9

Cuando regresó a casa esa noche, despertó a Max con un beso y luego hicieron el amor.

Fue extraño. Ese acto debería haberle servido para liberarse de algo, para borrar el malestar que había anidado en el fondo de su vientre. La fatiga del sexo le había lavado el alma, pero no hizo desaparecer la imagen del penitenciario.

Porque mientras hacía el amor con Max había pensado en él.

Marcus representaba todo el dolor que había dejado atrás. Reencontrarlo debería haber hecho aflorar antiguos traumas, como una ciénaga que con el tiempo devuelve todo lo que se ha tragado. Y, en efecto, en la vida de Sandra habían vuelto a aparecer viejos muebles llenos de recuerdos, casas en las que había vivido, ropa que había dejado. Y una extraña nostalgia. Pero, para su sorpresa, vio que no se debía a su marido muerto.

Marcus era el responsable.

Cuando Sandra se despertó, hacia las siete, se quedó en la cama reflexionando sobre esos pensamientos. Max ya se había levantado y esperó a que hubiera salido para ir a la escuela antes de hacerlo ella. No quería enfrentarse a sus preguntas, temía que pudiera percibir algo y le pidiera explicaciones.

Se metió debajo de la ducha, pero antes encendió la radio para oír las noticias.

El chorro de agua caliente resbalaba por su nuca, mientras ella se dejaba acariciar con los ojos cerrados. El locutor estaba haciendo un resumen de la jornada política.

Sandra no lo escuchaba. Intentó visualizar lo que había ocurrido esa noche. Haber visto actuar al penitenciario le había producido una especie de conmoción. La manera en que recorrió el laberinto de la mente del asesino le hizo tener la sensación de encontrarse delante del verdadero monstruo.

Una parte de ella estaba admirada, la otra, horrorizada.

«Busca la anomalía, agente Vega, no te detengas en los detalles». Es lo que le dijo. «El mal es esa anomalía que está delante de los ojos de todo el mundo pero que nadie consigue ver».

Y ella, ¿qué había conseguido ver esa noche? A un hombre que deambulaba por el pinar como una sombra a la luz de la luna. Y que se agachaba a excavar un agujero.

«No ha enterrado nada. Lo ha desenterrado», había afirmado Marcus.

¿Qué había desenterrado?

El desconocido hizo la señal de la cruz. Pero al revés, de derecha a izquierda, de abajo a arriba.

¿Qué significaba?

En ese momento, el locutor de la radio pasó a narrar los sucesos. Sandra cerró el grifo para prestar atención y permaneció en la cabina de la ducha, con una mano apoyada en la pared de azulejos, goteando.

La noticia principal era la agresión a los dos chicos. El tono era de preocupación y se recomendaba a las parejas que evitaran apartarse a zonas aisladas. La policía iba a aumentar el número de hombres y medios para garantizar la seguridad de los ciudadanos. Para desanimar al asesino, las autoridades anunciaron rondas nocturnas en las áreas de las afueras, del campo y del cinturón. Pero Sandra sabía que todo era propaganda: se trataba de un territorio vastísimo, imposible de cubrir por completo.

Cuando terminó de explicar cómo estaban reaccionando las fuerzas del orden ante la emergencia, el locutor pasó a dar un boletín sobre el estado de salud de la víctima que había sobrevivido.

Diana Delgaudio también había superado las dificultades de la intervención quirúrgica. Ahora se encontraba en un estado de coma, pero los médicos se reservaban el pronóstico. Básicamente, no eran capaces de decir cuándo y, sobre todo, si iba a despertar.

Sandra miraba hacia abajo, era como si las palabras que salían de la radio confluyeran con los regueros de agua en el desagüe de la ducha. Pensaba en la muchacha, había hecho propio su estado. Si Diana se quedaba en esas condiciones, ¿qué vida le esperaba? El colmo era que tal vez no pudiera ni siquiera dar indicaciones útiles para capturar al que la había dejado así. Y Sandra llegó a la conclusión de que el monstruo había conseguido su objetivo de todos modos, porque se puede matar a una persona incluso dejándola con vida.

Por tanto Diana no, pero el asesino sí había tenido suerte.

