espesa—. Este no es un sitio adecuado para un niño —prosiguió—. He pensado en lo que dijiste. Lo de la custodia y eso.
—¿Sí? —intervino Troy—. ¿Qué estás diciendo?
—Solo me preguntaba... no te pongas gilipollas, pero estaba pensando si querrías venir a recogerlo. Quedártelo unos meses. Quizá un año. Las cosas están un poco... no empieces, Troy, pero las cosas no andan demasiado bien por aquí. Creo que le iría mejor contigo. —Eso fue sobre las cuatro de la madrugada y a Troy lo asaltó la peregrina idea de que quizá todo cambiase, de que a la larga volvería a estar con Carla, de que pasado algún tiempo ella regresaría a Nebraska y se convertirían en una familia, olvidando cómo habían echado a perder su matrimonio.
Hasta se lo imaginaba sentado en su cocina de Las Vegas, mientras ella lo contemplaba con ademán sombrío, con las pupilas dilatadas casi hasta el contorno del iris, de tal modo que le costaba recordar que tenía los ojos azules.
—Mira —dijo ella—, si te lo vas a llevar, no puedes seguir pasando. Ni siquiera hierba, ¿vale? Es un buen chico, ¿sabes? Y uno de nosotros debe intentar... no cagarla, ¿sabes?
—No estoy pasando —repuso, y a grandes rasgos eso era cierto—. Si casi ni fumo —añadió, pero eso no lo era. Ella se rió.
—Oh, por amor de Dios, Troy —replicó—. No me mientas. Deberías verte los ojos. Parecen putos globos inyectados en sangre. Ni siquiera te habría llamado si no creyera que no tengo otra opción.
Troy vuelve a pensar en ello mientras pasea en compañía de Hombrecito por el sendero de tierra que discurre al otro lado de la casa situada en el término septentrional del pueblo de San Buenaventura, el camino que conduce a las colinas grises cubiertas de terrones. Están buscando fósiles, pues a Hombrecito le interesan mucho, y Troy se agacha para recoger una piedra plana, imaginando que se trata de un trilobites que tiene grabado el esqueleto de una hoja o de un pez. Troy tiene nociones imprecisas: en algún momento del pasado remoto, aquella seca planicie estaba anegada por un mar de miles de kilómetros de ancho. Hombrecito tiene cinco años, y caminan cogidos de la mano.
—¿Sabes lo que me estaba preguntando? —dice Hombrecito—. Si aquí había un mar, ¿cómo se llamaba? Y también, ¿había tiburones? ¿Era de agua salada o de agua dulce?
—Hmmm -responde Troy. A veces le preocupa que Hombrecito se convierta en un genio. ¿Qué ocurrirá entonces? Recuerda que Carla se burlaba cuando se sentaba con las piernas cruzadas en el suelo del salón para jugar a la Nintendo con él. «Sabes, Troy, dentro de unos años será más maduro que tú, ¿y qué vas a hacer entonces?» En aquel momento sonrió, pero ahora, cuando recuerda ese comentario, se siente abatido.
«Veamos —prosigue—. Supongo que probablemente era de agua dulce, porque, ya sabes, era la Edad de Hielo y todo eso. Y después se derritió y se evaporó, y lo único que quedó fueron los Grandes Lagos, que están en Chicago y eso. —Piensa un momento. No quiere que el chico acabe pensando que es idiota—. A lo mejor deberíamos ir a la biblioteca para averiguarlo.
—Vale —dice Hombrecito.
—¿Quieres que te lleve a hombros? —pregunta Troy—. ¿Tienes las piernas cansadas?
Y Hombrecito se encoge de hombros.
—No me importaría que me llevaras a hombros —responde, muy diplomático, formal y majestuoso, mientras Troy lo levanta.
—¡Uf! —rezonga Troy—. Estás engordando o yo me estoy haciendo viejo. ¿Sabes que ayer cumplí treinta años? No podré seguir llevándote mucho tiempo.
—Peso diecinueve kilos —protesta Hombrecito, y clava los talones en las axilas de Troy como si fuera un jinete espoleando delicadamente a su caballo—. Feliz cumpleaños, papá.
