VI

Tenía la mandíbula crujiente cuando sonó el teléfono.

Lo esperaba.

Pero no contestaría.

Tenía que reflexionar.

Era absurdo que él, que tanto amaba a Iris, se dejara dominar por dudas ofensivas.

Pero no podía remediarlo. ¡Ojalá pudiera!

Tendido en el lecho, aún tenía la carta entre los dedos. Rota por una esquina, de haber sido tan manoseada. Arrugada y casi sucia, de haber caído mil veces de sus dedos temblorosos.

El teléfono volvió a sonar. Se detuvo y sonó mil veces. Pero Andrews no se movió. Seguía tendido en la cama, como un fardo, con la carta entre los dedos.

De súbito, dio un salto y se puso de pie en el suelo.

Tenía que contestar. Morderse lo que fuese, pero no podía, en modo alguno, quedarse así, exponiéndose a que llegara Iris a su casa asustada de su silencio.

El teléfono cesó en aquel instante y Andrews se dejó caer como un objeto sin sentido en el sofá cercano a la mesa donde reposaba el aparato telefónico.

Tenía los dedos metidos entre los cabellos y los mesaba con ansiedad y desesperación. El pliego parecía bailar una danza diabólica entre ellos, mezclándose con los negros cabellos alborotados.

Súbitamente, el timbre del teléfono sonó de nuevo.

Lo agarró.

—Diga…

—Andy… —tenía una voz cuajada de espanto Iris Murhy.

—Ah…, eres tú.

—¿Qué te pasa?

—¿Pasarme?

En cualquier otro momento, Andrews se hubiera puesto a gritar, a decir cosas apasionadas. En aquel momento, su «¿Pasarme?» era como un sonido gutural.

—Andy…, te estuve esperando. ¿Estás enfermo?

—Ah, sí…, creo que sí. Estaba… en cama.

—Oh. ¿Qué te ocurre?

Andrews miró el pliego de la carta. Lo arrugó hasta hacerlo un ovillo.

—Andy…, no me contestas…

—Sí, claro —sin matiz en la voz, su voz vehemente, que en aquel instante parecía carecer de vida—. Me siento bien. Un poco indispuesto, pero no es nada.

—Estás tan raro.

—¿Raro?

—Andy…, ¿qué es lo que te pasa?

—Nada.

—Pero… estás distinto.

Lo estaba.

Tanto, que Iris no podría darse cuenta jamás, a menos que él se atreviera a referirle lo que sabía; lo que decía la carta.

Y eso…, quizá no ocurriera nunca. Al menos, de momento, no podía hacerlo. Tenía que reflexionar antes. Reflexionar hasta que el cerebro se le hiciese agua.

Andy…, ¿no vienes a comer?

—No puedo.

—Así.

—¿Así…, cómo?

—Sin siquiera disculparte. Estás tan desconocido. ¿Te duele la cabeza?

¿Por qué no admitirlo?

—Me duele un poco.

—Pero otras veces, con dolor de cabeza y hasta con temperatura, has venido a verme.

—Lo siento, Iris. Ya le he dicho a Melania que iré mañana a buscarte.

—Andy…, ¿qué te ocurre?

—Ya te lo dije.

—No me lo has dicho.

—Me duele la cabeza. Estoy cansado. He discutido mucho en la oficina —y como si le iluminara una idea fantástica, añadió, casi sin tomar aliento—: Ya sabes que dependo de un departamento oficial. No me dan permiso para la boda hasta dentro de quince días.

—Oh —un silencio. Después—: Están cursadas las invitaciones.

—Lo comprendo.

—¿Así?

—¿Cómo, así?

—No te inquieta en absoluto —se asombró Iris.

—Me molesta en extremo, pero cuando sé que contra una cosa es inútil luchar, no lucho.

¡Qué raro!

Ella, en otro momento cualquiera, le hubiera oído gritar como un loco. Aquella misma mañana, cuando la llamó a las cinco y media, despertándola, parecía un loco desquiciado y emocional, incapaz de hacer caso ni a un departamento oficial. Y en aquel instante lo admitía como cosa lógica.

