II
Betty se movía por la alcoba.
—Si pararas de una vez, Betty —susurró la figurina que se hallaba tendida en el lecho—. Apaga la luz y márchate.
—Si busco los zapatos de Dean…
—¿Y por qué han de estar en mi habitación?
Betty se desesperó buscando todos los rincones con los ojos.
—Los he buscado por toda la casa —gritó exasperada—. No pensará Dean que le voy a poner los nuevos. Mañana lloverá, como si lo viera, y no tengo ganas de oír a Jack si me pongo a buscar los zapatos de su hijo a la hora justa de irse al colegio —se enderezó—. ¿Sabes lo que te digo, Iris? Si algo descompone a Jack es mi despiste.
—No me extraña.
—¿Y qué voy a hacer yo si nací así? —seguía levantando alfombras y cojines. Hurgando en los armarios abiertos y en los cajones de tocador—. Diablo de Dean. Es él quien los esconde. ¿Te enteras? Todo para desesperarme. Si fuera tan normal como Mitsy —se echó a reír de súbito, blandiendo los zapatos, aún llenos de barro—. Míralos. ¿No te lo decía yo?
—Pero —se incorporó en el lecho—. ¿Quién los metió en el cajón de mi tocador?
—Pregúntaselo a tu sobrino. ¿A quién se parecerá esa criatura? —se sentó en el borde del lecho de su hermana menor y sacudió los zapatos—. Es el tercer par que estrena este invierno. A este paso, nos arruinamos comprando zapatos. Dean es así. No hay criatura más insoportable… Si se pareciera a Mitsy. Pero Mitsy es como tú. ¿Te acuerdas de mí cuando era pequeña?
—Betty, por favor, que tengo un sueño loco.
Betty no se movió.
Podría ser muy despistada, pero no tanto como Iris se creía. Dejó los zapatos en el suelo y, riendo, preguntó:
—¿Qué tal el piso? ¿Te gustó? Claro que Andrews no tiene mucho dinero, pero sí una buena carrera y un sueldo principesco. Has tenido suerte, Iris. Yo creo que Andrews es el hombre que te conviene.
Ella no era novia de Andrews porque le conviniera, sino porque le amaba. Le amaba con todas las fuerzas de su ser; lo que ocurría era que no sabía expresarlo ni como Betty ni como Andrews.
—Está loco por ti —continuaba Betty, sin dejar de contemplar absorta los zapatos de su hijo mayor—. Nunca vi un hombre tan enamorado de una mujer. ¿Sabes que hasta Jack se fijó? Es bien distraído para ciertas cosas; pues, a pesar de eso, me dijo ayer: «Me alegro de que Iris se case pronto. Están demasiado enamorados uno del otro, y si bien Andrews tiene treinta y tres años, Iris solo tiene veintidós y es una cría en cuanto a experiencia pasional. Sin embargo, Andrews fue hombre que corrió mucho y es excesivamente apasionado». Yo también pienso así. Cuando hoy comíamos todos en el comedor de días festivos, Andrews hacía inauditos esfuerzos por mantenerse quieto cerca de ti. No cesaba de mirarte.
Iris ya lo sabía.
También ella temía el amor de Andrews. ¡Era tan loco para expresarlo!
—Vete con los zapatos. Aún hay que limpiarlos.
—Lo hará Melania ahora mismo —dijo riendo—. ¿Qué te parece Dean? Todo es para darme la lata mañana a mí y para que Jack se ponga furioso. Esta manía de Jack de llegar siempre puntual al trabajo. Dios nos libre que no trabajara en sus propios negocios. A propósito de esto. Iris. No vas a retirar tu parte de las fábricas de tejidos, ¿verdad?
—¿A qué fin?
—Yo qué sé. Jack me lo dijo ayer por la noche. Me dijo: «Oye, Betty, ¿qué pensará hacer Iris con su herencia?».
—Nada. No la necesito para vivir. Pretendo seguir formando parte de la compañía limitada.
—Eso le parecerá muy bien a Jack. Para nosotros hubiera sido mejor que pidieras tu parte, pero no somos egoístas. Ni Jack ni yo estaríamos de acuerdo, aun por mucho que nos conviniera.
—Cállate, loca. Ya sé cómo sois. Las personas más desinteresadas de este mundo, tanto Jack como tú. Quiero decirte algo, Betty. He sido muy feliz con vosotros. Quizá por eso me da un poco de miedo cambiar de vida.
—¿Te da miedo?
Iris se agitó en el lecho.
—Bueno, miedo no es la palabra exacta que podría definir esta digamos situación psicológica.
—Menos fraseología, Iris —rio su hermana—. Yo no soy tan inteligente como tú. Habla claro.
—Me da no sé qué. ¿Turbación? Siempre temí a los hombres demasiado enamorados. ¿Te acuerdas de Sam?
