XI
No trató de hacer un drama de su vida.
Ni de pregonar a todos cuanto había ocurrido.
Ni mucho menos de delatarse, negándose a ver a Andrews.
No encontró a nadie en su camino, excepto a la doncella que le abrió la puerta.
—Señorita Iris —exclamó Ali alarmada—, qué pálida está usted. ¿Le ocurre algo?
Emitió una mueca que no cuajó en una sonrisa.
¿Pasarle?
Sí, le pasaban miles de cosas dolorosas.
Pero en alta voz, solo dijo:
—Me duele la cabeza. Voy a subir a mi cuarto… Que nadie me moleste.
—Los señores han salido. Han ido a una fiesta. Volverán tarde… —y después, titubeante—: ¿Si viene míster Dutch…?
—No podré verle tampoco —tenía como una suavidad extraña en la voz—. Me siento bastante… mal.
—Lo tendré en cuenta, señorita Iris.
Allí estaba. Tendida en la cama, con los ojos cerrados, la boca apretada.
¿Pensar?
No. No quería.
Lucharía contra el atropello de sus pensamientos hasta desvanecerlos. Y si no podía, se retorcería en el lecho hasta que sus huesos produjeran un dolor infinitamente mayor al que pudieran despertar sus pensamientos.
Pero no era posible.
Todo…, absolutamente todo, quedaba atrás. Su ternura, su cariño, su pasión, doblegada tantas veces… En su lugar aparecía aquella indescriptible desazón. Como si durante años estuviera sufriendo una grave enfermedad y de repente se muriese y quedase laxa, sin sentido, con el corazón palpitante y las sienes golpeando como mazas.
Horas o minutos allí.
Laxa, como inconsciente, con la mente llena de cosas y cosas, con el corazón golpeando, con el dolor físico produciendo desesperante amargura.
De súbito, oyó unos golpes en la puerta.
No quería ver a nadie.
Que nadie pudiera sospechar que estaba muerta. Para la vida, estaba muerta.
Los golpes sonaron en la puerta de nuevo.
Alisó el cabello con precipitación.
¿Betty?
Era temprano. O seguramente lo era. No creía posible que Betty estuviera de regreso ni que Ali siempre tan obediente, le dijera que ella estaba enferma.
¿Enferma?
Estaba muerta.
—Señorita Iris —oyó la voz de Melania—. Señorita Iris…, míster Dutch la llama por teléfono. Yo sé por Ali que no se encuentra usted bien… Pero míster Dutch insiste tanto…
—Pásame…, pásame la… comunicación.
Casi al rato, oyó el timbre del teléfono.
Solo levantó la mano.
No preguntó nada.
Fue Andrews quien lo dijo todo.
—Iris…, estoy hecho polvo. ¿Puedo verte? Necesito verte. Voy a encontrar una justificación a mi actitud… Tengo que encontrarla, y tú que comprenderla.
Nunca encontraría justificación a su atropello.
Podía decirlo, gritarlo, pero se quedó muda.
—Iris…, contéstame algo. Estoy en casa. En ese piso que vamos a compartir los dos… Ponte en mi lugar. Comprende, por el amor de Dios. Mi inquietud, mi duda, tu actitud pasiva o llorosa. He pensado… Tú me has hecho pensar…
Era necio.
Era absurdo.
Pero ella…, ella le quería de todos modos. Ella no iba a poder escapar de aquel cariño, aunque fuese tan mal demostrado.
—Iris…, dime algo.
Así pudiera.
Tenía como un sello de sangre en la boca. Como si mil espinas se clavaran en su sangre y en todo su cuerpo.
—Escucha, Iris. Tengo que verte. Hablaremos de esto con toda calma, toda la que podamos. Desmenucemos los hechos. Ya sé que fueron crueles… Ya sé que no debí… Pero estaba loco y te quería, y pensar que otro hombre…
Guardó silencio.
Iris le oyó jadear a través del teléfono.
—Iris —gritó Andrews al rato—. Voy a tu casa, y tendrás que recibirme.
Fue entonces cuando ella pronunció aquellas palabras:
—Inventa un viaje… No quiero que nadie sospeche… No podré verte en muchos días.
—¡Oh, Dios! Iris…, discúlpame un poco. Todo el resto de mi vida…
—No será suficiente —cortó ella bajo, como si le faltara la vida— para hacerme olvidar a mí unos instantes de mi existencia a tu lado. Vete…
—No me amas ya.
