A finales de febrero, en Lagos, el termómetro marcaba cuarenta grados con un índice de humedad del ochenta y cinco por ciento. En la segunda ciudad de África, después de El Cairo, se contaban más de veintiún millones de habitantes que aumentaban cada día en dos mil personas. Era un fenómeno que podía percibirse: desde que estaba allí, Marcus había visto aumentar las dimensiones del barrio de chabolas que se extendía al otro lado de su ventana.
Había escogido una casa en las afueras, encima de un taller que reparaba viejos camiones. No era muy grande y, a pesar de estar acostumbrado a convivir con el caos de la metrópoli, el calor nocturno le impedía dormir bien. Sus cosas estaban apretujadas en un armario empotrado, tenía un frigorífico que se remontaba a los años setenta y un pequeño rincón cocina donde se hacía la comida. El ventilador del techo emitía un zumbido rítmico, parecido al vuelo de un moscardón.
A pesar de las incomodidades, se sentía libre.
Llevaba en Nigeria unos ocho meses, pero había pasado los dos últimos años trasladándose de un sitio a otro. Paraguay, Bolivia, Pakistán y después Camboya. Yendo a la caza de «anomalías» había conseguido desarticular una red de pedófilos, en Gujranwala había detenido a un ciudadano sueco que escogía los países más pobres para cometer homicidios y desahogar su necesidad de matar, pero sin correr el riesgo de ser capturado, en Phnom Penh descubrió un hospital en que los ciudadanos necesitados vendían sus órganos a los occidentales por pocos centenares de dólares. Ahora iba tras la pista de una banda dedicada a la trata de seres humanos: casi un centenar, entre mujeres, hombres y niños, que habían desaparecido en pocos años.
Había empezado a interactuar con las personas, se comunicaba con ellas. Lo había estado deseando durante mucho tiempo. No había olvidado el aislamiento sufrido en Roma. Pero también ahora, su temperamento solitario emergía de repente. De modo que, antes de que se crearan vínculos estables, hacía el petate y se marchaba.
Le daba miedo el compromiso. Porque la única relación afectiva que había sabido crear después de recuperar la memoria había concluido amargamente. Pensaba todavía en Sandra, aunque cada vez menos. Alguna vez se preguntaba dónde estaría y si sería feliz. Pero nunca se aventuraba a imaginar si había alguien a su lado, o si ella tenía los mismos pensamientos que él. Habría sido inútilmente doloroso.
En cambio, sí se encontraba a menudo hablando con Clemente. Sucedía en su cabeza, un diálogo intenso y constructivo. Le decía todas las cosas que no había sabido o querido decirle cuando estaba vivo. Sólo cuando pensaba en la última lección de su instrucción, la que nunca harían juntos, sentía que se le encogía el estómago.
Dos años atrás renunció a seguir siendo cura. Pero al poco tiempo descubrió que eso no funcionaba así. Se podía renunciar a cualquier cosa, pero no a una parte de uno mismo. Erriaga tenía razón: hiciera lo que hiciese, fuera adonde fuese, esa era su naturaleza. A pesar de las dudas que lo atormentaban, no podía hacer nada contra ello. De modo que, de tanto en tanto, cuando encontraba una iglesia abandonada, entraba y celebraba misa. A veces sucedía algo que no sabía explicar. Durante la ceremonia, inesperadamente, llegaba alguien y se ponía a escuchar. No estaba seguro de que Dios existiera realmente, pero la necesidad que tenían de él unía a las personas.
El alto hombre de color lo seguía desde hacía una semana.
Marcus lo advirtió una vez más mientras vagaba por el bullicioso mercado de Balogun. Siempre se mantenía a una decena de metros de distancia. El lugar era un verdadero laberinto donde se vendía de todo, y era fácil confundirse entre la gente. Pero Marcus tardó poco en fijarse en él. Por el modo en que lo seguía podía deducirse que no era demasiado experto en ese tipo de actividades, aunque nunca podía saberse. Quizá la organización criminal se había dado cuenta de que la estaba investigando y le había puesto un observador pisándole los talones.
Marcus se detuvo junto al puesto de un vendedor de agua. Se desabrochó el cuello de la camisa de lino blanca y pidió un vaso. Mientras bebía, se pasó un pañuelo por el cuello para secarse el sudor y aprovechó para mirar a su alrededor. El hombre también se había parado y ahora fingía mirar los tejidos de colores de un tenderete. Llevaba una especie de túnica clara y una bolsa de tela.
Decidió que debía hacer algo.
