IV

Corrió hacia ella.

Vestía de gris, impecable. A decir verdad, por su posición social, aunque no económica; por su carrera y por el puesto oficial que representaba, Andrews siempre vestía impecable.

Alto y firme, de gran virilidad, apasionante en sus modales, interesante en su pronta madurez, resultaba de un atractivo masculino nada común.

La cosita frágil y linda, delicada, que era Iris, a su lado daba la sensación de que iba a quebrarse en cualquier instante.

Por eso Andrews sentía aquella intensidad emocional de protección. La deseaba, la adoraba y al mismo tiempo le daba la sensación de que Iris sin él no podría sostenerse, dada su estremecedora e indescriptible espiritualidad.

—Como siempre —sonrió tibiamente—, te adelantaste media hora.

—Perdona; la impaciencia.

Lo tenía a su lado, inclinada la alta talla. Iris, antes de que pudiera besarla, pues era muy capaz de hacerlo delante de Betty, aunque esta estuviera a dos pasos, se colgó de su brazo con las dos manos y tiró de él hacia su hermana.

Betty, por su parte, ni se enteró de la presencia de su hermana ni de la proximidad de Andrews. A decir verdad, ya se había olvidado de él.

—Pero Betty —susurró Iris—, si tienes el armario de tu hijo lleno de pantalones. ¿Sabes lo que te digo? No me explico cómo Jack te hace caso y te trae todos los retales de las tiendas.

Betty se volvió enojadísima.

Se encontró con los dos delante de ella, cogidos del brazo, muy pegados uno a otro.

—Dejadme en paz. Me he propuesto que Dean lleve pantalones hechos por mí a tu boda y te aseguro que me salgo con la mía.

—Recuerdo —sonrió Iris divertida— que ocurrió igual cuando la boda de nuestra amiga Enma Pelton, y recuerdo asimismo que a última hora tuviste que ponerle el que estrenó para el bautizo de Dick Norton.

—Pues te aseguro que esta vez me salgo con la mía. Se me olvidaba. Han llegado más regalos; iros a verlos.

Andrews lo estaba deseando.

Iris, no. No por evitar la soledad con Andrews, sino porque lo conocía.

—Vamos —susurró Andrews en su mismo oído—. Anda, tengo unas ganas de besarte…

—Andrews, no seas así.

Él no podía ser de otro modo.

—Por eso, presionándola por los hombros, sin hacer caso de Betty, que bufaba, debido a lo mal que le salía el patrón del pantalón de Dean, la empujó suavemente y ambos salieron hacia el pasillo.

—Hace nueve meses que estamos constantemente juntos, salvo los pequeños viajes que hago a Boston o a Nueva York, y aún no te acostumbraste a mi modo de ser.

—No es eso.

Entró antes que él, desprendiéndose de su mano con aquella delicadeza suya tan femenina.

Andrews entró y cerró la puerta.

—¿Qué es entonces?

—No sé —se agitó, caminando hacia los regalos expuestos al otro extremo del salón—. Mira.

Ya lo tenía detrás de ella.

—Iris… Dime qué es.

—Pero… si no lo sé.

La sujetó por los hombros La perdió en su cuerpo.

—Dilo… Así… —le levantó la barbilla con el dedo—. Dímelo. No dejes de mirarme.

No podía.

Le hurtaba los ojos.

¡Era tan viva la mirada de Andrews!

¡Le imponía tanto!

Lo amaba intensamente y a la vez… le daba vergüenza aquel cariño suyo tan natural.

—Iris…

—Mira qué regalos llegaron ayer.

—Por favor…

La besaba ya.

—Tengo que adorarte —dijo—. No sé si es por tu modo de ser o porque lo necesito para vivir.

—Deja.

—Pero si me gusta tocarte, Iris. Si nos vamos a casar dentro de cuatro días. ¿No comprendes?

Comprendía.

Era natural en él. Pero… o era demasiado espiritual o le intimidaba Andrews como el primer día que lo conoció, durante el cual tanto la turbó su modo de ser, su mirada, su voz…

—Este es de los Norton. Un juego de café precioso —dijo, roja como la grana.

Andrews no miraba.

¡Bastante le importaban a él los regalos!

—Andy, mira este otro. Es un jarrón de china. Me lo envió Otilde. Es decir, Kim y James.

—Tu mejor amiga —dijo Andrews sonriente.

—Hace más de diez meses que no la veo. Pero le escribo todos los días… Desde que salimos del pensionado no dejamos de escribirnos. Ni aun ahora que está casada… —y bajo, sin que Andrews dijera nada, excepto mirarla y tocarla—: Estate quieto.

—No puedo.

—Andrews, te lo ruego.

—Tiembla tu voz para decírmelo. ¿Qué vas a hacer dentro de cuatro días?

—Andy, por favor…

Se alejaba de nuevo.

La entrada de Dean corriendo evitó un nuevo beso.

—Maldito pescozón —gruñó Andrews. Y en alta voz—: ¿Qué diablos se te perdió aquí?

