III

June Forbas escuchaba a su cuñado sin abrir los labios.

Andrews siempre hablaba por los codos. Era así de impulsivo. Tomaba la palabra y no cesaba hasta que su cortesía innata le hacía comprender que no permitía hablar a los demás.

Claro que June era muy callada. Viuda de su hermano mayor, demasiado joven, con un niño de ocho años y ante un problema material nada sencillo, resultaba melancólica por naturaleza.

Casi por necesidad, pensaba Andrews cuando tenía la buena ocurrencia de pensar en los demás, cosa que no ocurría aquella temporada, puesto que iba a casarse y todos sus pensamientos se reducían a una sola persona y a un solo acto: Iris y su matrimonio.

—Hemos ido a ver el piso, June —decía en aquel instante—. Es una preciosidad. Mandé a la casa decoradora que siguiera al pie de la letra mis instrucciones. Te aseguro que me quedé sin un centavo. Me queda exactamente para la luna de miel. Ya sé que Iris es rica, pero yo soy el hombre más desinteresado que existe —no mentía—. No soy, además, hombre precavido. Me basta con tener para hoy, y siempre pienso que mañana ya aparecerá —de súbito reparó, como siempre, en el mutismo de June—. Oh, perdona —exclamó algo cohibido—. Con mi felicidad, me olvido de cosas importantes. ¿Dónde está Denis?

—Lo acosté ya.

—Lástima. Me gustaría verle.

—Como madruga tanto para ir al colegio… Ya sabes, lo llevo a la par que yo me voy a la oficina y lo recojo a mi regreso.

Andrews, alto, fuerte, de cabellos muy negros y ojos pardos de mirada rutilante, muy masculina, con una virilidad indescriptible, metió la mano en el bolsillo y sacó unos billetes.

—Esto es —dijo tímidamente— para que le compres algo práctico a Denis. Aunque me caso, no voy a olvidar que es mi sobrino y ahijado. Ya sabes dónde estaré. No quiero que olvides que soy el único hermano que tuvo tu marido.

—Eres muy generoso, Andrews —dijo June con tristeza—. Pero yo te ruego que no te ocupes de nosotros. Con el retiro que me quedó de Denis y mi sueldo, tengo más que suficiente para vivir, y aún me alcanza para tomarme unas vacaciones en el verano e irme con Denis a un lugar tranquilo, donde soy feliz.

—Lo sé; pero yo sigo pensando que eres demasiado joven. ¿Por qué no te casas de nuevo? Ya sé que has querido mucho a Denis, si bien, desgraciadamente, él ya no existe y tú sigues viviendo, y tienes solo treinta y dos años y estás bien viva. Yo creo…

—Hablamos muchas veces de eso, Andrews. ¿Quieres que lo dejemos hoy, como lo hemos dejado en otras ocasiones? —Andrews asintió con una cabezadita—. Gracias, Andrews. Tú comprendes, ¿verdad? Estás enamorado. Dime qué harías tú si te faltara Iris.

Andrews se agitó en la silla.

Hasta para moverse era aparatoso y apasionante.

—Me volvería loco —exclamó de inmediato—. No podría soportarlo.

—Pues imagínate que yo nunca podría permitir que otro hombre ocupase el lugar que dejó tu hermano.

—Lo…, lo comprendo. Si mido tu amor desde la dimensión del mío —se puso en pie nerviosamente—. Ya sabes cómo la amo. ¡Dentro de cuatro días! —susurró, mirando al frente con indescriptible ilusión—. Estoy como loco —consultó el reloj—. Oh, mañana tengo que ir a Nueva York. ¡Esta carrera mía, que me obliga a tantos viajes! Será lo que más va a dolerme. Claro que no podré dejar sola a Iris dos veces por semana. Me será de todo punto imposible. Mientras no tengamos hijos…, y creo que aun teniéndolos no podré estar separado de Iris un solo día, cuánto más dos veces por semana —se alejaba hacia la puerta—. Dile a Denis que vine a verle. Me quedan muchas cosas que hacer en estos cuatro días. Si no vengo por aquí, por favor, discúlpame.

—No te preocupes por nosotros.

—¿Tienes ya la ropa para Denis?

