XIII
Tenía no sé qué en la mirada. Como si bajo los ojos color turquesa se ocultara una sombra de profunda melancolía.
No se movió.
No se atrevió a ir hacia ella.
Iris le miró rápidamente, desvió los ojos, cerró la puerta y avanzó hacia una esquina de la sala, donde, al fondo, ardía una chimenea.
—Siéntate, Andrews —dijo con un acento de voz demasiado natural.
Andrews dudó un segundo, pero luego, firme y seguro de sí mismo, elegante en su atuendo azul marino, avanzó y se dejó caer frente a ella.
Hubo un silencio.
Fue Andrews quien rompió aquella inmovilidad, ofreciéndole la pitillera. Mil recuerdos, mil agitaciones, dominándolo todo. Mil esfuerzos para evitar los recuerdos Mil voluntades para contenerlos.
—¿Quieres?
—Sí.
Le ofreció fuego.
Iris entornó los párpados para aceptar la lumbre. Después, se recostó en el sofá y fumó aprisa.
—No sé qué decirte.
—Nada.
—¿Nada?
—Del pasado, nada —rotunda.
No era la muchacha suave, ruborizada, tímida, de antes. Era una mujer firme, de voluntad férrea, de voz segura.
¿O no lo era? ¿No tenía aquella voz, en el fondo, como una vacilación? Posiblemente.
Pero había que conocer mucho a Iris, y Andrews no dio pruebas de conocerla tanto, cuando se permitió una duda con respecto a su honestidad, para saber que no era como aparentaba.
—Tú dirás —murmuró—. Ya has regresado de tu viaje…
—No estuve de viaje.
—Ya.
—Tanto te da saber dónde y cómo estuve.
—Me da.
Así.
Como si no dijera nada.
Y, sin embargo, lo decía todo en una sola frase.
Andrews se inclinó hacia adelante para verla mejor.
—No olvidarás jamás.
—Quisiera olvidar.
—¿Quisieras?
—Sí. No es cosa mía.
—¿De quién?
—¿Qué importa ya?
—Hemos perdido lo más hermoso de nuestro noviazgo.
Lo decía sin preguntar.
Pero Iris respondió como si fuese una interrogante.
—Sí —dijo—. Hemos perdido lo mejor… Pero… eso ya no puede lamentarse.
—No me perdonaré nunca.
—¿Tú?
—Ni tú.
—Yo lo intento.
—Y no puedes.
Desvió la mirada.
Fumó con fruición, como si en el cigarro hallara fuerzas, que le empezaban a faltar.
—Iris…, no puedes, ¿verdad?
—No.
—Va a ser difícil la vida para los dos. Para mí más que para ti.
—¿Por qué para ti más que para mí?
—Porque yo… sé olvidar.
—Si estuvieras en mi lugar…
—Lo estoy. Para los efectos, estoy tan afectado como tú.
Era un vanidoso o un necio, a juicio de Iris.
Nunca podría estar en su lugar. La ofendida, la atropellaba. La herida era ella.
Pero no lo dijo.
Aplastó el cigarrillo, a medio consumir, en el cenicero y cruzó una pierna sobre otra.
—Aclaremos la cuestión, Iris. No de nuestro pasado, sino… de nuestro futuro.
—Me casaré contigo.
—¿Así?…
—¿Cómo así?
—Sin entusiasmo.
—Sin entusiasmo. Puedes romper si quieres…
—Me dices eso como si me dieras una bofetada. Para mí, el amor no ha muerto. Ha crecido. Tiene dimensiones insospechadas ahora…
Fue a acercarse a ella.
Fue a tocarla.
Pero Iris retrocedió hacia el respaldo del sillón, como si miles de demonios la impulsaran.
—Iris…, ¿qué te pasa?
Ella se agitó.
Miró al frente.
Una gota de sudor apareció en su sien.
—Iris…, ¿no puedes?
Aspiró hondo.
Costaba decirlo.
No se dio cuenta hasta aquel instante, pero, al dársela, un dolor inenarrable la agitó.
—Iris…, ¿qué te pasa?
—No…, no… puedo.
—¿Qué dices?
Se puso en pie como si no pudiera soportar la inmovilidad y la mirada de Andrews, enloquecida, desconcertada, fija en ella.
—Iris —llamó Andrews roncamente—, Iris…
* * *
Se quedó de espaldas.
Su voz, al hablar, tenía como un matiz desolador.
—No puedo. Me da la sensación de que…, de que…
—De que todo surge en el prado.
