VII

Melania se lo dijo:

—Míster Dutch la espera abajo en su auto.

Estaba lista.

Pero sentada ante el tocador, se quedó unos segundos.

—Señorita Iris…

—Sí, sí, ya voy.

No se movió aún.

¿Qué hora sería?

Las once. Andrews, como siempre, aquella mañana fue puntual. A ella no sabía qué le pasaba.

Lo intentó mil veces, y mil veces se quedó con los ojos inmensamente abiertos y el cerebro doliendo de tanto pensar.

Se puso en pie y buscó el abrigo. Vestía unos pantalones largos de color negro, un suéter, negro también, de cuello alto y calzaba zapatos fuertes de invierno de tacón bajo. Resultaba extraña dentro de aquellas ropas tan fúnebres, que, en contraste, la hacían más interesante.

Buscó un abrigo deportivo de color blanco, con cuello detrás y grandes pespuntes. Se lo puso por los hombros, y así, con un gorro blanco de fieltro en la cabeza, linda en verdad, muy bonita, descendió al vestíbulo. Vio a Dean correr por allí seguido de Mitsy.

Al verla, los dos niños gritaron:

—Tía Iris, tía Iris… ¿adónde vas? Estuvo nevando toda la noche. ¿Sabes? No hemos ido al colegio.

Ya lo veía.

Betty siempre los dejaba por cualquier pretexto. Ella, si tuviera hijos, no haría igual.

Los dos niños se tiraron a ella cuando descendió. La besaron una y mil veces, estropeando su fino tocado.

—Estaos quietos. ¡Qué criaturas más impulsivas!

Se parecían a Andrews, sin tener nada con él.

Andrews mil veces la despeinó, le quitó el gorro, la pintura de los labios…

—Dejadme en paz, Dean… seguid jugando —gruñó.

Y se marchó casi corriendo.

Ante la casa se hallaba el auto de Andrews. En cualquier otro momento, Andy hubiese descendido y corrido hacia ella, y allí mismo, aunque fuese delante de todos, la hubiese besado.

En aquel instante, se limitó a descender y quedar junto a la portezuela abierta, muy firme, muy pálido, muy distinto…

—Sube —dijo tras el ritual saludo—. Hace un frío tremendo.

Iris dudó un segundo, pero luego se deslizó dentro del cálido automóvil.

Seguidamente, Andrews dio la vuelta al mismo y se acomodó ante el volante.

Puso el auto en marcha.

En cualquier otro momento la hubiese mirado apasionadamente hasta aturdirla. La hubiese dicho que estaba guapísima, y no hubiese puesto el auto en marcha sin besarla en la boca hasta quitarle la respiración.

Aquella mañana no hizo nada de eso.

Dijo únicamente, cuando el auto se alejó de aquel lugar:

—Siento lo ocurrido, Iris.

—¿Por qué?

—¿Por qué…, qué?

—¿Por qué te niegan el permiso?

—No lo sé. A esas cosas nunca dan explicaciones. Lo hacen ellos porque les da la gana.

No supo por qué aquella palabra le vino a los labios.

—Mientes.

El auto dio un viraje.

Torció hacia la izquierda y se internó por una ancha calle.

—Lo siento.

—¿Tu mentira?

—Que no lo creas.

—Estás desconocido, Andrews. ¿Te das cuenta?

Él la miró brevemente.

—No creo que retrasar la boda unos cuantos días sea una catástrofe.

—Para mí no, por supuesto. Pero ayer, a esta misma hora, lo hubiese sido para ti. Es lo que me asombra. Que admitas la orden superior con tanta indiferencia.

—Dices que estoy tan distinto.

—¿Por qué causa?, me pregunto yo.

Andrews estuvo a punto de estallar. De decir todo cuanto le quitaba el sueño, y la tranquilidad, y casi la vida. Pero se mordió los labios y guardó silencio.

Iris se inclinó hacia él.

Le amaba demasiado.

Se daba cuenta en aquel instante de que la vida sin él no iba a ser agradable ni digna de ser vivida.

—No existen causas. Ellos nunca dan explicaciones, repito. Lo hacen y no busques el porqué. A veces, muchas, ni siquiera ellos tienen una explicación a sus negativas.

Silencio.

Costaba hablar cuando Andrews no parecía dispuesto a romper el silencio.

El auto seguía rodando. Monosílabos, temas ajenos a lo que siempre fue el eje principal de sus conversaciones. Ni un beso, ni una caricia, ni siquiera una intimidad aparente.

Fue un paseo horrible.

¿Qué le ocurría?

¿De qué la culpaba?

Porque no cabía duda alguna de que cuanto tenía Andrews iba enfocado hacia ella.

Cuando se vio de nuevo ante la casa eran las dos de la tarde. Iris murmuró con ahogado acento:

—¿No vienes a comer?

—Imposible. Tengo un montón de ocupaciones. Por la tarde iré a la oficina.

Descendió ella.

Andrews apretó las manos en el volante y se quedó mudo, casi rígido, ante aquel.

Iris, tras un esfuerzo de voluntad, preguntó:

—¿Vas a volver… por la tarde?

—Hacia las siete vendré a buscarte. Iremos a dar un paseo.

