Edward llegó a la cabaña después de sortear al grupo de hombres que los habían interrumpido. Tras dejar la arboleda y caminar por la playa hasta la choza, se sorprendió al no sentirse vigilado, como había sido siempre la tónica desde que llegaron a Tortuga. Pensándolo más detenidamente, no se había visto acechado desde que abandonó la mesa en pos de la pirata. Los hombres de “El Lobo” habían sucumbido bajo el alcohol y las dulces palabras de la tonada de Yaztil, motivos que consiguieron que no fuera espiado por mentes viciosas durante su acto indecoroso a plena vista de todos, solo oculto tras unas hojas de palma y arbustos. Esa pequeña escena de indecencia le hizo plantearse varios asuntos.
Mientras se acomodaba en el mugriento colchón de paja y apenas le dedicaba un fugaz pensamiento al hecho de que su superior no estuviera en la cabaña, reflexionó sobre lo que había sido su vida antes de su cautiverio. Jamás se había visto envuelto en sucesos que pudieran considerarse deshonestos en el austero sistema londinense. Ni siquiera vivió el estigma que hubiera supuesto ser el hijo de un uxoricida, pues huyó y se cobijó bajo la férrea disciplina del ejército naval, donde lo libertino e indecente no tenían cabida. No obstante, ello no implicaba que no hubiera desertores de la moralidad impoluta entre los componentes de la Marina Real, siempre mostrando una imagen pulcra de cara a la galería pero abandonándose a los bajos apetitos cuando no eran receptores de miradas acusadoras; miradas que miraban hacia otro lado, ya que los dueños de ellas también tenían qué callar.
Las reglas siempre fueron hechas para romperse, sobre todo cuando repercutían en un placer o beneficio personal. Y si además se le unía la sensación de que la muerte podría llegar en cualquier instante, más motivos había para dejarse engatusar por los placeres ocultos que la sociedad censuraba.
Después de dos semanas retenido, y sabiendo que de un momento a otro podría yacer muerto al estar en manos de asesinos que se regían por sus propias normas, la línea entre lo ético y lo amoral empezaba a difuminarse. Lo que siempre había considerado inapropiado, ahora le daba algún crédito, llegando incluso a comprender ciertas conductas, principalmente aquellas que perseguían un orden y bienestar común, como el hecho de ser todos iguales ante el código que regía a la Cofradía de la Hermandad de la Costa.
Luego estaba la percepción de lo carnal, donde lo pudoroso se olvidaba y entraba en juego una visión más progresista y menos tabú de lo dictado por el puritanismo anclado en los Imperios del Viejo Mundo. Hombres y mujeres tenían los mismos deseos sexuales, ya fueran piratas, populacho o aristócratas, pero mientras en unos eran suprimidos e incluso juzgados por las reglas impuestas bajo la Corona de turno, en otros se ensalzaban, escudándose en el lema: “Vive y deja vivir”.
Esa disparidad le recordó a Edward su primer encuentro con una mujer. Hacía dos años que se había alistado en el ejército naval, y gracias a su saber escuchar, ver y callar, pronto se hizo con la confianza del capitán al mando y pasó de grumete a ayudante personal. Con este nuevo cargo acompañó a su patrón a una de las grandes mansiones que se alzaban en la zona pudiente de Londres. El señor de la casa era un antiguo teniente que había tenido que dejar la marina por perder una pierna en una de las tantas guerras que Inglaterra mantenía con varios países europeos. Por desgracia, su yerno pereció en ella, dejando a su hija de apenas veintiséis años viuda y sin hijos.
Edward pudo verla en contadas ocasiones los primeros días que estuvieron como invitados en la casa, pues aún estaba de luto completo al no haber pasado más que tres años desde la muerte de su marido, razón que la privaba de poder aparecer en público, incluso ante los invitados a su hogar. A pesar de la gruesa ropa negra que vestía y el largo velo de crepé oscuro que ocultaba su rostro, se intuían unas facciones proporcionadas y una figura esbelta, y a ojos de un muchacho de dieciséis años eran cualidades que lo atraían tanto como lo repelían, dado que una mujer enlutada, a menudo, era considerada portadora del mal que se había llevado a su marido al otro mundo.