Es feliz, desde luego. Los dos son felices juntos, Hombrecito y él, y Troy sabe que debe dar gracias por ello.
—¿Por qué te preocupas tanto por esa mierda? —le preguntó hace poco su primo Ray—. Últimamente no haces más que preocuparte, y eso no sirve de nada.
Y cuando Troy se encogió de hombros, Ray efectuó un ademán expansivo hacia Hombrecito.
—Míralo, Troy. Está contento, está sano, parece un Einstein enano entre nosotros. ¿Qué más quieres?
—No lo sé —respondió Troy. Los dos estaban sentados en la hierba en el límite del parque, observando a Hombrecito mientras jugaba y pasándose un porro con precaución. Troy estaba más paranoico que nunca, ahora tenía mucho cuidado de pasar el porro solapadamente, entre el pulgar y el índice, dando una calada rápida y bajándolo con la misma celeridad. Desconocía la causa de su desazón. No había nadie a su alrededor y Hombrecito estaba completamente concentrado en el tobogán en el que se estaba ejercitando. Troy lo observó mientras Hombrecito ascendía la escalera hasta la cima y se sentaba entrelazando las manos en el regazo con ademán solemne antes de deslizarse por la plataforma metálica con la expresión taciturna y resuelta de un piloto de carreras al acelerar. Cuando llegaba al fondo, regresaba corriendo a la escalera. No parecía cansarse de ello.
»Tengo que empezar a pensar en cambiar de oficio —continuó—. ¿Sabes? No quiero ser camarero siempre. Además, es una jodienda encontrar a gente que se ocupe de Hombrecito hasta que yo salga a las dos o las tres de la mañana. Sabes, va a empezar el colegio este otoño, y entonces, ¿qué voy a hacer?
—Hmmm -musitó Ray, como si intentase parecer pensativo. Aspiró una honda bocanada del porro y aguantó el humo en los pulmones mientras contaba. Se dio palmadas en el pecho con una mano, uno... dos... tres... cuatro... y después exhaló una vaharada, con los ojos acuosos ribeteados de rojo—. ¡Mierda! —farfulló con voz áspera—. ¿A qué clase de oficio te refieres? ¿Médico? ¿Abogado? ¿Senador?
—No seas capullo —repuso suavemente Troy. No estaba de humor para las bromas burlonas y afectuosamente insultantes que de ordinario hacían las veces de conversación cuando se juntaba con Ray—. Mira —insistió—, lo digo en serio. He pensado que a lo mejor voy a la universidad en alguna parte... o a una escuela técnica, o algo así. He visto en televisión eso donde te puedes sacar un título en arte comercial con cursos por correspondencia.
—¿Qué es el «arte comercial»? —preguntó Ray, y debido a su forma de pronunciarlo Troy se arrepintió de haberlo mencionado. A decir verdad, Ray no era la clase de persona con quien hablar acerca de hacer cualquier tipo de cambio. A los veintitrés años, Ray seguía refiriéndose con resentimiento a los amigos del instituto que se habían marchado a la universidad para no regresar jamás. Conservaba una receta de Ritalin, un medicamento que le habían prescrito a los ocho años, cuando era un muchacho hiperactivo, y que continuaba tomando rigurosamente, creyendo que lo ayudaba a concentrarse. Troy no tenía nada claro por qué necesitaba semejante concentración. Ray trabajaba de obrero para el departamento de carreteras del condado, y de tanto en tanto se pluriempleaba para una empresa que contrataba a estríperes masculinos para fiestas de cumpleaños y despedidas de soltera. Era una forma estupenda de conocer mujeres y echar un polvo, aseguraba Ray, y aparte de fumar hierba, su único interés consistía en levantar pesas, una actividad que al parecer el Ritalin mejoraba sobremanera—. Arte comercial —repitió, como si fuera una expresión francesa—. ¿Qué hay que hacer? ¿Hacer dibujos para los anuncios? Parece que tendrías que marcharte a Nueva York o algo así para conseguir un empleo.
