12

—¿Una muñeca?

—Sí, señor.

El vicequestore Moro quería estar seguro de haberlo entendido bien. Sandra estaba bastante convencida, pero con el paso del tiempo había empezado a cuestionar su percepción.

Después de tener noticia del suicidio del médico forense y, sobre todo, de que ese gesto desesperado era el resultado de haberse visto descubierto sustrayendo una prueba del escenario del crimen, Moro activó los protocolos de confidencialidad, asumiendo él personalmente y el SCO toda la gestión de la investigación.

Desde entonces y en adelante, nada de lo que estaba relacionado con el caso podía ser tocado o tirado, aunque se tratara de unos apuntes tomados casualmente en un papelito. Había sido dispuesta una sala de operaciones con ordenadores conectados entre ellos y dependientes de un servidor distinto de los de la comisaría. Para impedir la fuga de noticias, las llamadas telefónicas de salida y de entrada iban a ser grabadas. Si bien no era posible controlar las líneas móviles o privadas, quienes trabajaban en la investigación tendrían que firmar un documento en el que se comprometían a no divulgar información, so pena de ser despedidos o acusados del delito de complicidad.

El miedo principal del vicequestore, sin embargo, era que se destruyeran más posibles pruebas.

Por lo que Sandra sabía, mientras ellos estaban reunidos en la nueva sala de operaciones, técnicos especializados, con la cooperación de la Científica, estaban inspeccionando los desagües del Departamento de Medicina Legal. La policía ni siquiera se atrevía a imaginar en qué condiciones tendrían que trabajar esos hombres, pero las instalaciones del edificio eran viejas y cabía la esperanza real de que la muñeca que le había parecido reconocer con el tacto en el baño de Astolfi estuviera todavía allí.

—De modo que usted, ayer por la noche, regresó al pinar para comprobar que había procedido correctamente a la hora de tomar las fotos.

—Así es —contestó Sandra, intentando ocultar su incomodidad.

—Y vio a un hombre desenterrando algo. Creyó que se trataba del doctor Astolfi, por eso esta mañana fue a hablar con él. —El policía del SCO estaba repitiendo la versión de los hechos que ella acababa de relatarle, pero parecía que sólo lo hacía para que la fotógrafa se diera cuenta de lo absurda que era.

—Pensé que antes de avisar a alguien tenía que ofrecer al forense la posibilidad de explicarse —añadió Sandra para parecer más creíble—. ¿He hecho mal?

Moro lo pensó un momento.

—No. Yo habría hecho lo mismo.

—Evidentemente, no podía prever que, al verse en apuros, decidiera suicidarse.

El vicequestore tamborileaba con un lápiz en el escritorio y no le quitaba los ojos de encima. Sandra se sentía presionada. Obviamente, había omitido hablar del penitenciario.

—Según usted, agente Vega, ¿Astolfi conocía al monstruo?

Además de las tuberías del Departamento de Medicina Legal, los hombres del SCO estaban hurgando en la vida del médico forense. El despacho y su casa estaban siendo sometidos a un minucioso registro. Controlaban todas las líneas telefónicas, los ordenadores, el correo electrónico. Se examinaban cuentas bancarias, gastos. Una reconstrucción hacia atrás en el tiempo que no dejaría nada por analizar: familia, conocidos, compañeros de trabajo, incluso los encuentros ocasionales. Moro estaba convencido de que saldría algo, ni que fuera un pequeñísimo elemento, para comprender el motivo que había empujado a Astolfi a quedarse con una prueba del escenario del crimen y a empeñarse en que Diana Delgaudio no sobreviviera. Aunque en ambas acciones el médico casi había fracasado. O tal vez fuera mejor decir que casi le habían salido bien. Pero, a pesar de los recursos y la tecnología desplegada, Moro necesitaba que lo alentaran con una opinión personal. Por eso había planteado esa pregunta a Sandra.

—Astolfi puso en peligro su reputación, su carrera, su libertad —dijo ella—. Nadie lo arriesga todo si no se ve empujado por una fuerte motivación. Por tanto, sí, creo que sabía quién lo hizo. Lo demuestra el hecho de que ha preferido morir antes que revelarlo.

—Una persona muy cercana, como un hijo, un pariente, un amigo. —Moro hizo una pausa—. Pero el doctor no tenía a nadie. Ni mujer, ni hijos, y era un tipo solitario.

Sandra intuyó que la profunda revisión a la que estaba siendo sometida la vida del médico forense no estaba aportando los frutos que el vicequestore esperaba.

