23
El invierno ha llegado pronto este año. Las temperaturas han descendido abruptamente, las lagunas y los arroyos están congelados y las tormentas y los vendavales recorren el medio oeste. La nieve se abate sobre Chicago, donde Steve y Holiday duermen espalda contra espalda mientras su hijo Henry, que está dando sus primeros pasos, se sienta a contemplar el letrero de neón intermitente que palpita lejanamente al otro lado de las cortinas cerradas de su dormitorio; los copos se funden contra la ventana mientras la señora Orlova entrelaza las manos contra el pecho y frunce el ceño a la espera de que hierva una tetera en la lóbrega cocina de su apartamento; la nieve se acumula en la cuneta de Iowa donde reposan las cenizas de Nora, en la reserva de Dakota del Sur donde reside Leona, la hermana de la abuela de Jonah, y en la casa amarilla donde creció este, ahora ocupada por una pareja evangélica joven y devota y sus hijos; y en el cementerio situado en los confines de Little Bow, cuajarones de nieve gruesos y húmedos se posan en la sencilla lápida del abuelo de Jonah: «Joseph Doyle, 1910-1984».
También está nevando en San Buenaventura, Nebraska. Ray, el estríper, está descalzo en el salón dé una despedida de soltera, desabotonándose la camisa al ritmo de la música rap que atruena desde su equipo estéreo portátil mientras un sudor helado resbala por su espalda; y Junie, el antiguo cocinero del Stumble Inn, abre los ojos brevemente y palpa el goteo intravenoso de plástico que le han insertado en el brazo. Gafe, el muchacho, duerme en su caravana compartiendo su lecho con su hermano pequeño mientras en el salón la madre de ambos prorrumpe en carcajadas ante algo que emite la televisión. El oficial de policía Kevin Onken patrulla soñoliento las calles desiertas mientras los limpiaparabrisas subrayan un ritmo lento como el de un metrónomo bajo el murmullo quedo de la calefacción del automóvil, se anima momentáneamente cuando pasa el coche que transporta a Jonah. Onken observa atentamente los fulgurantes números rojos del radar que titilan en la consola. Pero Jonah no infringe el límite de velocidad. Aferra el volante con ambas manos mientras recorre el paseo Flock, contorneando el perímetro del parque. Las carreteras están resbaladizas. Jonah es precavido.
Crystal posee apenas la presciencia necesaria para despertarse al percibir el estrépito del viejo Festiva de Jonah que pasa frente a su casa; su mente discurre estableciendo asociaciones, y el sonido distintivo de ese coche se ha instalado en ella con la firmeza suficiente como para que piense: ¿Jonah?, antes de acomodarse de nuevo en el cojín del sofá, donde se ha quedado dormida.
No obstante, el fantasma de Jonah atraviesa su subconsciente: su plática apocada y furtiva, el radar de pensamientos mudos que irradiaba, chispas trepidantes que no lograba atrapar del todo.
Le había sorprendido que dejara su empleo en el Stumble Inn de una forma tan abrupta. A su juicio, se habría dicho que se estaba aclimatando bastante bien. Parecía reaccionar sobre todo ante Troy.
Pero entonces había faltado al trabajo sin ninguna razón aparente.
—Es que estoy muy preocupada —le confesó a Troy aquella tarde, creyendo que quizá tuviera alguna idea—. Creía sinceramente que se estaba adaptando. ¿Tú no?
Pero Troy se había limitado a encogerse de hombros, malhumorado, mientras adoptaba una expresión imperturbable.
—¿Te dijo algo? —preguntó Crystal—. No creía que estuviese a disgusto aquí.
—Yo no sé nada de eso —respondió Troy, y bajó la cabeza hacia el crucigrama.
Crystal le dirigió una mirada perspicaz.
—No tendríais una discusión ni nada, ¿verdad? —aventuró, y Troy no dijo nada, pero manifestó una vacilación que bastó para confirmar algún incidente en su imaginación. ¿Un desacuerdo? ¿Un choque de personalidades?.
»Oh, Troy —se lamentó—. Era un tipo simpático. ¿Qué ha pasado?
—No ha pasado nada —dijo Troy, pero Crystal advirtió que rezumaba falsedad—. Si casi no lo conocía.
—¿Pero no te daba pena? —inquirió.
—Claro —afirmó Troy—. Por supuesto que me daba pena. Me da pena mucha gente. —Y acto seguido se dirigió abruptamente al bar, con la espalda muy recta, para poner las sillas en pie.
Los rumores de que habían contratado a Jonah para cocinar en La Moneda de Oro llegaron a oídos de Vivian.
