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Utilizaban un buzón de voz para comunicarse.
Cada vez que uno de los dos tenía algo que contarle al otro, llamaba a ese teléfono y dejaba un mensaje. El número cambiaba periódicamente, pero no había un plazo fijo. Podía servir durante algunos meses, o Clemente lo modificaba al cabo de unos pocos días. Marcus sabía que había motivos de seguridad, pero nunca había preguntado de qué dependía la decisión en cada ocasión. Sin embargo, incluso esa banal cuestión, era indicativa de la existencia de todo un mundo del que su amigo lo mantenía en la ignorancia. Y el penitenciario empezaba a soportar con fastidio que lo excluyeran. A pesar de que Clemente lo hacía con buena intención o para proteger su secreto, él se sentía utilizado. Era el motivo por el cual, últimamente, la relación entre ambos era tan tensa.
Después de la noche que había pasado con Sandra en el pinar de Ostia, Marcus llamó al buzón de voz para pedirle que se vieran. Pero, con gran sorpresa, vio que su amigo se le había adelantado.
La cita estaba fijada para las ocho en la basílica menor de San Apolinar.
El penitenciario atravesó la Piazza Navona que a esa hora empezaba a llenarse con los puestos de los artistas que exponían cuadros con los paisajes más bellos de Roma. Los bares colocaban las mesas al aire libre, que en invierno se agrupaban alrededor de grandes estufas de gas.
San Apolinar se encontraba en la placita homónima, a poca distancia. La iglesia no era suntuosa ni particularmente bonita, pero su arquitectura sencilla casaba bien con el equilibrio de los edificios que la rodeaban. Formaba parte de un grupo de inmuebles que tiempo atrás había sido sede del Colegio Germano-Húngaro. Sin embargo, desde hacía unos años, albergaba la Universidad Pontificia de la Santa Cruz.
Pero la particularidad de la pequeña basílica residía en dos historias, una más antigua y otra más reciente. Ambas tenían relación con una presencia secreta.
La primera se refería a una imagen de la Virgen que se remontaba al siglo XV. Cuando, en 1494, los soldados de Carlos VIII de Francia acamparon delante de la iglesia, los fieles cubrieron la sagrada efigie con yeso para ahorrar a la Virgen la visión de las vilezas de los militares. Pero la imagen quedó así olvidada durante un siglo y medio, hasta que un terremoto en 1647 hizo caer la capa tras la que se ocultaba.
La segunda historia, mucho más reciente, tenía que ver con la extraña sepultura, ubicada en la iglesia, de Enrico De Pedis, llamado «Renatino», componente de la sanguinaria banda de la Magliana, la organización criminal que asoló Roma a mediados de los años setenta, involucrada en los hechos más oscuros de la ciudad, en los que a menudo se había visto implicado incluso al Vaticano. A causa de los pleitos y los asesinatos la banda se había disuelto, aunque había quien decía que todavía operaba en la sombra.
Marcus siempre se había preguntado por qué habían concedido al más cruel de sus miembros un honor que en el pasado sólo se reservaba a los santos y a los grandes benefactores de la Iglesia, además de a papas, cardenales y obispos. El penitenciario recordaba el escándalo que se levantó cuando alguien reveló al mundo aquella ambigua presencia, de manera que las autoridades eclesiásticas se vieron obligadas a retirar los restos de allí. Y eso sólo después de mucha insistencia ante la firme e incomprensible oposición de la curia.
Algunos informadores afirmaron, además, que junto al criminal estaban sepultados los restos de una chiquilla desaparecida desde hacía años justo a pocos pasos de San Apolinar y de la que no se había vuelto a saber. Emanuela Orlandi era la hija de un trabajador de la Ciudad del Vaticano y se suponía que había sido secuestrada para chantajear al papa. Pero la exhumación de los restos mortales de De Pedis reveló que se trataba de otra pista falsa de las muchas que enturbiaban ese asunto.
Pensando en todo ello, Marcus se preguntó por qué Clemente había escogido precisamente ese lugar para encontrarse. No le gustó la manera en que se encararon la última vez, ni el modo en que su amigo zanjó su petición de tener una entrevista con sus superiores para hablar del caso de la monja descuartizada hacía un año en los Jardines Vaticanos.
«A nosotros no se nos permite preguntar, a nosotros no se nos permite saber. Nosotros sólo debemos obedecer».
