11
Battista Erriaga, a sus sesenta años, se consideraba un hombre prudente.
Pero no siempre había sido así. Cuando era sólo un muchacho, en Filipinas, no sabía lo que era la prudencia. Es más, había desafiado varias veces a la suerte —y a la muerte— a causa de su pésimo carácter. Bien mirado, el único beneficio que obtenía de su comportamiento bravucón tenía que ver con el orgullo.
Ni dinero, ni poder, ni mucho menos respeto.
Pero precisamente el orgullo iba a ser la causa de una gran desgracia. Ese suceso le marcaría para el resto de su vida, aunque Battista todavía no podía saberlo.
En aquel tiempo tenía sólo dieciséis años y se cardaba el pelo para parecer más alto. Adoraba su cabellera oscura, era su orgullo. Se lavaba la cabeza cada noche y luego se la friccionaba con aceite de palma. Tenía un peine de marfil que había robado en un tenderete. Lo llevaba en el bolsillo trasero del pantalón y, de vez en cuando, lo sacaba para arreglarse el denso tupé de la frente.
Caminaba bien erguido por las calles de su pueblo, con los vaqueros ajustados que su madre le había cosido usando la tela de una tienda de campaña, las botas de piel compradas a un zapatero por poco dinero, porque en realidad eran de cartón prensado y teñido con betún, y una camisa verde con el cuello de punta, perfectamente planchada y siempre inmaculada.
En el pueblo todos lo conocían como «Battista el figurín». Él estaba encantado con ese mote, hasta que descubrió que, en realidad, lo ridiculizaban, y en secreto lo llamaban «el hijo del mono amaestrado» porque su padre, un alcohólico, estaba dispuesto a hacer cualquier cosa a cambio de una copa y a menudo se exhibía para divertir a los parroquianos de la taberna, humillándose en grotescos espectáculos sólo para que lo invitaran a beber.
Battista odiaba a su padre. Odiaba la manera en que siempre había vivido, partiéndose la espalda trabajando en las plantaciones y luego mendigando para mantener sus vicios. Sólo lograba hacerse el duro con su mujer, cuando volvía borracho por la noche y repetía en ella todas las vejaciones que había sufrido de los demás. La madre de Battista podría haberse defendido y vencerlo fácilmente, total él no se tenía en pie. En cambio, se sometía pasivamente a los golpes únicamente por no añadir más humillación a la humillación. Seguía siendo su hombre, y esa era su manera de amarlo y protegerlo. Por eso Battista también la odiaba a ella.
Por culpa del apellido español, los Erriaga formaban parte de una casta inferior en el pueblo. Fue el bisabuelo de Battista quien eligió llamarse así, en el lejano 1849, bajo el mandato del gobernador general Narciso Clavería. Los filipinos no hacían uso de los apellidos y Clavería los obligó a escoger uno. Muchos tomaron prestados los de los colonizadores para asegurarse su benevolencia, sin saber que así quedaban marcados ellos y las generaciones futuras: fueron despreciados por los españoles que no toleraban que los equipararan a ellos y odiados por el resto de filipinos por haber traicionado sus orígenes.
Además, Battista también tenía que cargar con el peso de ese nombre de pila, elegido por su madre para remarcar su fe católica.
Sólo a una persona parecía no importarle nada todo eso. Se llamaba Min y era el mejor amigo de Battista Erriaga. Era grande y gordo, un gigante. Infundía miedo a quien lo veía por primera vez, pero en realidad era incapaz de hacer daño a nadie. No es que fuera estúpido, pero sí muy ingenuo. Era muy trabajador y soñaba con convertirse en cura.
Battista y Min pasaban mucho tiempo juntos, les separaba una notable diferencia de edad porque su amigo tenía más de treinta años, pero a ellos no les importaba. Es más, podía decirse que Min había ocupado el lugar de su padre en la vida de Battista. Lo protegía y le daba valiosos consejos. Por eso Battista no le dijo nada sobre lo que estaba planeando.
De hecho, la semana del suceso que iba a cambiar su vida, el joven Erriaga había conseguido ser admitido en una banda: Los soldados del diablo. Hacía meses que los pretendía. Tenían más o menos su edad. El mayor, que era el gran jefe, tenía diecinueve años.
