Capítulo 11
La casa estaba a oscuras cuando Mari entró. En esas ocasiones el corazón siempre le latía más deprisa. No importaba cuántas veces se dijera que todo era cosa del pasado, sabía que no era así. Siempre había un resto de temor acechando tras las puertas cerradas. En cuanto entró, encendió la luz de la cocina y eso alivió parte de su ansiedad. Luca se marchaba. Todo el caos de las últimas semanas se terminaría, como si jamás hubiera sucedido. Volvería a su vida. Eso era lo que había querido.
Sin prestarle mucha atención, recorrió con los dedos el correo que había dejado antes sobre la mesa, ansiosa por prepararse para la cena. Se detuvo en un sobre blanco y rojo que significaba que era urgente y lo abrió. Dentro había otro sobre con el membrete de la policía de Toronto.
Sostuvo el sobre con manos temblorosas. Después de mirarlo unos minutos, lo abrió y sacó una hoja.
Se había terminado.
Se sentó pesadamente en la silla de la cocina. Tommy se acercó, se sentó a su lado y le apoyó la cabeza en la rodilla. Esa era su vida. La suya. Y desde ese momento, la suya sola. El pasado se había ido, disuelto en unos pocos párrafos.
Tuvo que leerla una vez más para asegurarse:
Querida señorita Ross:
Le escribo para informarle de la muerte de Robert Langston.
Murió el 25 de noviembre, cuando el vehículo que conducía se salió de la carretera. El alcohol fue un factor determinante en su accidente.
Se enjugó las lágrimas. Se había terminado. Ya no podría hacer daño a nadie. Siguió leyendo una anotación al final de la hoja:
Sé que éste no es el procedimiento, pero quería notificárselo yo mismo. Como el resto de agentes implicados en este caso, he pensado con frecuencia en usted y en su madre. Sólo puedo decir que espero que esté bien y que esto quizá sea alguna clase de solución para usted y la señora Langston.
Atentamente,
Pat Moore.
Recordó al agente Moore. Había sido tranquilo, firme, amable cuando la había interrogado en el hospital y después cuando había declarado en el juicio. De algún modo, que fuera él quien le diera la noticia, cerraba el círculo.
Se preguntó dónde estaría su madre esa noche, leyendo una carta idéntica, sintiendo el mismo alivio… y arrepentimiento.
Su primer impulso fue decírselo a Luca, pero era lo último que debía hacer. Se habían despedido esa noche. Y ya le había contado suficientes problemas. No, ya era hora de seguir sola.
Se acercó donde había colgado el cuadro que él le había regalado. Recorrió la superficie con los dedos con la carta en la otra mano. En ese momento supo no sólo por qué la pintura le había hablado, sino también lo que le había dicho.
Era la vida, la vida a la que él la había despertado. Y se había dado cuenta de que, al abrirse a la vida, también se había abierto al dolor. Y valía la pena.
Las lágrimas le corrieron por las mejillas. Se había jurado que había curado las heridas que Robert le había infligido, pero no había sido así, sólo las había tapado. Y entonces había conocido a Luca, él le había hecho afrontarlo y ella se había enamorado de él.
Pero estaba tan dañada que ni siquiera tenía el coraje de luchar por él. Incluso esa noche sólo había aceptado lo que él había dicho, que se marchaba.
Arrugó la carta y la tiró al fuego. Las últimas semanas se había preguntado si sólo se había sentido atraída por Luca por lo que le había hecho Robert. Porque él la protegía. Porque necesitaba sentirse segura tras su salida de prisión. Pero nada de eso era cierto. Mientras el papel se reducía a cenizas en el fuego, supo sin ninguna duda que era libre. Y esa libertad no consiguió en absoluto liberarla del anhelo de Luca.
La pintura le recordó todo: la sonrisa de Luca, sus ojos, cómo la desafiaba y la besaba, cómo habían podido hablar de su maltrato y cómo había llegado a confiar en él…
Pero el hombre que le había destrozado la vida había muerto de repente. Ya no tendría que mirar al volver las esquinas. Ya no tendría que esperar los informes de los agentes de la libertad condicional, o preocuparse por si decidía ir por ella. Aunque había un punto de culpabilidad en el hecho de que un hombre tuviera que morir para que ella fuera libre.
Podría olvidarse de Robert; y tenía el trabajo y la vida que siempre había querido, pero se sentía completamente vacía.
