XII

Serena en apariencia.

Nadie podría imaginar lo sufrido por Iris aquellos días. Ni su hermana, ni Jack, que era infinitamente más psicólogo que Betty.

Volvía a nevar.

Hacía frío.

En aquel instante se hallaba Betty probando un disco ye-yé. Ya no hacía pantalones para Dean. Volvía a entusiasmarse con los discos de música trepidante.

En una esquina de la sala se hallaba Iris hojeando una revista. Los dos niños jugaban a dos pasos con un montón de caballitos de plástico. Jack no había llegado aún.

—¿Qué te parece? —gritaba Betty en aquel momento, haciendo con el cuerpo el vaivén de la música—. ¿No es estremecedoramente loca?

—Sí —dijo Iris en voz baja—. Es odiosa.

—Ya sé que tú tienes gustos refinados. A mí, en cambio, la música clásica me pone los nervios de punta. Voy a comprar todos los discos nuevos de los Beatles —y como si reparara en su indiferencia—: Hace una semana que pareces ausente.

Lo estaba.

—¿Qué es de Andrews? Hace justamente seis días que dijiste que se había ido de viaje. Tú no saliste de casa en esos seis días. ¿Sabes que le guardas demasiada ausencia, aunque vayas a casarte con él? Es algo raro lo que pasa.

—¿Algo… raro?

—La boda pospuesta, tu pasividad. Yo diría incluso que tu tristeza —se acercó a ella, familiarizada con la idea—. ¿Es eso, Iris? ¿Estás triste?

—Claro que no.

—Pues lo parece —cambió el disco en la radiogramola—. Apuesto a que esto te anima. Escucha.

Melania apareció en la puerta abierta.

—Señorita Iris, míster Dutch la llama por teléfono.

—Voy en seguida —poniéndose en pie—. Voy ahora mismo.

Pero caminó sin prisas.

Cuando iba en la puerta, Betty le gritó:

—Dile que se me está pudriendo en el armario el traje de ceremonia.

Salió sin responder.

Se cerró en el despacho de Jack y se sentó en el tablero de la mesa con el auricular en la mano.

Una semana.

Seguía clavada la espinita, pero no era una mujer absurda. Era una mujer real y sabía que… tendría que casarse con él. Ahora… más que nunca.

—Diga.

—Iris…, Iris…

—Hola, Andrews.

Serena.

Como si nada ocurriera.

Como si él estuviera de viaje y regresara después de una semana, pero… distinto. Sin entusiasmo, con una voz hueca y ausente.

—Iris —gritó Andrews al otro lado con su apasionamiento habitual—. Tengo que verte.

Si creyó que ella no iba a recibirlo, se equivocó.

—Estoy en casa.

Un silencio.

Después, la voz ansiosa:

—¿Me… recibirás?

—Sí. Cuando… gustes.

—Iris…, ya sé que… estarás…

—Olvídate de eso —cortó fríamente—. Si es que quieres verme…, te espero aquí —y después de un breve silencio, que Andrews no se atrevió a interrumpir—: No te perdonaría que alguien…, quienquiera que fuese…, supiera…

—¡Iris! Estás loca.

—Te espero.

—Tenemos que hablar, ¿verdad?

—Supongo que sí.

Y cortó.

Quedó un poco tensa.

Jack estaba en el umbral. Llegaba cuando ella pronunciaba las últimas palabras.

No se quedó en la puerta; cerró y pegóse a la madera de caoba.

—Perdona que haya tomado por asalto tu despacho —dijo, haciendo su papel de comediante nata—. Te aseguro que no pensé que regresaras tan pronto.

—Eres tonta —dijo Jack sin avanzar—. Puedes hacer uso de este despacho cuando gustes. No es mío; es de todos los que habitan en la casa —y luego, tras una breve pausa—: Me parece que estás… angustiada.

Tenía que escapar de la observación de Jack.

Lo que ocurriera entre ella y Andrews, decidieran lo que decidieran ambos, tenía que ser totalmente ignorado de los demás. Jack era el hombre más peligroso de la familia, debido a su especial intuición.

