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El instituto Kropp oficialmente no existía.

El lugar al que llevaban a los niños que habían matado a alguien tenía que ser secreto. «Nadie los llamaría nunca asesinos, aunque esa era exactamente su naturaleza», pensó Marcus.

«Era como vivir en un cuento… Pero sin poder salir de él». Así se lo había descrito Nicola Gavi.

Del hospital psiquiátrico para menores no había rastro en ninguna parte. Ni una dirección, ni siquiera una mención de pasada en internet, donde hasta la información más reservada encontraba casi siempre un débil eco.

Y en la red también había poca cosa sobre Joseph Kropp, el médico de origen austriaco que había concebido y puesto en marcha un lugar para la rehabilitación de los pequeños que se habían manchado las manos con crímenes tremendos, de los que a menudo ignoraban la gravedad.

Kropp aparecía como autor de algunas publicaciones sobre el procesamiento de la culpa en edad infantil y sobre la capacidad de delinquir que tienen los preadolescentes. Pero no había nada más, ni un dato biográfico, ni su currículum profesional.

El único indicio que Marcus había conseguido descubrir aparecía en un artículo y era un elogio al valor educativo de los cuentos.

El penitenciario estaba convencido de que el motivo de tanto secretismo era la voluntad de proteger la identidad de los pequeños huéspedes del instituto. La morbosidad de la gente habría puesto en peligro cualquier posibilidad de rehabilitación. Pero ese lugar no podía ser completamente desconocido. Sin duda contaría con empresas de suministros que los aprovisionaría de todo lo necesario, tenía que haber documentos fiscales que dieran fe de su actividad, permisos. Y por fuerza tendría que haber gente trabajando allí, con contrato y nómina. Entonces, tal vez la única explicación plausible era que tuviera un nombre distinto, de fachada, que lo hiciera pasar desapercibido.

De este modo, el penitenciario se topó con el «Centro de Asistencia a la Infancia Hamelín».

El nombre era el mismo que la ciudad del cuento de los hermanos Grimm en el que un día apareció un flautista mágico. Según la leyenda, primero liberó a los habitantes de una plaga de ratas con su flauta y luego, siempre gracias a ese sonido, se llevó a todos los niños para vengarse por no haber recibido su recompensa.

Era una extraña elección, consideró Marcus. No había nada de bueno en esa fábula.

El instituto Hamelín estaba ubicado en un palacete de principios del siglo XX en la zona suroeste de la ciudad. Estaba rodeado por un parque que, a la luz de los relámpagos, mostraba síntomas de dejadez. El edificio de piedra gris no era muy grande y constaba de apenas dos plantas. Las ventanas de la fachada estaban cubiertas con paneles de madera oscura. Todo se hallaba en un evidente estado de abandono.

Bajo la lluvia, Marcus observaba la casa desde detrás de la cancela de hierro oxidado. Pensaba en la escueta descripción del niño de sal que había hecho Nicola Gavi. Cabellos y ojos castaños, aspecto corriente. Grácil e introvertido, pero igualmente capaz de infundir un extraño temor. ¿Por qué estaba allí? ¿Qué había hecho que fuera tan grave? Las respuestas probablemente estaban en aquel edificio. A esa hora de la noche, el lugar rechazaba a los curiosos con su aspecto tétrico y a la vez melancólico. Como un secreto de niños.

Marcus no podía esperar.

Saltó la verja y fue a caer sobre una alfombra de hojarasca mojada. El viento conseguía igualmente moverlas de un sitio a otro del jardín, como espíritus jóvenes que juegan a perseguirse. En la lluvia podían oírse sus risas hechas de murmullos.

El penitenciario se encaminó hacia la entrada.

La parte inferior de la fachada estaba recubierta de palabras escritas con pintura en espray, un signo más de la dejadez del lugar. La puerta principal estaba tapiada con listones de madera. Entonces Marcus dio la vuelta a la casa buscando un lugar por donde acceder. El panel de una ventana de la planta baja presentaba una abertura. Se subió con ambos pies sobre un marco que estaba resbaladizo por el agua que caía sin tregua. Se agarró al alféizar para encaramarse y, a continuación, con cuidado de no resbalar, se coló por la estrecha hendidura.

Se encontró en el otro lado, goteando sobre el suelo. Lo primero que hizo fue hurgar en su bolsillo en busca de la linterna. La encendió. Ante él había una especie de refectorio. Una treintena de sillas de formica, totalmente iguales, colocadas alrededor de bajas mesas circulares. La disposición tan ordenada desentonaba con el aspecto abandonado del lugar. Parecía que las sillas y las mesas todavía estuvieran esperando a alguien.

Marcus bajó del alféizar e iluminó el suelo. Los ladrillos eran un mosaico de colores desteñidos. Se dispuso a explorar las otras salas.

Las habitaciones eran todas parecidas. Tal vez porque, aparte de la carcasa de algún mueble, estaban vacías. No había puertas y las paredes eran de un blanco pálido, allí donde el enlucido no había saltado a causa de la humedad. Se notaba un persistente olor a moho y en el eco de la casa podía oírse cómo se filtraba el agua de la lluvia. El instituto parecía un trasatlántico a merced de la tormenta.

Los pasos de Marcus eran un sonido nuevo en las salas —pasos tristes y solitarios como los de un huésped que ha llegado demasiado tarde—. Se preguntó qué habría sucedido en ese lugar, qué maldición le habría caído para sufrir un final tan indecoroso.