Tenía la esperanza de que Clemente lo hubiera convocado como un modo para hacerse perdonar y que hubiera cambiado de opinión. Por eso, al llegar a la plaza de San Apolinar, el penitenciario apresuró el paso.
Cuando entró, la iglesia estaba desierta. Sus pasos resonaban en el mármol de la nave central a lo largo de la cual estaban grabados los nombres de cardenales y obispos.
Clemente ya estaba sentado en uno de los primeros bancos. Sobre sus rodillas tenía una bolsa de piel negra. Se volvió a mirarlo y le hizo con calma una señal para que ocupara un asiento junto al suyo.
—Me imagino que todavía estarás enfadado conmigo.
—¿Me has hecho venir porque los de arriba han decidido colaborar?
—No —respondió con franqueza.
Marcus estaba decepcionado, pero no quería que se le notara.
—Entonces, ¿qué sucede?
—Ayer por la noche ocurrió algo terrible en el pinar de Ostia. Un chico murió y la chica puede que no sobreviva.
—He leído la historia en el periódico —mintió Marcus. En realidad ya lo sabía todo gracias a Sandra. Pero, evidentemente, no podía revelarle que seguía a una mujer a escondidas porque, tal vez, sintiera algo por ella. Algo de lo que, además, ignoraba el significado.
Clemente lo miró como si hubiera intuido la mentira.
—Tienes que ocuparte de ello.
La petición le sorprendió. En el fondo, la policía ya había puesto en marcha lo mejor de sus recursos y de sus hombres: el SCO contaba con todos los medios para detener al monstruo.
—¿Por qué?
Clemente nunca era explícito a la hora de exponer los motivos que podía haber detrás de cada una de sus investigaciones. Solía referirse a razones de oportunidad o a un genérico interés de la Iglesia por resolver un crimen. Por eso Marcus nunca sabía realmente qué se ocultaba detrás de sus mandatos. Pero esta vez su amigo le concedió una explicación.
—Una seria amenaza se cierne sobre Roma. Lo que ocurrió la otra noche está sacudiendo las conciencias desde lo más profundo. —El tono de Clemente sonaba inesperadamente alarmado—. No es el delito en sí, sino lo que representa: el hecho está cargado de elementos simbólicos.
Marcus recordó la puesta en escena del asesino: el chico obligado a matar para salvar su vida, luego la ejecución con un disparo en la nuca, a sangre fría. El homicida sabía que, después de él, sería la policía quien se encontrara frente a la escena del crimen y se plantearía preguntas que quedarían sin responder. El espectáculo era sólo para sus ojos.
Y luego estaba el sexo. Si bien el monstruo no había abusado de las víctimas, era evidente la motivación sexual de su comportamiento. Los crímenes de esa naturaleza eran más preocupantes porque generaban un interés morboso en la opinión pública. Aunque mucha gente lo negara, sentía una atracción peligrosa que luego disfrazaba de desdén. Pero había otra cosa.
El sexo era un peligroso vehículo.
Cada vez que, por ejemplo, aparecía una estadística sobre violaciones, en los días sucesivos estas aumentaban exponencialmente. En vez de crear indignación, ese número —especialmente si era elevado— generaba imitación. Era como si también los violadores en ciernes, que hasta entonces habían conseguido controlar sus impulsos, de repente recibieran la autorización de una anónima y solidaria mayoría para entrar en acción.
«El delito es menos grave si la culpa es compartida», recordó Marcus. Por eso la policía de medio mundo ya no difundía los datos de los crímenes sexuales. Pero el penitenciario estaba convencido de que había algo más.
—¿A qué viene este repentino interés por lo que sucedió en el pinar de Ostia?
—¿Ves ese confesionario? —Clemente le señalaba la segunda capilla de la izquierda—. Ningún cura entra nunca en él. Pero, aun así, alguien lo ha usado alguna vez para confesarse.
Marcus sentía curiosidad por saber qué había detrás de esas palabras.
—En el pasado, los criminales se servían de él para pasar mensajes a las fuerzas del orden. En el confesionario hay una grabadora. Se acciona cada vez que alguien se arrodilla. Ideamos ese sistema para que quien lo necesitara pudiera hablar con la policía sin correr el riesgo de ser arrestado. A veces esos mensajes contenían informaciones valiosas y, a cambio, los policías miraban hacia otra parte en ciertos asuntos. Aunque pueda sorprenderte, las partes enfrentadas se comunicaban entre ellas a través de nosotros. A pesar de que la gente no debe saberlo, nuestra mediación ha salvado muchas vidas.
