XVII

Ni un titubeo ni una duda.

Se diría que aquella sencilla ceremonia, a la cual asistían unos pocos familiares, y como amiga, solo Kim Otilde.

Ella vestía de gris. Él, de oscuro.

Betty rezongaba sin cesar, pero su marido le imponía silencio con la mirada. Cuando les preguntaron si se deseaban por esposos, ambos contestaron con firmeza: «Sí». Y cuando se vieron entre los familiares recibiendo sus parabienes, nadie pudo atisbar la desolación que existía en ambos.

Ella, finísima dentro de su atuendo sencillo. Él, arrogante, firme, de una belleza masculina nada común.

Ya en el auto, ambos solos, conduciendo él como si no acabara de casarse, preguntó con su delicadeza habitual:

—¿Quieres que desayunemos con ellos o prefieres que nos vayamos ahora mismo?

—Sería… dar que decir.

—Entonces podemos desayunar con ellos —y luego, al rato, con acento indefinible—: yo tenía pensado pasar la noche en el piso… que vamos a compartir.

No.

Que no la obligara a aquello.

Como no contestaba y parecía indecisa, él insistió:

—¿Qué piensas de lo que acabo de decirte, Iris?

—Te ruego…

—Que sigamos viaje, una vez hayamos desayunado con tu familia.

—Sí… Perdona.

—El piso va a ser nuestro hogar —y después, de súbito, sin transición—: No te he dado un beso…

—Lo… di… por recibido.

—Pero no te lo he dado —se exaltó.

—Quedamos…

—¿Se puede quedar en un día así?

—Andrews…, te ruego…

—Sí —dijo él con desaliento—. Sí. Pero… ¿hasta cuándo?

—Nos hemos casado hoy y ya empiezas a preguntar. Imagínate que yo…, yo… no puedo.

—Y no vas a poder —dijo sin interrogante.

Iris bajó la cabeza.

El auto se detenía, tras algunos otros, frente a la casa.

Vio a Kim bajando del auto de Jack.

June también estaba allí.

Siempre tan silenciosa, tan bella, con su hijo de la mano.

Prefirió mezclarse con todos.

No quedarse a solas con Andrews.

* * *

—Iris…

Kim estaba tras ella.

—Para ti fue un suplicio la comida, por tener que compartirla con todos y soportar sus bromas pesadas.

Asintió.

—¿Te falta mucho? Andrews está esperando.

—Ya voy.

—Te da miedo ir —dijo, como penetrando en sus pensamientos.

Se volvió.

En aquel instante era ella sin careta. Ella, con sus apasionamientos ocultos, sus vehemencias, que ni Andrews conocía.

—Sí, sí. Me da miedo. Un miedo horrible.

—Y, sin embargo, te has casado y no le has perdido el amor a Andrews.

Se alejó del tocador y quedó como incrustada en una butaca. Estaba tan pálida, que por un momento Kim creyó que iba a desvanecerse. Fue hacia ella y se arrodilló a su lado.

—Iris…, el amor es así. Así…, como tú lo has vivido aquel día.

Iris tenía no sé qué en la mirada. Como una fiebre de agonía.

—¿Lo olvidarías tú? ¿Podrías? No te ocurrió. No sabes lo que es eso. Crees en un hombre, confías en él, estás deseando ser su esposa. Te da vergüenza serlo, pero, aun así, lo estás deseando. Como una necesidad de dentro y de fuera. Algo espiritual y físico a lo que no puedes escapar.

—¡Iris!

No podía callarse.

Tenía que decir todo cuanto pensaba, cuanto sentía. Solo Kim podría comprenderla, porque los demás jamás sabrían percibir sus sentimientos.

—Y de repente…, como si aquel ídolo de oro se convirtiese en vil barro. Y aquel horror a lo desconocido, viviéndolo como una penitencia. Tú no sabes lo que es eso. ¿No te das cuenta, Kim? Yo sería feliz en el día de hoy si pudiera mostrarme ante Andrews como soy yo. No quiero ser como soy. Es algo que va dentro. Como una llama que impide pensar con razonamiento. No lo tengo. Te aseguro que no lo tengo para pasar mi vida sentimental junto a Andrews.

—Pero eres su esposa —gimió Kim, asustada ante aquella situación delicadísima.

—Eso es lo grave; lo que me desquicia. ¿Debí casarme, pensando y sintiendo así? Si no es cosa mía. Es como si algo viviera en mí, como si en mi otro yo se ocultara una repulsa y como si a la vez yo tratara por todos los medios de ahuyentarla.

