Capítulo 4
—Pensaba que estábamos almacenando los muebles en la sala verde y, el resto, en los almacenes del corredor sur.
Mari alzó la vista. Sabía que parecía acelerada porque lo estaba. El día anterior había recibido otra carta. Apenas había dormido esa noche pensando en lo que decía. Aborreciendo cómo el pasado aún le pesaba.
En ese momento, era la segunda vez que Luca había interferido en el modo de vaciar el salón de cócteles. Estaba de pie al lado de ella sin una gota de sudor ni un cabello fuera de su sitio o una mota de polvo en los pantalones.
—Dijiste la otra sala de conferencias, la Mount Baker —sabía que para Luca era difícil de recordar, pero todas las salas tenían nombres de picos de las Rocosas y estaba decidida a usar sus nombres y no identificarlas por el color.
—La Mount Baker se está utilizando para reuniones.
—¿Cuándo ha sido eso?
—Cuando las programé.
Respiró hondo para controlarse. Todo estaba en continuo cambio y eso estaba empezando a afectarla. Luca había vuelto a cambiar de opinión y se suponía que ella tenía que adaptarse.
—Las programaste. ¿Por qué no usaste otra sala?
—Porque la empresa que he contratado para renovar el spa quería una sala donde poder utilizar un proyector.
La cabeza le daba vueltas. ¿El spa? Tenían que discutir eso, pero no en ese momento. En ese momento tenía una docena de trabajadores moviendo muebles y colocándolos en el lugar equivocado.
—Luca, ¿crees que podrás dejarme tranquila el tiempo suficiente como para que pueda hacer mi trabajo?
—Seguro, tengo llamadas que hacer.
Parecía tan fresco… Mari frunció el ceño detrás de él. Era desesperante. Nada parecía afectarlo mientras ella apenas podía mantener el equilibrio.
Puso los brazos en jarras y se tomó un momento para redirigir, otra vez, al personal que estaba vaciando el salón Athabasca de muebles. Una vez todos de vuelta al trabajo, suspiró y se apartó el pelo de la cara.
Cuanto más conocía a Luca, menos sabía qué hacer con él. La imagen de playboy que tenía de él había sido reconfigurada y una nueva versión ocupaba su lugar. El encanto seguía muy presente, por mucho que tratara de ignorarlo, pero estaba empezando a descubrir que estaba acostumbrado a seguir su propio camino. Sólo había pasado una semana desde su llegada y las cosas ya estaban cambiando, había trabajadores por todas partes y ella no hacía nada más que firmar albaranes. Definitivamente Luca se había puesto al mando. Desde luego, no podía decirse que fuera apático con el trabajo. Parecía muy comprometido con el Cascade.
Tenía que reconocer que las cosas nunca eran aburridas. Todos los días había algún nuevo descubrimiento que hacer. Ajustes de última hora. La falta de rutina la tenía un poco alterada. Y cuando él se hacía cargo de algo lo hacía hasta el final. Eso incluía irritarla a ella ordenándole cosas todo el tiempo como si él fuera el director del hotel.
Sonó un fuerte golpe y dio un brinco llevándose una mano al corazón. Volvió la cabeza en dirección al ruido, mientras el destello de un recuerdo le pasó por delante de los ojos. Vaso tras vaso, estrellados contra la pared de la cocina mientras ella se refugiaba en un rincón. El corazón la latía contra las costillas mientras trataba de recuperar la compostura. Nadie le estaba tirando nada. Se había caído una mesa con cristalería, eso era todo.
Con un suspiro agarró una caja vacía y se puso a recoger los trozos. Entonces una empleada pasó a su lado y dijo:
—Lo siento, señorita Ross.
Ella perdió el control.
—¿Lo siento? ¿Por qué no miras por dónde vas? —hizo un sonido de disgusto—. ¡Mira qué desastre! —de repente se sintió mortificada. ¿Cuántas veces había oído ella esas palabras? Se arrepintió al momento.
—La ayudaré a recogerlo —dijo la chica con voz temblorosa.
—¿Hay algún problema?
Mari alzó la vista y vio a Luca de pie con su sonrisa habitual.
—¿Además de empleados descuidados rompiendo cientos de dólares de cristal? No.