—Ese mierdecilla —masculló, y Crystal bajó la mirada—. Si quería más dinero podía haberlo pedido —añadió—. No me gusta esa forma de actuar. Dejar a la gente en la estacada de esta forma. Supongo que se creía demasiado bueno para nosotros.
—No sé —intervino Crystal, ecuánime.
—Estoy pensando en plantarme en esa caravana cochambrosa suya a decirle lo que pienso de él —afirmó Vivian—. Le hice un favor al contratarle en el acto de esa forma. Para que veas cómo es la gente en el mundo de hoy.
—Bueno —insistió Crystal con delicadeza—, ¿quién sabe lo que pasó en realidad?
Pero Vivian no era una persona excesivamente clemente. Le gustaba la lealtad; era casi lo único que le gustaba de la gente. Con el paso de los años había logrado retener a Crystal, a Troy y al viejo Junie, el cocinero ahora moribundo cuyo puesto había esperado que ocupase Jonah. Había habido otros empleados, por supuesto, que se habían quedado durante meses o incluso años, pero les guardaba rencor a todos ellos, así como le guardaba rencor a Jonah, el vil embustero. El primer día que no se había personado en el trabajo lo había llamado y Jonah había fingido encontrarse enfermo.
—¡Oh! —musitó al reconocer su voz—. Vivian. Estaba a punto de llamarte. Tengo fiebre. —Y Vivian advirtió que de pronto intentaba conferirle fragilidad a su voz—. Lamento no haber llamado... Es que estoy hecho polvo. He estado delirando, prácticamente. He perdido la noción del tiempo.
—Esto me pone en una tesitura desagradable —repuso ella—. Ya he anunciado el menú. ¿Qué debo hacer con él?
—Lo sé —admitió Jonah con voz áspera—. Yo... lo siento mucho.
Al día siguiente llamó para anunciar que lo dejaba. Ni siquiera tuvo la decencia de presentarse. Se limitó a dejar un mensaje en el contestador automático del bar.
—Soy Jonah Doyle —dijo. Su voz sonaba desprovista de matices y saturada de electricidad estática—. Solo llamaba porque... quería que lo supierais. Me parece que no puedo seguir trabajando allí. Yo... bueno. —Y seguía una larga pausa—. Lo siento —dijo—. Gracias por concederme la oportunidad de trabajar en el Stumble Inn. Os lo agradezco mucho.
Vivian oprimió enérgicamente el botón que indicaba «borrar». Pero al cabo de varias semanas no pensaba demasiado en Jonah, aunque seguía deseando toparse con él en el supermercado o en otro sitio para echarle una bronca.
Renunciar a su empleo en el Stumble Inn había sido una demostración de fe, pensaba Jonah. Un sacrificio. Dejarlo así, de una forma tan abrupta; desligarse de las personas que Troy y él tenían en común, como Crystal y Vivian. Esperaba que Troy le agradeciera ese gesto.
Pero era necesario. Mientras se esforzaba para explicarle a Troy los lances de la historia, comprendió que tendría que mediar cierta distancia entre ambos durante algún tiempo. Así se lo dijo.
—Mira —declaró—, ya sé que... puede que no lo haya abordado correctamente y que es un poco complicado... entenderlo. Quiero concederte un poco de espacio, para que... reflexiones.
Y Troy lo había mirado fijamente.
—No quiero que estés en mi lugar de trabajo —anunció al fin—. Es que... no quiero que la gente chismorree sobre esta coña de la adopción. Es la clase de cosas que sacarían en el jodido periódico... por el interés humano o algo parecido. Me resulta demasiado extraño, ¿sabes?
—Estoy completamente de acuerdo —dijo Jonah. Asintió con gravedad, adoptando el mismo ceño sombrío que Troy—. Me parece lo mejor —añadió—. Admito que aceptar ese empleo probablemente, ah, no fue una idea muy brillante, pero...
—Lo digo en serio —lo interrumpió Troy—. Quiero que lo dejes. Mañana.
—Lo comprendo —dijo Jonah.
—Y tampoco quiero que se lo expliques. Lo de este... este rollo de la adopción. —Hizo una pausa, disgustado—. Lo último que me hace falta es que Vivian y Crystal se pongan histéricas.
—Tienes toda la razón —dijo Jonah.
Jonah vuelve a pensar en ello mientras recorre el contorno del parque y advierte que se acrecienta el rubor de sus mejillas. Evoca la expresión dolida y alarmada de Troy.
—Joder —había mascullado este—. ¿Por qué no me lo habías contado? Esto es... es una sensación un poco siniestra. Es como si alguien te acosara o algo parecido.