—¿Cómo llegó Astolfi al escenario del crimen? ¿Se trató de una coincidencia o bien hay algo más detrás? Honestamente, señor, creo que es increíble que el forense conociera al asesino y se viera en la obligación de trabajar en el caso por pura casualidad.

—Los forenses tienen turnos de guardia que varían de una semana a otra. Astolfi no tenía poderes de clarividencia que le permitieran escoger ese turno en concreto. Es más, la otra mañana ni siquiera le tocaba a él, sólo lo llamaron porque era el mejor experto de Roma en crímenes violentos.

—En resumen, estaba predestinado.

—Esa es la cuestión. —Moro dio voz a sus dudas—. A causa de su competencia en ese campo, era natural que lo llamáramos justamente a él. Y eso Astolfi lo sabía muy bien.

El vicequestore se levantó de su sitio y se dirigió hacia el otro lado de la sala.

—Sin duda tuvo un papel en el crimen. Encubrió a alguien. Puede que reconociera el modus operandi del asesino porque ya lo hubiera visto actuar en el pasado, por eso estamos revisando los viejos casos de los que se ocupó.

Sandra lo siguió.

—Señor, ¿ha tenido ocasión de considerar mi hipótesis sobre que el asesino le pintó los labios a Diana Delgaudio? Cada vez estoy más convencida de que, además, le hizo fotos. En otro caso, ¿para qué iba a tomarse la molestia?

Moro se detuvo junto a una de las mesas de trabajo. Se acercó a la pantalla del ordenador para comprobar algo y le contestó sin mirarla.

—El asunto del pintalabios… Lo he estado pensando, creo que tiene razón. Lo he hecho añadir a la lista. —Señaló la pared que había a su espalda.

Había un enorme plafón en el que se reproducían todos los indicios del caso, fruto de los informes de la Científica y de los médicos forenses. Estaban resumidos en un listado.

Objetos: mochila, cuerda de escalada, cuchillo de caza, revólver Ruger SP101.

Huellas del chico en la cuerda de escalada y en el cuchillo dejado en el esternón de la chica: le ordenó que atara a la chica y la matara si quería salvar su vida.

Mata al chico disparándole en la nuca.

Pinta los labios a la chica (¿para fotografiarla?).

En balística habían identificado el arma de fuego del asesino, una Ruger. Aunque lo que sorprendió a Sandra fue que Moro había comprendido que el monstruo hizo que Giorgio matara a Diana. La misma conclusión que el penitenciario. Pero mientras que el vicequestore había llegado a ese resultado con la ayuda de la ciencia y la tecnología, Marcus lo había intuido todo observando las fotos del escenario del crimen y el lugar donde se había consumado.

—Venga conmigo —dijo Moro interrumpiendo sus pensamientos—. Quiero mostrarle algo.

La condujo a una sala contigua. Era angosta, sin ventanas. La única iluminación procedía de una mesa de luz situada en el centro. La atención de Sandra se concentró enseguida en las paredes que la rodeaban, completamente tapizadas de las fotos del escenario del crimen. Panorámicas y detalles. A las fotos que ella había hecho se añadían las que habían tomado posteriormente sus compañeros de la Científica mientras hacían la inspección, con mediciones y exámenes de todo tipo.

—Me gusta venir a pensar aquí —dijo Moro.

Y a Sandra le volvió a la cabeza lo que le había dicho Marcus sobre el hecho de que se debía buscar al culpable en el lugar del delito.

«El asesino está todavía aquí, aunque no lo veamos. Tenemos que darle caza en este lugar, en ningún otro sitio», había dicho el penitenciario.

—Aquí es donde lo cogeremos, agente Vega, en esta habitación.

Sandra dejó de mirar un momento las fotos y se volvió hacia él. Hasta entonces no se había fijado en que sobre la mesa de luz se hallaban dos envoltorios de celofán transparente, parecidos a los de una lavandería. En su interior había ropa doblada. La policía la reconoció. Pertenecía a Diana Delgaudio y a Giorgio Montefiori. Era la que habían escogido para salir juntos y que yacía en desorden en el asiento posterior del coche en el que habían sido atacados.

Sandra la observó, notando una sensación de angustia y malestar. Porque era como si los chicos estuvieran sobre esa mesa, el uno junto al otro.

Elegantes como dos novios fantasmas.

No había hecho falta lavar esa ropa, no estaba manchada de sangre. Y no constituía objeto de prueba.

—Se la devolveremos a las familias —dijo de hecho Moro—. La madre de Giorgio Montefiori sigue viniendo aquí para que le entreguen los efectos personales de su hijo. No sé por qué lo hace. Parece algo inútil, aparentemente sin sentido. Pero cada uno tiene su manera de reaccionar ante el dolor. Especialmente los padres. A veces parece que les hace enloquecer. Y entonces sus peticiones se vuelven absurdas.

