9
La gran luna, baja en el horizonte, iba a situarse de un momento a otro en el regazo del Coliseo.
A las cuatro de la madrugada, Sandra recorría a pie la Via dei Fori Imperiali, directa al monumento considerado universalmente el símbolo de Roma. Si no recordaba mal la lección aprendida en el colegio, el Coliseo, inaugurado en el año 80 d. C., medía 188 metros de longitud, 156 de anchura y 48 de altura. Y la arena, 86 metros por 54. Había una cantilena para recordar las medidas, pero lo que más seguía asombrando a Sandra era que podía albergar hasta 70.000 espectadores.
Su nombre era, en realidad, un sobrenombre. Bautizado originariamente como Teatro Flavio, tomó su actual denominación del coloso de bronce del emperador Nerón que en aquel tiempo se erigía justamente delante del edificio.
En la arena morían indistintamente hombres y animales. Los primeros, los gladiadores —por el nombre de la espada que usaban para combatir, el gladio—, se mataban entre ellos o luchaban con fieras traídas a Roma hasta de los rincones más remotos del Imperio. El público adoraba la violencia y algunos gladiadores eran alabados como los modernos campeones deportivos. Hasta que morían, obviamente.
El Coliseo se convirtió con el tiempo en un símbolo para los seguidores de Cristo. Según se había ido transmitiendo, aunque sin ninguna evidencia histórica, los paganos entregaban a los cristianos como pasto para los leones. La leyenda seguramente había servido para reforzar el recuerdo de la persecución real que sufrieron a causa de su fe. Cada año, en la noche entre el jueves y el viernes que precedía la Pascua católica, salía del Coliseo un vía crucis guiado por el papa para evocar el martirio de Cristo.
Sandra, sin embargo, no pudo evitar pensar en la leyenda de signo opuesto que le había contado Max antes de irse de casa. «Colis Eum?», era la pregunta. «Adoro al diablo», la respuesta. Quienquiera que le hubiera mandado los sms anónimos para convocarla justo en ese lugar, a esa hora de la madrugada, o tenía un agudo sentido del humor o era extremadamente serio. Y después de haber visto el gesto de santiguarse al revés que había hecho Astolfi en el pinar de Ostia, Sandra se inclinaba por la segunda hipótesis.
La estación de metro que quedaba justo frente al monumento estaba todavía cerrada y la plaza de delante de la puerta, vacía. No había ningún turista haciendo cola ni figurantes disfrazados de centuriones romanos que cobraban por dejarse fotografiar junto a ellos. Sólo algunos grupos de barrenderos que, a lo lejos, limpiaban la zona a la espera de una nueva horda de visitantes.
En aquella desolación, Sandra estaba segura de que enseguida distinguiría a quien la había citado allí. No obstante, por precaución, se había llevado consigo la pistola reglamentaria que sólo usaba en el polígono de la policía una vez al mes para no perder la costumbre de disparar.
Esperó casi veinte minutos, pero nadie se dejó ver. Mientras se preguntaba si sólo había sido víctima de una broma y si era el caso, marcharse, al volverse advirtió que en la verja de hierro que rodeaba el anfiteatro había una abertura. La reja estaba entornada. ¿Para ella?
«No puede ser», se dijo. «No entraré nunca ahí dentro».
Le hubiera gustado que Marcus estuviera allí con ella. Su presencia le infundía valor. «No has llegado hasta aquí para darte la vuelta y marcharte, de modo que sigue adelante».
Sandra sacó la pistola y, manteniéndola hacia abajo y pegada al costado, cruzó el umbral.
Se encontró en el pasillo que formaba parte del recorrido turístico: siguió los carteles que indicaban la dirección a los visitantes.
Intentaba percibir algún sonido, un ruido, algo que le dijera que no estaba sola. Se disponía a subir por una de las escaleras de travertino que llevaban a la cávea que un tiempo ocupaba el público, cuando oyó una voz masculina.
—No tenga miedo, agente Vega.
Provenía del nivel inferior, de las galerías que se entrelazaban por debajo y en torno a la arena. Sandra titubeó. No se fiaba de ir hasta allí.
Pero la voz insistió.
—Reflexione: si hubiera querido tenderle una trampa, ciertamente no habría elegido este lugar.
Sandra lo pensó. No era del todo insensato.
—¿Por qué aquí, entonces? —preguntó a la voz, permaneciendo todavía en la parte de arriba de la escalera.
—¿No lo ha entendido? Era una prueba.
La policía empezó a bajar los escalones, lentamente. Constituía una diana fácil, pero no tenía elección. Intentó acostumbrar los ojos a la oscuridad y, al llegar al fondo, miró a su alrededor.
—Puede quedarse donde está —dijo la voz.
Sandra se volvió hacia un punto impreciso y vio una sombra. El hombre estaba sentado sobre un capitel caído de una columna a saber cuántos siglos atrás. No conseguía distinguir su rostro, pero se fijó en que llevaba una gorra.
—Y bien, ¿he pasado la prueba?
—Todavía no lo sé… La vi en televisión mientras se santiguaba al revés. Ahora dígamelo usted: ¿es una de ellos?
Otra vez esa palabra: «ellos». La coincidencia con lo que Diana Delgaudio había escrito en un papel la hizo estremecer.
—¿Quiénes son?
—Ha resuelto el enigma de mis sms. ¿Cómo lo ha hecho?
—Mi compañero enseña historia, es mérito suyo.