Decidió dejarlo para discutirlo personalmente, cara a cara.

—Será mejor —dijo Andrews con voz inexpresiva— que envíes una circular a todos los invitados.

—Eso no es posible, Andy.

—¿Y por qué no? —gritó casi furioso, cosa rara en él, que jamás se enfurecía con ella—. Cuando una cosa no puede ser, lo mejor es advertirlo.

—Pero, Andy… ¿Estás seguro de lo que dices? ¿Seguro de que no hay otro motivo?

Lo había.

Pero Andrews no se atrevió a decirlo en aquel instante. Por eso contestó roncamente, con acento cortante:

—No.

—Está bien. Te veré mañana. ¿Para cuándo se pospone la boda?

La voz de Andy tenía un matiz bronco, rarísimo en él, que siempre hablaba con acento vibrante.

—No lo sé. Di que se pospone hasta nuevo aviso.

—¡Andrews!

—Lo siento, Iris. Tiene que ser así. Yo no dependo de mi, y por muy enamorado que esté y por mucho que desee casarme, sigo perteneciendo a un departamento oficial, quien, quiera yo o no, tiene la última palabra en esta cuestión.

—Está bien. Te veré mañana y hablaremos de eso.

Cortó.

Mejor.

Él tenía que pensar.

Tomó el pliego de la carta, esta hecha un ovillo al pie del sillón, se inclinó, lo alisó con morbosa ansiedad y volvió a leerlo…

* * *

Iris regresó al salón pálida y temblorosa.

Hasta Betty, que casi nunca se fijaba en nada, vio la palidez y el trastorno de su hermana menor.

—¿Está enfermo, Iris?

—Un poco.

—Pero… —exclamó Jack, yendo hacia ella— ¿es grave?

—No creo. El departamento oficial no le da permiso para la boda. Tendremos que posponer la fecha.

—Oh —gritó Betty—. Tanto como yo me preocupé del pantalón de Dean.

Nadie le hizo caso.

Jack se inclinó mucho hacia su joven cuñada.

—No es posible que el departamento oficial se meta en eso.

—Pues se ha metido. Tendré que escribir a todos los invitados advirtiéndoles…

—Iris…

No quería hablar.

Que no le hicieran decir cuanto sentía.

Ella jamás ponía al descubierto su decepción o su alegría, pero en aquel momento estaba deshecha.

Estuvo a punto, por esa misma causa, de gritar cuanto sentía. Pero a tiempo supo morderse los labios.

—Quizá con una influencia —apuntó Betty.

—En esas cosas, nunca surten efecto las influencias. Es más…, se le haría un gran daño profesional a Andrews. ¿Por qué no ha venido a comer?

—Supongo que estará furioso.

Iris miró a su hermana.

¿Furioso?

No lo parecía.

En cambio, parecía decepcionado. ¿Por esa causa? Sí, quizá. Tal vez no hubiese otro motivo.

—Será mejor esperar a mañana, Iris —recomendó Jack—. Habla con Andrews, y después obraréis en consecuencia.

Sí.

Se puso en pie.

—Iris —grito Betty—, que vamos a pasar al comedor.

—Lo siento, no tengo apetito. ¿Me… disculpáis?

—Claro que no —saltó Jack—. Tienes que comer y tomar las cosas con calma.

No podía.

Y como no podía, prefería cerrarse en su cuarto y esperar, al día siguiente, que Andrews le diera una explicación más plausible.

Claro que, si era cierta la negación del permiso, era más que plausible la razón. ¿Por qué ella tenía que pensar otra cosa?

Andrews la quería. La quería como un loco.

¿Por qué ella pensaba de súbito en un montón de cosas absurdas?

Se dirigió a la puerta.

—Iris —llamaron sus dos hermanos a la vez.

—Me voy a la cama. Necesito descansar.

—Si dijeras cuanto sientes aquí —rezongó Betty, olvidando los pantalones de su hijo—, seguro que sufrirías menos.

Ella no podía evitar ser así.

Les sonrió melancólicamente y empujó la puerta, desapareciendo por ella.