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Se había tomado un par de vodkas y tenía sueño, pero ningunas ganas de irse a dormir.
El local estaba abarrotado, aunque él era el único que estaba solo en una mesa. Seguía jugueteando con las llaves de la casa de la playa. Cuando su amigo se las confió, no le hizo preguntas. Había sido suficiente con preguntarle si podía usarla durante unos días, hasta que encontrara un nuevo sitio donde vivir. Por otra parte, el motivo de habérselo pedido era incluso demasiado evidente a juzgar por su expresión.
Max estaba seguro de que su relación con Sandra había terminado.
Todavía llevaba en el bolsillo el estuche con el anillo que ella había rechazado. Es más, ni siquiera lo había abierto para ver qué contenía.
—Fuck —dijo, antes de engullir el resto del vodka de su vaso.
Le había dado todo el amor, todas las atenciones, ¿en qué se había equivocado? Pensaba que las cosas iban bien, en cambio, siempre estaba el maldito fantasma de su exmarido. No lo había conocido, ni siquiera sabía qué cara tenía, pero siempre estaba presente. Si David no hubiera muerto, si simplemente se hubieran divorciado como millones de parejas en todo el mundo, quizá ella se habría sentido liberada y habría podido amarlo como se merecía.
Sí, esa era la cuestión: él se merecía su amor, estaba seguro de ello.
Pero, aunque toda la razón estuviera de su parte, a saber por qué, tenía ganas de castigarse. Su culpa era haber sido demasiado perfecto, lo sabía. Tal vez si la hubiera maltratado, las cosas habrían ido de distinta manera. En el fondo, David había sido un egoísta, no renunció por ella a su trabajo de reportero en las «zonas calientes» que había por el mundo. Y eso a pesar de saber que Sandra llevaba mal sus viajes y la idea de tener que esperarlo durante mucho tiempo sin tener noticias, sin saber si estaba bien o incluso si todavía seguía con vida.
—Fuck you —dijo esta vez, dirigiéndose al fantasma de David. Tendría que haber hecho como él, así tal vez no la habría perdido. Daba lo mismo si se castigaba un poco más con el vodka.
Cuando estaba a punto de pedir una botella entera, sin importarle en absoluto que al día siguiente tuviera clase por la mañana, se fijó en la mujer que lo miraba desde la barra del bar. Estaba bebiendo un cóctel de frutas. Era muy guapa, pero no de un modo ostentoso. «Involuntariamente seductora», se dijo. Le mostró el vaso, aunque estaba vacío, como si quisiera brindar por su salud. No era de los que hacían esas cosas, pero ¡qué más daba!
Ella le devolvió el gesto levantando el cóctel. Luego empezó a acercarse a su mesa.
—¿Esperas a alguien? ¿Puedo hacerte compañía? —dijo, descolocándolo.
Max no sabía qué contestar, al final se las arregló para decir:
—Siéntate, por favor.
—Me llamo Mina, ¿y tú?
—Max.
—Mina y Max: M. M. —dijo divertida.
Le pareció notar un acento del Este.
—No eres italiana.
—Así es, soy rumana. Tú tampoco pareces italiano, ¿me equivoco?
—Soy inglés, pero vivo aquí desde hace muchos años.
—Llevo toda la noche observándote.
Qué extraño, él no se había fijado hasta hacía poco.
—¿Me equivoco o estás enfadado por algo?
A Max no le apetecía decirle la verdad.
—La mujer con la que había quedado me ha dado plantón.
—Entonces esta noche es realmente mi noche —comentó ella con una sonrisa maliciosa.
La observó con más detenimiento: el vestido de alta costura negro escotado por delante, las manos estilizadas con las uñas cuidadas y pintadas de rojo, una ancha pulsera de oro en la muñeca izquierda, un collar con un brillante a saber de cuántos quilates. Se fijó en que iba maquillada quizá en exceso. Y que el perfume seguramente era francés. Una mujer fuera de su alcance, se dijo. Él no se consideraba sexista, pero tenía que admitir que a veces juzgaba a las mujeres según el estilo de vida que pretendían de sus parejas. Tal vez porque demasiadas le habían vuelto la espalda después de saber que era un simple profesor de instituto. De modo que normalmente hacía sus cálculos antes de profundizar en la relación y, si era el caso, las evitaba antes de que fueran ellas quienes lo descartaran. Así que mejor no hacerse ilusiones con esta: no podía permitírsela. La invitaría a tomar algo sin crearse expectativas, sólo para recibir un poco de compañía a cambio. Luego, cada uno por su lado.
—¿Puedo pedirte otro de estos? —y señaló el cóctel.
Mina sonrió de nuevo.