Esperó a que la voz del muecín empezara a llamar a los fieles a la plegaria. Una parte del mercado se paró, ya que la mitad de la población de Lagos era de fe musulmana. Marcus lo aprovechó para acelerar el paso en el dédalo de callecitas. El hombre de detrás de él lo imitó. Era el doble de corpulento de modo que Marcus no creía poder imponerse si se enfrentaban, además, ni siquiera sabía si iba armado, aunque temía que sí. Tenía que actuar con astucia. Se metió por un callejón desierto y se escondió detrás de una cortina. Esperó a que el hombre pasara por delante y a continuación se le echó sobre los hombros, haciéndolo caer de bruces al suelo. Seguidamente se colocó encima de él, apretándole el cuello con ambos brazos.
—¿Por qué me sigues?
—Espera, déjame hablar. —El gigante no intentaba responder al ataque, pero sí librarse de la presión, para no ahogarse.
—¿Te mandan ellos?
—No te entiendo —intentó protestar el hombre en un francés imperfecto.
Marcus apretó todavía más fuerte.
—¿Cómo me has encontrado?
—Eres cura, ¿verdad? —Al oírselo decir, aflojó un poco la presión—. Me han contado que hay un hombre que investiga sobre personas desaparecidas… —Después, con un par de dedos, sacó del cuello de la túnica una cinta de cuero en la que colgaba una cruz de madera—. Puedes confiar en mí, soy misionero.
Marcus no estaba seguro de que dijera la verdad, pero lo soltó igualmente. Con un poco de esfuerzo, el hombre se volvió y se quedó sentado. A continuación se llevó una mano a la garganta y tosió, mientras intentaba recuperar el aliento.
—¿Cómo te llamas?
—Padre Emile.
Marcus le tendió la mano y lo ayudó a levantarse.
—¿Por qué me has seguido? ¿Por qué no te has presentado sin más?
—Porque primero quería asegurarme de que era cierto lo que se dice sobre ti.
Marcus se quedó atónito.
—¿Y qué se dice?
—Que eres cura, por eso eres la persona adecuada.
¿Adecuada para qué? No lo entendía.
—¿Cómo puedes saberlo?
—Te han visto celebrar misa en una iglesia abandonada… Entonces, ¿es verdad? ¿Eres cura?
—Lo soy. —A continuación dejó que el voluminoso sacerdote prosiguiera su relato.
—Mi aldea se llama Kivuli. En nuestra casa hay una guerra desde hace diez años que todo el mundo finge no conocer. Periódicamente, además, tenemos problemas con el agua y hay casos de cólera. Por culpa del conflicto, no van médicos a Kivuli y quienes prestan ayuda humanitaria a menudo son ajusticiados por los bandos en lucha porque consideran que han sido enviados por el enemigo. Por eso estoy en Lagos, para encontrar las medicinas que necesitamos para contener la epidemia… Mientras estaba aquí oí hablar de ti y fui a buscarte.
Nunca habría imaginado que encontrarlo fuera tan sencillo. Tal vez últimamente había bajado un poco la guardia.
—No sé quién te ha dicho ciertas cosas, pero no es cierto que pueda ayudarte. Lo siento.
Le volvió la espalda y se dispuso a marcharse.
—Hice un juramento.
El hombre pronunció la frase con un tono de súplica, pero Marcus lo ignoró.
El padre Emile no cejó en su empeño.
—Se lo prometí a un amigo sacerdote antes de que el cólera se lo llevara. Me enseñó a ser todo lo que soy, era mi maestro.
Con la última frase, Marcus se acordó de Clemente y se quedó paralizado.
—El padre Abel condujo la misión de Kivuli durante cuarenta y cinco años —prosiguió el hombre, consciente de haber abierto una brecha.
Marcus se volvió.
—Sus palabras exactas antes de expirar fueron: «No olvidéis el jardín de los muertos».
Marcus se grabó la frase. Pero ese plural, «muertos», no le gustaba.
—Hace unos veinte años, hubo unos homicidios en la aldea. Tres mujeres jóvenes. Yo no había llegado todavía a Kivuli, sé que las encontraron en la selva, asesinadas. El padre Abel no podía aceptar lo que había sucedido. Durante el resto de su vida lo único que quiso fue que se castigara al culpable.
Marcus era escéptico.
—Veinte años es un lapso de tiempo demasiado largo para llevar a cabo una investigación: las pistas ya se han perdido. Y el culpable quizá haya muerto, especialmente si no se han producido más homicidios.
Pero el hombre no se resignaba.
—El padre Abel, además, escribió una carta al Vaticano para explicar lo sucedido. Nunca recibió respuesta.
Marcus se quedó atónito por la afirmación.
—¿Por qué precisamente al Vaticano?
—Porque según el padre Abel el culpable era un cura.
La noticia lo perturbó.
—¿Sabes también su nombre?
—Cornelius Van Buren, un holandés.
—Pero el padre Abel no estaba seguro, ¿verdad?
—No, pero tenía muchísimas sospechas. Además, estaba el hecho de que el padre Van Buren desapareció de repente y desde entonces también cesaron los homicidios.
