29
De un tiempo a esta parte, Troy piensa mucho en Nora. Pese a todo, pese a todas las preocupaciones más acuciantes, la descubre surgiendo desde el fondo de su mente. Nora Doyle, piensa mientras sale pesadamente por la puerta trasera del Stumble Inn, pasa junto al grueso y miserable contenedor, se cala el gorro sobre las orejas y la nieve embarrada del aparcamiento comienza a solidificarse bajo sus zapatos cuando se hunde el menudo despojo del sol.
—Estás un poco pálido —observó Crystal cuando se marchaba—. ¿Te encuentras bien? —Y Troy se encogió de hombros.
—No es más que un resfriado —le respondió, y ahora, sentado en su coche, con la calefacción encendida, encuentra un pañuelo de papel arrugado y se suena la nariz con una mueca sombría. Densos penachos de humo emanan del tubo de escape hasta el aire frío, y se imagina a Nora como una adolescente cinco o seis meses encinta de él que contempla la nieve al otro lado de una ventana en la Casa de la señora Glass. Recuerda ese día de hace tanto tiempo, cuando tenía once años y Crissy, la amiga de Carla, pontificó sobre el hecho de ser adoptado. «¿No te preguntas quién es tu madre?», le preguntó, y Troy recuerda que en ese momento se abrió una pequeña fisura en su interior, aunque había procurado ignorarla durante muchos años.
Tiene una imagen imprecisa de su madre. Tenía el rostro estrecho, le había dicho Jonah, con los pómulos pronunciados, los ojos oscuros y la nariz prominente. El cabello largo y negro, piensa cuando se detiene en la cocina.
—Le llegaba a la cintura cuando yo era niño —le había explicado Jonah, y Troy tiene otro barrunto de ella, como si la hubiese visto antes. Siente un escalofrío en la nuca. Atisba su rostro cuando ella mira por la ventana, el velo de cabello oscuro, los rasgos imprecisos a causa de la capa de condensación del cristal. ¿Se estaría moviendo en su interior?
Probablemente no, se dice, y pone un cacillo en el fuego para hervir agua. Encuentra un sobre de sopa (polvo amarillo con sabor a pollo y fideos deshidratados) y derrama el contenido en su interior, se despoja de la ropa de trabajo y se pone un chándal mientras se calienta. Busca un remedio contra el resfriado en el botiquín y al cabo se conforma con una gragea antihistamínica masticable que le compró a Loomis en algún momento del año anterior. Desenrolla un poco de papel higiénico y vuelve a sonarse.
Ella habría apoyado las manos en el cristal de la ventana, imagina. Una muchacha de dieciséis años. El agua habría goteado desde la huella de sus manos.
Los últimos días han sido horribles, y quizá sea eso lo que le trae a Nora a la memoria. El lunes era el quinto aniversario de la muerte de su madre y Troy comprobó sorprendido que en realidad no se había vuelto más llevadero. El dolor sordo de la pena se desplegó a su alrededor, exacerbado por la frustrante relación con Jonah y los recelos por la custodia de Loomis. Había averiguado que Judy ya había conseguido, sin ninguna confrontación dramática, retirarle la patria potestad a Carla, y sabía que solo era cuestión de tiempo que interpusiera una demanda similar en su contra. Había pasado casi todo el día intentando ponerse en contacto con su abogado, Eric Schriffer, sujetando el auricular del teléfono con la oreja mientras Nora, su madre y Carla trazaban círculos en su mente, describiendo la figura lenta y perezosa de un ocho: muertas, desaparecidas y perdidas. Percibió un tenue chasquido opaco cuando lo pusieron en espera. Schriffer «estaba reunido», «no se encontraba en la oficina» o «estaba hablando por la otra línea».
En el pasado habían sido amigos, se dijo Troy. Se sentaban a colocarse y mantenían conversaciones interesantes, y mientras escuchaba la música clásica enlatada procedente del otro lado de la línea telefónica, Troy se imaginaba sincerándose con Eric. Hablándole de Jonah y de la adopción. De las conexiones misteriosas y elusivas que percibía en la periferia de sus pensamientos: su madre adoptiva, Carla y Nora, las mujeres que había perdido, deambulando juntas por un círculo en su mente.
Pero a media tarde, cuando Eric se puso al teléfono al fin, quedó patente que habían dejado de ser amigos. No había hecho sino empezar a explicarle la extinción de la patria potestad de Carla cuando Schriffer lo interrumpió.
