XVI

Conducía Iris.

Vestía de hombre. Un pantalón gris, al igual que la chaqueta. Un casquete de fieltro, imitando los gorritos de hockey. Calzaba zapatos bajos.

A su lado, una muchacha rubia, de grandes ojos verdosos, la miraba entre asombrada y desconcertada.

Iris hablaba quedamente. Tenía como un gemido oculto en su voz. Los ojos, al mirar al frente, carecían del brillo natural que siempre los animaba.

Cuando terminó de hablar, miró a su amiga.

—Betty no puede sospecharlo siquiera. Tienes que apoyar mi causa. No porque yo no pueda con todo, sino porque prefiero no tener altercados con Betty.

—No es eso lo importante, ¿verdad?

Iris movió la cabeza.

—Lo sé, Iris. Me lo imaginaba. Yo te pregunto… ¿No es posible que olvides? Amas a Andrews… Es hombre apasionado, firme, impulsivo… Su reacción fue cruel, pero… ¿qué hombre no lo es? Por bueno que sea un novio, en un caso así…

—¿Tratas de disculparlo?

—Creo que tiene disculpa.

—Puede que la tenga, pero… yo no soy capaz, no me siento con fuerzas para restarle culpabilidad. Tú no sabes el dolor que me produjo su duda; cuanto más…

—¿Te vas a casar con él?

—Sí.

—No te cases.

—¿Y mi amor?

—¿Qué amor puede ser el tuyo, si no estás dispuesta a dar nada de tu persona?

—Estoy dispuesta. Solo así… lograré un poco de tranquilidad. No soy de las mujeres que arrancan de su corazón un amor solo porque les convenga. He querido a Andy más que a mi vida. Hubiera dado por él… todo, menos lo que di. No me siento con fuerzas para renunciar a algo que ha sido mi vida.

—Pero le vas a hacer un desgraciado.

—Confiemos en que no ocurra así.

Kim Otilde se agitó en el asiento. Se inclinó hacia su amiga.

—Hay una cosa importante en todo esto. Andrews te ama. Te ama, y las dos sabemos cómo es Andrews. ¿Sabes lo que para él supone en el hogar una mujer indiferente?

Iris la miró asombrada.

—¿Indiferente? —preguntó incrédula—. ¿Supones que yo lo soy?

—¿Acaso no es así?

—No —negó—. Si me caso es para olvidar antes.

—Suponiendo que puedas olvidar.

—Creo que ya no se trata de eso, Kim. Comprende. Quisiera haber olvidado. Quisiera no sentir horror. Amo a Andrews. Soy tan humana que no puedo pasar sin amarle. A su lado, quizá… olvide aquello.

—¿Y si no es así?

—Me separaré.

—Eres cruel en tu egoísmo. Nunca fuiste egoísta, y ahora…

—Es que nunca estuve enamorada.

—Pero suponte cómo vas a destruir la esperanza de Andrews si un día comprueba que no olvidas y pides el divorcio.

La miró con desesperación.

—¿Y qué quieres que haga? Di. ¿Crees que soy capaz de entregarme a él como me hubiese entregado hace quince días? Me turbaba su amor. Ahora…, me inquieta angustiosamente. Me inquieta de tal modo, que no vivo ni duermo. No —añadió con desaliento, cuando ya se divisaba el edificio de veinte plantas—, no soy tan heroína para renunciar a Andrews.

—Suponte tú que Andrews se cansa de tu despego.

—Si me ama de verdad… Además, este despego mío no fue voluntario. No surgió por mi falta de amor o de interés. Surgió porque él lo mató de un golpetazo.

—Te compadezco. Apuesto a que Betty, de saber lo ocurrido…

—Pero nunca lo sabrá —cortó—. Jamás nadie tendrá idea de lo que pasó entre nosotros, excepto tú.

—Lo sé. Pero suponte que Andrews se lo dijera a Betty.

—¡Estás loca!

