XIV

Transcurrieron unos minutos antes de que ninguno de ambos rompiera aquel embarazoso silencio.

Fue Andrews, al tiempo de caminar paso a paso hacia ella, quien susurró amargamente:

—Nunca pensé que aquel maldito anónimo produjera este desastre. Durante días estuve con los ojos abiertos, debatiéndome entre dudas y ansiedades. No me explico ahora cómo pude dudar. Pero soy humano, y es la única defensa que tengo. Mi tremenda humanidad, mi natural impulsivo, mi temperamento, que no siempre puede sojuzgarse. Debí creer en tus palabras…, pero tu llanto… —se agitó de pies a cabeza, blandiendo el puño en el aire—. ¿Por qué llorabas? ¿Por qué no decías nada? Me parecía que afirmabas, lo cual me enloquecía.

—Cállate eso.

—¿Puedo?

—Tienes que poder, si es que vamos a iniciar una vida juntos.

—¿Renunciando a todo lo que deseo? —gritó en el paroxismo de su exaltación.

Iris se volvió.

Tenía como un patetismo vivo en la mirada y una crispación en la boca, convirtiéndola en dos rayas paralelas.

—Solo así…, renunciando a tus deseos… Solo así…

Dio un paso al frente.

¿Podía prometerlo?

¿Podía él ser fiel a su promesa?

Giró.

Quedó de espaldas.

—Andrews —susurró ella bajísimo—, Andrews… comprende… No soy capaz. Quisiera serlo. Quisiera destruir de un manotazo aquel horror —se estremeció de pies a cabeza—, pero no puedo. Es superior a mis fuerzas. Como si algo me atenazara el pecho y me obligara a recordar. Como si arañara los ojos para disipar aquella visión. Como si me arrancaran las entrañas y el cerebro y cuantos recuerdos están fijos en él.

Guardó silencio.

—Y no puedes —dijo él sin preguntar.

—Me es imposible. No ya las dudas que albergaste sin razón. Ni tu escena de celos. Ni el daño que me hiciste hiriéndome en lo más vivo. Mi pureza. No es eso.

Andrews se irguió.

—Tenía como una raya recta en la frente, como un surco profundo, que arrugaba la piel hasta atirantarla.

—Ya sé lo que no puedes olvidar.

—No me culpes por ello.

—Oh, no. No te puedo culpar, porque… soy el único responsable de esta situación. ¿Qué puedo hacer? Ofrecerte una vida espiritual, un matrimonio blanco, una paciencia que no tengo. Tú me conoces —se exasperó—. Es inútil que te prometa. Sé que no sabré cumplirlo y resultaré un marido odioso para tu sensibilidad…

—En ti está…

—¿Está? ¿Qué, Iris? Dilo con sinceridad. ¿Me consideras capaz de consideración, así, sabiéndote mía?

No lo creía posible.

Pero tampoco estaba dispuesta a renunciar a él.

Que la culpara el cielo. Que la condenara la Iglesia, pero no iba a poder casarse con otro, excepto él.

No lo dijo.

Volvió al sofá y se incrustó en él con desesperación. Sujetó las sienes.

—Iris… —susurró Andrews, inclinándose hacia ella—, un esfuerzo. Un pequeño o grande esfuerzo…

—Dada la situación, solo puedo casarme contigo. No me pidas más esfuerzo.

—Y eso… ya supone algo.

—Dada la situación, repito —casi gimió—, es un esfuerzo, pese a lo mucho que te amo.

—¿Y qué es el amor?

Lo miró con desesperación.

—Algo más puro, aunque lleve en sí tanta humanidad. Algo que los seres sensibles pueden hacer y considerar fuera de toda duda, de toda suciedad, de…

—Soy hombre.

Ella se irguió.

En aquel instante su figura vestida de negro parecía crecer. Y cuanto más masculina era su ropa, más de manifiesto se ponía su femineidad.