Si Sandra examinaba los acontecimientos de las dos últimas noches, había demasiadas cosas que no encajaban. La agresión a los dos chicos y luego la excursión del desconocido a la luz de la luna. ¿Y si el monstruo hubiera dejado algo a propósito en el escenario del crimen? ¿Y si lo hubiera enterrado para que alguien fuera a desenterrarlo? No sabía qué sentido tenía llevar a cabo esa artimaña, pero la primera de las dos preguntas tenía sentido.

«Fuera lo que fuese, no lo enterró él», se dijo. Había sido alguien que lo había hecho después. Había escondido un objeto para recuperarlo tranquilamente tiempo después. Alguien que quería que nadie descubriera lo que había encontrado.

¿Quién?

Mientras lo perseguía por el pinar, por un instante había tenido una sensación de familiaridad. No había podido discernir a qué se debía, pero había sido algo más que una simple percepción.

Entonces Sandra se dio cuenta de que tenía frío, igual que la noche anterior en presencia de Marcus. Pero no era a causa de llevar más de cinco minutos empapada en la ducha y con el grifo cerrado. No, ese frío procedía de su interior. Lo que lo causaba era una intuición. Una intuición peligrosa que podía tener consecuencias muy graves.

—El mal es esa anomalía que está delante de los ojos de todo el mundo pero que nadie consigue ver —repitió en voz baja.

La chica todavía con vida era la anomalía.

La reunión del SCO estaba fijada para las once. Tenía tiempo. Por el momento, no pensaba informar a nadie de su iniciativa, dando por hecho que tampoco habría sabido justificar esa idea.

El Departamento de Medicina Legal estaba situado en un edificio de cuatro plantas de los años cincuenta. La fachada era anónima, caracterizada por ventanas de perfil alargado. Se accedía a él a través de una escalera con una rampa al lado que permitía que los vehículos aparcaran delante de la entrada. Los furgones mortuorios utilizaban un acceso más discreto, en la parte de atrás. Desde allí se llegaba enseguida al subterráneo, donde estaban las cámaras frigoríficas y las salas de autopsias.

Sandra decidió entrar por la puerta principal y se dirigió al viejo ascensor. Sólo había estado allí un par de veces, pero sabía que los médicos ocupaban el último piso.

En los pasillos olía a desinfectante, y a formol. A diferencia de lo que podía pensarse, había un ir y venir de gente y el ambiente era como el de cualquier otro lugar de trabajo. Aunque el tema del que se ocupaban era la muerte, nadie parecía darle demasiada importancia. En los años que llevaba en la policía, Sandra había conocido a varios médicos forenses. Todos tenían un marcado sentido del humor y estaban dotados de un cinismo positivo. Excepto uno.

El despacho del doctor Astolfi era el del final a la derecha.

Mientras se acercaba, la policía reparó en que la puerta estaba abierta. Se detuvo en el vano y vio al forense sentado a su mesa, llevaba una bata blanca y estaba concentrado escribiendo algo. Junto a él tenía el acostumbrado paquete de tabaco y sobre este, un encendedor.

Dio unos golpecitos en el marco y esperó. Astolfi dejó pasar unos segundos antes de levantar la mirada de los papeles. La vio y al instante pareció preguntarse por qué había una policía de uniforme en el umbral.

—Pase.

—Buenos días, doctor. Soy la agente Vega, ¿se acuerda?

—Sí, me acuerdo. —Era arisco como siempre—. ¿Qué pasa?

Sandra entró. Tras una rápida mirada intuyó que el hombre ocupaba ese despacho desde hacía al menos treinta años. Tenía estanterías de libros con el lomo amarillento y un sofá de piel que había visto tiempos mejores. Las paredes necesitaban una mano de pintura y había certificados y diplomas descoloridos. En todas partes imperaba un olor a nicotina rancia.

—¿Puede dedicarme unos minutos? Necesito hablar con usted.

Sin dejar el bolígrafo, Astolfi le hizo un gesto para que se sentara.

—Con tal de que sea algo breve, tengo prisa.

Sandra tomó asiento delante del escritorio.