—Bueno —dijo Jonah—, no era mi intención. —Y Troy se había cubierto el rostro con la palma de las manos.
—Joder —farfulló—. No es el mejor momento para afrontar esto.
—Lo sé —susurró Jonah—. Lo comprendo. Yo... lo siento.
Al otro lado del parabrisas, la nieve forma una bruma polvorienta que otorga a los árboles, las casas y las señales de tráfico la cualidad grisácea granulada y borrosa de la nieve de la televisión. El firmamento opresivo parece desmoronarse y posarse en el suelo.
Jonah aminora. El calor procedente de la calefacción huele vagamente a monóxido de carbono y se asienta sobre su mente como si fuera un gorro. Pisa el freno a fondo y aprieta los ojos durante un momento.
Al principio Troy no parecía creer lo que decía Jonah.
—Mira —le dijo—, no me interesa todo eso de la adopción. En lo que a mí respecta, cuando la mujer firma los papeles, se acabó. Yo fui feliz con mi madre y mi padre. Eso es todo.
—Vale —asintió Jonah—. Pero oye, vamos a dejarlo claro de una vez por todas. Tengo los papeles en el coche. ¿No quieres verlos, por lo menos? Puede que se trate de un error.
Y Troy guardó silencio durante largo rato. Entrelazó las manos y su boca adoptó un mohín severo.
—Vale —suspiró—. Vale, vamos a ver qué es lo que tienes.
Ahora, mientras cae la nieve, Troy no puede evitar releer los documentos que le ha entregado Jonah. La partida de nacimiento original: «Bebé Doyle», dice, y Troy palidece de nuevo al repasar las columnas. Madre: Nora Doyle. Ocupación: estudiante de instituto. Padre: desconocido. Ocupación: desconocida. Siente una opresión indeseada en el pecho. Esto no es lo que quiere, se dice. Al principio estaba convencido de que deseaba que Jonah, ese fisgón, y sus estúpidas pesquisas sobre la adopción salieran de su vida para siempre. Pero ya no está tan seguro. Una desazón le invade el diafragma y Troy inspira una bocanada de aire que exhala en una larga vaharada.
Nora Doyle, piensa. No siente mucho afecto por la mujer que lo dio en adopción, pero ahora que está presente en su mente no consigue deshacerse de ella. En su imaginación Nora Doyle se parece vagamente a Carla: una de esas desagradables argucias psicológicas que nadie desea plantearse demasiado. Le gustaría ver una fotografía de la mujer, aunque solo fuera para expulsar esa siniestra asociación de su cerebro.
Y en fin, sí que tiene algunas preguntas. Hasta ahora ella no ha sido sino una figura vaguísima en su cabeza, una silueta genérica, como la imagen que indica la puerta del aseo de mujeres. Habría estado satisfecho si las cosas hubieran seguido del mismo modo. Pero ahora, sin desearlo siquiera, esa persona, esa madre, ha empezado a materializarse, adquiriendo volumen y contornos hasta convertirse en algo casi tangible. Por mucho que se hubiera enojado con Jonah al principio, sabe que se derrumbará y lo llamará después de todo.
Apoya la frente en el vidrio de la ventana y sacude el cigarrillo contra el reborde del cenicero. Se sienta, ataviado con pantalones de chándal y camiseta, prisionero, y al cabo de un momento alarga la mano para hincar los dedos en la piel que rodea el cinturón de la tobillera electrónica. Le pica, y lo araña con las uñas adelante y atrás, distraídamente.
Apenas han pasado las once de la noche y Jonah aparca a escasas manzanas de la casa. Una ráfaga de viento le azota el rostro cuando sale del coche, y agacha la cabeza mientras se levanta el cuello del abrigo, consciente de que los copos de nieve que se posan en su cabello están formando una delgada capa.
Ya se ha acostumbrado al paseo Foxglove. A grandes rasgos, sabe cuándo se acuestan los vecinos, quién tiene perros ladradores y quién luces en el garaje equipadas con detectores de movimiento, conoce los patios que poseen los mejores árboles y arbustos para ocultarse, aunque debido a la tormenta es improbable que ni siquiera una persona asomada a una ventana pudiese verlo recorrer la acera a toda prisa y adentrarse en el sendero que conduce al patio trasero. Es una sombra imprecisa y sigilosa que atraviesa la ventisca con los puños en los bolsillos de la chaqueta y los hombros encorvados. Pero aunque fuera una noche despejada sería invisible, se dice. Conoce los charcos de sombra, el modo más sencillo de emprender una retirada apresurada y los puntos donde si se detiene puede fundirse con el entorno.