—Bien; de todos modos, suponte que lo supiera. ¿Crees que aprobaría tu boda? Nunca nadie te conoció bien. Ni Betty, ni Jack, ni tus compañeras de estudio y de pensionado. Estoy por asegurar que ni Andrews lo sabe, pese a amarte tanto y ser tu prometido, tu futuro esposo. Siempre fuiste celosa de ocultar tus sentimientos, tus reacciones. Yo te vi llorar en un segundo y te vi, asombrada, dos minutos después, reír como si nada ocurriera. Te vi exaltada de rabia, y al segundo, pacífica y tolerante. Nadie sabe eso de ti. Ni conocen tu apasionamiento ni tu vehemencia. ¿La conoce Andrews?

—No —bajo, con tenue acento—. No. No fui jamás capaz de presentarme tal como soy. No creas que estás tratando con una hipócrita. Es que lo más desesperante para mí sería que alguien conociera mi verdadera personalidad. No por temor a sus censuras, sino por ser mal juzgada.

El auto se detenía.

Las dos saltaron al suelo casi a la vez.

Betty atisbaba tras un ventanal.

—Allá arriba está Betty esperando —dijo Kim con suavidad—. Pretendes que yo te dé la razón en cuanto a la anulación de los invitados.

—Desde luego.

—Betty confía en mi influencia sobre ti.

—Dile lo que gustes.

Y ambas traspasaron el umbral del lujoso portal y se perdieron en el ascensor.

—A veces, viéndote reaccionar, oyendo tu voz sin matices, una pensaría que careces de sensibilidad. Y lo peor que ocurre es que la tienes en abundancia.

—Eso —dijo de modo indefinible— sí lo sabe Andrews.

* * *

Prefería verlo fuera.

Por eso, cuando el auto estuvo detenido ante la casa, salió de su cuarto. Le estaba esperando ya.

Al cruzar el vestíbulo, oyó las voces de Betty que discutía con Kim. Esta, por lo visto, estaba defendiendo su causa del mejor modo posible.

Salió presurosa.

Meterse en el debate no entraba en sus cálculos. Prefería estar junto a Andrews, aunque solo fuese para guardar silencio.

Atravesó la calle. Andrews le salió al encuentro y la agarró por un brazo con aquella innata delicadeza que era característica en él.

Se desprendió.

Sin rabia.

Eso era lo peor.

Prefería verla irritada que con aquella pasiva indiferencia.

—Sube —dijo, abriendo la portezuela.

La cerró y después dio la vuelta al auto. Cuando estuvo sentado ante el volante, la miró a los ojos. Iris no parpadeó.

En otro momento cualquiera hubiese enrojecido, se hubiese inquietado y terminaría por sonreír tibiamente.

En aquel instante, sostuvo un momento la mirada, la desvió y la fijó en la calle húmeda.

—¿Adónde? —preguntó Andrews quedamente.

—Por ahí.

—Podemos ir a nuestro piso. Hay algunos detalles que deseo que veas.

—No me apetece.

—¿Ver por ti misma los detalles?

—¿Tan importante es?

—Lo nuestro —dijo Andrews, poniendo el auto en marcha— va a ser un desastre.

—Estás… a tiempo.

—Así.

—¿Cómo quieres que te lo diga?

No contestaba.

¿Para qué?

Algo estaba roto.

Reconocía que tenía motivos, pero… dolía aquella reacción silenciosa e indiferente.

—Hace siglos que no te beso —dijo Andrews al rato.

Ahora sí que se sobresaltó Iris.

Apretó las manos en el regazo. Tuvieron aquellas como un convulso estremecimiento.

—Iris…, ¿me oyes? Podemos empezar. Como si nos conociéramos ahora.

—Con una llaga sangrando.

—Se cura con cariño —y sus dedos quisieron deslizarse hasta las manos cruzadas, pero Iris las retiró, sin ira, con sumo cuidado y delicadeza.

—¿Lo ves? —gritó él—. ¿Te das cuenta? Si estallaras en gritos de rabia…, sería el primero en admitir las cosas y disculparlas. Pero así… Ni siquiera para maldecirme… te irritas.

No contestó.

Miraba al frente y sus labios se curvaban en una apacible sonrisa.