—¿Acaso crees que yo no soy mujer? —tenía como una vibración honda su voz—. Me dio siempre vergüenza estar a tu lado. No me mires así. Es tanta mi timidez, o lo era antes, que intimidaba tu amor. Tu ardiente amor… Pero en el fondo… lo estaba deseando. Lo deseaba fervientemente porque te quería. Tengo veintidós años y han pasado hombres a mi lado. No te esperé a ti como el primero. Para mi vida afectiva, sí; para mi condición de mujer, otros muchos intentaron entrar en ella. Llegaste tú y… te quise. Desde el primer día te quise —guardó silencio, apretando las manos contra la boca—. Estaba ilusionada con aquella boda… La pospusiste. ¿Por razones del departamento oficial? No. Tú sabes que fuiste vil para engañarme. Tú sabes que te basabas en dudas absurdas…

—Iris…, por favor, no me digas eso. Así es, pero me duele reconocerlo ahora. Soy tan apasionado para querer como para odiar… En aquellos instantes te odiaba a ti y al hombre imaginario que había pasado por tu vida.

—Basta —susurró como cansada—. Basta. Revolver viejas cenizas, aún en llamas…, es peor mil veces que el suplicio de recordar en alta voz lo ocurrido. Pero no me digas jamás que eres hombre… No es una defensa. Yo también soy mujer, tan mujer como tú hombre, y, sin embargo…

—Cállate —la cortó suplicante—. Cállate con tus reproches.

—No quiero decírtelos. No quisiera mencionarlos más.

Él se puso en pie de un salto.

—Eso es lo peor. Que nunca me los vas a decir, y yo, para mi redención, necesitaba oírtelos todos los días y a cada instante. Solo de ese modo creería que en algo me disculpabas.

Ella cortó.

No con frases hirientes. Ya no podría pronunciar muchas en el futuro.

—Pasemos al salón donde están todos. Es preciso que nadie sepa…

—Aguarda.

—¿Para qué?

—Para definir una situación indefinible.

—Nos casaremos.

—Sin promesas.

—Por deber.

—¿Y por amor? ¿Crees que mi amor es una borrachera, que se pasa con una ducha?

—¿Y el mío? —casi retó, dentro de su conmovedora fragilidad.

Andrews avanzó hacia ella con una mano extendida.

Iris no le miró a los ojos. Miró con horror aquella mano que iba a tocarla, y entonces Andrews, con ademán desfallecido, dejó el brazo caer a lo largo del cuerpo.

—No será posible vivir así… El horror de tus ojos será siempre como una condenación.

Iris iba hacia la puerta.

Hablaba a medida que avanzaba. Su voz carecía de matiz. Tenía un sonido… casi sibilante.

—Tendrás que disimular ante ellos. Les dije que habías ido de viaje… Señala la boda para cuando gustes. O no la señales.

—No soy un héroe.

—Lo sé.

¿Otro reproche?

—Eres débil —dijo ya en el umbral, asiendo el pomo—. Nunca pensé que lo fueras tanto. Pero lo peor de todo no es que lo seas tú… Es que yo también… lo he sido para tus inhumanas exigencias…

—Y así… pretendemos llegar a buen fin en nuestro matrimonio.

—Así… cumpliremos con un deber moral.

—No me basta —gritó, pero sabía que tenía que bastarle.

Iris lo miró un segundo.

No dijo nada. Abrió la puerta, salió por ella y sintió los pasos de Andrews, pesados y lentos, tras ella.

—Iris…

—Sí, dime.

—Nada —titubeó—, nada.

—Piénsalo.

—¿Cuánto tiempo?

—Quince días.

—Tajante.

—Como debe ser.

—Ahora no me pareces sensible.

Iris caminó.

—Es que ya no sé si lo soy tanto como tú has supuesto. Ya no…

Y caminó a paso ligero hacia el salón.

Cuando entro, su rostro (parecía imposible) sonreía abiertamente. Un buen observador hubiese notado una indescriptible melancolía en el fondo de las pupilas, pero allí, en torno a la chimenea, no había buenos observadores. Estaba Jack, que recibió a Andrews alborozado, y Betty, que empezó a enumerar los valores musicales de sus ídolos.