—Me da la sensación —dijo, interrumpiendo sus pensamientos— de que algo te ocurre. Llevo una semana observándote, Iris. ¿Es que ya no te casas?

—Me caso.

—¿Cuándo? Hace una semana que no veo a Andrews.

—Llegará dentro de un instante. Estuvo de viaje, debido a su cargo militar.

—No os comprendo. Primero pensé casaros en seguida. Andrews era un hombre terriblemente apasionado. Lo hablé con Betty. Claro que a Betty se le olvida todo al día siguiente. Pero, aun así, insistí sobre ello. Tú eres reconcentrada, excesivamente reservada para vivir en el seno de una familia sencilla; pero en el fondo, y tú no podrás negármelo, eres tanto o más apasionada que Andrews. Es por eso que pensé que estabais mejor casados. Pero vosotros detuvisteis la marcha de la boda, sin que nadie comprendiera las causas.

Ella tampoco.

Pero, a la sazón, creía conocerlas ya.

No lo dijo.

Sonrió y dejó el tablero de la mesa, después de colgar el receptor en el soporte.

—Ahora —dijo, pasando ante Jack— nos casaremos en seguida, supongo yo.

—Nunca te comprenderé bien, Iris.

No hacía falta.

Sonrió como diciendo: «Tal vez me comprendas más de lo que supones». Y pasó ante él, dirigiéndose de nuevo a la salita, donde Betty seguía poniendo discos ye-yés.

* * *

No entró como otras veces.

Diciendo que sabía el camino y encaminándose a la salita, donde a aquella hora de la noche se reunía toda la familia.

No supo hacerlo o no tuvo valor.

Le abrió la puerta Melania, pues era día de descanso para el resto del servicio.

—Míster Dutch —exclamó al verle—. Cuánto tiempo sin verle. Una semana entera. Está usted más delgado.

—Quizás.

—Deme el abrigo, por favor. Ya sabe usted el camino.

Lo sabía.

Pero no iba a seguirlo.

No podía enfrentarse con toda la familia, cuando antes tenía que ver a Iris a solas.

—Prefiero que avise usted a miss Iris.

—Oh, sí, no faltaba más. ¿No se quita el abrigo?

—Ah —se lo quitó—. Claro.

Melania lo colgó en el perchero, junto con el flexible.

Después, giró delante de él.

—Por aquí, señor —y confidencial—: La señorita Betty ya no hace patrones.

—¿No? —como abstraído.

Melania rio.

Una risa suave, de ternura, hacia todos los miembros de la familia en la cual vivía desde hacía muchos años.

—Es por épocas. Esta vez le tocó a los discos trepidantes.

—Ah.

—¿Sabe cuántos tiene en su discoteca? Más de un millón.

—Es un hobby alegre —dijo por decir algo, sin dejar de caminar hacia una salida al otro extremo del pasillo.

—Lo peor es que le vuelva a dar por coleccionar escopetas. ¿Sabe usted lo que ocurre cuando le da por eso? Se oyen tiros en la casa durante toda la noche y parte del día. En la sala de armas hay más de mil de todas las épocas. Hasta tenemos un cañón de la época de Napoleón.

Hubo de sonreír.

No tenía deseos, pero no pudo por menos de distender los labios.

Melania abrió una puerta y le franqueó la entrada.

—Avisaré a la señorita Iris.

—¿Cómo está?

—¿La señora Iris?

—Sí.

—Ahora, bien. Pasó una semana muy mala. Apenas salía de su alcoba. La señorita Betty se volvía loca por distraerla. Decía que no se podía querer tanto a una persona, hasta el extremo de entristecerse así cuando el ser querido se hallaba ausente.

No dijo nada.

—Puede sentarse, señor. Avisaré ahora mismo a la señorita. Desde hace dos días está mucho mejor.

Se fue.

Quedó mirando al frente con hipnotismo.

Cuando oyó sus pasos, tan familiares, se volvió hacia la puerta. Iris apareció en el umbral. Vestía pantalones negros hasta el tobillo, un suéter del mismo color y un pañuelo en torno al cuello.