—La verdad es que no lo sé —admitió Troy—. Solo era una idea. —Y escuchó el sonido de los pájaros en los arbustos a su alrededor. No le apetecía que lo desanimara, que era la forma habitual en la que Ray contemplaba el mundo, de modo que se limitó a encogerse de hombros. ¿Qué más había que decir? Le avergonzaba tener treinta años y seguir careciendo de una percepción clara de lo que hacía la mayoría de la gente para ganarse la vida. Había visto a una chica a la que había conocido en el instituto no mucho antes; había vuelto a San Buenaventura para visitar a sus padres, según le dijo, y trabajaba de actuaría en una empresa de Omaha.
«¿Actuaría, eh?» le había respondido, sonriente, mientras asentía. «Parece interesante.» Seguidamente, había tenido que volver a casa para consultar el diccionario.
Ese era el motivo de que el anuncio que había visto hubiese llamado su atención.
—¿Está harto de sentirse estancado en la misma rutina de siempre? —había inquirido el locutor, mientras en la pantalla una camarera despeinada recogía los platos sucios de una mesa exhibiendo una expresión abatida en su semblante—. ¡El Centro de Formación Profesional desea ayudarle a descubrir nuevas oportunidades y poner en práctica su potencial! —Entonces la camarera adquiría un aspecto esperanzado mientras aparecía en pantalla un listado de los numerosos títulos que era posible obtener: informático, delineante, contable o economista, El arte comercial era el que se le había quedado en la cabeza porque había sido su única asignatura decente en el instituto. Seguía dibujando bastante bien: por ejemplo, la serie de esqueletos de dinosaurio que había realizado para Hombrecito en cartulinas que luego había pegado en la pared, encima de la cama del niño. Eran bastante buenos, pensaba, bastante precisos. Hasta Ray lo había dicho.
—No lo sé —admitió Troy al fin—. No era más que una idea. —Ray se había tendido en la hierba y estaba contemplando las nubes—. Lo que pasa es que, bueno, me parece que tengo que poner un poco de orden en mi vida. A lo mejor es por haber cumplido los treinta.
—Ya te digo —apostilló Ray, que de tanto en tanto empleaba la jerga de los músicos de rap que escuchaba, imitando su acento.
—¿Sabes lo que debería hacer? —añadió Troy. Observó a Hombrecito mientras este se precipitaba decidido desde el fondo del tobogán hasta la escalera, todavía resuelto después de, ¿cuántas? ¿Veinte veces? ¿Cincuenta? Troy exhaló un suspiro—. Debería dejar de fumar hierba todo el rato. Y dejar de pasar mierda definitivamente.
—Oh, tío —intervino Ray, soñoliento—. Venga ya. ¿De qué estás hablando? Tú no eres un «traficante». ¿A cuántas personas vendes? ¿Unas veinte, más o menos?
—Algunas más.
—Sí, bueno —continuó su primo—. Eso es una bobada. No eres lo que se dice Al Pacino en El precio del poder, un tipo malo que le corta la cabeza a la gente con una sierra mecánica, ¿sabes? Vamos. Tú eres tú. No lo puedes cambiar todo solo porque sea tu cumpleaños y tengas un crío a tu cargo. Mira, todos te quieren tal como eres. Todos van de «Ese es Troy, vaya tío, lo queremos», y tú quieres ponerte: «No, tíos, ahora voy a ser completamente distinto, porque he cumplido treinta años y estoy pasando por una crisis». ¿Qué cojones significa eso? No tiene ningún sentido.
—Hmmm -repuso Troy—. Bueno, si crees que todos me quieren, deberías hablar con la madre de Carla.
—Es una zorra —afirmó Ray, y siguió escudriñando el firmamento un rato antes de apoyar su mano gruesa y bronceada de obrero sobre sus ojos—. No deberías acercarte a ella. Juntarte con ella no le hace ningún bien a Hombrecito.
Troy le dirigió una mirada irónica.