—Si te refieres a la ceremonia, sí que la tengo.

—Eso está muy bien. ¿Y tú? Ya sabes que es una boda de postín. No es que yo sea un don nadie —rio divertido—, pero Iris pertenece a lo mejor de la sociedad. Y dice que la ceremonia será espléndida.

—No te preocupes, Andrews —iba con él hacia la puerta—. Ya sabes que nunca te dejo mal.

—Eres mi única familia —apuntó el novio de Iris Murhy ya en el umbral—. Ya sé que no me dejarás mal. Lástima que Denis no puede verme —se echó a reír con desenfado—. Denis y yo siempre estuvimos muy unidos. Quizá el hecho se debiera a que Denis fue siempre muy generoso y yo era diez años menor que él. A Denis se lo debo todo; con lo cual yo te digo que me parecerá muy mal que un día tengas una necesidad, de la índole que sea, y no me lo participes.

—Tú también eres muy generoso, Andrews —murmuró June enternecida—. La compañía que me diste todos estos años fue más que suficiente.

—Ahora no podré verte en estos cuatro días. Tengo tanto que hacer.

June dijo con ternura:

—Serás feliz, Andrews. Bien te lo mereces. Iris estará orgullosa de ti.

—Sé que me quiere —apuntó, ya pisando el rellano—. Me quiere tanto o más que yo, pero no es tan expresiva como yo —se echó a reír—. Dicen que soy el colmo en cuanto a vehemencia y expresividad. Creo que uno nace así, y así continúa hasta morir. No te molesto más, June. Te veré el día de la boda.

—Te deseo mucha felicidad, Andrews. Lo sabes bien.

Andrews agitó la mano y echó a correr escalera abajo. Aún tenía que ver a Iris en su casa. Hacía mucho frío y llovía torrencialmente, por lo cual quedaron en verse en la casa paterna de Iris, donde esta vivía con su hermana Betty, su cuñado Jack y los dos críos, que, dicho en verdad, a juicio de Andrews, resultaban algo insoportables.

Llegó a la calle y subió de un salto al lujoso automóvil negro que le esperaba. Empuñó el volante y puso dirección a la vivienda de su prometida.

* * *

Detuvo el auto ante la casa de veinte plantas, en la decimocuarta de la cual vivía Iris con su familia.

Todo el inmueble pertenecía a los Murhy; pero eso, a una persona como Andrews Dutch, le tenía muy sin cuidado.

Saltó del auto y cruzó los metros que le separaban del portal. Allí, en aquel portal, a los quince días de ser novio de Iris, la besó largamente en la boca, con gran asombro de la joven, que, por lo visto, era la primera vez que la besaba un hombre.

Él fue siempre un don Juan, un Casanova. Un tipo sexual, que se moría por todas las mujeres. Por eso tardó tanto en casarse. En cambio, con Iris deseó casarse a los dos meses. Y si aún llevaba nueve sin casarse, la culpa de todo la tenía la sensatez de Iris.

Sonrió, al tiempo de meterse en el ascensor.

Su cómplice. Sí, sí. El ascensor era su cómplice.

¡Cuántas veces acorraló a Iris en aquella esquina para envolverla en sus brazos y buscar avaricioso su boca! La culpa no la tenía él, sino aquel temperamento suyo desbordante, que nunca podría controlar.

Ni ante Iris, que era una chiquilla a su lado, pudo sojuzgarlo. Quizá fue cuando más se desbordó.

Pensó en ella con intensidad, mientras el elevador subía.

Aquellos ojos azules tan grandes, que se abrían desmesuradamente cuando lo miraban, se cerraban casi cuando la besaba, se agitaban cuando él se acercaba. Era de una sensibilidad extremada. Sí, Iris era así. Sensible hasta negarle un beso cuando él, sin fijarse en quien les rodeaba, se lo pedía.

Tenía una voz tenue, para susurrarle aturdida: «Basta, Andrews. Cómo eres».

Él se volvía loco con ella.

No podía remediarlo.

El ascensor se detuvo y salió casi corriendo. ¿Qué hora sería? Las ocho por lo menos. Estaba citado en casa de Iris a las ocho y media. Siempre llegaba demasiado temprano a las citas. La culpa de todo la tenía su impaciencia.