El hecho de que hasta hacía poco tiempo allí se conservaran los restos mortales de un criminal como De Pedis se debía a ese pacto. Ahora el significado de la sepultura estaba claro también para Marcus: San Apolinar era un puerto franco, un lugar seguro.
—Has hablado del pasado, de modo que ahora ya no sucede.
—Hoy en día existen maneras y medios más eficaces para comunicarse —dijo Clemente—. Y la intercesión de la Iglesia ya no es necesaria o es vista con recelo.
Empezaba a entenderlo.
—A pesar de ello, la grabadora se quedó en su sitio…
—Pensamos en mantener operativo este valioso instrumento de contacto, considerando que un día podía volver a ser útil. Y no nos equivocamos. —Clemente abrió la bolsa negra de piel que había traído consigo y sacó un viejo casete. Seguidamente, introdujo la cinta en el compartimento—. Hace cinco días —por tanto, antes de que los dos chicos fueran agredidos en el pinar de Ostia— alguien se arrodilló en ese confesionario y dijo estas palabras…
Pulsó la tecla de encendido. Un ruido llenó la nave, dispersándose en el eco. La calidad de la grabación era pésima. Pero poco después, desde ese grisáceo río invisible, emergió una voz.
«… una vez… Ocurrió de noche… Y todos acudieron adonde estaba clavado su cuchillo…».
Era casi un susurro lejano. Ni masculino ni femenino. Era como si viniera de otro mundo, de otra dimensión. Era la voz de un muerto que intentaba imitar a los vivos, porque tal vez había olvidado que estaba muerto. De vez en cuando se disipaba en el ruido estático de fondo, llevándose consigo fragmentos de frases.
«… había llegado su momento… los hijos murieron… los falsos portadores del falso amor… y él fue despiadado con ellos… del niño de sal… si nadie lo detiene, no se detendrá».
La voz no dijo nada más. Clemente paró la grabación.
Marcus enseguida tuvo claro que esa grabación no era una casualidad.
—Habla de sí mismo en tercera persona, pero es él. —En esa cinta estaba grabada la voz del monstruo. Sus palabras eran inequívocas, al menos en lo referente al rencor que las inspiraba.
«… Y todos acudieron adonde estaba clavado su cuchillo…».
Mientras Clemente lo observaba en silencio, el penitenciario empezó a analizar el mensaje.
—«Una vez» —repitió Marcus—. Falta la primera parte de la frase: ¿una vez qué? ¿Y por qué habla en pasado de lo que va a ocurrir en el futuro?
Aparte de las proclamas y las amenazas, que formaban parte del repertorio de los asesinos exhibicionistas, otros pasajes habían llamado su atención.
—«Los hijos murieron» —repitió en voz baja. La elección de la palabra «hijos» era meditada. Significaba que el objetivo también eran los padres de los dos chicos de Ostia. El asesino había atacado a la sangre de su sangre e, inevitablemente, los había matado a ellos también. Su odio había reverberado como la sacudida de un terremoto. El epicentro eran los dos jóvenes, pero desde ellos se propagaba una onda sísmica malvada que seguía hiriendo a quienes estaban a su alrededor (familiares, amigos, conocidos) hasta alcanzar a todas las madres y padres que no tenían ningún vínculo con los dos chicos pero que en esos momentos se interesaban con angustia y dolor por lo que había ocurrido en el pinar, pensando que podía pasarles a sus hijos.
—«Los falsos portadores del falso amor» —siguió diciendo el penitenciario, y recordó la prueba a la que el monstruo había sometido a Giorgio Montefiori, haciéndole creer que podía escoger entre su propia muerte y la de Diana. Giorgio había preferido vivir y aceptó acuchillar a la chica que confiaba en él y creía que la amaba.
—Deberíamos hacer llegar esta cinta a quienes llevan la investigación —afirmó al final Marcus, con convicción—. Es evidente que el asesino quiere que lo detengan, en otro caso no habría anunciado lo que estaba a punto de hacer. Y si el confesionario se usaba en el pasado para comunicarse con la policía, entonces el mensaje está dirigido a ellos.
—No —dijo enseguida Clemente—. Tendrás que actuar solo.
—¿Por qué?
—Se ha decidido así.
Otra vez, un misterioso nivel superior fijaba las reglas basándose en un principio imponderable y aparentemente incomprensible.
—¿Qué es el niño de sal?
—La única pista que tienes.