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Metió la cinta en el aparato de vídeo. A continuación pulsó la tecla de reproducción. La pantalla se llenó de una neblina grisácea. Duró aproximadamente un minuto, un tiempo larguísimo en que Marcus y Clemente no pronunciaron una palabra. Por fin apareció algo. La imagen oscilaba de arriba hacia abajo mientras la cinta intentaba ajustarse —parecía que fuera a romperse de un momento a otro. Pero luego, por sí solo, el encuadre se estabilizó en una escena de colores apagados.

Era la sala de las paredes con los personajes de los cuentos. En el suelo había varios juguetes y, en una esquina, un balancín con forma de caballito. Dos sillas en el centro. En la de la derecha, se sentaba un hombre de unos cuarenta años con las piernas cruzadas. Cabello de un rubio intenso, bigote y gafas graduadas con los cristales oscuros. Llevaba una bata de médico. Todo hacía pensar que se trataba del profesor Joseph Kropp.

En la de la izquierda, había un chiquillo delgado, con la espalda encorvada y ambas manos metidas debajo de las rodillas. Llevaba una camisa blanca abotonada en los puños y hasta el cuello, pantalón oscuro y botas de piel. Una melena castaña le cubría la frente hasta los ojos. Miraba hacia abajo.

—¿Sabes dónde te encuentras? —preguntó el psiquiatra con un leve acento germánico.

El niño hizo un gesto de negación con la cabeza.

El encuadre se movió por un momento, como si alguien todavía estuviera colocando la cámara. De hecho, al cabo de poco, delante del objetivo apareció un segundo hombre. Él también iba vestido con una bata y llevaba una carpeta.

—Este es el doctor Astolfi —dijo Kropp, presentando al joven que en el futuro se convertiría en médico forense, el cual tomó una silla y fue a sentarse junto a él.

Para Marcus fue la confirmación de que no se había equivocado: Astolfi estaba involucrado y conocía al monstruo.

—Nos gustaría que te sintieras a gusto aquí, estás entre amigos.

El niño no dijo nada, sin embargo, Kropp hizo un gesto hacia la puerta. Por allí entraron tres enfermeros, una mujer pelirroja y dos hombres, que se colocaron junto a la pared, al fondo.

A uno de los dos hombres le faltaba el brazo izquierdo y no llevaba ninguna prótesis. Marcus reconoció al otro:

—Ese es el viejo del incendio en el instituto, el hombre que me agredió en la villa de la Appia Antica. —Los mismos ojos azules, mucho más robusto, pero en esa época no debía de tener más de cincuenta años. Y una confirmación más: quienes estaban protegiendo al monstruo lo habían conocido cuando era pequeño.

—Él es Giovanni —dijo Kropp, presentándolo—. Ella es la señorita Olga. Y ese delgado de la nariz grande es Fernando —afirmó el psiquiatra indicando al hombre sin brazo.

Todos sonrieron ante la broma, excepto el niño que, en cambio, seguía mirándose los pies.

—Durante una temporada vamos a estar contigo, pero dentro de un tiempo podrás unirte a los otros chicos. Ya verás, aunque ahora no sea así, al final te gustará estar aquí.

Marcus ya había reconocido a dos de los protagonistas del vídeo. Ahora también tomó nota mentalmente del nombre y la fisonomía de los otros. Kropp, rubio. Fernando, moreno. Olga, pelirroja.

—Le he arreglado su cuarto —dijo la mujer con una sonrisa amable. Se dirigía al psiquiatra, pero en realidad le hablaba al niño—. He puesto sus cosas en los cajones, y creo que más tarde podríamos ir juntos al almacén de los juguetes a elegir alguno que le guste. ¿Usted qué dice, profesor?

—Me parece una idea excelente.

El niño no reaccionó de ninguna manera. Entonces Kropp volvió a hacer una señal y los tres enfermeros salieron de la habitación.

Marcus notó que todos eran muy solícitos y tenían buena disposición. Su actitud, sin embargo, contrastaba con los rostros de los personajes de los cuentos representados en las paredes, sin alegría.

—Ahora vamos a hacerte algunas preguntas, ¿de acuerdo? —preguntó Kropp.

El niño se volvió inesperadamente hacia la videocámara.

Kropp volvió a llamar su atención.

—¿Sabes por qué estás aquí, Victor?

—Se llama Victor —dijo Clemente, para subrayar que tal vez ahora tenían el nombre del monstruo. Aunque Marcus, por el momento, estaba más interesado en lo que sucedía en la pantalla.