Los días pasaban y Edward, entre las labores de ayudante de cámara de su capitán y las tareas que realizaba junto a los sirvientes de la casa —los cuales también mostraban el luto con brazaletes de tela negra—, se percataba de que la viuda se dejaba ver discretamente allí por donde él cumplía con sus quehaceres. Hubo una ocasión en que la vio asomada al gran ventanal de su alcoba, observando cómo ayudaba a cortar los setos del jardín.
La última noche de su estancia en la casa, mientras ensillaba el caballo de su patrón para partir al día siguiente, la joven entró en las caballerizas. En silencio y vestida con su inseparable luto, se acercó lentamente a Edward, quien en ese momento la vio como un ángel negro que quería llevarlo al inframundo. Una vez frente a él, lo contempló a través del crepé negro durante tensos segundos en los que Edward quiso preguntar si requería algunos de sus servicios, pero sus palabras se estancaron en su garganta cuando una mano delicada acarició su mejilla imberbe. Su capacidad de movimiento se vio sitiada por la simple presencia de la mujer, que había dejado su rostro para recorrer con los dedos la parte del pecho que quedaba al descubierto a través de su camisa.
—Pronto seré llevada a un convento. —La voz era fina, con capas de pesadumbre que apenas conmovieron a Edward, abstraído como estaba por ser tocado tan procazmente por una dama cuando nunca antes en su corta vida había sido receptor de semejantes atenciones—. Mi vida como mujer terminará.
La palma de la mano se apoyó sobre su pecho y fue suavemente empujado hacia atrás. Sus pies trastabillaron y comenzó a caer, pero el heno apilado justo a su espalda detuvo su caída. Quedó sentado sobre la paja, sin ser capaz de hablar o moverse; su inexperiencia ante las artes seductoras de una mujer lo alejaba de todo raciocinio. La viuda se arrodilló, posó las manos sobre sus rodillas y lo obligó a abrir sus piernas.
—Todo lo que descubrí hace tres años —la joven viajó a lo largo de los muslos lentamente mientras hablaba—, las caricias, los besos… —llegó hasta la cinturilla de los calzones—, todo desaparecerá. —La respiración de Edward empezó a entrecortarse y llenar de ecos candentes las caballerizas—. Quedaré recluida entre paredes, solo dando mi amor a Dios.
Edward levantó la mirada de los hacendosos dedos trabajando en su lazada para encontrarse con una figura negra postrada a sus pies, siendo la viva imagen de la Parca dispuesta a drenarle toda su esencia antes de enclaustrarse en su mundo de tinieblas, porque eso le ocurriría a la mujer cuando fuera llevada al convento. El primogénito era el heredero de la fortuna de la familia, y ella, al haberse quedado viuda, la opción tomada por el padre fue la de imponerle el monjil. Predispuesto ya su futuro, ella lo acataría sin condición, sin embargo no dejaría el mundo pagano sin llevarse un último placer terrenal.
En tanto que Edward recordaba cómo la mujer recogió su falda, se subió sobre él y fue montado por primera vez, no pudo dejar de comparar a la joven con la pirata. Hélène tenía una personalidad decidida, igual que la viuda, pero mientras la primera creció en una comunidad donde se le permitió elegir su destino, la segunda lo hizo en una que anulaba por completo esa capacidad de decisión. Los que se habían lanzado de cabeza a vagabundear los océanos habían huido de esas imposiciones y creado su propio nuevo mundo; mundo que Edward veía cada vez más con otros ojos, del mismo modo que su percepción hacia Hélène comenzaba a ser más profunda que un mero interés en su persona.
La puerta de la cabaña chirrió y se abrió, dejando entrar a su superior. Tenía empapados los calzones y presentaba un rostro reservado.
—¿Estáis bien, señor? —preguntó Edward.
—Sí, señor Wadlow, solo… algo agotado por los acontecimientos de la noche.
El festejo en la playa no necesariamente debería haber implicado un cansancio, puesto que la mayor parte del tiempo estuvieron acomodados en la mesa; aunque sucesos como el que había tenido lugar entre la arboleda sí que hubieran dado pie a ello, lo que le hizo pensar a Edward si el comodoro no habría protagonizado alguno de la misma índole. Con ese pensamiento, se tumbó sobre el colchón y cerró los ojos, disfrutando aún del sabor de los labios de la pirata en su boca.