—Me asustas, Iris —susurró Kim abrumada—. Eres demasiado sensible, demasiado espiritual para un marido tan humano, diré, como Andrews Dutch.

Se puso en pie.

—Ahora tienes que bajar, y no sé cómo vas a hacer frente a la situación. ¿Podría ayudarte? Sé que no. Esto es cosa tuya y de Andrews. Te aseguro que regreso a San Francisco con la inquietud de tu futuro. No se puede ser tan sensible, y tú lo eres en extremo.

—No quiero hacer daño a Andrews —casi gimió, retorciendo las manos una contra otra—. Le voy a hacer sufrir, y me va a costar a mí una agonía.

—Pero eso ya… no puedes evitarlo. Fui necia al juzgar tu problema. No me di cuenta hasta ahora que era algo dentro de ti, de tu otro yo. Pensé que se trataba de una rabia pasajera. De una humillación que dolía. Pero es algo más. Es algo que tú no quieres sentir y sientes por encima de todo.

Iris bajó la cabeza.

Tenía en los ojos el parpadeo de la indecisión, y en el corazón, el palpitar loco de su inquietud.

—No puedo detenerme más —dijo con desesperación—. Andrews me espera. Sabe que estoy contigo aquí. No quiero que sepa… que tú estás al tanto de lo que ocurre.

Agarró el visón y lo puso por los hombros. Kim acercóse a ella y la besó muchas veces en ambas mejillas.

—Tenme al tanto de todo, Iris… Escríbeme, por favor… No me tengas en esta incertidumbre mucho tiempo.

—Te lo prometo.

—Estás… hecha pedazos.

—Estoy peor —susurró Iris bajísimo—. Estoy dolida, como si me apalearan. Y no es por mí —se agitó—. Te lo aseguro. Es por Andrews. Te juro que apenas si recuerdo lo ocurrido.

—Ya —sonrió Kim con desaliento— no lo recuerdas, pero está clavado como un dardo en tu subconsciente.

Asió el bolso.

Tenía razón Kim. En su subconsciente estaba como si ocurriera aquel día, horrorizándola, humillándola, empequeñeciéndola…

—Vamos —dijo sin contestar—. Vamos.

* * *

Debió comprender lo que ella sentía, porque durante el viaje en auto hasta Trenton su conversación fue más bien trivial.

Habló de su trabajo, de los dos días que le quedaban de permiso, de lo que harían durante aquellos dos días.

No rozó en absoluto el tema personal. Como si acabaran de asistir a una ceremonia que nada tenía que ver con ellos. O como si estuvieran casados hacía diez años ya, y aquel viaje no tuviera nada de trascendental.

Fue al llegar a Trenton y detener el auto ante un hotel.

—Pediré… dos habitaciones.

Se estremeció.

Lo miró un segundo. Solo un segundo, desviando rápidamente la mirada, como si le causara dolor aquella expresión apagada de Andrews.

—Sí, Iris. Debes… decidirte ahora. O empezar como Dios manda, o seguir con la comedia humana de unas relaciones indefinibles.

Iba a dolerle su respuesta.

Ella no quería hacerle daño, pero… no estaba en ella evitarlo. Era como una voz interior que gritaba la individualidad.

Un botones, ajeno al problema planteado, salió a recoger el equipaje.

Conoció a Andrews.

—Cuánto gusto verle por aquí, míster Dutch —y mirando a Iris con rapidez—: Ya hemos oído que se casó usted.

—Así es, Jim.

Asió a Iris por el brazo y cruzó con ella el superlujoso vestíbulo.

Sin soltarla, susurró:

—Tengo que detenerme en recepción para pedir…

—Pide dos.

Así.

Costaba asimilarlo.

Miró al frente. No vio nada. El recepcionista le saludó afablemente, con un gran respeto al mismo tiempo. Apenas si pudo contestar.

Le felicitaban por su boda.

No fue aparatosa, pero todo el mundo la conocía.

Eran las nueve de la noche y hacía frío. No podía sentirlo así, pero lo sentía. Como si le rasgaran la sangre y se la helaran.

—¿Van a bajar a comer? —preguntó el recepcionista, mirando de reojo a la monada que era la mujer de míster Dutch.

—No bajaremos. Hemos comido por el camino —y después, con acento frívolo, ligero, impropio de él—: Dos alcobas comunicándose.

Una rápida mirada.

Un súbito asombro casi imperceptible.

Después, la amabilidad cortés, mundana, de los empleados, que «nunca» se enteraban de nada.

—No faltaba más. Firme aquí. Eso es. Gracias, míster Dutch. El ascensor de la primera.

—Gracias.