Los ojos de la muchacha se llenaron de lágrimas y Luca miró a Mari con desaprobación. Mari sintió una punzada de culpa; sabía que se había pasado con el tono. Era la directora del Cascade. El personal tenía que saber que seguía al mando, pero eso no significaba que tuviera que ser intimidatoria. La vergüenza le pintó las mejillas.
—Lisa, lo siento mucho —miró a la joven—. Sé que ha sido un accidente. Por favor… mi tono ha sido inexcusable.
—Lo siento, señorita Ross. ¡Por favor déjeme hacerlo a mí, ha sido culpa mía!
—Vuelve al trabajo, Lisa. Y no te preocupes, nosotros recogeremos esto —la voz de Luca era calmada y razonable, completamente falta de emotividad, y lo odió por ello.
Trató de ignorar su cuerpo justo detrás de ella y se concentró en los cristales.
—Gritar al personal no es la forma de que trabajen mejor.
Como si ella no lo supiera. Parecía no comprender que los constantes cambios estaban alterando su rutina normal de trabajo. Él no tenía ni idea de las otras fuentes de estrés a las que estaba sometida, que la mantenían despierta por la noche.
—No necesito que me digas cómo tengo que hacer mi trabajo.
—Deja los cristales y ven conmigo.
—Dios, Luca, ¡deja de darme órdenes! —lo miró con los ojos encendidos—. Me cansa. Llevas una semana dándome órdenes.
Los ojos de él se oscurecieron y Mari se dio cuenta de que había pulsado el botón de la ira. Había cruzado la línea de la insubordinación. Sintió un nudo en el estómago. ¿Cuántas veces se había permitido algo así? ¿Cuántas veces se había dejado llevar por los nervios? Todo lo que había aprendido volaba de su cabeza cuando él la miraba.
—En mi despacho, por favor —dijo él con los dientes apretados.
—No —dijo y dio unos pasos atrás.
Ser llamada a su despacho para que la reprendiera era más de lo que podía soportar. Lloraría. Rogaría como había hecho tantas veces antes. Y lo odiaría por eso.
—Señorita Ross, a menos que quiera que esto suceda delante de todo el personal, vendrá conmigo ahora —la voz resultaba peligrosamente suave y grave.
Se incorporó y se limpió las manos en el pantalón. Podría manejarlo. Podría. Luca no era Robert. No podía ser Robert.
Lo siguió hasta su despacho y, mientras él se sentaba, ella se quedó de pie al lado de la puerta. Podría escapar si era necesario. Sabía que aquello sería sólo una discusión, pero no podía evitar la reacción física. Era cuestión de huir o luchar. Y su elección siempre era huir.
—Mari, ¿qué te está pasando?
—No sé a qué te refieres.
—Llevas fuera de control toda la semana. Tensa, irritada, desagradable con el personal. Lo que ha sucedido hoy ha sido un accidente y lo has sacado de quicio. Lo mismo que hiciste cuando Christopher puso el Maxwells en la sala equivocada. Se arregló fácilmente.
—Lo que ha pasado hoy es que el personal no tiene cuidado. Sé que he sido dura con ella y me he disculpado.
—La Mari que conocí hace una semana, la que estaba tan preocupada por su gente, no lo habría manejado a gritos.
Apartó la mirada. Tenía razón. Estaba tan cansada de que tuviera razón… Pero decirle la verdad, que el hombre que la había aterrorizado estaba en libertad condicional, no era una opción.
—Tenemos que ser capaces de trabajar juntos, Mari. Tenemos que estar en sintonía.
—Quizá sí, Luca —sintió alivio por el cambio de tema—, no tengo la sensación de que estemos trabajando juntos. Tú das órdenes y esperas que se cumplan. No he tenido otra intervención en todo lo que está ocurriendo aquí más que escribir la circular para el personal.
—Has estado en todas las reuniones que hemos mantenido Dean y yo.
—Si, pero ¿para qué molestarse? Nunca consigo decir nada de peso en la discusión. Los dos vais a lo vuestro y me dejáis afuera. Todo lo que haces es dar órdenes sobre lo que hacer y cuándo. No importa el incremento de la carga de trabajo o los ajustes que hay que hacer. ¿Cómo es estar en la cima? No tienes que enfrentarte con cosas como hacer pequeños cambios para que todo siga funcionando con fluidez.