Battista Erriaga sabía que era sincera. Se había informado sobre la policía cuando buscó su número de teléfono.
—¿«Ellos» serían adoradores del demonio?
—¿Usted cree en el diablo, agente Vega?
—No mucho. ¿Debería?
Erriaga no contestó.
—¿Qué sabe de este asunto?
—Sé que hay alguien protegiendo al monstruo de Roma, aunque no me explico por qué razón.
—¿Ha hablado de esto con sus superiores? ¿Qué dicen?
—No lo creen. Nuestro médico forense, el doctor Astolfi, saboteó la investigación antes de quitarse la vida, pero para ellos fue un simple acto de locura.
Erriaga dejó escapar una breve carcajada.
—Me temo que sus superiores le han ocultado algo.
Sandra alimentaba desde hacía tiempo esa sospecha, pero oírselo decir abiertamente le provocó un arrebato de rabia.
—¿Qué quiere decir? ¿De qué está hablando?
—Del hombre con cabeza de lobo… Usted no ha oído nunca hablar de él, estoy seguro. Se trata de un símbolo que aparece de varias formas, pero siempre relacionado con sucesos criminales. La policía recopila esos casos con gran secretismo desde hace más de veinte años. Hasta ahora han contado veintitrés, pero le aseguro que son muchos más. El hecho es que estos crímenes no tienen nada en común entre ellos aparte de la figura antropomorfa. Hace unos días se encontró una en casa de Astolfi.
—¿Por qué tanta discreción? No lo entiendo.
—Los policías no se explican qué ni quién está detrás de esta operación oculta. Sin embargo, sólo la idea de tener que vérselas con algo que escapa de un plano puramente racional los empuja a mantenerlo en secreto y a no profundizar en ello.
—Pero usted conoce la razón, ¿no es cierto?
—Querida Sandra, usted es policía, da por descontado que todos están de parte de los buenos y se sorprende si le dicen que también hay personas que apuestan por lo malo. No quiero hacerle cambiar de idea, pero algunos piensan que salvaguardar el componente malvado de la naturaleza humana es indispensable para la conservación de nuestra especie.
—Le juro que sigo sin entender.
—Mire a su alrededor, observe este sitio. El Coliseo era un lugar de muerte violenta: la gente debería huir ante tal espectáculo, en cambio participaban como si fuera una fiesta. ¿Eran tal vez unos monstruos, nuestros predecesores? ¿Y usted cree que después de tantos siglos ha cambiado algo en la naturaleza humana? La gente ahora sigue por televisión las vicisitudes del monstruo de Roma con la misma curiosidad morbosa, como si fuera un espectáculo circense.
Sandra tuvo que admitir que la comparación no era del todo equivocada.
—Julio César fue un conquistador sanguinario, no menos que Hitler. Pero hoy los turistas se compran camisetas con su imagen. ¿Algún día, dentro de unos milenios, harán lo mismo con el Fürer nazi? La verdad es que miramos con indulgencia los pecados del pasado y las familias vienen al Coliseo para fotografiarse sonrientes en el sitio donde había muerte y crueldad.
—Estoy de acuerdo con el hecho de que la especie humana es sádica e indiferente por naturaleza, pero ¿por qué protege el mal?
—Porque las guerras, desde siempre, son un vehículo de progreso: se destruye para reconstruir mejor. El hombre intenta perfeccionarse en todos los ámbitos para sobrepasar a los demás, para someterlos. Y para no ser sometido.
—¿Y el diablo qué tiene que ver?
—El diablo, no: la religión. Cada religión del mundo piensa que posee la «verdad absoluta», aunque suela estar en conflicto con la verdad de las otras fes. Nadie se preocupa de buscar una verdad compartida, cada uno sigue firmemente convencido de su propio credo. Si Dios es sólo uno ¿no le parece absurdo? ¿Por qué, pues, para los satanistas tendría que ser distinto? Ellos no piensan que estén equivocados, no se les ocurre la idea de que haya nada erróneo en lo que hacen. Justifican la muerte violenta exactamente igual como quien empieza una guerra por la fe. Los cristianos también combatieron en las cruzadas y los musulmanes todavía ensalzan la Guerra Santa.
—Satanistas… ¿Es eso lo que son?
Erriaga había desvelado el segundo nivel del secreto. No había nada más que añadir al respecto. Los que se reconocían en la figura antropomorfa del hombre con cabeza de lobo eran satanistas. Pero el sentido de esa expresión era demasiado amplio y complejo para que una simple mujercita con uniforme pudiera comprenderlo.
Ese era el tercer nivel del secreto, y debía seguir necesariamente como tal.
Por eso Battista Erriaga la contentó:
—Sí, son satanistas —dijo.
Sandra estaba decepcionada. Decepcionada por el hecho de que el vicequestore Moro y, probablemente, también el comisario Crespi la hubieran mantenido al margen de esa parte del caso, minimizando el papel de Astolfi y su descubrimiento respecto al médico forense. Pero todavía estaba más decepcionada por el hecho de que, al final, quienes protegían al monstruo fueran unos banales adoradores del demonio. Si no hubiera habido víctimas, se habría reído de tamaña absurdidad.
—¿Qué quiere de mí? ¿Por qué me ha hecho venir aquí?
Habían llegado al quid de la cuestión. Battista Erriaga tenía una tarea para ella, algo extremadamente delicado. Esperaba que la mujer no fracasara.
—Quiero ayudarla a detener al niño de sal.