Cuando no había transcurrido más de una hora, la puerta de la choza volvió a abrirse con tal violencia que despertó a los dos prisioneros. Una vez que Edward dejó atrás el sobresalto de la impetuosa irrupción y pudo enfocar su visión, encontró a Elon junto a la puerta, inundando la cabaña con su sola presencia. Las cicatrices en el torso daban fe de su pasado esclavo, y el rostro agrio que siempre presentaba intimidaba como la más fiera de las bestias salvajes.
—¡Arriba, partimos hacia Guadalupe! —gritó a modo de orden en un inglés tosco.
Edward y su compatriota comenzaron a levantarse de sus camastros harapientos, no comprendiendo la partida hacia aquella isla, pero poco podían argumentar en contra cuando aún se encontraban prisioneros bajo las órdenes de “El Lobo” y sus hombres. Sin embargo, se quedaron inmóviles cuando oyeron las siguientes palabras del segundo al mando:
—Tú no, solo el comodoro.
El nombrado miró a Edward con desconcierto, para después atreverse a interpelar al pirata:
—¿Cuál es la razón por la que mi capitán no pueda dejar Tortuga y acompañarnos en este viaje? ¿Y por qué debemos ir nosotros a lo que quiera que hayáis pensado hacer allí?
Elon dio un paso al frente, dejando ver y sentir un aura que emanaba un doble peligro: el de un pirata y el de un esclavo resentido.
—Será mejor que obedezcas y cierres la boca, o le cortaré los pies y las manos a tu capitán, y entonces sí que no tendrá manera de dejar Tortuga jamás.
La amenaza cayó en forma de silencio sombrío sobre ellos, roto por la entrada a la cabaña de dos hombres más. Al comodoro poco le importó la coacción que los tres piratas pretendían hacerles sentir y se enfrentó a Elon nuevamente:
—Quiero hablar con “El Lobo”. —Avanzó hasta él, encarándolo y sin amedrentarse cuando ordenó entre dientes—: Ahora.
—No olvides tu posición aquí, inglés. —La última palabra fue pronunciada como un canto al menosprecio—. Que “El Lobo” haya decidido jugar contigo y no degollarte, no es razón para que te permitas dar órdenes. —Edward no entendió aquella mención a “jugar”, pero la tez de su superior se tornó ligeramente carmesí a la vez que los ojos destellaban furia—. Coged al comodoro y llevadlo al galeón —dijo finalmente Elon.
—¡Malditos bastardos! ¡Soltadme!
Las injurias gritadas por su compatriota de poco sirvieron mientras Edward veía cómo era arrastrado fuera de la cabaña sin que pudiera hacer nada para evitarlo. No comprendía la decisión de emprender viaje a la isla Guadalupe, pero aún menos que solo se llevaran al comodoro. Cada vez cobraba más fuerza la sospecha de que no habían sido vendidos ni asesinados debido a lo que fuera que hubiera entre su superior y “El Lobo”.
Sin embargo, lo que le apremiaba en aquellos momentos era: ¿Qué sucedería con él ahora? ¿Lo matarían, seguiría siendo un prisionero en Tortuga? Y si así fuera, ¿bajo las órdenes de quién estaría? “Más vale malo conocido que bueno por conocer”, decía el refrán…, y la incertidumbre se adueñó de él.
En la playa, a varios pies de distancia de la cabaña, el corazón de Hélène bombeaba con indignación. «He llegado tarde…», se reprendía a sí misma mientras veía a dos hombres llevar al comodoro hasta el muelle entre insultos y zarandeos. Los minutos que había gastado lucubrando qué camino escoger habían bastado para que los hombres de su padre se adelantaran y sacaran a los prisioneros de la choza.
Su corazón pasó de estar enfadado a desilusionado. La pérdida que suponía no ver más al inglés había caído como un jarro de agua fría sobre sus candentes expectativas. Sería llevado a Port Royal y devuelto al Imperio británico. Seguramente, ese era el deseo del capitán: volver con los suyos, a su hogar. La desilusión se convirtió en congoja, sentimiento que no recordaba haber experimentado nunca, pero que ya lo había sentido dos veces con respecto al inglés. Se mordió el labio, culpándose por haber dejado escapar la oportunidad de descubrir otras emociones jamás vividas, aunque ni siquiera supiera cómo abordarlas, cuando vio algo que la desconcertó: Elon.