Conoce la circunferencia de la casa de Judy Keene. La ventana más amplia de la fachada da al salón y la otra al dormitorio de Judy, que tiene otra ventana que da al camino particular. En la parte posterior de la casa se encuentra la cocina, la puerta trasera y la habitación de Loomis.
Ha estado pensado en la carta de Troy a la señora Keene. «Comprendo que tiene muchas razones de peso para oponerse a que Loomis tenga contacto conmigo», había escrito, y Jonah recuerda aquellas mayúsculas precisas, semejantes a la caligrafía de los bocadillos de los cómics. Era una escritura vehemente, escrupulosa y desconsolada, piensa Jonah, pulcramente ordenada en la página de un cuaderno. «Aunque sé que he cometido algunos errores, solo deseo lo mejor para él», explicaba, y Jonah se imagina a Troy inclinándose sobre un crucigrama en la barra, con la punta de la lengua asomada entre los dientes, rellenando las casillas; se lo imagina doblado, fregando los vasos de cerveza con una expresión distante. Ahora comprende lo que sentía.
Se ha encontrado releyendo la carta sin cesar. Lo cierto es que la había cogido sin pensar: había reparado en ella mientras estaba sentado ante la mesa de la cocina, la tarde que había llevado comida a casa de Troy, y se había percatado de que estaba dirigida a Judy Keene. La había cogido con curiosidad mientras Troy estaba en el baño y al salir este se la había metido arrugada en el bolsillo. ¡Solo le hacía falta que lo pillase husmeando! Había estado a punto de olvidarse de ella a medida que se desarrollaban los acontecimientos de aquella noche, y de hecho no la había recordado hasta el día siguiente, al descubrir el sobre hecho una pelota en el bolsillo delantero de sus pantalones.
Aquella mañana había sentido una gran desesperación al desplegar la carta y extenderla en la mesita de café frente a él. Había echado a perder su primer encuentro verdadero: «Me parece que somos hermanos». ¡Dios! ¡Qué tontería! Y hasta después de haberle mostrado a Troy los datos de la Agencia Buscapersonas, hasta después de que diera la impresión de creerle, Jonah había percibido una frialdad a la que temía que no lograran sobreponerse. «No es el mejor momento para afrontar esto», había dicho Troy, y Jonah había sentido que se le encogía el corazón.
—Ya sé que parece extraño —admitió Jonah—. Pero significa mucho para mí. He estado pensando en ti durante toda mi vida. Ya sé que probablemente no tiene ningún sentido.
Y Troy lo había mirado sombríamente.
—Sí que tiene sentido —dijo Troy—. Es que no sé si puedo afrontar esto ahora mismo. Sinceramente, la verdad es que no me hacen falta más complicaciones en la vida.
—Me imagino que cuesta asimilarlo —observó Jonah, pero no había comprendido realmente lo que había querido decir Troy hasta que desplegó la carta frente a sí al día siguiente. «Por favor, señora Keene, soy el padre de Loomis y lo quiero. Tenga piedad de mí.»
Jonah reconoció a la perfección aquella clase de desesperación, y sentado en la caravana, mientras la claridad matutina penetraba al sesgo por las ventanas mugrientas, casi sintió que Troy estaba sentado a su lado. Sincerándose. Casi sintió que la carta estaba destinada a él en lugar de a Judy Keene. «Ten piedad de mí», le decía Troy, y Jonah imaginó que alargaba la mano y la cerraba sobre su muñeca.
—Ya sé que es posible que no te lo creas —se imaginaba diciendo—, pero comprendo lo que dices. —Había depositado la palma de la mano sobre las palabras de la carta. ¿Podía decirle: «de veras quiero ayudarte»? ¿«Quiero ser un hermano para ti»?
Probablemente no.
Pero le gusta pensar en ello. Bajo la nieve que cae sin cesar, frente a la ventana de Loomis, vislumbra vagamente la forma del niño tenuemente iluminada por una lamparilla. Loomis está tapado con la colcha y su cabeza dormida sobresale del edredón con motivos de naves espaciales. Jonah apoya la yema de los dedos contra el vidrio y contempla los copos de nieve que se estrellan contra ellos y se derriten. Sabe que la nieve se está acumulando sobre sus hombros y su cabello y le agrada pensar que en cierto modo Loomis sabe que su nuevo tío cuida de él.
Ten piedad de mí, piensa Jonah, y le gustaría que el cristal se licuara ante su contacto, que su mano lo atravesara y que las paredes y las ventanas del mundo entero cediesen a su paso. Solo por esta vez.