Cuadró los hombros. Recordó la nota que acompañada al cuadro:
Cuando le habla a tu corazón, sabes que es el bueno.
Había estado completamente equivocada. No había tenido nada que ver con Robert. Era por Luca. Él era quien le hablaba a su corazón. Él era el bueno. Podía aceptar lo que le había dicho esa noche o podía luchar por él. Y no sabía si sería lo bastante valiente para hacerlo.
***
No había habido oportunidad de hablar en privado. Con Luca a punto de marcharse, la mañana había estado completamente llena de reuniones. Mari lo miró al otro lado de la mesa. Ya sentía su pérdida y no sabía cómo se las iba a arreglar cuando se hubiera ido. Y no tenía ninguna confianza en que consiguiera convencerlo de que se quedara.
Algo había cambiado. El sonido de su voz mientras hablaba con el contratista la llenaba y al mismo tiempo acentuaba su vacío. Jamás, en los siete años que habían pasado desde que había sufrido el ataque, había bajado tanto la guardia. Se había acostumbrado tanto a reaccionar a las cosas que no sabía cómo tomar el control y actuar. Y aunque él pensaba que darle el control del Cascade era lo que ella quería, no estaba más lejos de la realidad. Un mes antes lo habría aceptado gustosa, pero en ese momento no significaba nada, no sin él.
Pero no era eso lo que habían acordado y había pasado la mayor parte de la mañana buscando desesperadamente un momento para hablar con él en privado y decirle que había cambiado.
Luca dio por concluida la reunión y estrechó la mano del contratista. Mari sonrió y le tendió la mano también, sabiendo que ella sería quien se haría cargo desde ese momento. Estaba contenta de que Luca confiara en ella. Nadie había tenido tanta fe en ella. Pero, ¿a qué precio? Quería todo. Lo último que quería era volver a su antigua vida, ya no tenía color.
La puerta de la sala de reuniones acababa de cerrarse y Mari se dio la vuelta para decir algo, aunque no sabía qué. Se alisó la blusa. ¿Debería invitarlo a comer? ¿Sugerir otra cosa? Tenía un nudo en el estómago.
—Con esto terminamos, ¿no? —dijo él.
Mari cerró los ojos, preguntándose si podría articular algún sonido.
—Sí, es la guinda del pastel —dijo, tratando de poner energía en su voz.
—Mari, yo…
—Luca, sería…
Hablaron los dos a la vez y luego se quedaron en silencio. Él hizo un gesto con la mano para que empezara ella.
—Me preguntaba si te gustaría comer algo antes de salir para el aeropuerto.
—¿Crees que es buena idea?
Mari negó con la cabeza. ¿Se sentiría mejor o peor con eso?
—Seguramente no, pero estoy harta de las buenas ideas.
No dejó de mirarlo, no podía. Quería recordar cómo estaba con su traje italiano, recordar el sonido de su voz, el aroma de su colonia.
Desde el momento en que había aparecido y la había defendido, algo había pasado. Quizá fuera una tontería, pero se sentía parte de una unidad. Con él a su lado Robert no podría hacerle daño. Lo amaba por eso. Lo amaba por darle seguridad y libertad.
Se iba y no quería aceptarlo. Ya no necesitaba su protección. Robert había muerto. Y quería a Luca más que nunca.
—Mari —se apoyó en la mesa de juntas y cruzó los brazos—. Mari, si hacemos esto, no cambiará nada. Me seguiré marchando.
—No.
—¿No qué? —parecía confuso y descruzó los brazos—. ¿No me vas a decir adiós? ¿Me dejarás ir sin decirme una palabra?
—No te vayas.
—Estarás bien aquí, no me necesitas.
Mari negó con la cabeza. Maldición, iba a abrir la puerta y a marcharse.
—Te necesito. Más de lo que crees. Robert…
—¿Robert qué? ¿Se ha puesto en contacto contigo? —la agarró del codo—. ¿Está tratando de encontrarte? Te juro, Mari que si…
—¡No, no! Por supuesto que no, Luca. Robert ha muerto.
Luca le soltó el brazo y la miró aturdido. Ella se echó a reír por su expresión.
—Lo siento, pero deberías ver la cara que has puesto.
—¿Qué ha pasado?
—Un accidente de coche. Abrí la carta anoche al llegar a casa.
Luca se acercó y la abrazó, sorprendiéndola con la fuerza del abrazo.
—Me alegro. Bueno, eso suena horrible, ¿no? Pero me preocupabas. Le había dicho a Vince…
—¿Qué le has dicho a Vince? —salió de entre sus brazos.