El moreno había aparecido justo al lado del comodoro y de los hombres que lo llevaban a rastras por el puente del puerto, gritando órdenes de que lo subieran a El Lobo español. Aquello no le cuadraba. Los hombres de su padre no le robarían los prisioneros a “El Lobo” para llevarlos al galeón de este, y solo pensar en una traición por parte de Elon a su capitán era inconcebible, pues desde que el africano fue salvado por “El Lobo” de la galera en la que iba como esclavo, ambos habían forjado una unión sustentada en años de confianza y camaradería.
Antes de que pudiera esclarecer qué estaba acaeciendo, dos sucesos tuvieron lugar a la vez. La puerta de la choza se abrió, y para su completa perplejidad apareció Edward, que miraba con frustración cómo su camarada era obligado a subir a bordo del galeón. Hélène había supuesto que el inglés ya había sido trasladado al barco, creyendo que esa fue la razón por la que solo había visto al comodoro arrastrado por los hombres. Cuando aún no había terminado de comprender el porqué de la permanencia del capitán en la cabaña, escuchó voces lejanas que llegaban a ella con una vaga nitidez gracias a las tempranas horas en las que aún el pueblo dormía. Giró su rostro hacia la bruma matutina que se cernía sobre el poblado y, ahora sí, eran los hombres de su padre los que avanzaban con paso tranquilo pero decidido a través de la calle principal.
Entre respiraciones forzadas, sus ojos se desviaron a Edward, que permanecía firme bajo la puerta de la choza; luego al galeón, que ya recogía el ancla; y de nuevo a los hombres del pueblo, que se acercaban lentamente hacia la playa. No comprendía por qué “El Lobo” había decidido llevarse solo al comodoro, desoyendo el consejo manipulado que le había ofrecido su padre para que dejara a los prisioneros a su cargo durante el viaje a Guadalupe; aunque una ligera idea podía hacerse: el pirata quería al alto mando de la Marina Real británica para él, y no precisamente como futura moneda de cambio.
Fuera por lo que fuese, de lo que no cabía duda era que los planes de su padre habían sido truncados: cuando los hombres llegaran a la cabaña, no encontrarían al comodoro… ni al capitán. Esta vez no perdió tiempo en decidir qué camino tomar. Corrió a través de la arena fresca de la mañana mientras veía cómo el inglés volvía a adentrarse en la cabaña. En segundos, llegó hasta ella y abrió con ímpetu la puerta.
Edward se sobresaltó al oír de nuevo el fuerte golpe, creyendo que volvían a por él para llevarlo junto a su superior o quizá para deshacerse de él, ya que, al parecer, solo el comodoro tenía algo de valor para “El Lobo”. Pero al girarse y ver ante él a la pirata, apenas tuvo voz para pronunciar su nombre:
—Hélène… ¿qué hacéis…?
—No queda tiempo para explicaciones —lo interrumpió Hélène.
Las palabras le salían atropelladas y la respiración se le descontrolaba por momentos, actitud que no le fue indiferente a Edward. Sin reparar en sus actos y llevado por un sentimiento de verdadera preocupación, se acercó a ella y, con ambas manos, arrulló el fino rostro.
—¿Qué os sucede? —preguntó.
La inquietud de Hélène se vio apaciguada durante unos instantes al sentir el calor que desprendían las manos sobre sus mejillas. Los ojos oscuros, siempre astutos pero ahora preocupados, la hicieron entrar en una encrucijada. Debería decirle que sería llevado a Port Royal, a tierra británica, que sería vendido a su gobernador y volvería con los suyos, que estaría finalmente a salvo y sin grilletes.
Pero no lo hizo.
Lo quería para ella, del mismo modo que “El Lobo” al comodoro.
Quería más de esa calidez que calentaba su rostro.
Quería más palabras salaces susurradas a su oído.
Quería más revanchas sin sentido, más encuentros bajo árboles, más besos robados entre conversaciones y más sensaciones nuevas aún por explorar.
Y le mintió. Sacando su alma pirata, lo manipuló para llevarlo a su terreno:
—Ahora que se ha deshecho de “El Lobo”, mi padre planea venderte como esclavo para trabajar las aguas de Panamá en busca de perlas.
—¿Deshecho de “El Lobo”? —inquirió Edward sin comprender.
—¡No hay tiempo, debemos irnos ya! —ordenó Hélène con premura, evitando así una explicación que no estaba dispuesta a dar en esos momentos.