«Desapareció», se dijo Marcus. Había algo en esa vieja historia que lo empujaba a ocuparse de ella. Quizá porque el culpable era cura. O tal vez porque el Vaticano, aun a sabiendas del asunto, lo había ignorado completamente.
—¿Dónde se encuentra tu aldea?
—Será un viaje largo —dijo el hombre—. Kivuli está en el Congo.
Emplearon casi tres semanas en llegar a su destino.
Dos de las cuales estuvieron acampados esperando en un pequeño núcleo habitado a trescientos kilómetros de la ciudad de Goma. Desde hacía casi un mes, de hecho, en la zona de Kivuli se libraba una cruenta batalla.
Por una parte estaban las milicias del CDNP. «Congrès National pour la Défense du Peuple», había puntualizado el padre Emile.
—Se trata de tutsis filorruandeses. El nombre los hace parecer revolucionarios, pero en realidad sólo son violadores sedientos de sangre. —Por otra parte estaba el Ejército Regular de la República Democrática del Congo que, poco a poco, iba recuperando los territorios en manos de los rebeldes.
Pasaron dieciocho días junto a la radio, esperando que la situación se calmara y les permitiera afrontar la última parte del viaje. Marcus, además, convenció a un piloto de helicóptero para que aceptara una suma de dinero y les llevara hasta allí. A medianoche del decimonoveno día, por fin llegó la noticia de una frágil tregua.
Se había creado un corredor de algunas horas y enseguida lo aprovecharon.
El helicóptero volaba bajo y con las luces apagadas en la noche, para que no lo abatiera la artillería de cualquiera de los dos bandos. La zona estaba afectada por una fuerte tormenta. Por una parte, era una ventaja, porque la lluvia cubriría el ruido de los rotores. Por la otra, constituía un peligro, porque cada vez que en el cielo se encendía un relámpago alguien de abajo podría localizarlos.
Mientras volaban hacia su destino, Marcus miraba abajo, preguntándose qué se iba a encontrar en aquella selva y si no había sido muy arriesgado ir hasta allí por algo que había sucedido hacía tanto tiempo. Pero ahora ya no podía echarse atrás, se había comprometido con el padre Emile y parecía que para ese hombre fuera de vital importancia que él viera lo que tenía que mostrarle.
Apretó la medallita de San Miguel Arcángel y rezó para que realmente valiera la pena.
Aterrizaron en una explanada embarrada en medio de la vegetación.
El piloto dijo algo en un francés impreciso, en voz alta para imponerse al estruendo del motor. No comprendieron sus palabras, pero el sentido era que tenían que apresurarse, porque no los iba a esperar por mucho tiempo.
Se alejaron corriendo hacia la muralla de arbustos. Se metieron por aquella maraña y desde allí en adelante el padre Emile caminó manteniéndose algunos pasos por delante de Marcus, que mientras tanto se preguntaba cómo podía saber el sacerdote que era la dirección correcta. Estaba oscuro y la lluvia caía vertical y con fuerza sobre sus cabezas, golpeando la espesa vegetación, como una percusión caótica, ensordecedora. En ese punto, el padre Emile apartó una última branca y de repente aparecieron en medio de un poblado de arcilla y chapa.
Ante ellos se abrió una escena caótica.
Gente corriendo de un lado a otro bajo el aguacero incesante, un ir y venir de bolsas de plástico azul que contenían las pobres pertenencias de las familias. Hombres reuniendo el poco ganado que tenían con la intención de ponerlo a salvo. Niños llorando abrazados a las piernas de sus madres y bebés colgados en la espalda, envueltos en telas de colores. Marcus enseguida tuvo la impresión de que nadie sabía exactamente adónde ir.
El padre Emile intuyó sus pensamientos y aflojó el paso para explicárselo.
—Hasta ayer en el poblado estaban lo rebeldes y, en cambio, mañana por la mañana, entrarán los militares y tomarán el lugar. Pero no vendrán como libertadores: quemarán las casas y las provisiones para que sus adversarios no puedan encontrar reservas, en caso de que puedan volver. Y los matarán a todos, con la falsa acusación de haber colaborado con el enemigo. Servirá como advertencia a los poblados vecinos.
Mientras miraba a su alrededor, Marcus levantó la cabeza como si hubiera interceptado un sonido. En efecto, en medio de la estrepitosa lluvia y las voces exaltadas, se oía un canto. Procedía de un ancho edificio de madera. Del interior se filtraba una luz amarillenta.
Una iglesia.
—No todos abandonarán este lugar esta noche —puntualizó el padre Emile—. Los viejos y los enfermos se quedarán aquí.
Los que no pudieran escapar iban a quedarse, se repitió Marcus. A merced de quién sabe qué horrores.
El padre Emilie lo cogió de un brazo y lo sacudió.
—Ya has oído al piloto, ¿no? Dentro de poco se irá, tenemos que darnos prisa.