Asió a Iris por el brazo y avanzó con ella. El ascensorista esperaba. El ascensor solo albergaba a tres personas. Ni una palabra mientras el elevador subía. Ni una frase mientras atravesaban el ancho pasillo, seguidos de dos camareras.

Después, al rato, ya estuvieron solos.

Andrews, muy pálido, miró en torno.

—Está bien esto —dijo, como pudo decir: «Está lloviendo», «haciendo sol».

Fue entonces cuando Iris se derrumbó en una butaca y se quedó mirando absorta a su marido, quien, como si no se diera cuenta de su dolor, iba de un lado a otro mirándolo todo.

* * *

Parecía una masa informe, de la cual apenas se veía más que el visón.

Tenía el bolso en el suelo, y allí fue a asirlo con los dedos temblorosos cuando quiso fumar.

Debió Andrews ver su ademán, porque inmediatamente le entregó la pitillera abierta.

Agarró un cigarrillo y lo llevó a los labios. Sus dedos, al sostenerlo, temblaban perceptiblemente.

—Gracias —dijo.

Y su voz parecía un tenue sonido.

Súbitamente, Andrews se inclinó hacia ella.

La miró largamente, ansioso. Sus dedos, al deslizarse hacia la mano laxa de Iris, tenían como un convulso temblor.

—No… puedes —dijo sin preguntar.

Iris iba a estallar en sollozos, y no quería.

Que él presenciara su debilidad, su desaliento, la humillaba hasta lo infinito.

Por eso rescató sus dedos, se puso en pie y quedó de espaldas. Fue allí donde Andrews se detuvo. Tras ella. Tenía una voz ronca y baja.

—Dilo con franqueza.

Lo tenía que decir.

Y lo dijo así.

—Yo… no tengo la culpa. No quisiera hacerte daño. No quisiera que tú pensases… —vio el dolor reflejado en el rostro masculino y gimió con acento agónico—: Andrews…, ten un poco de piedad. Piensa… Yo…, yo…

No podía más.

Sucedió algo importante…, inesperado.

Andrews giró sobre sí y se encaminó hacia la puerta de comunicación.

—Te disculpo, Iris. Sé…, o creo saber, de qué se trata lo que te pasa.

—¿Y tú?

Era una pregunta gimiente.

Sabía cuánto dolor le producía y no podía evitarlo. Quisiera poder, mas le era imposible conseguirlo.

—Andrews…

Él la miró.

—Voy a tener paciencia contigo, Iris. Te amo demasiado, te deseo…, te admiro, pero…, como hombre, no acabo de comprender tu sensibilidad. No obstante, tengo el deber…

—Y te duele.

—¿Dolerme? Como si me arrancaran algo vivo del cuerpo.

Y en su rostro, de firmes y viriles facciones, se crispó una mueca.

No podía permitir que se fuese así.

En su natural bondad de mujer indescriptiblemente sensible, algo se crispaba en su corazón como la mueca que relajaba el rostro de Andrews.

Se puso en pie y, con andar tambaleante, se acercó a él.

Una larga mirada, una súplica muda, y después, la voz tenue, ahogada, susurrando:

—Tal vez un día cualquiera… Tal vez mañana…, pasado… Andrews, perdóname.

Él pareció desolarse.

Iba a tocarla.

Iba a agarrar entre sus dedos el brazo femenino, pero de súbito los dejó caer a lo largo del cuerpo.

—No me pidas perdón —dijo dolido—. Por favor…, no. Te dañé yo… Fui yo quien destruyó lo mejor que había en ti. Olvídate de esta noche, de cuanto los dos juntos podríamos vivir… Voy a tener paciencia, Iris. Debo tenerla.

Pero sabía que no la tenía.

Giró sobre sí.

Iris se metió delante de él y alzó el rostro.

Ocurrió en aquel instante. Las mandíbulas de Andrews crujieron. Quiso huir, pero la sujetó por la nuca, la dobló ante sí y buscó sus labios.

Iba a besarla, pero de pronto un espanto loco se plasmó en el rostro femenino. Tanto así, que Andrews la soltó como un alucinado, dio un paso atrás y quedó tenso, pegado a la pared.

—Iris —gritó—. Iris…, me odias.

—No —gimió ella—. No, no quiero odiarte. Por nada del mundo quisiera odiarte.

—Te produzco horror —exclamó Andrews con desgarramiento—. Es mucho peor que el odio.

Ella no contestó.

No podía hacer. Tenía la cabeza baja, estaba muy pálida e iba despacio hasta el butacón, donde se incrustó.

En aquel mismo instante se cerró la puerta de comunicación. Fue tambaleante hacia el lecho solitario, donde se derrumbó.

F I N