Cogió una de las manos que aún sostenían su rostro y arrastró al inglés hacia la puerta de la cabaña. Con sigilo, la abrió y oteó el pueblo en busca de los hombres. La distancia que aún los separaba era suficiente como para correr hacia la playa sin ser vistos y botar alguna de las chalupas que fondeaban en la orilla. Su Viuda Negra estaba en el muelle. Si se dirigían directamente a ella serían divisados, por lo que la mejor opción era coger una embarcación y remar hasta su bergantín para después subir a bordo por el lado de babor, que no daba a la playa.
Echó a correr por la arena, sin soltar la muñeca del capitán, únicamente pensando en llegar a la orilla, en abandonar Tortuga, en que no llegara a oídos de su padre que su hija había tomado parte en el desbarajuste de sus planes. Cuando llegara a La Maison, ya idearía una argucia con la que suavizar el temperamento de Jean Paul, si es que este llegaba a enterarse de que se había llevado a uno de los prisioneros. Con suerte, creería que “El Lobo” habría partido con los dos.
Cuando ya veía una chalupa solitaria y apartada meciéndose serena sobre las tranquilas aguas de Tortuga, su correr fue detenido por un brazo fuerte que rodeó su cintura y la elevó unas pulgadas de la arena de la orilla. Fue girada en el aire y se encontró frente al rostro ceñudo de Edward, que la sostenía pegada a él, pecho contra pecho.
—Sería capaz de seguiros al fin del mundo, pirata rebelde —dijo con algo de sorna—, pero me gustaría saber antes dónde acaba ese mundo.
Hélène se desesperó ligeramente ante la fanfarronería del inglés en momentos como aquel. Intentó zafarse del agarre, apoyando sus manos sobre los robustos hombros y zarandeando sus pies en el aire, pero solo consiguió que el capitán la apretara más. Y, de nuevo, ese olor a macho, ese calor filtrándose por cada poro de su piel, esos ojos oscuros emboscándola.
Edward levantó una ceja resabida esperando una respuesta, sin soltarla, acercándola pulgada a pulgada cada vez más a él. Hacía apenas dos horas que la había tenido entre sus brazos, y tanto su libido como su verga —que iban creciendo a la par— parecían haberse quedado con hambre. Pero por muy hambriento que estuviera, los acontecimientos que se habían ido sucediendo en los últimos minutos requerían de su completa atención. “El Lobo” se había llevado al comodoro, dejándolo a él en Tortuga, a expensas de lo que se quisiera hacer con su persona: esclavo de extracción de perlas, según había dicho la pirata, quien, irrumpiendo en la cabaña, le había ofrecido salvarlo de ese fatal destino huyendo a algún remoto lugar, sin aclarar dónde ni si supondría mejor ventura que la ya tenía.
“Más vale malo conocido…”.
Con la impaciencia a flor de piel, Hélène dejó de forcejear, agarró el mentón del inglés y lo obligó a girar la cabeza. Edward pudo ver a lo lejos cómo unos hombres se acercaban a la choza mientras ella se permitía por unos segundos admirar el perfil elegante y el cuello terso, veteado por una única vena que lo recorría de principio a fin.
Deseó morderla…
Edward volvió a mirarla con el ceño fruncido. Esperó unos instantes en los que sopesó las alternativas de las que disponía; el calor de sus cuerpos juntos estaba decantado la balanza hacia una de ellas.
—Extraer perlas…, ¿no es así? —dijo con perspicacia.
Entre ambos se creó un ambiente cómplice, donde él supo que la mentira se ocultaba bajo el acto dadivoso de la pirata y donde ella se percató de que él lo intuía.
—Iremos a La Maison, una hacienda que tiene mi padre en el norte de La Española.
Una sonrisa pomposa apareció en los labios de Edward antes de intentar sonsacarle alguna información más:
—¿Puedo preguntaros por qué motivo os lanzáis a desafiar a vuestro padre solo a cambio de mi bienestar?
—No hay tiempo para preguntas ni respuestas. ¡Debemos partir ya! —exclamó Hélène, forcejeando nuevamente y huyendo de la contestación a aquel interrogatorio taimado.
Edward la dejó con suavidad en la arena y ambos se apresuraron a llegar hasta la chalupa. Sin olvidar sus exquisitos modales londinenses, la cogió de la cintura y la subió a la embarcación, lo que le valió un rostro de menosprecio como respuesta a su atrevimiento.
—No necesito tu ayuda —lo reprendió ella mientras se sentaba y sacaba dos remos.