—¿Entonces qué? —dijo—. ¿Puedes cuidarlo el sábado mientras yo estoy en el trabajo? —Y observó que el semblante indolente de Ray se crispaba.
—Oh —farfulló mientras se incorporaba—. Me encantaría, pero... me parece que esa noche tengo un bolo. Una despedida de soltera en Greeley.
Se miraron mutuamente.
—Pues eso es lo que estoy diciendo —prosiguió Troy—. Yo tampoco estoy loco por la madre de Carla, ¿sabes? Pero ella puede cuidarlo. Quiere cuidarlo. Y no encuentro a nadie más que lo haga. Eso es lo que estoy diciendo. Tengo que cambiar algunas cosas si quiero tener un niño cerca. —Al cabo de un momento se puso en pie, sacudiéndose la hierba del fondillo de los pantalones. Loomis lo miró desde lo alto del tobogán y lo saludó, y Troy le devolvió el saludo.
—¿Sabes una cosa? —observó Ray—. Lo que te hace falta es enrollarte con otra mujer. Eso es lo que te hace falta. No te hace falta otra carrera. Lo único que te hace falta es otro revolcón.
—No lo creo —replicó Troy. Sentía una extraña opresión al pensar de nuevo en Carla, en los viejos tiempos en casa de Bruce y Michelle. Una época estupenda. Bruce, el padre de Ray, todavía estaba en prisión, cumpliendo condena por distribución de cocaína, y Michelle, su madre, se había establecido en Arizona con un anciano millonario llamado Merit Wilkins que había hecho su fortuna en el negocio inmobiliario. En ciertos aspectos, Troy seguía siendo responsable de Ray, al igual que en el pasado, cuando ejercía de niñera. Al igual que cuando encarcelaron a Bruce y Michelle empezó a salir con diversos hombres mayores. Durante sus años de instituto, Ray había vivido casi siempre con Troy y Carla, durmiendo en su sofá; se había convertido más o menos en su pupilo, y quizá lo fuese todavía. De eso trataba realmente aquella conversación, pensó Ray. «No me dejes», era básicamente lo que le estaba diciendo Ray, y Troy sintió que los ojos de su primo se posaban sobre él mientras se levantaba.
»¡Loomis! —exclamó—. ¡Prepárate que nos marchamos!
Piensa en todo esto mientras se dirige a la casa de la madre de Carla; Hombrecito se sienta tranquilo y silencioso en el asiento de atrás del viejo Corvette de segunda mano que tanto emocionaba a Troy en el pasado, pero que ahora está aquejado de graves problemas de salud. Tiene que acelerar en los semáforos para impedir que se cale. Quizás haya algún problema con la bomba de combustible. El motor carraspea y petardea como si fuera un pulmón lleno de bilis. Se siente culpable e inseguro.
Probablemente está cometiendo un error. Siempre que deja a Hombrecito en casa de la madre de Carla piensa que de todas las formas en las que acaso está metiendo la pata como padre puede que de hecho esta sea la peor. Pasa bajo el viaducto de Old Oak, dobla a la izquierda en Main en dirección al parque y tuerce de nuevo para adentrarse en una sucesión de calles angostas y sinuosas: el pasaje Meadow y Sunnyvale, Linden y Foxglove, un pequeño barrio al otro lado del parque, compuesto por hermosas casitas cuadradas prácticamente idénticas que se remontan a los años cuarenta y cincuenta y que cuando empezó a salir con Carla le parecían lujosas. A veces piensa que debería girar en redondo y volver a casa, llamar al trabajo para decir que está enfermo, negarse a abandonar a Hombrecito y hacer otros planes. Cuando vea la casita blanca con estores ribeteados de rojo en las ventanas, con el jardín bien cuidado y las petunias oscuras que bordean el pavimento, una piedra se hundirá en su interior.
Cuando se fue de Las Vegas con Hombrecito, esa fue una de las estipulaciones de Carla:
—No permitas que se quede con mi madre —le dijo. Lo miró duramente—. Ya sabes que en cuanto se entere de que Loomis ha vuelto al pueblo te llamará, será muy amable contigo y te hará una oferta. Hazme un favor. No dejes que se acerque a ella. Ya sabes cómo es. Se muere de ganas de echarle el guante.