—Escucha, Troy —le dijo con un tono agudo y apresurado—, esto no es algo de lo que debas preocuparte. Es el resultado de la conducta de tu ex mujer y nada tiene que ver contigo. Acabo de recibir un informe de tu agente de libertad condicional, y lo estás haciendo muy bien. Aunque la señora Keene presentase una demanda, no llegaría a juicio ni en un millón de años. La ley está de parte del padre biológico, tío. Lo único que debes hacer es tomarte las cosas con calma y relajarte.
—Sí —admitió Troy, y sintió que se marchitaban todas las cosas que había imaginado contarle a Schriffer—, sí, lo entiendo, pero...
Pero Schriffer ya proseguía.
—Me alegro mucho de hablar contigo, Troy —le aseguró—, pero tengo que marcharme, de verdad. Lo siento. Últimamente estamos muy ajetreados por aquí.
—Ah —dijo Troy—. Pues vale.
Deambula por la casa, bebiendo la sopa en una taza de café. Cambia las sábanas de su cama, la antigua cama de matrimonio con dosel que antaño había pertenecido a sus padres y que más adelante compartió con Carla. Se asoma al dormitorio de Loomis, que había sido el suyo cuando era niño, y renueva la cinta adhesiva de algunos dibujos que se han despegado a causa del calor seco del calefactor de aire. Se sienta y examina las pertenencias de su madre que conserva en el armario del pasillo: recuerdos, cartas y un anuario del instituto. El joyero donde se encuentra la bolsita de plástico que contiene los dientes de leche del propio Troy, junto con los pendientes y los collares. Si hubiera bebido un poco de alcohol, hasta podría haber llamado a Terry Shoopman, solo para charlar con alguien que hubiese conocido a su madre, para comprobar cómo su voz monótona y sosegada de consejero vocacional de instituto se amoldaba a sus preocupaciones.
—No debes sentirte culpable —le diría Shoopman—. Tu madre siempre quiso que supieras más cosas de tu familia biológica. Sinceramente, le preocupaba un poco que no demostraras más interés en ello cuando eras niño.
»Es cierto que has tenido una racha de mala suerte, Troy —añadiría—. Pero me parece una tontería que intentes establecer esas conexiones. ¿Tu esposa, tu madre y esa mujer, Nora? Son todas personas muy diferentes. Seguro que lo comprendes.
—Sí —admitiría Troy—. Es cierto.
—Me parece que pasas demasiado tiempo solo, jovencito —observaría Terry Shoopman—. Necesitas controlarte.
—Sí —responde Troy en voz alta, y cierra el puño en torno a la bolsita de dientes de leche. Recuerda lo que dijo Jonah hace varias semanas. Estaban hablando de Holiday, la esposa de Jonah, y del accidente de coche, y Jonah se encogió de hombros abruptamente.
—No puedo pensar más en eso, de verdad —dijo—. Debo seguir adelante. —Y entonces le dirigió una mirada lastimera, inspeccionando su rostro con sus ojos huidizos—. Hay que... seguir adelante, ¿no? —aventuró—. Uno siempre está... en el proceso de convertirse en una persona distinta. ¿No crees?
—Supongo —reconoció Troy. No sabía qué responder a la extraña y urgente convicción que denotaban los ojos de Jonah.
Jonah era evasivo con muchas cosas, sorteaba muchas preguntas con principios filosóficos generales. Decía que le resultaba «difícil recordar», que «no tenía tanta importancia», que había «cosas de las que no le gustaba hablar».
—Jonah vuelve a acogerse a la Quinta Enmienda —apostilló Troy, medio en broma, medio enfadado—. ¿Por qué has de ser tan escurridizo, tío?
—Es que... no me interesa mucho el pasado —respondió, y agachó la cabeza con aire obstinado—. Me gusta... vivir en el presente.
—Ajá —dijo Troy—. Bueno, para mí el presente es una mierda, así que tenemos un problemilla, ¿no crees?
Y Jonah se encogió de hombros, malhumorado.
—Te digo la verdad —insistió—. Sencillamente, no me acuerdo. No pienso en esas cosas.
Por alguna razón, Nora era un tema especialmente delicado, y Troy no lograba entender por qué. Sabía que había algo que Jonah no le había contado. Los silencios se prolongaban cuando ella se cernía en el horizonte de la conversación. La boca de Jonah se empequeñecía, llena de reproches, cuando Troy le formulaba una pregunta directa. Era como si no admitiese del todo que Nora los conectaba, que también era la madre de Troy, por lo menos en el sentido biológico.
—¿Alguna vez...? —le había preguntado a Jonah en una ocasión—. ¿Hablaba de mí alguna vez?