—Quería decirle que siento que ayer toda la culpa recayera sobre usted.

El médico la escudriñó de soslayo.

—¿Qué quiere decir? ¿Usted qué tiene que ver?

—Bueno, podría haberme dado cuenta antes de que Diana Delgaudio estaba viva. Si no hubiera evitado mirarla a los ojos…

—No se dio cuenta usted, y tampoco se dieron cuenta sus compañeros de la Científica que intervinieron inmediatamente después. La culpa es sólo mía.

—La verdad es que he venido porque me gustaría ofrecerle la posibilidad de redimirse.

En la cara de Astolfi apareció una mueca de incredulidad.

—Me han quitado el caso, ya no me ocupo yo.

—Creo que ha ocurrido algo grave —lo apremió.

—¿Por qué no habla de ello con sus superiores?

—Porque todavía no estoy segura.

Astolfi parecía molesto.

—Así pues yo debería proporcionarle esa certeza.

—Puede ser.

—De acuerdo, ¿de qué se trata?

Sandra estaba satisfecha porque todavía no la había echado a la calle.

—Mientras repasaba las fotos que saqué en el pinar, me di cuenta de que había pasado por alto un detalle cuando las hice —mintió.

—Puede ocurrir —la confortó el forense, pero sólo para acelerar su explicación.

—Hasta más tarde no descubrí que en el suelo, junto al coche de los chicos, había un sitio en que la tierra había sido removida.

Astolfi esta vez no dijo nada, pero dejó el bolígrafo en la mesa.

—Mi hipótesis es que el asesino podría haber enterrado algo allí.

—Es un poco aventurado, ¿no le parece?

Bien, se dijo la policía: el médico no le había preguntado por qué motivo se lo estaba contando precisamente a él.

—Sí, pero después fui a comprobarlo.

—¿Y bien?

Sandra lo miró.

—No había nada.

Astolfi no apartó enseguida los ojos, ni le preguntó cuándo había hecho esa comprobación.

—Agente Vega, no tengo tiempo para charlas.

—¿Y si hubiera sido uno de los nuestros? —Sandra pronunció la frase de un tirón, sabiendo que significaba un punto sin retorno. Era una acusación grave, si se equivocaba podía acarrearle serias consecuencias—. Uno de los nuestros coge una prueba de la escena del crimen. Como no puede arriesgarse a llevársela, la esconde bajo tierra para volver y cogerla en otro momento.

Astolfi parecía horrorizado.

—Me está hablando de un cómplice, agente Vega. ¿Lo he entendido bien?

—Sí, doctor. —Intentó parecer firme en sus convicciones todo lo posible.

—¿Un agente de la Científica? ¿Un policía? O tal vez incluso yo. —Estaba fuera de sí—. ¿Sabe que esto podría terminar con una acusación gravísima contra usted?

—Disculpe, pero usted no acaba de ver el sentido de todo esto: yo también estaba en el escenario del crimen, de modo que podría estar implicada al igual que los demás. Es más, la laguna de mi informe me hace saltar al primer puesto de la lista de sospechosos.

—Le aconsejo que se olvide de esta historia, y lo digo por su bien. No tiene pruebas.

—Y usted tiene una impecable hoja de servicios —rebatió Sandra—. Lo he comprobado. ¿Cuántos años lleva haciendo este trabajo? —No lo dejó contestar—. ¿De veras no se dio cuenta de que la chica todavía estaba viva? ¿Cómo es posible que cometiera un error como ese?

—Se ha vuelto loca, agente Vega.

—Si el escenario del crimen fue realmente alterado, entonces el hecho de que nadie comprobara que Diana Delgaudio todavía estaba viva habría que mirarlo desde otra perspectiva. No se trata de un simple descuido, sino de un acto deliberado para favorecer al asesino.

Astolfi se puso de pie, apuntándola con un dedo.

—Sólo son conjeturas. Si usted tuviera pruebas, no estaría aquí hablando conmigo, sino que habría ido directamente a ver al vicequestore Moro.

Sandra no dijo una palabra. En vez de eso, lentamente, se hizo la señal de la cruz, pero al revés, de derecha a izquierda, de abajo a arriba.