—¿Cuánto dinero llevas en el bolsillo?
Él no comprendió enseguida el sentido de una pregunta tan directa.
—No lo sé, ¿por qué me lo preguntas?
Se acercó a pocos centímetros de su cara, podía sentir su aliento dulce.
—¿De verdad no has comprendido a qué me dedico o tienes ganas de jugar?
¿Una prostituta? No podía creérselo.
—No, disculpa… es que… —intentó justificarse, torpemente.
El resultado fue provocar una carcajada divertida.
Luego intentó recuperar el control de la situación.
—Cincuenta euros, pero siempre puedo sacar más del cajero. —Max no podía creer en sus propias palabras. De repente le habían entrado ganas de ser transgresor. Ser transgresor al inútil pacto de amor con Sandra y a la manera en que siempre había vivido su vida, lineal y tal vez un poco aburrida.
Mientras tanto, Mina parecía sopesar la oferta y seguía mirándolo. Era como si ella pudiera verlo mejor que cualquiera.
—Venga, sí, además, eres mono —sentenció—. Te haré un descuento, total ya había perdido la noche.
Max estaba entusiasmado como un niño.
—Tengo el coche aquí fuera, podríamos ir a algún sitio apartado.
La mujer sacudió la cabeza, ofendida.
—¿Te parezco de las que les van los asientos abatibles?
En efecto, no.
—Y, además, con ese maníaco suelto…
Tenía razón, estaba el asunto del monstruo de Roma, lo había olvidado. Las autoridades habían recomendado a las parejas que no fueran a zonas aisladas para hacer el amor en el coche. Pero siempre tenía la casa de Sabaudia. Estaba un poco lejos, si bien podría pagarle un extra para convencerla. Y aunque estaban en invierno y haría un poco de frío, podrían encender la chimenea.
—Vamos, te llevo a la playa.
El fuego crepitaba, la habitación ya se estaba caldeando y él no tenía temores. Estaba a punto de serle infiel a Sandra, aunque no estaba seguro de que «técnicamente» fuera una infidelidad. Ella no le había dicho claramente que no lo amara, pero el sentido de sus palabras era exactamente ese. No se preguntó tampoco qué habrían pensado sus alumnos si lo hubieran visto así: tendido en una cama de una casa que no era suya, esperando que una prostituta de lujo saliera del baño para poder practicar sexo con ella.
No, él tampoco lograba verse así. Por eso había preferido acallar enseguida los posibles sentimientos de culpabilidad.
Durante el trayecto en coche hasta Sabaudia, Mina se quedó dormida en el asiento. Él la estuvo espiando todo el viaje, intentando saber quién era realmente esa chica de treinta y cinco o tal vez treinta y seis años que se escondía detrás de una máscara para seducir a los hombres. O imaginando su vida, sus sueños, si había estado enamorada o lo estaba todavía.
Cuando llegaron, ella miró enseguida a su alrededor. La casa se hallaba en una posición envidiable, justo frente al mar. A la izquierda estaba el promontorio del Circeo, con el parque natural. Esa noche la luna llena lo iluminaba. Era el tipo de paisaje que Max nunca podría permitirse, y a la chica enseguida le impactó.
Mina le preguntó dónde estaba el baño. Luego se quitó los zapatos de tacón y subió la escalera que conducía al piso de arriba. Él saboreó aquella visión, como un ángel que asciende al paraíso.
Las sábanas de la gran cama de matrimonio estaban limpias. Max se desnudó, colocando la ropa ordenadamente, igual que lo hacía en casa, pero sin darse cuenta. Una costumbre dictada por la buena educación que desentonaba con lo que había decidido hacer, con ese acto tan alejado de su índole meticulosa.
Mina había sido clara: la relación no tendría que durar más de una hora. Y nada de besos, era la regla. Luego le confió una caja de preservativos que llevaba en el bolso, segura de que él sabría qué hacer con ellos.
Max apagó la luz y esperó, ansioso, a que ella apareciera de un momento a otro en el vano de la puerta, quizá sólo vestida con la ropa interior. Sentía por todas partes su perfume y estaba confuso y excitado. Todo con tal de no pensar en el dolor que le había causado Sandra.
Cuando advirtió el destello al otro lado del umbral oscuro, le pareció una broma de su imaginación. Pero, al cabo de unos instantes, se produjo un segundo. Entonces se volvió instintivamente hacia la ventana. Sin embargo, fuera el cielo estaba despejado, no había ninguna tormenta en el horizonte, y todavía se veía la luna.
Sólo al tercer resplandor se dio cuenta de que, en realidad, se trataba del flash de una cámara fotográfica.
Y estaba cada vez más cerca.