Y Jonah se había agitado en la silla.
—Bueno —titubeó. Levantó el pie y lo depositó en su regazo—. Me parece que pensaba en ti —respondió.
—¿Qué quieres decir?
—No lo sé. Solo era un presentimiento que yo tenía.
—Pero tú lo sabías —repuso Troy al cabo de un instante—. Sabías de mi existencia, sabías que ella había dado a un bebé en adopción. ¿Te lo contó ella?
—Bueno —dijo Jonah—, más o menos. —Se aclaró la garganta—. Sabes —continuó—, conmigo no hablaba de nada personal. Era como una... típica relación de madre e hijo. Nada especial. Yo no la comprendía ni nada. ¿Sabes? Cocinaba, limpiaba la casa y le gustaba leer libros. Supongo que le gustaba el arte. Tenía muchas postales de cuadros diferentes. Y conchas. Coleccionaba conchas.
—¡Oh! —musitó Troy. Observó a Jonah mientras este se miraba la palma de las manos. Al contrario que la mayoría de las personas, Jonah solía apoyar las manos con las palmas hacia arriba, quizá debido a las cicatrices que se extendían desde sus nudillos hasta sus muñecas, pero eso le otorgaba una extraña cualidad religiosa—. No la querías mucho —aventuró Troy con precaución, y Jonah levantó la vista abruptamente, sobresaltado.
—No la odiaba —replicó. Arrugó la frente. Troy nunca le había visto una expresión más próxima a la ira—. No siempre nos llevábamos de maravilla —apostilló—, pero tampoco era una mala persona exactamente.
Había intentado ser considerado con la reticencia de Jonah. Comprendía que le costase hablar de ciertas cosas y tenía el presentimiento de que Jonah y Nora habían tenido una suerte de disputa, de que había cuestiones que debía plantear con delicadeza. Hasta puso como ejemplo a su propia madre adoptiva, confiando en que sus historias sobre ella azuzasen la recalcitrante memoria de Jonah. Le contó torpemente la historia del funeral de su madre, lo colgados que estaban, cómo había desbaratado la posición orante de las manos del cadáver, que eran casi ingrávidas, como ramitas. Nunca le había contado aquella anécdota a nadie, pero se la ofreció a Jonah, y ambos guardaron silencio durante un momento cuando terminó.
Troy se encogió de hombros, dirigiendo a Jonah una media sonrisa triste y apologética.
—Es chungo —dijo.
—Un poco —confesó Jonah—. No... No creo que hicieras nada malo, exactamente.
—No lo sé —admitió Troy—. Me siento bastante culpable por eso. La echo de menos. —Esperó, expectante, pero Jonah se limitó a quedarse sentado. Sus ojos se movieron levemente, y se lamió los labios.
»¿Cómo fue para ti? —le preguntó Troy—. ¿Se celebró un funeral por... Nora?
Jonah pareció congelarse.
—La verdad es que no —respondió—. Bueno, no en el sentido tradicional.
Troy enarcó las cejas con expectación.
—La incineraron —explicó Jonah—. Así que no hubo ataúd ni nada. No fue más que... una cosa rápida.
—Murió joven —observó Troy al cabo de un instante—. Estaba pensando en eso el otro día. Solo tenía, ¿cuántos? ¿Cuarenta y tres años?
Jonah no dijo nada. Troy se apercibió de un mapa entero de recuerdos que pululaban en el cerebro de Jonah, mudos.
—Se suicidó —dijo Jonah al fin—. La verdad es que no sé por qué. Pero en fin...
—¡Oh! —exclamó Troy.
—Fue con pastillas, básicamente —añadió Jonah. Se produjo un largo silencio en la atmósfera de la cocina, y Jonah no se movió. Fuera, los carámbanos suspendidos de los aleros arrojaban el reflejo de las ondas luminosas a través de la ventana: sombras temblorosas de color gris amarillento—. Fue bastante sencillo. Se tomó como un frasco entero de pastillas y murió. Supongo que estaba triste. No lo sé.
Aquella noticia, aquella muerte, le causó el mismo impacto que un golpe.
Le sorprendió que se abatiera sobre él con tanto peso. Aquella mujer, aquella Nora, cuyo cuerpo había habitado antaño, cuya imagen no había visto jamás, aunque la había reconstruido basándose en las vacilantes descripciones de Jonah, de repente era una presencia.
Su madre.
Cualesquiera que hubiesen sido sus esperanzas para ella se resquebrajaron un poco.
—Lo siento —susurró, y titubeó. Le temblaba la mano cuando se la puso en la boca, pero la expresión de Jonah se endureció.