—¿Tu eterno enamorado?
—Betty.
—Pobre Sam. Nunca se resignó a perderte, y tú nunca le hiciste caso. Ahora no sé dónde anda. Hace cosa de tres meses, Jack me dijo que se había ido a Boston… Ojalá se quede por allá. ¿Quieres que te diga una cosa? Sam no era hombre para ti. Tú tienes una personalidad extremada, y Sam era algo tonto. En cambio, Andrews tiene una personalidad que anula la tuya. Así tiene que ser un hombre para que una mujer le quiera. ¿Te acuerdas cuando yo me casé con Jack? Hace ocho años. Justo a los nueve meses nació Dean. Robert me hacía la corte, pero luego apareció Jack… y se acabó la duda por mi parte. A Jack no me costó nada quererle. Le quise inmediatamente. Si hubiese estado enamorada de Robert, también me hubiese ocurrido así. ¿No crees?
—Supongo.
—Eres tan poco expresiva —comentó Betty riendo, olvidándose por completo de los zapatos de su hijo, los cuales reposaban sobre el gris de la moqueta que cubría toda la habitación—. Yo lo contaba todo, Iris. Me acuerdo de que, como tú eras pequeña y además estabas en el pensionado casi todo el día, pues solo regresabas a la hora de comer, por la noche, y te ponías a estudiar como una loca, no podía contarte nada a ti. No me hubieses comprendido. No teníamos madre ni padre… Fue horrible. Tener tanta cosa que decir y no hallar una persona que te escuchase. ¿Sabes a quién se lo contaba todo? A la vieja Melania, que, después de oírme en silencio, se llevaba las manos a la cabeza, exclamando invariablemente: «¿Y no te casas en seguida, hija mía? Nos vais a dar un disgusto tú y Jack Mulloy». ¡Era tan divertido oír a Melania!
Como Iris no contestaba, se inclinó hacia ella.
—Tú nunca cuentas nada. ¿Es que no tienes que contar?
—¿De qué?
—De tu amor por Andrews. Te casas dentro de cuatro días y siempre estás silenciosa. Yo sé que le adoras y, sin embargo, nunca lo dices.
—Si ya lo sabes.
—Pero mujer, así se sufre menos. Hablando, contándolo todo, una no tiene ese sufrimiento interior.
—Iris —gritó la voz de Jack, impaciente, desde el pasillo—. ¿Has visto a tu hermana?
—Oh, oh —exclamó Betty, agarrando los zapatos y yendo hacia la puerta—. Ese loco ya está reclamándome —le guiñó un ojo a Iris—. ¿Sabes lo que te digo? Seguimos tan enamorados como el primer día.
—¿Estás ahí, Betty?
—Ya voy…
—Diablo, pensé que te habían raptado.
Betty salió corriendo, y su hermana, desde el lecho, oyó el murmullo de su voz junto a la de Jack, también tenue y arrolladora.
Cerró los ojos.
Le gustaría ser como Betty, pero no podía. Ella lo sentía todo en su corazón como un volcán. Abrasando y palpitando.
Betty lo decía todo. Sufría menos. Ella todo se lo callaba; por eso sentía aún mucho más que su hermana.
Apagó la luz y se dispuso a dormir.
¡Faltaban cuatro días!
¡Cuatro días!
Era horrible pensar que iba a darle muchísima vergüenza estar sola con Andrews, siendo este su marido.
Si Andrews fuera más reposado, menos impulsivo, menos apasionado…
Pero Andrews no sabía contenerse. Era como un fuego en pleno fragor. Lo arrollaba todo.
Y fue así desde un principio.
El día que lo llevó de la estación a su casa, antes de descender, soltó el maletín y el paraguas, y con el sombrero en las rodillas, se inclinó hacia ella.
«Me gustaría besarte».
Ella se sofocó.
Sam era su eterno enamorado. ¡Sam Wilson!
Tenía veintisiete años y siempre estuvo enamorado de ella, pero ella nunca pudo corresponderle.
Con Andrews todo fue distinto.
Andrews tenía fuego en sus palabras y como una brasa en sus ojos, grises como el acero.
«Está usted loco», le dijo aquella noche.
«Loco por desear besar a una chica».
«No le autoricé a que me tuteara».
Andrews descendió y, después, metió la cabeza por la ventanilla.
«¿Me das tu número de teléfono?».
Claro que no se lo daría.
«Te llamaré mañana».
No se lo daría.
Pero al día siguiente Andrews la llamó. Era fácil, en Baltimore, hallar en la guía telefónica el número de los Murhy. Tenían la red de fábricas de tejidos y tiendas más famosas del país.
Fue con él.
Y después…, fue todos los días.
Se relajó en el lecho y sus labios susurraron tenuemente:
—Andrews…, Andrews…
Pero eso no lo sabían ni Betty ni el propio Andrews Dutch.