—Te ruego que me perdones —dijo con voz formal—. Creía que decías que ése era tu trabajo.
—Lo es —dijo sintiendo que le hervía la sangre—, pero sigo siendo sólo una persona y el volumen de trabajo se ha incrementado considerablemente. Y también dijiste que querías mis aportaciones.
—¿Hay algo de lo que hayamos hecho con lo que no estés de acuerdo?
Se quedó callada. La verdad era que le gustaba todo lo que se había hecho.
—Ésa no es la cuestión. Me has puesto de guardia de tráfico, dirijo a la gente de un sitio a otro. Siete cosas imposibles de hacer antes de que se sirva el desayuno.
—Si no puedes con el trabajo…
El pánico la invadió. Eso era lo que no quería que pasase y había trabajado noche y día para evitarlo. Necesitaba ese trabajo. Quería ese trabajo y la vida que se había construido alrededor. Había pensado que sólo sería un periodo con trabajo extra y luego todo iría bien. Y sólo había pasado una semana y ya estaban hartos el uno del otro.
—Puedo con el trabajo. Mi trabajo. Pero sólo soy una persona, Luca.
—Así que estás enfadada conmigo y no con Lisa. Tú no eres la única que echa muchas horas, Mari. No le pido a mi gente nada que no me pida a mí mismo.
—Entonces quizás es que esperas demasiado.
—Pues es lo que hay. Y no soy yo quien ha tenido una rabieta.
—¡Eres insufrible!
—Eso me han dicho —dijo con una sonrisa.
—Seguramente una legión de mujeres dóciles —dijo con tono mordaz.
—¿Legión? —volvió a sonreír.
—¿Puedes dejar de sonreír? Leo las revistas.
Luca se echó a reír a carcajadas y ella sintió que tenía su efecto. No podía ser, quería odiarlo. Verlo trabajar la última semana le había hecho estar peligrosamente cerca de la admiración por su entusiasmo y dedicación.
—Oh, Mari, ¿estás celosa?
—Difícilmente —dijo con tanto desprecio que pensó que tendría que creerla. ¿Por qué demonios iba a estar celosa?—. Confía en mí, Luca, no tengo ningún deseo de ser una muesca en la pata de tu cama.
La sonrisa de Luca se esfumó.
—Eso está bastante claro. Y déjame a mí ser claro también: si tienes algún problema con algo de lo que ocurre aquí, tienes que hablarlo. Mi formación no incluye la lectura de pensamientos.
Pero ella no estaba acostumbrada a hablar. Estaba acostumbrada al orden y la rutina. Había llegado donde estaba por hacer bien su trabajo, no por pasar por encima de la gente. Sabía lo que pasaba cuando se movía el barco. Despacio, en el silencio, sintió que la rabia se disipaba.
—No me gusta discutir.
—A mí me encanta —sonrió y le brillaron los ojos.
Ella lo miró. ¿Le encantaba? Ella tenía un nudo en el estómago sólo de pensarlo y él decía que le gustaba.
—¿Cómo puedes decir eso?
—¿No te sientes mejor?
—No te entiendo.
Él se puso de pie y se apoyó en la mesa.
—Tener una discusión abierta y sincera es mucho mejor que mantener dentro la frustración y el resentimiento. Limpia el aire. Es refrescante. Saludable.
—Lo siento, no capto el concepto de la confrontación saludable. Para mí no hay nada saludable en gritarse, en insultarse. Al final alguien siempre acaba herido porque una persona no sabe parar —dijo sin mirarlo, porque no podía ver sus ojos, y esperó el temblor que la sacudía cada vez que pensaba en Robert.
Sabía que estaba fuera, libre en algún sitio.
Algo hizo clic en la cabeza de Luca. El germen de una idea que de pronto fue tan clara que pensó cómo no se le había ocurrido antes. Quizá porque había estado tan concentrado en su trabajo que no le había dado prioridad a eso.
Mari había sufrido. Alguien le había hecho daño y tenía miedo.