El penitenciario, sin embargo, podía notar una extraña vibración. Una vez más, estaba muy cerca de la verdad. «Él ha estado aquí», se dijo, pensando en la sombra humana que había entrevisto en la fiesta de la Appia Antica. «Su camino pasó por este lugar muchos años antes de cruzarse con el mío la otra noche».

Empezó a subir la escalera que conducía al piso superior. Los escalones tenían un aspecto precario, como si bastara la mínima presión para que se derrumbaran. Se detuvo en el rellano. Un corto pasillo se extendía de derecha a izquierda. Empezó a explorar las habitaciones.

Literas oxidadas, alguna silla rota. También había un gran cuarto de baño, con duchas emparejadas y un vestuario. Sin embargo, lo que llamó la atención del penitenciario fue una habitación que se encontraba al fondo. Cruzó el umbral y se encontró en un espacio distinto a los otros. Las paredes estaban cubiertas con una especie de papel pintado.

En torno a él había escenas de cuentos célebres dibujadas.

Reconoció a Hansel y Gretel delante de la casa de chocolate. A Blancanieves. A Cenicienta en el baile. A Caperucita Roja con la cesta de la merienda. A la pequeña cerillera. Esos personajes parecían salidos de un viejo libro descolorido. Pero había algo extraño. Al recorrer la pared con el haz de luz, Marcus comprendió de qué se trataba.

No había alegría en sus rostros.

Ninguno sonreía, como en cambio debería esperarse en un cuento. Lo que se sentía al mirarlos era malestar y turbación.

Sonó un trueno más fuerte que los demás. El penitenciario sintió la necesidad de dejar la habitación. Pero mientras lo hacía, aplastó algo con la suela del zapato. Bajó la luz y vio que sobre el suelo había gotas de cera. Estaban en una fila ordenada y conducían fuera de allí. Marcus también las encontró en el pasillo, llevaban abajo. Decidió seguirlas.

Lo guiaron hasta un angosto hueco de la escalera donde la estela terminaba delante de una puertecita de madera. Quienquiera que se hubiera aventurado hasta allí con una vela en la mano, había ido más lejos. El penitenciario probó la manija. Estaba abierta.

Apuntó la linterna. Delante de él había un dédalo de pequeñas habitaciones y pasillos. Calculó que ocupaban un espacio mucho más amplio que las dos plantas superiores, como si en realidad el edificio estuviera sumergido en el suelo y lo que era visible sólo fuera una modesta parte de él.

Siguió avanzando. Las gotas de cera eran el único modo de orientarse allí abajo, en otro caso seguramente se habría perdido. En el suelo, en lugar de ladrillos había escombros. Y se notaba un fuerte olor a queroseno que, probablemente, provenía de las viejas calderas.

Allí abajo estaban amontonados los enseres del antiguo instituto. Había colchones que se enmohecían en la oscuridad y muebles silenciosamente consumidos por la humedad. El subterráneo era un enorme estómago que lentamente los estaba digiriendo para hacer desaparecer cualquier vestigio.

Pero también había muchos juguetes. Muñecos con muelles corroídos por el óxido, cochecitos, un balancín con forma de caballo, construcciones de madera, un oso de peluche con el pelo gastado pero con dos ojos vivaces. El Hamelín estaba a medio camino entre una cárcel y un hospital psiquiátrico, pero esos objetos recordaron al penitenciario que también era un lugar para niños.

Al poco rato, la estela de cera se metió en una de las habitaciones. Marcus hizo luz en el interior. No podía creérselo.

Era un archivo.

El espacio estaba abarrotado de ficheros y pilas de papeles. Estaban amontonados junto a las paredes y llenaban el centro de la habitación, hasta el techo. Pero reinaba el caos.

El penitenciario acercó la linterna para leer las etiquetas de los cajones. En cada una sólo se indicaba una fecha. Gracias a ellas pudo deducir que el instituto Hamelín había estado funcionado durante quince años. Luego, por algún oscuro motivo, había cerrado.

Marcus empezó a examinar los documentos cogiéndolos sin ningún criterio, con la convicción de que habría bastado una breve ojeada para saber si tenían algún interés. Pero después de leer algunas líneas escogidas al azar de un par de hojas, se dio cuenta de que lo que tenía delante, de forma desordenada, no era un simple archivo de historiales médicos y documentos burocráticos.

Era el diario del profesor Joseph Kropp.

Allí estaban las respuestas a todas las preguntas. Si bien, precisamente la enormidad de ese yacimiento de noticias era el mayor obstáculo a la hora de buscar la verdad. Sin un criterio lógico, Marcus debía confiar en la casualidad. Se puso a consultar los cuadernos de Kropp.

«Como los adultos, también los menores poseen una natural propensión a matar», escribía el psiquiatra, «que se manifiesta normalmente en edad puberal. Los adolescentes, de hecho, son responsables de las carnicerías ocurridas en las escuelas y llevadas a cabo con armas de fuego y despiadada frialdad. A los school-killer se emparejan los gang-killer, esos chicos que entran en una banda y cometen homicidios con la tranquilidad de pertenecer a la manada».

Pero Kropp iba más allá, analizando el fenómeno del homicidio en la edad de la inocencia y de la pureza del alma.

La infancia.