—He oído decir que Diana Delgaudio hace progresos, tal vez realmente pueda ayudarnos.

Moro sacudió la cabeza y sonrió amargamente.

—Si se refiere a las noticias que corren por la prensa, habría sido mejor que no hubiera sobrevivido a la intervención quirúrgica.

La policía no se esperaba esa respuesta.

—¿Qué quiere decir?

—Que quedará como un vegetal. —Moro se acercó, casi hasta echarle el aliento encima—. Cuando todo esto haya terminado y miremos al asesino a la cara, nos sentiremos todos unos estúpidos, agente Vega. Lo observaremos y nos daremos cuenta de que no es en absoluto como nos lo habíamos imaginado. Primero de todo, constataremos que no es un monstruo sino una persona normal, como nosotros. Mejor dicho, se nos parece bastante. Excavaremos en su pequeña vida de hombre común y no encontraremos nada más que aburrimiento, mediocridad y rencor. Descubriremos que le gusta matar a la gente, pero que quizá odia a los que maltratan a los animales y adora a los perros. Que tiene hijos, una familia, incluso a alguien a quien quiere sinceramente. Dejaremos de tener miedo de él y nos maravillaremos de nosotros mismos, por habernos dejado engañar por un ser humano tan banal.

A Sandra le impresionó la manera de hablar del vicequestore. Todavía se preguntaba por qué la había llevado allí.

—Ha efectuado un excelente trabajo hasta ahora, agente Vega.

—Gracias, señor.

—Pero nunca más se atreva a dejarme de lado como lo ha hecho con Astolfi. Yo tengo que estar al corriente de cualquier iniciativa de mis hombres, incluso de lo que piensan.

Ante la sosegada dureza del vicequestore, Sandra se sintió profundamente abochornada y bajó la mirada.

—De acuerdo, señor.

Moro calló por un instante, entonces cambió el tono.

—Usted es una mujer atractiva.

Sandra no se esperaba ese cumplido, sintió que las mejillas le ardían a causa de la vergüenza. Le pareció inoportuno que su superior se dirigiera a ella de ese modo.

—¿Cuánto tiempo hace que no empuña un arma?

Sandra se quedó desconcertada por la pregunta, que desentonaba claramente con lo que acababa de decirle el vicequestore. Pero intentó contestar igualmente.

—Voy al polígono a hacer prácticas una vez al mes, como marca el reglamento, pero nunca me han asignado al servicio activo.

—Tengo un plan —afirmó Moro—. Para que el monstruo salga de su madriguera, he decidido atraerlo con un señuelo: coches completamente normales con hombres y mujeres que en realidad son agentes de paisano. Desde esta noche cubrirán las zonas de las afueras de la ciudad, cambiando de sitio cada hora. Lo he llamado «Operación Escudo».

—Falsas parejas.

—Exacto. Pero vamos cortos de agentes femeninos, por eso le preguntaba si todavía es capaz de usar un arma.

—No estoy segura, señor.

—La relevo del turno de esta noche, pero mañana me gustaría que usted también estuviera. Necesitamos todos los recursos para… —El vicequestore fue interrumpido por el sonido de llamada de su móvil. Descolgó ignorando completamente a Sandra, que permaneció quieta, sin saber adónde mirar.

Durante la llamada, Moro se limitó a contestar a su interlocutor con secos monosílabos, como si simplemente estuviera registrando la información. No duró mucho y, cuando terminó, volvió a dirigirse a ella.

—Acaban de terminar de inspeccionar las cañerías y los desagües del departamento, pero no han encontrado ninguna muñeca ni nada que pudiera parecérsele.

La incomodidad de Sandra aumentó sensiblemente. Esperaba que una buena noticia pudiera hacerle recuperar un poco de consideración.

—¿Cómo es posible? Le aseguro, señor, que toqué algo con la punta de los dedos, no me lo imaginé —afirmó, acalorada.

Moro permaneció unos momentos en silencio.

—Supongo que puede parecerle irrelevante… pero cuando me contó que el forense, antes de suicidarse, se había deshecho de un objeto arrojándolo al váter, pedí a la Científica que analizaran las manos del cadáver. Nunca se sabe, siempre se puede producir un golpe de suerte.

Sandra no creía en la suerte, pero ahora tenía la esperanza puesta en ella.

—En una han encontrado restos de alumbre de potasio. —Moro hizo otra pausa—. Ese es el motivo de que no hayamos localizado el objeto que tocó, agente Vega: se disolvió en el agua del desagüe. Fuera lo que fuese, estaba hecho de sal.