Tenía sentido. No se había dado cuenta de las señales, pero en ese momento las veía. Su aversión al contacto, a la discusión. Cómo se había puesto en el ático, cómo estaba de pie en ese momento al lado de la puerta, lista para huir. Cómo no lo miraba a los ojos y mantenía la distancia. En su familia discutir era algo que se hacía siempre apasionadamente, lo mismo que amar. Una cosa no negaba la otra. No podría vivir con su padre y su hermana sin discutir, era parte de lo que eran. Pero también se querían Por mucho que le enfureciera el control de su padre en Fiori, no dejaba de quererlo. Era el cariño lo que les había hecho sentirse seguros. Podía ver en Mari que alguien le había enseñado justo lo contrario. Alguien le había enseñado que el amor hacía daño.
Pero no podía abordar el tema. Apenas se conocían. Era su jefe y sería meterse en un terreno muy personal, pero no podía evitar preguntarse qué o quién le había hecho tener tanto miedo. Lo último que quería era que tuviera miedo de él.
—Mari, lo siento. Realmente ha tenido que molestarte. Los dos hemos soportado mucho estrés —decidió que un poco de introspección no iría mal para que ella se sintiera mejor. Sonrió—. Soy italiano. En mi familia discutimos apasionadamente, tanto como nos queremos apasionadamente. Sabemos que siempre estaremos ahí para cuando se nos necesite, no importa lo mucho que disintamos. No se me había ocurrido que no todo el mundo es igual.
Se lo quedó mirando atrapada un instante. Lo mismo que el día del ático, sus ojos brillaban como un amanecer y vio que en ella había mucho más de lo que imaginaba. Podía ver el dolor. El dolor que ella pensaba que mantenía oculto en su interior tras un muro que había levantado para esconderlo. Había visto antes esa clase de dolor. En los ojos de su padre y en los de su hermana Gina. Era, se dio cuenta, el aspecto que tenía la pérdida de la esperanza. Por mucho que se había esforzado, nunca había conseguido quitárselo de los ojos por completo.
—Lo siento —volvió a decir.
—Y yo antes he perdido los papeles y te debo una disculpa —dijo ella en tono suave.
—Aceptada.
No podían pasarse todo el tiempo enfrentados. No sería bueno para el hotel, ni para el personal, ni siquiera para ellos. Pensó en un almuerzo de paz.
—Hace un día precioso y, por lo que he oído, uno de los últimos. Déjame tentarte con un almuerzo ahora que hemos aclarado las cosas.
—No creo que sea buena idea.
Movió la mano hacia ella, pero de inmediato la retiró, recordó su aversión a que la tocasen.
—Te estoy ofreciendo una tregua, Mari. Me gustaría que fuésemos amigos. Me gustaría que te sintieras lo bastante cómoda conmigo como para expresar libremente cualquier opinión. Conoces la zona. Conoces al personal mejor que yo. Eres un activo importante en el Cascade, Mari, y no será bueno para nadie si no somos capaces de trabajar juntos. No podemos tener más discusiones como la de hoy, es contraproducente.
—Luca, aprecio el gesto, pero tengo un montón de llamadas que hacer, por no mencionar dirigir el hotel. Estamos sometidos a demasiados cambios y tengo que ajustarlo todo.
—Tienes que hacer un descanso para estar fresca. Un poco de relajación incrementa la productividad. Además, tengo hambre y tú tienes que comer. Insisto.
—De acuerdo —dijo ella encogiéndose de hombros.
Luca sonrió y su mente se puso a trabajar. Aún estaba tensa, los dos lo estaban. Aquello no había terminado. La mejor idea era alejarse del hotel. Quería que ella lo mirara sin la reserva que lo hacía siempre. Quería que confiara en él.
—Nos reunimos en el jardín. Y llévate un suéter.
—¿El jardín?
—En quince minutos, ¿vale?
Salió al jardín y sus botas sonaron en el camino adoquinado. Él estaba de pie apoyado en un banco al lado de la rosaleda. Lo miró. No supo qué le costaba más, si enfrentarse a él o a la atracción que sentía por él. Esa mañana Luca tenía razón y aun así se había disculpado. Nunca se había disculpado un hombre con ella. Maldición, estaba empezando a gustarle.
Estaba hablando con una pareja. Los reconoció, eran los Townsend. Le supuso un gran esfuerzo no darse la vuelta y volver al interior. La discusión la había dejado exhausta. No sabía qué decir.