—No lo pongo en duda —contrarrestó él, haciéndose con el otro par que había en la chalupa—, al igual que tampoco me es necesaria la vuestra para huir de mi presunto destino como… ¿esclavo? —señaló con retintín y una sutil sonrisa.
Hélène comenzó a remar sin detenerse a rebatir, pues ya veía cómo los hombres llegaban a la cabaña. Remaron durante largos minutos en silencio mientras ella guiaba la embarcación hacia la Viuda Negra. Una vez que la alcanzaron, hizo los remos a un lado y comenzó a subir la escala hecha a base de tablas de madera que subía por el casco del barco, escuchando el resonar de las botas del inglés en los peldaños a medida que también ascendía. Llegó a la borda, la sorteó y se encontró de frente con Pierre, el carpintero, quien la saludó con su habitual sonrisa ensoñadora.
—Buen día, capitán, el casco ya está completamente repar… —El hombre cortó en seco su saludo cuando vio asomar a Edward tras la borda, para después mirar a su capitán sin comprender.
—Avisa a Jackes; partimos inmediatamente hacia La Española —ordenó Hélène sin detenerse en dar más explicaciones al pirata.
Pierre asintió en silencio, pero antes de girarse para cumplir con su mandato, le dirigió una fría mirada al inglés.
Hélène observó la playa: los hombres acababan de salir de la cabaña, examinando con esmero los alrededores y gritando improperios que llegaban hasta ella en forma de murmullos enfurecidos. Se volvió y miró al capitán, quien la observaba con rostro pensativo.
Ambos se contemplaron durante tensos segundos en los que cada uno meditó los pormenores de las circunstancias que los habían llevado a esa situación, a esa huida. Edward dejaba atrás dos semanas de cautiverio, aunque aquello no significaba que lo que viniera de ahora en adelante estuviera carente de posibles grilletes. Hélène abandonaba Tortuga, cargando a su espalda con una pequeña deslealtad hacia su padre, algo que nunca habría considerado ni siquiera mínimamente probable.
Un futuro les esperaba, uno impreciso, uno donde entraba en juego la traición y el desengaño, donde se mezclaba el deseo con el recelo, donde día a día, minuto a minuto, se cerniría la sombra de la incertidumbre y de las consecuencias de sus actos.
Uno… en el que las cartas ya estaban echadas y no había vuelta atrás.
*****
—¡Uy, mira la hora que es! —señaló Ana, mirando su reloj.
—Sí, las dos. Sigue —demandó Saúl sin moverse del sofá, completamente atento al relato de su compañera de piso y apenas echando una mirada de reojo al reloj que colgaba de la pared del salón.
—Tengo que ir a la Escuela de Arte Dramático para recoger mi traje pirata.
—Espera… ¿Es que vas a dejarme así, en mitad de la historia, cuando empieza lo bueno?
—Pero vamos a ver, ¿no eras tú el que prefería manosear el culo de un viejete antes que escuchar cochinadas fálicas?
—Sí, digo…, no…, bueno…
—Vaya, parece que eres tú el que se atraganta con los falos. Creo que voy a llevarte al certamen de cuentos eróticos para que me hagas los efectos especiales —comentó riendo Ana.
—Ya… —dijo con ironía Saúl—. Me remito a lo dicho: no habéis cambiado nada, todas seguís siendo unas manipuladoras. A saber lo que hará Elena con el pobre Eduardo en La Masón.
—La Maison —lo corrigió Ana mientras se levantaba del sofá para comenzar a arreglarse—. Y no des las cosas por sentado. Edward guarda secretos que pondrán de punta todos los vellos de Hélène —dijo, dirigiéndose a su cuarto.
—¿Y así me lo sueltas? —la recriminó Saúl—. Me dejas a mitad, y encima con ganas de más. Dios, esto parece un polvo vengativo.
—¿Qué clase de cuentacuentos sería si no dejara a mis oyentes con la intriga? —malmetió Ana, alzando la voz para que su compañero de piso pudiera escucharla desde el salón.
—Uno un poco menos tocapelotas, eso seguro.
—Si quieres, hasta que vuelva esta noche y te cuente el final, puedes pasarte por casa de Mario —le sugirió mientras se vestía.
—¿Mario? —preguntó Saúl, extrañado—. ¿Tu amigo el anticuario?
—Ajá.
—¿Y para qué voy a ir a verlo?