* * *
Estuvieron nuevamente fuera de la aldea, pero en la parte opuesta por la que habían entrado. Mientras avanzaban, el padre Emile reclutó a un par de hombres para que los ayudaran. Llevaron con ellos palas y candiles rudimentarios.
Llegaron a las cercanías de un pequeño valle que probablemente antes había albergado el curso pedregoso de un río. En la parte más alta había unas tumbas.
Un pequeño cementerio con tres cruces.
El padre Emile dijo algo en un dialecto parecido al suajili y los hombres empezaron a excavar. Después le pasó una pala a Marcus y, juntos, echaron una mano.
—Kivuli en nuestra lengua significa «sombra» —afirmó el sacerdote—. El poblado adoptó el nombre del curso de agua que de vez en cuando pasa por este pequeño valle. En primavera, un río aparece al ponerse el sol y luego desaparece a la mañana siguiente, igual que una sombra.
Marcus intuyó que el fenómeno estaba relacionado de alguna manera con la naturaleza del suelo.
—Hace veinte años, el padre Abel quiso que estas sepulturas se situaran lejos del cementerio del poblado, en esta área que en verano no tiene vegetación, a pesar de que él la llamaba «el jardín de los muertos».
El terreno cárstico era el mejor sitio para conservar los cuerpos, preservándolos de la acción del tiempo. Un depósito de cadáveres natural.
—Cuando las tres chicas fueron asesinadas, no había posibilidad de llevar a cabo una investigación de ningún tipo. Pero el padre Abel sabía que un día alguien vendría a hacer preguntas. Quienquiera que fuera, sin duda iba a querer ver los cuerpos.
Y ese momento, efectivamente, había llegado.
Uno de los cadáveres fue exhumado antes que los demás. Marcus dejó la pala y se acercó a la fosa. El agua que caía del cielo la llenaba, pero los restos estaban envueltos en una lona de plástico. Marcus se arrodilló en el barro y lo rasgó con las manos. El padre Emile le tendió un candil.
Al enfocar, Marcus se dio cuenta de que, efectivamente, el cadáver se había conservado bien en esa cuna de caliza. Había sufrido una especie de momificación. Por eso, incluso veinte años después, los huesos todavía estaban íntegros y revestidos de jirones de tejido, parecidos a un oscuro pergamino.
—Tenían dieciséis, dieciocho y veintidós años —afirmó el padre Emile, refiriéndose a las víctimas—. Ella fue la primera, la más pequeña.
Marcus, sin embargo, no acababa de ver cómo había muerto. Entonces se acercó, en busca de la señal de una herida o de un arañazo en los huesos. Vislumbró algo que lo sorprendió, pero la lluvia apagó la llama.
«No puede ser», se dijo. Hizo que le pasaran enseguida otro candil. Entonces lo vio, y se apartó rápidamente del agujero, cayendo hacia atrás.
Se quedó así, con las manos y la espalda hundidas en el barro y, en el rostro, una expresión atónita.
El padre Emile confirmó su intuición.
—Le cortó la cabeza de cuajo, al igual que los brazos y las piernas. Sólo quedó entero el torso. Los restos de la chica estaban esparcidos en pocos metros y, además, le habían quitado la ropa, que quedó reducida a jirones.
A Marcus le costaba respirar, mientras la lluvia se abatía sobre él, impidiéndole razonar. Ya había visto un cadáver como ese.
«Hic est diabolus».
La joven monja de clausura descuartizada en el bosque de los Jardines Vaticanos.
«El diablo está aquí», pensó. El hombre con la bolsa gris en bandolera del fotograma extraído de la filmación de la cámara de seguridad, el ser a quien había intentado cazar sin éxito, había estado en Kivuli diecisiete años antes del crimen en el Vaticano, desde el que ya habían transcurrido tres años.
—Cornelius Van Buren —dijo al padre Emile, acordándose del nombre del misionero holandés que probablemente había cometido esos homicidios—. ¿Hay alguien en el poblado que lo hubiera conocido?
—Ha pasado mucho tiempo, y la vida media es muy breve en estos lugares. —Pero después lo pensó mejor—. Aunque hay una anciana. Una de las chicas asesinadas era su nieta.
—Tengo que hablar con ella.
El padre Emile lo miró, perplejo.
—El helicóptero —le recordó.
—Correré el riesgo: llévame con ella.
Llegaron a la iglesia y el padre Emile entró el primero. En el interior, a lo largo de las paredes, estaban tendidos los enfermos de cólera. Los familiares los habían abandonado para escapar y ahora los ancianos se ocupaban de ellos. Un gran crucifijo de madera velaba por todos desde un altar repleto de velas.
Los viejos cantaban por los más jóvenes. Era un canto coral de dulzura y melancolía, todos parecían haber aceptado su propio destino.