—Probablemente no debería habértelo dicho —observó—. No es... algo en lo que piense demasiado. No intento que sientas lástima por mí.
—Lo sé —dijo Troy, y se interrumpió: sintió un escalofrío—. Pero... lo siento por ella, tío. ¡Se suicidó! ¿Y no me lo habías dicho?
—No quería que pensaras que era una mala persona —explicó Jonah al fin—. No quería que pensaras que estaba loca.
—Jonah —dijo Troy. En aquel momento advirtió algo en los ojos de Jonah que lo entristeció: una mirada indecisa y atrapada, la expresión que uno puede tener cuando llega al final de un callejón sin salida en un laberinto por tercera o cuarta vez.
Durante un instante Troy consideró vagamente estirarse por encima de la mesa y tocarle la mano. Vale, era su hermano. Su madre se había suicidado. Su esposa había muerto. Estaba desesperado, comprendió con repentina claridad.
—Supongo que por eso no guardabas ninguna fotografía —dijo.
Troy lo repasa todo mentalmente mientras está sentado en el suelo con el joyero de su madre entre las piernas. Han transcurrido más de dos semanas desde la última vez que habló con Jonah, y es extraño. No sabe si volverá alguna vez.
—No lo entiendo, Jonah —le había dicho—. Mira, creía que la razón de que decidieras encontrarme era... porque ella era nuestra madre. Si no puedes ser franco conmigo, ¿qué estás haciendo aquí? ¿De qué sirve?
—No lo sé —confesó Jonah.
—¿Qué pretendes conseguir, tío? —insistió Troy—. Déjame hacerte una pregunta. ¿Qué quieres de la vida? —Y Jonah se había limitado a menear la cabeza, como si la pregunta lo desconcertase.
Ahora la casa está oscura y Troy no se molesta en encender las luces. Se sienta en el dormitorio de Loomis con la ventana entreabierta, inhalando el aire helado y exhalando vaho.
Estas son las cosas que Troy quiere de la vida: quiere ser un buen padre y ver cómo crece Hombrecito; le gustaría ser la clase de padre que conserva el amor de su hijo durante largos años; quiere que el Loomis adulto lo recuerde con afecto cuando haya muerto. Quiere ser la clase de hombre con el que Carla querría volver, sobria y arrepentida, y si no puede conseguirlo, quiere conocer a una chica hermosa y amable con la que pueda formar un hogar. Quiere disfrutar del sexo. Quiere recuperar a sus viejos amigos, Ray y Mike, Lonnie, todos los tipos con los que jugaba a las cartas o se emborrachaba en el bar, la gente que se sentaba en el patio en los atardeceres de verano, mientras los diminutos murciélagos se precipitaban entre las ramas, los altavoces estéreo despedían estúpidas canciones de rock and roll hasta el patio y Troy estaba descalzo sobre la hierba. Quiere vivir al lado de sus padres. Quiere que sigan vivos, felizmente casados y envejeciendo juntos, y que se vayan de acampada: su madre, su padre, Carla, él, Loomis, quizá otro niño o dos que todavía no han nacido. Quiere percatarse de una pequeña parte del mundo cada día, de algo hermoso, divertido o extraño, que lo invite a reflexionar. Quiere estar satisfecho la mayor parte del tiempo.
Suspira. Al otro lado del pueblo, Loomis se está bañando, sentado dignamente entre nubes de burbujas, y puede que el tiempo que han pasado juntos ya le parezca casi un sueño; al norte, en Bismarck, Terry Shoopman está viendo un programa científico en la televisión pública, y hay una foto de la madre de Troy el día de su boda con Shoopman que sigue colocada en la repisa justo encima de la pantalla; al oeste, en Las Vegas o en Reno, Carla calienta con el mechero el cristal de una pipa, con las pantorrillas enredadas en las sábanas y un tipo dormido a su lado, y en una mansión de Arizona, Michelle, la madre de Ray, se sirve un vaso de vino en la cocina, frunciendo el ceño como si pudiera sentir que alguien está pensando en ella en la distancia.
En cuanto a Jonah, Troy no logra imaginar lo que hace ni lo que piensa. Puede que esté trabajando en La Moneda de Oro, o sentado en su caravana, leyendo, a solas, tras una pared hermética que lo separa de su pasado. Recuerda la mirada inexpresiva que le había dirigido Jonah.
—No lo sé —había reconocido al fin—. Creo... supongo... —Entonces profirió una especie de carcajada—. La verdad es que no sé lo que quiero —dijo—. De verdad que no.