Él se había disculpado con ella. Le había dicho que quería mejorar su relación de trabajo. Para Navidad estaría en Italia y todo volvería a la normalidad. Era sólo algo a corto plazo.
—Buenas tardes —dijo con una sonrisa.
—Ah, señorita Ross. ¿Conoce al señor y la señora Townsend?
Apreció que Luca la llamara por el apellido. Tendió la mano.
—Me alegro de volver a verlos. ¿Están disfrutando de su estancia?
—Así es —dijo la señora Townsend—. Es todo tan bonito… Y la cena de la otra noche… Qué manera más maravillosa de celebrar un aniversario. Muchísimas gracias.
—No hay de qué —sonrió Mari—. Semejante compromiso merece un tratamiento especial.
—Desde luego que sí —remarcó Luca.
El señor Townsend se dio cuenta de la cesta de comida que llevaba él.
—Los estamos entreteniendo.
—En absoluto —dijo Luca con una sonrisa—. Vamos a probar un nuevo programa que queremos poner en marcha y el día es demasiado hermoso como para desaprovecharlo.
—Que disfruten —dijo el señor Townsend haciendo un gesto de despedida con la mano—. Y gracias por una semana tan memorable.
—Enhorabuena —dijeron a dúo Mari y Luca, y después se miraron y sonrieron mientras los Townsend se alejaban, Mari bajó la vista y se ruborizó ligeramente.
—Gracias por venir.
—Pensaba que habías dicho que no te volviera a dar órdenes —dijo entre risas.
—Creo que no puedes evitarlo, es tu naturaleza. ¿Adónde vamos? Tengo hambre —no era así, pero su cuerpo necesitaba alimento.
—He pedido en la cocina que nos preparasen algo de comer. Y si me sigues… tengo el coche esperando para llevarnos a nuestro destino.
—Una comida campestre —no sabía si le hacía feliz o la molestaba.
—Compañeros de trabajo y amigos disfrutando de uno de los últimos días del otoño. No hay nada de extraño en ello.
—¿No podemos comer aquí? —miró a su alrededor.
Los jardines estaban llenos de bancos y praderas de césped.
—Mari, estamos cambiando algo más que lo superficial. ¿Recuerdas lo que te dije la noche de la cena? —señaló los jardines con un movimiento del brazo—. «Recupera el romanticismo». Restaurar el Cascade es algo más que cosa de tejidos y muebles. También son servicios, toques especiales. Imagínate estar aquí con el hombre que amas. Disfrutando de un día de sol en una pradera de las montañas donde compartir una comida, una botella de vino.
«Con el hombre que amas». No podía imaginárselo No podía imaginarse enamorándose, dándole a alguien tanto poder. Ese magnetismo de Luca era eso. Magnetismo. Miró su pecho, lo que fue un error porque no podía evitar preguntarse qué habría debajo de ese suéter.
—Mientras no se comparta la comida con los osos… o un alce. Eso puede pasar en esta época del año, ¿lo sabes? Un alce.
—Muy bien, Mari —a Luca no le pareció gracioso—. No vengas si no quieres —agarró la cesta.
—Espera, Luca. Lo siento. Sólo encuentro esto… extraño. No estoy acostumbrada a las comidas campestres con mi jefe.
Eso no era todo, la sola idea de estar sola, aislada, la hacía sentirse indefensa.
—Pensaba que podríamos pasar una hora lejos del hotel. Una oportunidad de ver otra cosa. Apenas he visto nada de por aquí. Pensaba que serías una buena guía.
La incomodidad de Mari se incrementó. No tenía ni idea de adónde iban.
—A lo mejor podría elegir yo el sitio entonces —dijo sin pensar. Se sentiría más cómoda—. Como dices, conozco la zona.
Se dirigieron al lujoso coche nuevo que Luca había comprado para el hotel. El más veterano de los conductores de autobús ahora ocupaba el puesto de chófer y les abrió la puerta.
—Señorita Ross.
—Gracias, Charlie —murmuró entrando en el coche.
Luca se sentó a su lado.
—¿Adónde?
—A mi casa, ¿recuerdas el camino?
—Claro, señorita Ross.
—¿Tu casa?
Ella se limitó a asentir sin mirar a Luca. Un pequeño elemento de protección.
—Sí, quiero cambiarme de ropa. Y presentarte a alguien.