El padre Emile fue en busca de la mujer, la encontró al final de la nave. Estaba cuidando a un chico al que ponía trapos mojados sobre la frente para hacerle bajar la fiebre. El sacerdote hizo una señal a Marcus para que se reuniera con ellos. El padre Emile dijo algo a la mujer en su lengua. Ella luego desplazó la mirada hacia el forastero, estudiándolo con unos enormes y límpidos ojos castaños.
—Hablará contigo —anunció el padre Emile—. ¿Qué quieres que le pregunte?
—Si recuerda algo de Van Buren.
El sacerdote tradujo la pregunta. La mujer reflexionó un momento y contestó, decidida. Marcus la escuchaba con la esperanza de que sus palabras le desvelaran algo importante.
—Dice que ese cura era distinto de los demás, parecía más bueno, en cambio no lo era. Y había algo en su manera de mirar a las personas. Y ese algo no le gustaba.
La mujer siguió hablando.
—Ha dicho que en estos años ha intentado borrar para siempre su rostro de la memoria y lo ha conseguido. Se disculpa contigo, pero no quiere volver a recordarlo. Está segura de que fue él quien mató a su nietecita, pero ahora ella está en paz y dentro de poco se reencontrarán en el otro mundo.
Pero a Marcus no le bastaba.
—Pídele que te cuente algo del día en que Van Buren desapareció.
El padre Emile lo hizo.
—Dice que, una noche, los espíritus de la selva vinieron a buscarlo para llevarlo al infierno.
«Los espíritus de la selva…». Marcus esperaba una respuesta distinta.
El padre Emile comprendió su desaliento.
—Tienes que entender que aquí conviven superstición y religión. Esta gente es católica, pero sigue cultivando creencias ligadas a los cultos del pasado. Es así desde siempre.
Marcus le dio las gracias a la mujer con un gesto de la cabeza y se dispuso a levantarse, pero ella señaló algo. En un primer momento, él no lo entendió. Luego se dio cuenta de que tenía que ver con la medallita que llevaba al cuello.
San Miguel Arcángel, el protector de los penitenciarios.
Entonces Marcus se la quitó del cuello, le cogió una mano y colocó con cuidado el colgante en su rugosa mano. A continuación se la cerró, como si fuera un cofre.
—Que este ángel te proteja esta noche.
La mujer acogió el regalo con una leve sonrisa. Se miraron unos instantes más, para despedirse, y a continuación Marcus se levantó.
Recorrieron a la inversa el trayecto hacia el helicóptero. El piloto ya había encendido el motor y las hélices giraban en el aire. Marcus llegó hasta la portezuela, pero luego se volvió: el padre Emile no estaba a su lado, se había detenido mucho antes. Entonces volvió atrás, ignorando los improperios del piloto.
—Ven, ¿a qué esperas? —le dijo.
Pero el misionero sacudió la cabeza sin decir nada. Marcus comprendió que ni siquiera buscaría refugio en la jungla como los demás habitantes del poblado. Por el contrario, volvería a la iglesia y esperaría la muerte junto a los fieles que no podían huir.
—La Iglesia ha hecho grandes cosas con las misiones en Kivuli y sitios similares, no dejes que un monstruo destruya este bien —afirmó el padre Emile.
Marcus asintió, a continuación abrazó al gigante. Poco después, subió a bordo de la aeronave que en pocos segundos tomó altura en el telón gris de lluvia. Bajo él, el misionero levantó la mano en señal de saludo. Marcus le devolvió el gesto, pero no se sentía aliviado. Le hubiera gustado tener la valentía de ese hombre. «Algún día», se dijo. Tal vez.
Esa noche había estado plagada de sorpresas. Tenía el nombre de un asesino que hasta ese momento era un demonio desconocido. Habían transcurrido veinte años, pero quizá todavía estuviera a tiempo para la verdad.
Aunque para ello Marcus tendría que volver a Roma.
Cornelius Van Buren había matado otras veces.
Consiguió encontrar su rastro en varios lugares del planeta. En Indonesia, en Perú, otra vez en África. El diablo se aprovechaba de su condición de misionero para moverse tranquilamente por el mundo. En todos los sitios en que había estado, había dejado una huella de su paso. Al final, Marcus contó cuarenta y seis cadáveres de mujeres.
Pero todas esas víctimas eran anteriores a las de Kivuli.
El poblado del Congo había sido su última meta. Después había desaparecido en la nada. «Una noche, los espíritus de la selva vinieron a buscarlo para llevarlo al infierno», le dijo el padre Emile traduciendo las palabras de la anciana del poblado.
Evidentemente, Marcus no podía excluir del todo que, mientras tanto, Van Buren hubiera actuado otras veces y en otros lugares. Y que él, simplemente, no hubiera sido capaz de encontrar rastros de esos delitos. Al fin y al cabo, siempre tenían lugar en sitios remotos y subdesarrollados.
De todos modos, diecisiete años después de Kivuli, Van Buren había reaparecido con un cadáver mutilado en los Jardines Vaticanos. Y luego había vuelto a desaparecer.