Vince era el jefe de seguridad que había contratado ella hacía dos años.
—Le dije que te echara un ojo. Para asegurarme de que estabas protegida.
—¿Y por qué te importa eso?
—¿Cómo puedes preguntarme algo así? —casi explotó, giró sobre sí mismo y volvió a la mesa.
—Eso es lo que te estoy preguntando —sonrió apoyada en la mesa—. ¿Qué te importa a ti mi protección?
—Porque yo… yo… —tartamudeó y frunció el ceño—. Ya sabes por qué.
Oh, su Luca. La había ayudado más en unas semanas que meses de terapia. No sabía si alguna vez sabría explicarle lo mucho que había significado para ella. No podía dejarlo marchar sin luchar, así que por primera vez en su vida dejó de ocultarse en la sombra y dio un paso adelante.
Dejó que todo el amor que sentía por él brillase en sus ojos.
—Sí, creo que sé por qué —se irguió y cruzó los brazos—. Entonces, quédate. Te amo, Luca. Quédate conmigo y ámame también.
Nada que ella hubiera dicho podría haberlo afectado más. Su corazón latió de emoción antes de que la realidad lo golpeara. Y en algún rincón de su mente oyó voces de su pasado. Voces que pedían amor y a las que se les negaba. No era lo bastante tonto como para creer que Mari lo dijera de verdad. Y aunque la amara, que no era posible, no podría decírselo.
—Mari, no sé qué decir —sabía que sonaba frío y deseó que fuera distinto—. Sé lo que hablamos anoche y todo era cierto, pero amor… —su voz se desvaneció.
No podía decir las palabras que tenía en la cabeza: «No estoy preparado para el amor».
—Has pasado por algo terrible y creo que tienes que tomarte tu tiempo para analizarlo racionalmente. Verás que en realidad lo que sientes es gratitud.
—Te estoy agradecida —reconoció, aunque no le resultaba fácil—. Por enseñarme a sentir otra vez, Luca. Por obligarme a salir de mi cascarón y volver al mundo.
—No necesito que me des las gracias.
—Me estás rechazando —dijo intentando disimular el dolor.
Luca rodeó la mesa y le agarró una mano helada. Habría dado cualquier cosa por no romperle el corazón, pero no podía darle lo que quería. No sabía cómo. ¡Había luchado contra ello toda su vida! No podía cambiar lo que era en un instante sólo porque ella se lo pidiera.
Ella lo debilitaba. Lo había conseguido sin siquiera proponérselo. Y porque lo sabía, se echaba toda la culpa a sí mismo por ser tan vulnerable. Y por haberle dado unas esperanzas que no podía cumplir.
—Sigo pensando lo que te dije anoche. Tenemos una conexión, pero los dos sabíamos que no sería para siempre. Siempre lo recordaremos como algo bueno.
No sabía cómo enfrentarse a sus lágrimas, pero para su sorpresa, ella soltó la mano y cuadró los hombros.
—Un buen recuerdo. Eso es todo —trató de sonreír pero se le notaba tanto el dolor que Luca sintió un sabor amargo.
Tenía que terminar con esa situación antes de cometer una estupidez o hacerle aún más daño. No había elección. Lo esperaban en París. Había dado su palabra de que estaría allí y él nunca incumplía un compromiso con su padre, aunque deseara hacerlo. Tampoco podía romper su vínculo con el Cascade. Reformarlo había significado demasiado y aborrecía marcharse. Era más que un proyecto. Era su proyecto y el de Mari. Al menos, sabía que lo dejaba en buenas manos.
—Siento que pienses que había algo más. Estaremos en contacto por el hotel. Así que esto no es realmente un adiós.
—¿Eso es todo lo que tienes que decir? —lo miró buscando la verdad.
—Sí, es todo.
—Entonces esto es un adiós. Después de todo.
Él asintió. Quizá fuera mejor que se marchara enfadada. Quizá eso le hiciera más fácil seguir adelante.
—Sí, le prometí a mi padre que estaría en París lo antes posible. Me voy dentro de una hora.
—Adiós, Luca —le tendió una mano—. Ha sido un placer trabajar contigo.
—Adiós, Mariella —le estrechó la mano y notó su temblor.
Mariella salió de la sala de reuniones y se dirigió a su coche. Una vez dentro finalmente se permitió llorar. Lo había arriesgado todo y había perdido.