Para entrar, Battista tuvo que pasar algunas pruebas: disparar a un cerdo, atravesar una hoguera de neumáticos, robar en una casa. Las había superado todas de manera imponente y se había ganado una pulsera de cuero que era la insignia de la banda. Gracias a ese símbolo de reconocimiento, los miembros tenían derecho a una serie de privilegios, como beber gratis en los bares, ir con prostitutas sin pagar y hacerse ceder el paso por cualquiera que se encontraran por la calle. En realidad, nadie les había otorgado esos derechos, eran sólo fruto de su prepotencia.
Battista formaba parte del grupo desde hacía pocos días y se sentía a gusto. Por fin había rehabilitado su nombre de la cobardía de su padre. Ya nadie iba a atreverse a faltarle al respeto, nadie volvería a llamarlo «el hijo del mono amaestrado».
Hasta que una noche, mientras estaba con sus nuevos compañeros, se encontró a Min.
Al verlo con los de la banda, con esa actitud fanfarrona y esa ridícula pulsera de cuero, su amigo empezó a burlarse de él. Incluso lo llamó «mono amaestrado», como su padre.
Las intenciones de Min eran buenas, Battista sabía que en el fondo él sólo quería que entendiera que estaba cometiendo un error. Pero su actitud y la manera en que lo trató no le dejaron otra opción. Empezó a empujarlo con fuerza y a golpearlo, porque tenía la absoluta certeza de que Min no iba a reaccionar. Pero el otro encima se rio más fuerte.
Battista nunca sabría explicar exactamente lo que sucedió, dónde encontró el palo, cuándo le asestó el primer golpe. No recordaba nada de aquellos momentos. Después fue como si se hubiera despertado de una especie de sueño: estaba sudado y manchado de sangre, sus colegas se habían esfumado en la nada dejándolo solo y el cadáver de su mejor amigo tenía la cabeza partida y sonreía.
Battista Erriaga se pasó los quince años siguientes en la cárcel. Su madre enfermó gravemente y en el pueblo donde había nacido y crecido ya no era digno ni de tener un mote que lo escarneciera.
A pesar de todo, la muerte de Min, el gigante que deseaba convertirse en cura, acabó convirtiéndose en un hecho positivo.
Muchos años después de ese día, Battista Erriaga se acordaba de aquel suceso en el avión que lo llevaba de Manila a Roma.
Cuando se enteró de lo que había ocurrido en el pinar de Ostia, se subió en el primer vuelo disponible. Viajó en clase turista, vestido con ropa anónima y una gorra con visera para confundirse con los compatriotas que se dirigían a Italia para trabajar en el servicio doméstico o como mano de obra. No habló con nadie durante todo el trayecto por miedo a que alguien pudiera reconocerlo. Pero tuvo tiempo de reflexionar.
Una vez en la ciudad, cogió una habitación en un modesto hotel turístico del centro.
Ahora estaba sentado sobre una colcha raída, mirando las noticias en la televisión para ponerse al día sobre el que ya todo el mundo había bautizado como «el monstruo de Roma».
«Ha sucedido de verdad», se dijo. Ese pensamiento lo estaba torturando. Pero tal vez todavía había una manera de remediarlo.
Erriaga quitó la voz del televisor y se dirigió a la mesilla en la que había dejado su tableta. Pulsó una tecla en la pantalla y empezó a oírse una grabación.
«… una vez… Ocurrió de noche… Y todos acudieron adonde estaba clavado su cuchillo… había llegado su momento… los hijos murieron… los falsos portadores del falso amor… y él fue despiadado con ellos… del niño de sal… si nadie lo detiene, no se detendrá».
Unas pocas frases del oscuro mensaje dejado en un confesionario de San Apolinar, en otros tiempos utilizado por los criminales para comunicarse con la policía.
Erriaga se volvió de nuevo hacia la pantalla muda del televisor. «El monstruo de Roma», repitió para sí mismo. Pobres tontos, porque no sabían qué peligro se cernía realmente sobre ellos.
Apagó el aparato con el mando a distancia. Tenía un trabajo que hacer, pero debía ser prudente.
Nadie podía saber que Battista Erriaga se encontraba en Roma.