El niño volvió a mirar a Kropp, pero tampoco contestó a la segunda pregunta.

Kropp lo acosó.

—Yo creo que sí lo sabes, pero no quieres hablar de ello, ¿es así?

Una vez más, no hubo reacción.

—Sé que te gustan los números —dijo el psiquiatra, cambiando de tema—. Me han dicho que eres muy bueno en matemáticas. ¿Te apetecería mostrarme algún ejemplo?

En ese momento, Astolfi se levantó de su sitio y salió del encuadre. Poco después volvió y colocó al lado de Victor una pizarra en la que había escrita una raíz cuadrada.

√787470575790457

A continuación dejó la tiza y volvió a sentarse.

—¿No te apetece resolverla? —preguntó Kropp al niño, que ni siquiera se había vuelto para observar qué hacía Astolfi.

Después de unos momentos de titubeo, Victor se levantó, fue hacia la pizarra y empezó a escribir la solución.

28061906,132522

Astolfi comprobó el resultado en la carpeta e indicó a Kropp que era correcto.

—Es un pequeño genio —dijo Clemente maravillado.

El psiquiatra estaba entusiasmado.

—Bien Victor, muy bien.

Marcus sabía que existían personas dotadas de talentos especiales, para las matemáticas o para la música o el dibujo. Algunas poseían una increíble capacidad de cálculo, a otras les bastaba con un solo día para aprender a tocar perfectamente un instrumento, otras eran capaces de reproducir el paisaje de una ciudad después de haberla observado sólo unos segundos. A veces ese don iba emparejado a un déficit mental como el autismo o el síndrome de Asperger. En el pasado se les llamaba idiot savant —sabios idiotas—. Pero actualmente, para referirse a ellos se utiliza el término más adecuado de savant. A pesar de sus extraordinarias aptitudes, por lo general eran incapaces de relacionarse con el mundo que les rodeaba y presentaban significativos retrasos en el lenguaje y en los procesos cognitivos, además de trastornos obsesivo-compulsivos.

Victor debía de ser uno de ellos. «El psicópata sabio», recordó.

El niño volvió a su silla y se colocó en la misma posición que antes, encorvado y con las manos debajo de las rodillas. Y empezó a mirar otra vez al objetivo de la videocámara.

—Por favor, Victor, mírame a mí —lo reprendió con amabilidad Kropp.

Su mirada era intensa, y Marcus advirtió una sensación desagradable. Era como si aquel niño pudiera verlo a través de la pantalla.

Después de un instante, Victor obedeció al psiquiatra y se dio la vuelta.

—Ahora debemos hablar de tu hermana —anunció Kropp.

Las palabras no tuvieron ningún efecto en el niño, que permanecía inmóvil.

—¿Qué le pasó a tu hermana, Victor? ¿Recuerdas lo que le ocurrió? —Kropp dejó que el silencio siguiera a la pregunta, quizá para estimular una reacción.

Pasó un rato, luego Victor dijo algo. Pero su voz era demasiado débil para que se oyera con claridad.

—¿Qué ha dicho? —preguntó Clemente.

Kropp intervino.

—¿Podrías repetirlo, por favor?

El niño alzó un poco la voz, y repitió tímidamente:

—No fui yo.

Los dos médicos de la habitación no replicaron, en vez de eso esperaron a que añadiera algo más. Pero inútilmente. Victor se limitó a volverse de nuevo hacia la cámara —era la tercera vez.

—¿Por qué miras hacia ese lado? —le preguntó Kropp.

El niño levantó lentamente el brazo y señaló algo.

—Allí no hay nada. No te entiendo.

Victor calló, pero siguió mirando.

—¿Ves algún objeto?

Victor negó con la cabeza.

—Entonces a alguien… ¿Una persona?

Victor se quedó inmóvil.

—Te equivocas, no hay nadie. Sólo estamos nosotros en la habitación.

Pero el niño seguía mirando en aquella dirección. Marcus y Clemente tuvieron la desagradable sensación de que realmente Victor la había tomado con ellos.

—Tendremos que volver a hablar de tu hermana. Es importante —dijo Kropp—. Pero por hoy ya es suficiente. Puedes quedarte aquí jugando, si quieres.