Que él supiera, Carla y su madre, Judy, siempre se habían odiado.
—Puta —había dicho Carla cuando empezaron a salir juntos, cuando Troy tenía dieciocho años y Carla veinticuatro, y Troy se había escandalizado de que alguien empleara esa palabra para describir a su propia madre—. Es veneno —había afirmado—. ¡No quiero que se me acerque! —Troy averiguó que en una ocasión Judy la había ingresado en una institución mental, creyendo que sufría un desorden mental: personalidad límite. Y cuando Carla se casó con Troy, transcurrió mucho tiempo hasta que se lo dijo a su madre, y ambas discutieron con vehemencia por teléfono.
»No me importa si se muere —afirmó Carla, y él se horrorizó, al igual que cuando Carla tiró la tarjeta de felicitación que les envió Judy cuando nació Loomis; al igual que se sorprendió cuando esta lo llamó «Pequeña sanguijuela drogadicta». Al igual que se sintió incómodo cuando Judy lo llamó para ofrecerse a cuidar a Hombrecito.
Pero este nunca se ha quejado. Algo es algo. De hecho, parece que le gusta pasar el rato con la abuela, y tiene un aspecto impasible cuando Troy lo deja en casa de Judy. Recorre la acera delantera y se mete corriendo en la casita de un solo piso sorteando a Judy mientras esta se yergue en el umbral con los brazos cruzados sobre el pecho.
—¿Qué tal? —le dice Troy, y ella levanta levemente el mentón a modo de saludo. Está obesa, pero no está fofa; apenas pasa de los sesenta años, tiene el cabello corto y rubio plateado, la tez apergaminada y sus manos y sus brazos son tan gruesos como una porra. Presenta el aspecto de una mujer que trabaja en el campo, bajo el sol, una vieja granjera, aunque en realidad es una profesora de primaria jubilada; su apariencia no se debe tanto al trabajo duro como a la rabia y la amargura implacable. Cuando entorna los párpados para mirarlo sus arrugas se extienden desde el contorno de sus ojos en forma de rayos críticos.
—Hola, Troy —responde, fría y cordial, y Troy se detiene a varios metros de distancia. Hombrecito ya ha entrado en la casa y probablemente se ha situado frente a la televisión, instalando la consola de Nintendo que han decidido dejar en casa de la abuela para que tenga algo que hacer cuando esté allí. Troy titubea; se había propuesto despedirse de Hombrecito antes de ir al trabajo, pero ahora está incómodo. Judy se niega a invitarlo a pasar.
Y de ese modo ahora se queda parado un momento.
—En fin —dice, mientras Judy lo observa—. Bueno —prosigue—. Supongo que vendré a recogerlo por la mañana, como de costumbre. A las diez, más o menos. —Hace un gesto vago con las palmas abiertas, pero la expresión de Judy no se altera.
—Sí —responde—. Me parece bien. Te estaré esperando.
—Vale —dice, intentando sonreír. Se aclara la garganta. De todas las cosas que no esperaba del mundo, acaso esta sea la que más lo sorprende. Nunca ha estado preparado para ser odiado, y quizá sea esa la causa de que vuelva, de que sonría y le entregue a Loomis tres veces por semana. No puede creer que siga detestándolo siempre, y cuando está frente a ella quiere hablarle de sus planes para el futuro, del arte comercial. Quiere explicarle que va a cambiar de vida. Quiere decirle que ha tenido un sueño terrible, quiere hablarle de Loomis en lo alto del árbol, disponiéndose a caer.
Pero no lo hace. Solo se aclara la garganta educadamente, esperando que lo aborrezca un poco menos que la última vez que estuvo ante ella.
—¡Loomis! —exclama, vagamente, dirigiéndose a la casa silenciosa tras ella—. ¡Me voy, colega! ¡Nos vemos por la mañana!
Se encoge de hombros mientras ella sigue sin moverse, con los brazos cruzados todavía.
—Pues vale —murmura.