¿Por qué esa fugaz aparición? ¿Y dónde había estado durante los tres años siguientes al homicidio de la monja? Marcus había calculado que el hombre ya tendría una edad que rondaría los sesenta y cinco años: ¿era probable que mientras tanto hubiera muerto?
Un dato le saltó enseguida a los ojos. Van Buren escogía cuidadosamente a sus víctimas.
Eran jóvenes, inocentes y muy hermosas.
¿Podría ser que se hubiera cansado de su pasatiempo?
El cardenal Erriaga predijo que sucedería.
«Volverás», había afirmado con una carcajada.
Y, en efecto, a las cinco y media de la tarde de un martes, el penitenciario se demoraba en la Capilla Sixtina junto al último grupo de visitantes. Mientras todos admiraban los frescos, él observaba atentamente los movimientos de los encargados de la seguridad.
Cuando los guardas invitaron a los presentes a salir porque los Museos Vaticanos estaban a punto de cerrar, Marcus se apartó de la fila y se introdujo por un pasillo lateral. Desde allí bajó por la escalera de servicio que conducía al patio de la Pigna. En los días anteriores, había realizado otras visitas, pero en realidad eran reconocimientos del lugar para estudiar las cámaras que vigilaban el perímetro alrededor de la Ciudad del Vaticano.
Había encontrado lagunas en el sistema de videovigilancia. Gracias a ellas, consiguió llegar tranquilamente al área de los jardines.
El sol primaveral se estaba poniendo lentamente, pero pronto estaría oscuro. De modo que se escondió entre los setos de boj y esperó. Recordó la primera vez que estuvo allí junto a Clemente: la zona había sido puesta en una especie de cuarentena para permitir que ellos dos atravesaran el parque sin ser molestados.
¿Quién se había encargado de esa empresa aparentemente imposible? Erriaga, naturalmente. Pero ¿por qué luego, desde las altas esferas, nadie había movido un dedo para ayudar a Marcus a llevar a cabo la investigación sobre la muerte de la monja?
Existía un evidente contrasentido.
El cardenal habría podido enterrar el asunto en el silencio, sin embargo, había querido que el penitenciario lo viera y, sobre todo, que lo supiera.
Cuando cayó la oscuridad, Marcus salió de su escondite y se encaminó hacia la única parte del jardín en la que la vegetación podía crecer libremente.
El bosque de dos hectáreas al que los empleados acudían únicamente para retirar las ramas secas.
Una vez en el lugar, encendió la pequeña linterna que llevaba consigo, intentando recordar dónde estaba situado el cadáver de la monja. Distinguió el punto que años atrás la gendarmería había cercado con cinta amarilla. «El mal es una dimensión», se recordó a sí mismo, porque sabía exactamente lo que tenía que hacer.
Buscar «anomalías».
Para hacerlo, era necesario evocar el recuerdo de todo lo sucedido ese día en presencia de Clemente.
Un torso humano.
Estaba desnudo. En aquel momento pensó enseguida en el Torso del Belvedere, la gigantesca estatua mutilada de Hércules conservada en los Museos Vaticanos. Pero la monja había sufrido un trato feroz. Alguien le había separado de cuajo cabeza, piernas y brazos. Yacían a pocos metros, desperdigados junto con los hábitos oscuros, hechos jirones.
No, «alguien» no.
—Cornelius Van Buren.
Ahora por fin podía pronunciar, en ese lugar, el nombre del culpable.
El asesinato había sido brutal. Pero tenía una lógica detrás, un plan. El diablo sabía cómo moverse en el interior de las murallas. Había estudiado el lugar, los procedimientos de control, había sorteado las medidas de seguridad, exactamente igual que había hecho él mismo poco antes.
—Quien sea que haya sido, ha venido de fuera —había dicho Clemente.
—¿Cómo lo sabes?
—Conocemos su rostro. El cuerpo lleva aquí por lo menos ocho, nueve horas. Esta mañana, muy temprano, las cámaras de seguridad han grabado a un hombre sospechoso que merodeaba por la zona de los jardines. Iba con ropa de trabajo, y me consta que han robado un uniforme.
—¿Por qué él?
—Míralo tú mismo.
Clemente le había mostrado el fotograma de las cámaras de seguridad. En la imagen congelada aparecía un hombre vestido de jardinero, con el rostro parcialmente oculto por la visera de una gorra. Caucásico, edad indefinida pero seguramente de más de cincuenta años. Llevaba consigo una bolsa gris en bandolera. En el fondo se entreveía una mancha más oscura.
—Los gendarmes están convencidos de que allí dentro había un hacha o un objeto parecido. Debía de haberla usado hacía poco, la mancha que ves probablemente sea de sangre.
—¿Por qué precisamente un hacha?