Después de intercambiar una breve mirada, los dos médicos se levantaron y se dirigieron hacia la puerta. Salieron de la habitación dejando solo al niño pero sin apagar la cámara. A Marcus le pareció extraño. Mientras tanto, Victor seguía impertérrito observando el objetivo, sin mover ni un músculo. El penitenciario intentaba leer en el fondo de sus ojos. ¿Qué secreto se escondía en la mirada de ese niño? ¿Qué le había hecho a su hermana?

Transcurrió casi un minuto. Luego la cinta terminó y la grabación se interrumpió.

—Ahora sabemos su nombre —afirmó Clemente satisfecho.

Sus dos puntos de referencia eran esa cinta de vídeo y la grabación de la voz del monstruo recogida en el confesionario de San Apolinar, de donde había partido la investigación.

«… una vez… Ocurrió de noche… Y todos acudieron adonde estaba clavado su cuchillo… había llegado su momento… los hijos murieron… los falsos portadores del falso amor… y él fue despiadado con ellos… del niño de sal… si nadie lo detiene, no se detendrá».

El vídeo y el audio constituían dos extremos. El monstruo cuando era sólo un niño y luego de adulto. ¿Qué había ocurrido en medio? ¿Y antes?

—El confesionario de San Apolinar, en el pasado, era utilizado por los criminales para pasar información a la policía —recapituló Marcus, que necesitaba aclarar las ideas—. La iglesia era un puerto franco, un lugar seguro. El monstruo lo sabía, por eso dimos por supuesto que se trataba de un criminal.

—Es probable que haya cometido otros delitos después de salir del instituto Hamelín —dijo Clemente señalando la pantalla—. En el fondo, ya sabemos cómo van estas cosas: la mayoría de los niños o de los adolescentes que cometen un crimen siguen haciéndolo después.

—Su destino está marcado —afirmó Marcus. Pero era más bien fruto de una reflexión consigo mismo. Sentía que estaba muy cerca de algo importante. Había una frase en el mensaje de audio que, a la luz de lo que había visto en el vídeo, asumía ahora un significado distinto.

«Los hijos murieron».

La primera vez que la había escuchado pensó que el monstruo se refería a los padres de sus víctimas. Que se trataba de una sádica advertencia dirigida a ellos, por el dolor que iba a hacerles sentir.

Se equivocaba.

—Ya sé por qué escoge a parejas —dijo emergiendo de su reflexión—. La razón no está relacionada con el sexo ni con ninguna perversión. En el mensaje de audio se refiere a las víctimas llamándolas «hijos».

Clemente le prestó toda su atención.

—Kropp, en el vídeo, le pregunta a Victor qué le ha sucedido a su hermana. Probablemente la razón por la que el niño se encontraba en el instituto Hamelín estaba relacionada con ella: le hizo daño. De hecho, luego añade: «No fui yo».

—Continúa, te sigo…

—Nuestro asesino es un narrador, con los homicidios nos está contando su historia.

—¡Claro, los hijos! —Clemente lo relacionó por sí mismo—. Las parejas, en su fantasía, representan a un hermano y una hermana.

—Para actuar necesita sorprender a sus víctimas cuando están solas y apartadas. Piénsalo: es más fácil encontrar a una pareja de enamorados que a una de hermanos.

La teoría del vínculo entre lo que estaba sucediendo esos días y lo que le había ocurrido a Victor y a su hermana, además, venía avalada por el hecho de que el asesino se encarnizaba mayormente con las víctimas femeninas.

—«No fui yo». Él todavía considera que en su infancia se cometió una injusticia con él. Y la culpa es de su hermana.

—Y se lo está haciendo pagar a esos chicos.

Ahora Marcus iba lanzado. Empezó a caminar por la habitación.

—Victor le hace daño a su hermana y lo mandan al instituto Hamelín. Pero, en vez de cambiarlo a mejor, ese lugar lo convierte en un criminal. Por eso, al crecer comete otros delitos.

—Si al menos supiéramos cuáles —se lamentó Clemente—. Podríamos remontarnos a su identidad completa.

Pero no era posible. El crimen con el que Victor se había manchado las manos en su infancia había sido borrado para siempre, de los delitos cometidos por los niños no quedaba rastro en los archivos de la policía. Se ocupaban de ocultarlo todo. El mundo no podía aceptar que un alma pura pudiera hacer el mal con despiadada lucidez.

—Hay un modo —afirmó Marcus, seguro—. Su primera víctima. —Seguidamente se explicó mejor—: Sólo se ha borrado la identidad del culpable, pero si descubrimos lo que le pasó a la hermana de Victor, también lo encontraremos a él.