Por la expresión de Astolfi, la policía intuyó que era justamente él el hombre del bosque de la noche anterior. Y el médico dedujo que ella lo había notado.

Sandra movió deliberadamente la mano hacia la cintura en la que llevaba la funda con la pistola.

—Fue usted quien mató a los chicos. Luego volvió al pinar vestido de forense, descubrió que Diana todavía estaba viva y decidió dejarla morir. Mientras tanto, limpió la escena del crimen de las pruebas que hubieran podido incriminarlo. Las escondió y fue a recogerlas más tarde, cuando ya no había nadie.

—No —rebatió el otro, calmado pero con decisión—. Me llamaron para hacer mi trabajo, hay una orden de servicio: yo no pude hacer nada premeditadamente.

—Un golpe de suerte —replicó Sandra, a pesar de que ella no creía en las coincidencias—. O tal vez sea cierto: no fue usted quien los atacó, pero sabe quién lo hizo, y lo está encubriendo.

Astolfi se dejó caer en la silla.

—Es mi palabra contra la suya. Pero si usted cuenta esta historia por ahí, me hundirá.

Sandra calló.

—Necesito fumar. —Sin esperar su consentimiento, cogió el paquete de cigarrillos y encendió uno.

Permanecieron en silencio, mirándose, como dos extraños en una sala de espera. El médico tenía razón: Sandra no tenía ninguna prueba para demostrar sus acusaciones. No tenía el poder de arrestarlo, ni de obligarlo a seguirla a la comisaría más cercana. Pero, a pesar de ello, él no le decía que se fuera.

Era evidente que Astolfi estaba buscando una salida, y no sólo porque se arriesgaba a ver hundida su carrera. Sandra estaba convencida de que, si investigaban un poco al forense, saldría a la luz algún hecho comprometedor. Tal vez incluso la prueba que había cogido del lugar del crimen, aunque estaba segura de que ya se habría desembarazado de ella. ¿O quizá no?

Astolfi apagó el cigarrillo en un cenicero y se puso de pie manteniendo los ojos clavados en la policía. Se dirigió hacia una puerta cerrada que probablemente daba a su baño personal. La mirada del médico era un desafío.

Sandra no tenía ningún poder para impedírselo.

Cerró la puerta a su espalda y giró la llave. Mierda, se dijo ella, levantándose para ir a escuchar qué estaba haciendo.

Al otro lado hubo un largo silencio, interrumpido por el repentino ruido de la cisterna.

«He sido una estúpida, tenía que haberlo previsto», pensó, encolerizándose consigo misma. Mientras esperaba a que Astolfi saliera del baño, le pareció oír unos gritos. Se preguntó si sólo se lo había imaginado.

No procedían del departamento, venían de fuera.

Se dirigió a la ventana. Advirtió que algunas personas corrían hacia el edificio. La abrió y se asomó.

Cuatro plantas por debajo de ella, en el asfalto, yacía el cuerpo del médico forense.

Sandra tuvo un momento de aturdimiento, luego se volvió de nuevo hacia la puerta del baño.

Tenía que hacer algo.

Inmediatamente intentó forzar la hoja con el hombro. Un golpe, dos. Al final la cerradura cedió. Se vio proyectada al interior. La embistió la corriente que procedía de la ventana abierta de par en par desde la que se había lanzado el forense. La ignoró, abalanzándose a gatas hacia el váter. Sin vacilar, metió el brazo en el agua transparente, esperando que lo que hubiera tirado Astolfi no hubiera ido a parar completamente al fondo. Empujó la mano tan abajo como pudo y sus dedos rozaron algo, luego lo agarró, después volvió a perderlo. Al final consiguió inmovilizarlo. Intentó arrastrarlo hacia arriba, para sacarlo, pero antes de que pudiera conseguirlo, el objeto se le escapó.

—Mierda —imprecó.

Aunque enseguida se dio cuenta de que las yemas de sus dedos habían memorizado la forma por un instante: era algo redondo con unas protuberancias pegadas, y áspero. La imagen que le vino inmediatamente a la cabeza fue la de un feto. Pero luego lo pensó mejor.

Se trataba de una especie de muñeca.