Tuvo ansias de gritar. Ella, que era ecuánime por naturaleza, estuvo a punto de perder el control y dar rienda suelta a su desesperación íntima.

¿Qué ocurría allí? ¿Qué tenía Andrews contra ella? La miraba y parecía que no la veía. Se diría que algo, como una amenaza, gravitaba sobre su ser.

—Hasta… luego, pues —dijo Iris, descendiendo y yendo hacia la casa sin volver la cabeza.

* * *

No lo dijo a nadie.

No era ella mujer que pretendiera desahogar su inquietud con una explicación de sus penas a los demás. Ni siquiera Betty sería capaz de penetrar en aquellas inquietudes. Ni mucho menos Jack, con tener mucha más intuición que su mujer.

—¿Qué hay de la boda? —preguntó Jack a la hora de la comida.

Iris, que parecía estar muy lejos de allí, trató por todos los medios de disimular.

—Lo ignoro. No sé por qué causa tenemos que postergar la boda.

—¿Hasta cuándo?

—Te digo que no lo sé, Betty.

—Es un fastidio. Todo preparado… El banquete, pedido en Rimel; la modista, afanosa, terminando los modelos… En fin… ¿Y los invitados?

—Me pondré ahora, tan pronto termine de comer, a escribirles a todos una nota.

—¿Y los regalos? —preguntó Jack.

Iris se alzó de hombros.

Los regalos; el piso; ella, que estaba cada día y pese a la actitud de Andrews más enamorada de él. Tantas cosas había que olvidar para dedicarse a no pensar en las causas, ciertas o inciertas, que aducía Andrews.

—Es un trastorno —apuntó Betty molestísima—. Nunca vi nada igual. ¿Qué tiene que ver el departamento con los planes particulares de sus empleados por muy distinguidos que sean?

—No lo sé, Betty.

Jack intervino, percatándose de la inquietud tan oculta, pero evidente, de su cuñada:

—Será mejor que escribas a los invitados —apuntó—. Y tú, Betty, no hagas más preguntas inútiles. Cuando un hombre pertenece a un departamento oficial, en realidad, tiene siempre que esperar el permiso de la dirección. Andrews ocupa un puesto importante en la vida civil del Estado. Lo lógico es que guarde el permiso debido.

Agradeció su intervención.

Después subió a su cuarto y se dedicó a enviar una carta a cada uno de los invitados. La escribió a máquina y de doce en doce copias, de modo que a las seis estaban las cartas dispuestas para ser enviadas al correo.

Las envió por el secretario de su cuñado, a quien telefoneó a la oficina con el objeto de que pasara a recogerlas.

Una vez hecha esta labor, se sentó ante el tocador y se miró a sí misma con detenimiento.

—Estás desencajada, Iris —susurró bajo—. No sabes lo que pasa, pero subconscientemente estás segura de que pasa algo grave. Algo que no depende del departamento oficial de tu novio. Algo que le ocurre exclusivamente a Andrews.

Pero… ¿qué podía ser ello?

¿Otra mujer?

Se estremeció de impotencia.

Se dio cuenta en aquel instante, como se la venía dando desde el día anterior, que amaba a Andrews mucho más de lo que nunca imaginó.

Pensar en otra mujer en la vida de su novio era como despertar un volcán dormido hasta entonces. Como revivir sentimientos que parecían aletargados. Como si Andrews, de súbito, creciera una enormidad y ella se fuera quedando pequeña a su lado.

Tenía que saber lo ocurrido. Saber, punto por punto, lo que cambiaba el modo de ser de Andrews.

No era posible que de un hombre apasionado hasta el arrebato se convirtiera en el parásito silencioso de aquella tarde.

A las siete estaba abajo. Andrews, como en la mañana, no le salió al encuentro. Ella entró en el auto y Andrews lo puso en marcha una vez cerrada la portezuela.

—¿Adónde? —preguntó como un autómata.

Estaba nevado y el auto patinaba.

Estuvo a punto de gritar. Ella, que nunca perdía el control de sus nervios, los tenía restallantes y a punto de estallar aquella tarde.

—Donde quieras.

—¿Un paseo?

Ni intentó agarrarla de la mano. Siempre, en todo momento desde que se hicieron novios, lo hizo. Jamás pudo estarse quieto, ni siquiera en el auto, y, de súbito, aquella pasividad…

Le preguntó:

—¿Has dejado de quererme?

El auto dio un viraje y los ojos pardos de Andrews se volvieron precipitadamente hacia ella.

Hubo un silencio. Pero después…

—¿Por qué preguntas esa necedad?

—¿Consideras que es una necedad?

—De las mayores que oí en mi vida.

—Algo te ocurre.

—Puede.

—¿No debo entrar en esa inquietud, si de eso hemos de calificarla?

Los dedos enguantados de Andrews se desprendieron del volante y fueron a caer sobre las manos cruzadas en el regazo femenino. Un silencio nuevamente. Luego…

—No pienses mal.

—¿Debo pensar bien?

La miró un segundo. Sus mandíbulas crujieron.

Hubo como un conato de sarcasmo en la boca masculina, que no llegó a cuajar.

—Demos un paseo —dijo—. Largo, si te parece. ¿Hasta las afueras de la ciudad?

Iris no estaba conforme. No podía estarlo.