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SX era el nombre del local.

No tenía rótulo, sólo una placa negra con las dos letras doradas al lado de la puerta. Para entrar, había que llamar a un interfono.

Marcus pulsó el botón y esperó. No había sido el instinto lo que lo había llevado allí, sino una simple constatación: si el monstruo había escogido el confesionario de San Apolinar para comunicarse, es que conocía bastante bien el ambiente criminal. Si realmente era así, el penitenciario estaba en el lugar adecuado.

Después de un par de minutos, una voz femenina respondió. Un lacónico «¿Sí?» detrás del cual atronaba una música heavy metal a un volumen altísimo.

—Cosmo Barditi —dijo sólo.

La mujer hizo tiempo.

—¿Tienes una cita?

—No.

La voz desapareció, como tragada por el ruido. Transcurrieron unos segundos, después la cerradura se abrió automáticamente.

Marcus empujó la puerta y se encontró en un pasillo con paredes de cemento. La única luz procedía de un neón que emitía pequeñas descargas, como si estuviese a punto de fundirse de un momento a otro.

Al final del pasadizo había una puerta roja.

El penitenciario se encaminó hacia ella. Se oía, amortiguada, la palpitación de los graves de la canción. A medida que avanzaba, la música subía. La puerta se abrió antes de que llegara al umbral, liberando esos terribles sonidos, que lo acogieron festivos como demonios salidos del infierno.

Apareció la mujer que presumiblemente le había hablado poco antes por el interfono. Llevaba unos tacones de aguja vertiginosos, una falda de piel cortísima y un top de color plateado con un marcado escote. Lucía una polilla tatuada en el pecho izquierdo, el pelo era rubio platino e iba maquillada de manera excesiva. Mientras lo esperaba, mascaba chicle y tenía un brazo apoyado en el marco de la puerta. Lo miró de la cabeza a los pies, no dijo ni una palabra, seguidamente le dio la espalda y se puso a andar con el claro propósito de que la siguiera.

Marcus entró en el local. SX venía de «Sex», pero sin la «e». De hecho, resultaba evidente la clase de sitio que era. El estilo era claramente sadomasoquista.

La amplia sala tenía el techo bajo. Las paredes eran de color negro. En el centro, había una plataforma circular de la que se erguían tres barras de baile erótico. En torno, sofás de piel roja y mesitas del mismo color. Las luces eran tenues y en algunas pantallas iban pasando imágenes pornográficas de torturas y castigos corporales.

En el escenario, una chica en toples se exhibía desganadamente en una especie de número con una sierra mecánica siguiendo las notas de la canción heavy metal. El cantante repetía obsesivamente: «Heaven is for those who kill gently».

Mientras iba detrás de la mujer del pelo rubio platino, Marcus contó apenas seis clientes en la sala. Todos hombres. No exhibían calaveras ni tachuelas y ni siquiera parecían violentos como cabía esperar. Sólo eran tipos anónimos de diversas edades, con ropa de oficinista y aspecto vagamente aburrido. En una esquina, un séptimo cliente se masturbaba en la penumbra.

—¡Eh, vuelve a guardar esa cosa! —lo reprendió su guía.

El hombre la ignoró. Ella sacudió la cabeza contrariada, pero no hizo nada. Después de cruzar toda la sala, enfilaron un estrecho pasillo al que daban los reservados. Había unos servicios para hombres y, después, una puerta con el cartel «Prohibido el paso».

La mujer se detuvo y miró a Marcus.

—Aquí nadie lo llama por su verdadero nombre. Por eso Cosmo ha decidido verte.

Llamó y le hizo un gesto para que entrara. Marcus la vio alejarse, seguidamente abrió la puerta.

Había pósteres de películas hardcore de los años setenta, una barra de bar, unos armarios con un equipo de música y adornos diversos. La habitación estaba iluminada sólo por una lámpara de mesa que creaba como una burbuja de luz alrededor de un escritorio negro muy ordenado.

Cosmo Barditi estaba sentado detrás.

Marcus cerró la puerta y la música a su espalda, pero permaneció por un momento en el límite de la penumbra para observarlo mejor.

Llevaba unas gafas de lectura en la punta de la nariz que desentonaban con el pelo rapado al cero y la camisa vaquera con las mangas remangadas. El penitenciario localizó enseguida las cruces y las calaveras tatuadas en los antebrazos. Y también la esvástica en el cuello.

—Bueno, ¿y tú quién coño eres? —dijo el hombre.

Marcus se movió un paso hacia delante, para que pudiera verle bien la cara.

Cosmo se quedó perplejo durante un largo instante, intentando situar ese rostro en su memoria.

—Eres tú —dijo al fin.

El prisionero de la sauna lo había reconocido.

El penitenciario todavía recordaba la prueba a la que Clemente lo había sometido, cuando lo envió a casa de los dos padres rotos de dolor por la muerte de su hija llevando sólo una llave.

El mal es la regla. El bien, la excepción.

—Creía que después de liberarte habrías cambiado de vida.

El hombre sonrió.

—No sé si lo sabes, pero no te dan un trabajo fijo con un pasado como el mío.

Marcus señaló a su alrededor.

—¿Y por qué precisamente esto?

—Es un trabajo, ¿no? Todas mis chicas están limpias, nada de drogas y no practican sexo con los clientes: aquí sólo se mira. —Entonces se puso serio—. Ahora tengo una mujer que me quiere. Y también una niña de dos años. —Quería demostrarle que se lo había ganado.

