X
Andrews no se quedó de pie.
Tal vez las piernas no podían sostener su desesperación.
Se menguó sobre la hierba, que oprimía y arrancaba con intensidad, lanzándola lejos, mientras su voz parecía romper más y más el silencio del bosque.
—No quería creer. No quería… Y cuando te miraba… Cuando veía tus ojos interrogantes… Cuando… —de súbito levantó la cabeza. La vio inmóvil, en la misma postura, asida al árbol. Se puso en pie y fue hacia ella tambaleante—. No me digas que es cierto. No me digas que… hubo otro hombre.
—Nunca hubo otro hombre.
Le temblaba la voz. Impregnada en llanto, parecía más bien un balbuceo.
No la creyó.
Precisamente su dolor y su debilidad fueron vilmente confundidos por su inocencia.
Por eso fue hacia ella, y por eso la idea obsesiva se hizo voz.
Una voz ronca, que parecía salir de lo más profundo del ser del hombre:
—Para creerte…, tendrás que darme una prueba.
La asió por la cintura.
Lo miró.
Sin odio, sin rencor. Con un dolor inenarrable.
No podía comprender por qué ella lloraba. Por qué intentaba luchar con él y no podía.
Por qué se quedó quieta en el prado, con los ojos muy abiertos, y por qué sintió como sangre en sus venas, y por qué la sintió sollozar, como si alguien intensamente querido falleciera en aquel instante.
—Tengo que saber… Tengo que hacer esto. Ya sé que… Oh, Dios santo. No llores. Mírame. Dime… ¿Pero qué importa que me digas, si no voy a creer, si no soy capaz de recuperar la razón? Si voy a odiar toda mi vida este instante, si…
Ella era una masa uniforme.
Sus ojos un surtidor, y la boca solo balbucía un ¡ay! de inmenso dolor.
* * *
Horas o minutos.
Quizá solo segundos, o quizá horas interminables.
El sol ya no existía. La luz del día parecía tambaleante tras una esquina del horizonte.
Empezaba el frío de la noche.
Andrews Dutch estaba sobre la hierba. Apretaba la boca en ella hasta humedecerse. No sollozaba. Era un hombre fuerte, pero su voz ronca sonaba como un trallazo, que se diría se daba a sí mismo.
—Perdóname. Oh, perdóname… Yo te juro que nunca pagaré bastante este momento. Te lo juro… Quisiera borrar de mi vida estos instantes y perder media vida por haberlos olvidado.
Silencio.
La figura débil, encorvada, se perdía en dirección al auto, agarrándose a los árboles.
—Iris… Oh, Iris…
No oía, o no podía oír, o no quería. La figura frágil, destrozada, iba hacia delante. Como si nada quedara atrás o quedara todo. Como si nada hubiera allí delante o lo hubiera todo.
Y la voz ronca detrás de ella. Tenía hierbas en los labios y las escupía, como escupía, sibilantes, las frases con que se condenaba a sí mismo.
—Iris…, perdóname. Yo te prometo… Oh, Iris…
Iris llegaba al auto, y como si su mano no tuviera fuerza, empujaba la portezuela, la abría y se metía dentro.
—Iris…, dime algo, condéname, deja de llorar. He sido un cafre, un malvado, pero es que… que… te quería.
Iris miraba al frente.
Su mirada, sin vida; su boca, cuajada de dolor: sus manos, inmóviles, pegadas al bolso, que oprimía desesperadamente como si todo su dolor estuviese allí. Pero no estaba, y ella lo sabía. Estaba dentro como una dentellada. Dentro y fuera, como un sarcasmo a su amor hacia aquel hombre.
—Iris, escúpeme a la cara. Lo merezco. Nunca podré olvidar… Nunca…
¿Qué importaba que él no pudiese?
Ella tampoco.
Pero era distinto.
—Dime algo —gimió Andrews Dutch, subiendo al auto y poniendo este en marcha.
¿Algo?
¿Le quedaba algo que decir?
¿No lo había tomado él todo a la fuerza?
¿No la anuló, la destruyó, la ofendió hasta lo infinito?
Frases no. Ni frases de disculpa ni frases de dolor. Ni frases de perdón. Todo estaba muerto. Como si un huracán destructor corriera en torno a ella y la envolviera en un desierto, en un alud de arena, y la cegara, y la matara, y fuera resucitándola cuando ella quisiera seguir muerta.
—Iris, escúchame. La vida entera estaré a tus pies suplicando un perdón. Tú no sabes…
Sabía.
Lo sabía todo ya.
Supo en un minuto que el amor era una desazón. La ilusión, un mito. El hombre, un fantasma destructor.
¿Acaso había que saber algo más?
—Iris…
Detuvo el auto.
—No salgo de aquí sin que me digas…
¿Lloraba Andrews?
¿No tenía como un silbido mezclado en su voz?
¿Y de qué servía ya?
No lo miró.
Sus ojos, fijos en la llanura, parecían dos luces sin luminaria.
Como dos farolas apagadas y tristes.
—Iris…
—Sigue —dijo roncamente—. Sigue… Quiero volver a casa.
—Antes…, tienes que decirme que me perdonas. Que olvidas. Que yo sigo siendo para ti…
¿Estaba loco?
¿Cómo lo pretendía?
—Sigue, te pido.
Algo tenía aquella voz. Algo extraño, porque Andrews puso el auto en marcha, y, si bien no cesó de suplicar perdón, de afear su propia conducta, la figura, inmóvil, rígida, dolida no pronunció ni una sola palabra.
Cuando el auto se detuvo en la casa de los Murhy eran las nueve en punto de la noche.
—Iris…, dime, dime algo. Aunque sea para escupirme a la cara. Aunque sea para condenarme. Pero por mucho que tú me condenes…, más, infinitamente más, me condeno yo.
En aquel instante no podía.
Tenía que poner en orden sus ideas. Tenía que descansar. Olvidar un poco aquel loco atropello. Y después…
—Iris, por el amor de Dios. Iris…, mírame. Estoy deshecho. Estoy condenado. Quisiera arrancar de mi vida ese instante…
No iba a ser posible.
Descendió en el mismo silencio, y su figura, tambaleante, se perdió en la calle y luego en el portal.
Andrews Dutch, el hombre que nunca lloraba, inclinó la cabeza en el volante y algo, como un gemido entrecortado, estranguló su garganta.
Pero ni aun su dolor, sincero y profundo, sería capaz de hacer olvidar a Iris Murhy aquella tarde y cuanto ocurrió durante ella.