Se volvió.
Tenía una palidez mortal cubriendo la belleza de su rostro. Una desesperación agónica en los ojos.
—Te espanta mi proximidad —susurró Andrews desesperadamente.
No dijo nada.
Pero la expresión de su rostro fue una clara respuesta.
—¿Es… así?
—Sí, sí —y como un gemido—: Te quiero. Como el primer día. Ni aquello… fue suficiente para destruir mi amor por ti. Pero…
—Pero te espanto.
Afirmó con un breve movimiento de cabeza.
—¿Sabes lo que eso supone, Iris?
—Estoy… empezando a saberlo.
—¡Dios santo! He sido un loco, un malvado. Yo pensé… O no pensé… —se acercaba a ella despacio, como borracho—. Debí suponerlo. Pero no me di cuenta; estaba ciego y loco… Loco de dudas y de celos. Loco de desesperación. ¿Cómo fui tan necio? ¿Cómo pude…, sabiendo cómo eres tú? Iris —ella le escuchaba como abrumada—, Iris, escucha… La convivencia. La vida juntos… Aquel hogar…
—Tú no tendrás paciencia.
—¿Para reconquistarte?
—Para… soportar mi… horror.
—¡Cristo del cielo! Es esta la peor condenación que pudo darme Dios. Debía pensarlo, dada tu sensibilidad. ¿No podemos empezar de nuevo, Iris? ¿No puedes poner un poco de tu parte?
No podía.
Sabía ya que no podía. Y lo más grave de todo fue que no lo supo hasta aquel instante.
—Estás dispuesta a casarte conmigo.
Asintió.
Ni siquiera dijo que sí con la boca. Lo afirmó con la cabeza.
—¿Y después?
—Después…, ¿qué? —preguntó con un hilo de voz.
—Me conoces.
—Sí.
—Sabes que…, sabiéndote mi esposa…, yo haría y diría que no buscaría jamás lo que tú, de propia voluntad, no me dieras. Pero mi amor, mi temperamento emocional, mi impulso y mi ardor…
—Entonces…, no nos casamos.
—Estás loca.
—Andrews —casi gimió—, te estoy hablando con la mayor sinceridad del mundo; no podría engañarte. Quizá haya olvidado lo ocurrido. No lo sé. Mas es seguro que el subconsciente está presente en toda su crueldad. No trato de echarte nada en cara. Ya no. He reflexionado. Estoy segura de que te quiero. Que te quiero como el primer día —y bajo, con desaliento—: Hubiese querido poder decirte otra cosa… Pero iría contra mí misma.
—Y así…, no eres capaz de que me acerque a ti.
Movió de nuevo la cabeza afirmando.
—Iris…, ¿sabes a lo que nos exponemos?
—¿Sabes tú a lo que yo estoy expuesta?
Andrews bajó la cabeza, giró en redondo y fue a hundirse en una butaca con la cabeza entre las manos.
—Andrews…
—No me explico cómo, siendo como eres, cómo, sintiendo lo que sientes, cómo, después de ofenderte tanto…, aún tienes paciencia para hablarme sin odio. Sé cuánto daño te hice y de la forma que destruí lo más bello de nuestra vida. Pero… —alzó la cabeza. Sus ojos parecían extraviados— estamos vivos, vamos a casamos por encima de todo, estaremos juntos, a ser posible, todas las horas del día… ¿Crees que ni eso disipará tu horror?
Iris cayó frente a él como si la empujara una mano invisible. Su sensibilidad parecía más a flor de piel en aquel instante.
—Si no tuviera esa esperanza —dijo quedamente, mirando al frente con expresión hipnótica—, jamás hubiese accedido a casarme contigo.
—¿Y cuándo?
—No lo sé. Seguro que depende de muchas cosas.
—¿Como cuáles? —se exaltó—. Dime, dime qué cosas consideras tú propicias para evitar ese horror que te acucia. Estoy dispuesto a hacer cuanto sea preciso. Ponerme a tus pies. Pedirte diariamente, a todas horas, perdón… Sentir en mí el odio o la indiferencia de tu mirada sin inmutarme.
—No eres de esos, Andrews.
—Tendré que serlo a tu lado.
Ella se puso de nuevo en pie.
No se detuvo allí mismo. Como un autómata, vestida de negro, esbelta, flexible y fabulosamente joven, se dirigió al ventanal y apoyó allí la frente, en el frío cristal, que disipaba en parte su ardor físico.