—Porque era el único tipo de arma que podía encontrar aquí. Queda descartado que haya podido introducir algo desde fuera, superando los controles de seguridad, los guardias y el detector de metales.
—Pero se la ha llevado consigo para borrar las huellas, en caso de que los gendarmes acudieran a la policía italiana.
—Salir es mucho más sencillo, no hay controles. Y luego, para irse sin que se fijen en ti, es suficiente con confundirse con el flujo de peregrinos o de turistas.
Recordando ese diálogo, Marcus localizó enseguida un error.
«Después de Kivuli, Van Buren deja de matar durante diecisiete años y desaparece. Tal vez no dejó de hacerlo», pensó. Se volvió cada vez más precavido y aprendió a cubrir mejor el rastro de sus delitos.
Pero, entonces, ¿por qué correr un riesgo enorme cometiendo un asesinato precisamente en el Vaticano?
Marcus intuyó que se había dejado engañar por la manera en que Van Buren había eludido los controles. Tenía que admitirlo: se había quedado fascinado. Pero ahora, en ese bosque desierto, se replanteó su posición. Un depredador como Van Buren no habría aceptado el riesgo de dejarse capturar.
Porque matar le gustaba demasiado.
Pues, entonces, ¿qué había ocurrido?
Tanto Clemente como él habían dado por descontado que el asesino había entrado y salido del Vaticano.
¿Y si, en cambio, siempre hubiera estado allí?
Al fin y al cabo, eso habría explicado su perfecto conocimiento de los sistemas de seguridad. Pero Marcus excluyó esa hipótesis porque, durante su infructuosa investigación, examinó la vida de todos aquellos que, laicos o religiosos, trabajaban en el interior del pequeño Estado y que tenían algo en común con el hombre del fotograma: caucásico y de más de cincuenta años de edad.
«Un fantasma», se dijo. Un espectro capaz de aparecer y desaparecer a su antojo.
Movió la pequeña linterna para iluminar los árboles. El diablo había escogido el lugar perfecto para actuar. Lejos de las miradas. Y también había elegido a la víctima perfecta.
—Su identidad es un secreto —había dicho Clemente refiriéndose a la joven monja de clausura—. Es uno de los dictados de la orden a la que pertenece.
En público, las monjas cubrían su rostro con un lienzo. Marcus había visto que las hermanas lo llevaban cuando fueron a recoger los restos de la pobrecilla.
«Hic est diabolus».
Eso había dicho una de ellas, acercándose mientras Clemente tiraba de él para llevárselo.
El diablo está aquí.
«¿Por qué el asesino ha elegido precisamente a una de ellas?», se preguntó Marcus.
—De vez en cuando, las monjas pasean por el bosque —había dicho Clemente—. Porque raramente viene nadie a este lugar, y pueden rezar sin que las molesten.
La afirmación tendría que haberle hecho pensar que el homicida la había escogido por casualidad. Una mujer que había decidido no existir para el resto de la humanidad, y que además se encontraba en el único sitio aislado del Vaticano, el bosque. La persona adecuada en el sitio adecuado. Las demás víctimas, sin embargo, las había preferido «jóvenes, inocentes y muy hermosas».
Marcus recordó cuando se agachó para verla mejor. La tez blanquecina, los pequeños senos, el sexo expuesto tan impúdicamente. Los cabellos rubios y muy cortos en la cabeza rebanada. Los ojos azules, levantados hacia el cielo como en una súplica.
Ella también, por tanto, era joven, inocente y muy hermosa. Pero se cubría el rostro con un lienzo, ¿cómo podía saberlo el asesino?
—La conocía.
Lo dijo de golpe, sin siquiera darse cuenta. De repente las piezas empezaron a encajar. Se iban situando ante sus ojos como en una antigua pintura de Caravaggio, como la que se custodiaba en San Luis de los Franceses, delante de la cual había empezado su instrucción.
Y en el cuadro estaban todos. Cornelius Van Buren, la monja de clausura que le había susurrado «Hic est diabolus», Battista Erriaga, san Miguel Arcángel, la anciana de Kivuli, incluso Clemente.
«Busca la anomalía, Marcus», decía su mentor. Y Marcus la encontró.
Esta vez la anomalía era él.
—Hay un pequeño convento de clausura al otro lado del bosque —le había dicho Clemente. Y Marcus se encaminó justamente en esa dirección.
Al cabo de un rato, la vegetación se despejó y apareció un bajo edificio gris, austero. Detrás de los cristales de las ventanas se podía vislumbrar una luz amarillenta, como de velas. Y sombras que se movían lenta y ordenadamente.
El penitenciario se acercó al portillo y llamó una vez. Al poco rato, alguien quitó los cierres y abrió la puerta. La monja llevaba el rostro cubierto por un lienzo negro. Lo miró y luego retrocedió enseguida para dejarlo pasar, como si lo estuvieran esperando.