El niño gritó feliz:

—Pero si es tío Andy. ¿Me has traído la escopeta?

Iris reía.

Lo hacía con ironía, buscando los ojos furiosos de Andrews…

Tuvieron que llevar al niño, y como Jack acababa de llegar, todos pasaron al comedor, menos Betty, que seguía afanosa en su patrón.

—Deja eso, caray —gritó Jack fuera de sí—. Con tus patrones, me los encuentro hasta en los calzoncillos. ¿Cuándo dejarás de hacer una cosa que no sabes?

—Te aseguro —susurró Betty pacíficamente— que esta vez me salen de maravilla.

—Pues déjalo para después. Tengo un hambre de lobo.

* * *

Pasó por la portería corriendo.

El portero lo llamó casi a gritos.

—Míster Dutch, míster Dutch, se olvida usted del correo.

El correo.

Puaff.

Iba a casarse dentro de cuatro días. ¿Cómo podía Sam acordarse del correo?

—Dámelo —refunfuñó—. Nunca espero nada nuevo. Circulares, órdenes y cartas de Bancos que desean siempre cuentas corrientes. Como si yo tuviera dinero para meter en una cuenta corriente.

Lo agarró por el aire y subió las escaleras de dos en dos.

Empujó la puerta y metió el correo en el bolsillo sin mirarlo. Después se quitó el gabán y recorrió todo el piso.

Iba a vivir allí con Iris. Nada le dijo aún, pero… Sí, él tenía que pasar allí su noche de bodas. ¿Por qué no? Era su hogar. Iba a ser su hogar con Iris…

Lo palpó todo como si no lo tocara jamás. Miró cada detalle pensando en ella.

«Tiene razón June. Soy demasiado expresivo. Demasiado apasionado».

Pero no le pesaba.

Adoraba a Iris… Si iba a casarse con ella cuatro días después, ¿cómo no iba a estar loco de ilusión?

Se dejó caer en una butaca.

Al día siguiente, a las seis de la mañana, tomaría el avión para Nueva York. Su último viaje antes de casarse. Después se tomaría un mes de vacaciones. No tenía decidido aún dónde iba a pasar su luna de miel: ¿al Pacífico? ¿A cualquier isla? ¿Y por qué no a Roma?

También podía ser París…

Se alzó de hombros y se puso en pie, procediendo a quitarse la ropa. Regresaría por la noche e iría a comer a casa de Iris. Jack era un hombre maravilloso. Sería un buen cuñado. Betty, muy despistada, pero deliciosamente encantadora. Dean, no. Ni Mitsy. Eran dos chiquillos impertinentes. Siempre aparecían cuando menos se deseaba.

Claro que cuando se casase con Iris solo los vería a medias.

Se tendió en la cama cuando tuvo el pijama puesto.

Miró a lo alto, entrecerró los ojos y se dedicó a pensar en Iris.

El correo…

Sí, lo tenía en el bolsillo del gabán. Bueno, ya lo vería. No habría nada nuevo. Como iba a llevar puesto aquel abrigo en el viaje del día siguiente, lo miraría en el avión. Claro que no merecía la pena.

La pena la merecía Iris.

¡Qué tímida era, pero qué intensidad la suya…! Una intensidad que había que arrancar a pedazos, pero con mucha habilidad. Él era un hombre hábil con las mujeres. Claro que hasta la fecha no tropezó con una muchacha tan sencilla. Por eso estaba como loco.

Empezó a cortejar a las chicas cuando tenía quince años.

Sonrió divertido y en el fondo algo avergonzado. ¿Qué diría Iris si lo supiera? A los quince años tenía una novia que era, ni más ni menos, camarera de un bar. Él estudiaba el quinto curso de Bachillerato. Nunca suspendió nada, pero eso no impedía que disfrutara de lo lindo con las chicas. La camarera del bar tenía veintitantos años, y él lo pasaba bomba con ella.

Lástima que luego se enteró Denis, y una noche le sentó junto a sí y empezó a hablarle de moral y cosas parecidas.

Fue un fastidio romper con aquella chica. Claro que después surgieron otras. Muchas. Todas iguales. Hasta que encontró a Iris no sintió ningún deseo de dejar su celibato.

Mentalmente contó sus años. Treinta y tres. Una buena edad para formar un hogar, para tener hijos, para sentar la cabeza.

Él nunca fue un sádico, pero tampoco un santo.

Ciertas cosas se las refería a Iris alguna vez. Iris lo miraba con aquellos ojos inmensos, muy abiertos o casi cerrados, según su estado de ánimo. Y después, suavemente, le censuraba.

¡Iris!

El solo pensamiento de que iba a ser su esposa le enloquecía.

Giró en la cama y cerró los ojos.

¡Tenía un sueño!

A la mañana siguiente, a las seis en punto, tenía que estar en el aeropuerto. Su cargo oficial no le permitía evadirse de sus deberes. Claro que a las ocho de la noche estaría en casa de Iris de regreso ya.