Eso era lo peor.
Su voz parecía un alarido, pero ella, en su silencio, admitió aquella mentira, pues, pese a todo, jamás podría dejar de quererle.
Fue el primer hombre.
A su lado lo aprendió todo.
Como si antes de él el amor no existiese, y como si después de él nada pudiese existir ya.
—Iris…
—Vete. Cuando vuelvas…, dentro de una semana, hablaremos.
—Me echas así.
¿Cómo podía ser de otro modo?
Su vergüenza, su turbación, su dolor, su desesperación, todo unido en una renuncia voluntaria que iba a doler como una llaga viva y supurante.
—Iris, escúchame…
—No —cortó bajo—. No… Necesito cerrar los ojos, no oír nada… ¡Nada! Pensar que fue todo una horrible pesadilla…
Cortó, como si la pesadilla le restara fuerzas para continuar hablando. Quedó tensa en el lecho, con los ojos, desmesuradamente abiertos, fijos en el techo.
* * *
—Hace seis días que no sales de aquí, Andrews.
Ya lo sabía.
Tenía la cama deshecha, los pies colgando, la mirada extraviada.
—Andrews…, siempre has tenido confianza conmigo.
Siempre, sí. Pero aquello… no podía decirse.
Era como una condenación. Como un ahogo constante. Posiblemente no significara tanto para Iris como estaba significando para él.
June se inclinó hacia el lecho.
—No comes, no fumas, no bebes… Estás ahí como si te apalearan. Ni te oigo suspirar, ni reír, ni llorar. Y cuánto mejor hubiera sido que suspiraras, lloraras o rieras.
—Calla, calla, June.
—Iris…
La miró como un alucinado.
—¿Ya no os casáis, Andrews?
—Sí… sí… Supongo que sí.
—¿Te ha ocurrido algo con ella?
¿Algo?
Todo.
Todo lo peor que podía ocurrirle a un hombre honrado y a una mujer honesta.
Dio la vuelta en el lecho.
Se quedó mirando a la pared con obstinación.
—Hace seis días que no te levantas. Llegaste aquí una noche, tambaleante, destruido. Como si acabaras de perder la propia vida o la vida de una persona inmensamente amada. Yo sé cómo amas a Iris… ¿La has perdido a ella, Andrews?
—No me preguntes nada.
—Es que me da dolor verte así… Tú, un hombre tan dinámico, tan nervioso, tan apasionado… e impulsivo, pareces de repente como un muerto.
¿Muerto?
¿No hubiese sido mejor estar muerto?
Había dudado de ella. De ella, que era precisamente la muchacha más pura del mundo.
¿Cómo se le ocurrió dudar de ella?
¿Es que era tan necio que no la conocía? ¿No tuvo tiempo de conocerla durante aquellos nueve meses?
—Andrews…
—Quisiera… estar solo, June.
—Llevas solo seis días. Es demasiado. Si no te levantas y sales, llamaré a Iris por teléfono y que venga ella a solucionar esto.
Se sentó en el lecho como si miles de espinas lo pincharan.
—Eso… no —como un gemido impropio de un hombre que siempre fue tan enérgico, fuerte, valiente—. Eso no.
—Fue ella.
—¿Ella?
—La que produjo en ti… esa amargura.
Estuvo a punto de gritar que no fue ella, sino él. Él, que la destrozó con sus dudas, que la ofendió hasta el máximo, que la perdió como un ser villano y maldito.
Echó los pies fuera de la cama, apretando en la boca cuanto deseaba decir.
—Dices —murmuró— que han transcurrido seis días.
—Sí.
—Me… levantaré. Voy a hablar por teléfono…
—Te dejo solo.
—Gracias, June —y después, cuando ella iba en la puerta—: Perdóname. No puedo decirte nada. Estoy…
—Ya veo cómo estás.
Y salió.
Andrews, pálido y desencajado, se tiró del lecho y fue hacia el espejo tambaleante, como un beodo.
Se miró al espejo.
—Es de risa a qué extremo he llegado —susurró entre dientes—. Yo…, yo…, convertido en un pelele…
Alisó los cabellos con gesto maquinal; después, volvió de nuevo hacia el lecho, se sentó en el borde, y asiendo el auricular, marcó un número.