En cuanto Marcus puso un pie en el interior, vio ante él que las hermanas estaban puestas en fila. Al instante comprendió que no se había equivocado. Velas. Las religiosas habían elegido aislarse del resto de la humanidad, renunciando a cualquier tecnología o elemento de comodidad. Y ese lugar de silencio, fuera del tiempo, se encontraba justo en medio del pequeño territorio del Vaticano, en el centro de una enorme y caótica metrópolis como Roma.
—Es difícil entender la elección de estas monjas, muchos piensan que podrían ir a hacer el bien entre la gente en vez de encerrarse entre los muros de un convento —había afirmado Clemente—. Pero mi abuela decía siempre: «No sabes cuántas veces estas hermanitas han salvado al mundo con sus oraciones».
Ahora lo sabía. Era cierto.
Nadie indicó a Marcus hacia dónde debía ir. En cuanto se movió, las hermanas empezaron a apartarse una por una para indicarle la dirección. Así llegó al pie de una escalinata. Primero miró hacia arriba, seguidamente empezó a subir. Su mente estaba abarrotada de pensamientos, pero ahora todos tenían un sentido.
La carcajada de Erriaga… «Nunca tendrás una vida como los demás. No puedes ser lo que no eres. Es tu naturaleza». El cardenal lo sabía: Marcus seguiría viendo anomalías, las huellas del mal. Era su talento y su maldición. Y nunca conseguiría olvidar el cuerpo desmembrado de la monja. Van Buren había diseminado demasiados cadáveres a lo largo del mundo para que Marcus no se tropezara nuevamente con él. Y, además, era su «naturaleza», no sabía hacer nada distinto. «Volverás». Y, efectivamente, había vuelto.
—Y mi última lección, ¿cuándo será? —le había preguntado a Clemente.
Y él había sonreído:
—En el momento oportuno.
Esa era la última lección de su instrucción. Por eso Erriaga, tres años atrás, había querido que fuera al bosque a ver el cadáver desmembrado. No había que descubrir nada que el cardenal no supiera ya.
«Una noche, los espíritus de la selva vinieron a buscarlo para llevarlo al infierno». El padre Emile había traducido exactamente así las palabras de la anciana. Después la mujer señaló la medalla que Marcus llevaba al cuello y él se la había regalado.
San Miguel Arcángel, el protector de los penitenciarios.
Pero la mujer no la había señalado porque la quisiera: en realidad, simplemente le estaba diciendo que había visto otras idénticas la noche en que Van Buren desapareció de Kivuli.
Los cazadores de la oscuridad —los espíritus de la selva— ya estaban tras la pista del misionero. Lo habían descubierto, y se lo habían llevado.
Al llegar a la cima de la escalera, Marcus se dio cuenta de que al fondo del pasillo, a su izquierda, había una única habitación de la que provenía un débil resplandor. Se acercó sin prisa, hasta que llegó al lado de unos gruesos barrotes de hierro bruñido.
La puerta de una celda.
Tuvo la confirmación de por qué, durante los diecisiete años posteriores a Kivuli, Cornelius Van Buren no había vuelto a matar a nadie.
El viejo estaba sentado en una silla de madera oscura. Tenía la espalda encorvada, llevaba un gastado jersey negro. Había un catre pegado a la pared. Y una sola repisa llena de libros. Van Buren, de hecho, estaba leyendo.
«Siempre ha estado aquí», se dijo Marcus. El diablo nunca se había movido del Vaticano.
«Hic est diabolus». Eso fue lo que dijo la monja cuando se iba del bosque. Sólo tendría que haber reflexionado más sobre sus palabras. Quería avisarle. Quizá estaba horrorizada por lo que había sufrido una de sus hermanas. De modo que decidió romper el voto de silencio.
El diablo está aquí.
Un día, Cornelius divisó fortuitamente el rostro de una de las monjas que lo cuidaban y se encargaban de vigilarlo. Era inocente, joven y muy bonita. De modo que encontró el modo de escapar y agredirla en el bosque, mientras estaba sola. Pero su fuga no debió de durar mucho. Inmediatamente después, alguien lo devolvió a su prisión. Marcus reconoció en una esquina la bolsa gris, todavía podía notarse la mancha de sangre reseca en el fondo.
El viejo apartó los ojos del libro y se volvió hacia él. La barba descuidada y con zonas blanquecinas le manchaba el rostro demacrado. Lo examinó con una mirada amable. Pero Marcus no se dejó engañar.
—Me dijeron que vendrías.
Las palabras sacudieron al penitenciario. Pero sólo era la confirmación de lo que ya sabía.
—¿Qué quieres de mí?
El viejo cura le sonrió. Tenía los dientes escasos y amarillentos.
—No temas, esta es sólo una nueva lección de tu instrucción.
—¿Eres tú mi lección? —preguntó con desprecio.
—No —le contestó el viejo—. Yo soy el maestro.