—Bien por ti, Cosmo. Bien por ti —silabeó Marcus.

—¿Has venido a cobrar la deuda?

—No, a pedirte un favor.

—Yo ni siquiera sé quién eres ni qué hacías allí ese día.

—No tiene importancia.

Cosmo Barditi se rascó la nuca.

—¿Qué tengo que hacer?

Marcus avanzó un paso hacia el escritorio.

—Estoy buscando a un hombre.

—¿Lo conozco o debería conocerlo?

—No lo sé, aunque no lo creo. Pero podrías ayudarme a encontrarlo.

—¿Por qué precisamente yo?

¿Cuántas veces se había hecho Marcus la misma pregunta a sí mismo o a Clemente? La respuesta era siempre la misma: el destino o, para quien creía en ella, la Providencia.

—Porque el hombre al que busco tiene unos gustos particulares en materia de sexo, y pienso que en el pasado debe de haber experimentado sus fantasías en sitios como este.

Marcus sabía que siempre hay un estadio de incubación antes de la violencia. El asesino todavía no es consciente de querer matar. Alimenta a la bestia que lleva dentro con experiencias de sexo extremo y, mientras tanto, se va acercando gradualmente a la parte más recóndita de sí mismo.

Barditi parecía interesado.

—Háblame de él.

—Le gustan los cuchillos y las pistolas, es probable que tenga problemas de naturaleza sexual: las armas son el único modo que tiene de sentirse satisfecho. Le gusta mirar a los demás mientras practican sexo: parejas, pero puede que también haya estado en locales de intercambio. Le gusta hacer fotos: creo que guarda las imágenes de todos los encuentros que ha tenido durante estos años.

Cosmo tomaba nota como un escolar aplicado. Seguidamente levantó los ojos del papel en el que estaba escribiendo:

—¿Hay algo más?

—Sí, lo más importante: se siente inferior a los demás y eso lo enoja. Para demostrar que es mejor que ellos, los pone a prueba.

—¿De qué modo?

Marcus recordó al chico que había tenido que apuñalar a la mujer que amaba creyendo que así salvaba la vida.

«Los falsos portadores del falso amor».

Así los había definido el monstruo en el mensaje de San Apolinar.

—Es una especie de juego sin recompensa, sólo sirve para humillar.

Cosmo se quedó pensando en ello un momento.

—¿Por casualidad tiene algo que ver con lo que ocurrió en Ostia?

El penitenciario no contestó.

Cosmo estalló en una breve carcajada.

—Aquí dentro la violencia es sólo espectáculo, amigo mío. Esos que has visto ahí vienen a mi local porque se creen unos transgresores, pero en el mundo real valen menos que nada y no serían capaces de hacer daño a una mosca. Eso que dices son palabras mayores, para nada obra de uno de mis desgraciados.

—Entonces, ¿dónde debería buscar?

Cosmo apartó la mirada por un momento, ponderando bien la situación y, sobre todo, si le convenía confiar en él.

—Ya no estoy en esa onda, pero he oído hablar de algo… Hay un grupo de personas que, cuando se produce un delito de sangre en Roma, se reúnen para celebrar el acontecimiento. Dicen que cada vez que se sacrifica la vida de un inocente se liberan energías negativas. En esas fiestecitas conmemoran lo ocurrido, aunque sólo es una excusa para consumir drogas y tener sexo.

—¿Quiénes asisten?

—Individuos con serios problemas mentales, según mi opinión. Pero también gente de dinero. No te imaginas cuántos gilipollas creen en esas cosas. Es siempre desde el anonimato, sólo se puede acceder bajo determinadas condiciones —se toman en serio la privacidad. Esta noche se celebra una que tiene como tema lo ocurrido en Ostia.

—¿Puedes hacerme entrar?

—Siempre eligen sitios distintos para encontrarse. No es tan fácil enterarse. —La indecisión de Cosmo era evidente: no quería inmiscuirse en ese asunto, quizá pensaba en la seguridad de su mujer y su hija que lo esperaban en casa—. Tendré que volver a contactar con mi antiguo ambiente —afirmó muy a su pesar.

—Estoy seguro de que no representará ningún problema.

—Haré algunas llamadas —prometió Cosmo—. En sitios como ese no se entra si no estás invitado. Pero tendrás que estar muy atento, esa gente es peligrosa.

—Tomaré mis precauciones.

—¿Y si no consigo ayudarte?

—¿Cuántos muertos quieres sobre tu conciencia?

—De acuerdo, lo he entendido: haré lo posible.

Marcus se acercó a la mesa, cogió el bolígrafo y la hoja en la que Cosmo estaba tomando apuntes un rato antes y se puso a escribir.

—En cuanto descubras cómo puedo entrar en la fiesta, llámame al número de este buzón de voz.

Cuando le devolvió el trozo de papel, Cosmo vio que además del teléfono había escrito algo más.

¿Qué es «el niño de sal»?

—Si por casualidad pudieras darme alguna indicación cuando llames, te estaría muy agradecido.

El hombre asintió, pensativo. Marcus había terminado, podía marcharse. Pero, justo cuando estaba a punto de salir, Barditi le hizo una pregunta.

—¿Por qué me liberaste aquel día?

El penitenciario respondió sin volverse.

—No lo sé.