—¿Nunca sientes cólera? Debiste demostrarla en aquel instante. Estoy seguro de que si fuese así…, te hubiese creído.

—Mi llanto fue el vivo exponente de mi inocencia y del dolor que me producía tu duda.

—Nunca…, nunca te conoceré bien. Al principio, creí conocerte, pero luego… hallé en ti montones de recovecos insospechados. Cuando una persona se va a casar con otra, es lógico que se dé a conocer tal como es.

—Soy así…, como soy.

—¡Oh, no! No puedes ser como eres, estar tan herida y decirlo con una tibia sonrisa.

—¿Adónde vamos? —preguntó bajo.

—¡Qué más da! El caso es que transcurran las horas.

—Así… tampoco.

—¿Cómo quieres, pues?

La miró.

Detuvo el auto.

—Aquí hay una sala de fiestas.

¿Bailar con él?

¿Sentir su brazo?

Sería como cerrar los ojos y vivir de nuevo aquellos instantes infrahumanos.

Fue ella quien alargó la mano y quien asió el brazo masculino.

Hubo en su voz como un conato de espanto, que solo se manifestó a medias, pero que bastó para tranquilizar y amansar la ira de Andrews.

—Te lo ruego… No…, no podría.

Quedó desarmado.

Miró aquella mano que le sujetaba el brazo, y después, desvió los ojos y miró al frente, poniendo de nuevo el auto en marcha.

—Es horrible saber que estás tan herida. Que yo no puedo, ni con mi paciencia ni con mi amor…, desvanecer cuantas dudas y angustias sientes.

—Con paciencia, Andrews.

—¿Me consideras hombre… así?

—No.

—Y te vas a casar conmigo.

Asintió sin frases.

Ya no hablaron más.

Como si dentro del auto fuese un muerto, a quien había que respetar por medio del silencio.

Una tarde insoportable.

Vacía o solo angustiosa.

Cuando, a las nueve, estuvieron ante la casa de Iris, Andrews dijo roncamente:

—No voy a subir.

—Les parecerá raro.

—Me voy.

Lo miró con ansiedad.

—¿Te vas?

—De viaje. Aún me queda una semana de permiso. Voy a reflexionar.

—Sin mí…

—Solo con tu recuerdo. No sé si seré capaz de casarme así… Te lo digo de verdad. Sería villano por mi parte engañarte.

—Me dejas… ahora.

—Si es que dentro de dos días no puedo más y comprendo que, de cualquier forma que sea, tengo que tenerte cerca…, volveré y nos casaremos de inmediato, aprovechando los tres días que aún me quedarán.

—Y si no…

Ya hacía intención de descender del auto. Pero Andrews, súbitamente, se inclinó hacia ella, sujetándola por un brazo.

—Suelta.

—Aguarda. Si puedo soportar esta soledad…, no volveré nunca.

Huyó de él.

Jadeante, buscó el portal, y como si estuviera beoda, cruzó aquel y su esbelta figura se desdibujó en la tenue oscuridad.

Tardó en llegar a casa.

Apretó la cabeza contra la madera del ascensor y sollozó.

Sin embargo, cuando se personó en el salón donde Kim y Betty aún discutían, haciendo Jack de árbitro, nadie hubiese imaginado que aquel rostro segundos antes estuvo bañado por el llanto.

—Estamos de acuerdo, Iris —dijo Betty a regañadientes—. No habrá ceremonia espectacular.

Pensó: «Ni de ninguna otra clase. Andrews se va. Me deja con esto…».

En alta voz manifestó:

—Es posible que nos casemos dentro de dos días y nos vayamos inmediatamente.

—¿Más innovaciones? —chilló Betty, agitando el disco que tenía en la mano.

—Lo siento.

—Qué raro, qué raro es todo esto…

Aquella misma noche, cuando intentaba dormir, sonó el teléfono. Asió el auricular. Preguntó quedamente:

—Diga…

—Soy yo, Iris. No me he ido… Tengo que quedarme. ¿Cuándo nos casamos?

Un silencio. Después…

—Cuando tú digas.

—Dentro de dos días —y colgó.