Pulsó el timbre.

El día que Iris fuese su mujer iba a enloquecer de felicidad. Lo peor sería que asustaría demasiado a Iris.

—Buenas noches, míster Dutch —saludó la doncella—. Pase, pase.

—Hace un frío condenado, Ali. ¿Ya están todos en casa?

—El señor no ha venido todavía. La señora está en el salón y los niños en el cuarto de estudios. En cuanto a la señorita Iris, no ha salido aún de su habitación.

¿La habitación de Iris?

¡Hum! Nunca la vio. Se moría por verla, por saber dónde se movía, lo que tenía dentro.

Ya sabía que era de una delicadeza extremada. Nunca se enfadaba. Tenía un carácter suave; siempre igual.

—Por aquí, señor.

—No te preocupes por mí, Ali —dijo, colgando el gabán y el sombrero en el perchero—. Ya sé el camino.

Se alejó a paso elástico.

A juicio de la doncella, era guapísimo. En la cocina lo comentaba en aquel instante:

—Es un cielo. Me parece imposible que vaya a casarse con la señorita Iris. Es tan especial.

Melania, que disponía el té para los señores, se volvió con la tetera en la mano.

—No digas bobadas, Ali. ¡Qué sabes tú, si hace seis meses que vives en esta casa! Hay que conocer bien a la señorita Iris para catalogarla. ¿No es cierto, Susan?

La cocinera siguió en su tarea de preparar canapés.

—Opino que sí; hay que conocerla, pero Ali no tiene la culpa de llevar aquí seis meses tan solo y desconocer a la señorita. Al principio de entrar al servicio de los señores yo opiné igual. Nunca se expresa mucho. Parece que le deben y no le pagan; pero a medida que se la conoce, se da una cuenta de que está llena de virtudes. Jamás pide las cosas con soberbia. Jamás se enfada si no las tiene a punto. Con el tono más suave, dice siempre: «No se preocupe, Susan». Hay que conocerla un poco para darse cuenta de que es una perfecta dama —bajó la voz, inclinándose hacia las dos compañeras—: En cambio, la señora… Es como un torbellino —se echó a reír suavemente—. ¿Sabéis a quién se parece? A míster Andrews.

—No digas eso —refunfuñó Melania—. Llevo con las dos señoritas más de veinte años, y os puedo asegurar que la señorita Betty está llena de generosidad y buenos propósitos. Lo que ocurre es que siempre fue una despistada. Recuerdo una vez, cuando tenía quince años, que estaba llamando a una amiga por teléfono desde el living, y la amiga le estaba contestando desde la esquina del mismo. No se dio cuenta hasta que esta se echó a reír, yendo hacia ella. Todo lo hace así.

—Entonces tengo que admitir —dijo Ali a regañadientes— que la señorita Iris no es una orgullosa.

—¡Claro que no! Ella es así, como es.

Entretanto, Andrews llegó al saloncito donde Betty cortaba el patrón de unos pantalones de niño.

—Oh —exclamó al ver a su futuro cuñado—. Pasa, pasa. Nada me gusta más que coser.

—Pero Betty… ¿Lo sabe Jack?

—Jack tiene bastante con su oficina. Casi nunca se entera de nada, excepto de que existo, me ama y me necesita —se echó a reír—. Ponte cómodo. Sírvete lo que quieras. Iris no tardará en bajar. Yo sigo con mi patrón. Si hay algo que me ilusiona en este mundo es hacer pantalones para Dean. ¡Los rompe tanto!

Andrews ya conocía a Betty; por tanto, no se asombró. Pensó, eso sí, que siempre estaba haciendo pantalones para Dean, pero daba la casualidad de que Dean los ponía de confección. En todos los cajones de la casa había patrones, y su hermana menor se reía mucho de las manías de Betty.

—¿Quieres tú una copa, Betty?

—Oh, no. De momento tengo bastante con el patrón. ¿Sabes, Andy? Pretendo que Dean vista estos pantalones el día de tu boda.

—Ji —rio Andrews, llevando el vaso a los labios.

En aquel momento entró Iris en el saloncito, con su majestuosa suavidad, su media sonrisa, tan humana; su mirada cálida, cálida…