—¿De dónde crees que he sacado la historia de la pirata? —Ana regresó al salón, embutida en un vestido largo de gasa suave que tapaba sus piernas pero realzaba sus pechos, a los que Saúl no escatimó echar una mirada prolongada—. Es un coleccionista de objetos y leyendas antiguas. Hace unas semanas adquirió en una subasta un reloj de bolsillo, el mismo que “El Lobo” le arrebató al comodoro y que el comandante Jean Paul quiere para él. Ese reloj es el detonante de toda esta historia, tanto de la de Hélène y Edward como de la que se oculta entre “El Corsario invicto” y Vergil, el comodoro. —Cogió su bolso, se encaminó hacia la puerta y la abrió. Justo antes de marcharse, le aconsejó—: Si quieres conocer el principio de esta historia de piratas, ve a casa de Mario. Él estará más que dispuesto a relatarte la leyenda de “El Corsario invicto”.
Ana se marchó y Saúl se quedó pensativo en el sofá; su compañera de piso había conseguido intrigarlo. Lo cierto era que estaba interesado en cómo habría comenzado todo: cómo Edward habría sido hecho prisionero, cuál era la verdadera razón de que “El Lobo” no los canjeara por oro y qué se escondería realmente tras la turbia relación entre el pirata y el comodoro. Había lagunas en la historia que no terminaban de cerrarle, como la traición del tal Thomas Salvin y toda la intriga que envolvía a aquel reloj de bolsillo.
Pero no deseaba que fuera Mario quien se la contara.
Sacando una sonrisa más que perversa, se imaginó por un segundo a él con una camisola abierta por el pecho y unos calzones oscuros por debajo de las rodillas, tumbado sobre una playa de arena fina. Sentada a horcajadas sobre él, Ana —con su larga melena morena cogida en una trenza y cayendo por su hombro hasta llegar a sus pechos desnudos, y vistiendo únicamente medio corsé ajustado a su cintura— hablaba con voz seductora:
«—¿Rehúyes? —lo provocaba ella.
—No salisteis muy bien parada la última vez —decía él mientras enredaba la trenza entre sus dedos, no sin antes rozar suavemente un pezón.
—Por ello exijo mi revancha —lo incitaba de nuevo, moviendo con parsimonia sus caderas y sintiendo el calor de sus sexos juntos.
—¿Qué tipo de revancha buscáis? —lograba decir cuando la visión de los pechos rebotando sobre ellos mismos comenzaba a calentarlo.
—Una que me deje satisfecha».
—Sí, esperaré a que ella me la cuente —susurró Saúl al salón cuando su mano ya desaparecía bajo sus minicalzoncillos.
Continuará...
A Irene, porque tu entusiasmo ha hecho más rica esta historia.
A Gema, que siempre me escuchaste cuando lo pedía.
A Gaby; has vuelto a ser la vela de mi barco.
A Fabián; tú, como siempre, mi mástil.
A mi familia; soy lo que soy gracias a vosotros.
SOBRE LA AUTORA
Malagueña de nacimiento y corazón, y con treinta y cinco años a mis espaldas, llevo enamorada de la literatura erótica desde que empecé la veintena. El primer libro que me inició en el mundo del erotismo escrito fue El amante de Lady Chatterley. A este le siguieron un gran número, mezclando todo tipo de géneros y haciendo que cada tarde viviera en un mundo distinto.
La erótica LGTBI llegó a mi vida a principios de la treintena. El deseo, el amor, la pasión, el sexo…, es generoso y exquisito en todas sus vertientes: Hombre/Mujer, Hombre/Hombre, Mujer/Mujer. Fue entonces cuando decidí plasmar con palabras las imágenes e historias que acudían a mi mente durante aquellas tardes de sofá. Bajo el seudónimo de C.Santana, que no es otro que mi nombre: Carolina Santana, llevo publicadas cinco obras de corte erótico LGTBI, todas con Khabox Editorial.
Desde las primeras líneas de El amante de Lady Chatterley, sé que la palabra erótica es solo una parte de mi sentimiento literario. Siempre he sido seducida por un erotismo explícito, donde todo se siente y nada se censura.
Actualmente me encuentro inmersa en una novela histórica, pues este es uno de los géneros que más pasión han levantado en mí, donde aparco el romance LGTBI y me zambullo de lleno en el heterosexual.
“Sueña erotismo, desea erotismo y vive erotismo”.
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