En mi memoria aún perdura un recuerdo bastante nítido a la vez que brumoso. Cuando apenas tenía once años, mi padre me llevó por primera vez a Port Royal, vulgarmente conocida como La Sodoma del Nuevo Mundo. Nada más poner un pie en el puerto, el olor que desprendían las mercaderías de cacao y azúcar picó en mi nariz, pues a pesar de estar acostumbrada a aquellos aromas —típicos de Tortuga también—, allí se intensificaban por la gran cantidad de puestos que atestaban el muelle. Pero lo que realmente llamó mi atención fueron las subastas de esclavos que se improvisaban en el mercado que abarrotaba el puerto. Hombres, mujeres y niños eran vendidos impunemente, mostrados cual ganado al gentío que recorría el atracadero. Lo más curioso de esa estampa era ver cómo aquellos que acompañaban a los comparadores eran, irónicamente, negros: esclavos que también fueron arrancados de sus hogares en África y que ya estuvieron sobre las mismas tarimas en las que a sus semejantes los exponían durante la venta.
La vida de un hombre no vale nada en estos tiempos…
Al entrar en la ciudad, tabernas y burdeles se intercalaban sobre las calles adoquinadas, dándole ambos negocios la bienvenida a todo aquel dispuesto a gastar unos cuantos reales de ocho mientras conseguía una “limpieza de sable” a la vez que disfrutaba de una jarra de cerveza.
Una vez que se dejaban atrás los suburbios de la ciudad, las construcciones de los edificios comenzaban a ser más fastuosas. Los terratenientes de los grandes latifundios de Jamaica no escatimaban en gastos a la hora de edificar sus casas. Y era a una de esas ostentosas mansiones donde mi padre se dirigía.
El propietario era un latifundista con varios feudos dedicados al cultivo de cacao, algodón, azúcar y la fabricación de ron pesado. Mi padre era —y sigue siendo— un gran consumidor de esta bebida, por lo que hacía varios años que ambos hombres mantenían relaciones comerciales. Se conocieron en su época de corsarios, cuando abordaban barcos enemigos bajo el beneplácito de la Corona inglesa gracias a las patentes de corso que esta emitía. Poco importaba que ellos fueran franceses, pues la única desventaja de ostentar un corso era tener que dar al gobernador de Jamaica una parte del botín obtenido, a cambio de quedarse con el resto y poder ancorar en Port Royal, haciendo que la ciudad se llenase de corsarios y piratas: lo más ruin y depravado que surcaba las aguas caribeñas y razón por la que se le había nombrado La Sodoma del Nuevo Mundo.
Mi padre y el hacendado se retiraron a un salón para hablar de sus transacciones y a mí me dejaron bajo el cuidado de la hija mayor del terrateniente. La joven casi puso el grito en el cielo cuando me vio ataviada con calzones y camisola, dado que a tan temprana edad, yo ya había cambiado mi vestuario. Por el contrario, ella vestía un sedoso vestido azul acompañado de preciosas joyas que adornaban su cuello y orejas. Me hizo sentarme a su lado mientras bordaba con esmero una tela tensada por un bastidor de madera labrada.
Me comentó que las damas debían usar enaguas y corsés, no calzas y botas, y menos un talabarte saturado de armas. Como un credo, me repitió una vez tras otra que formaba parte de toda mujer acicalar su aspecto y cuidar su reputación para darse a valer entre los hombres, y así poder ser desposadas por un caballero, un hombre de valía. En cuanto mencionó aquello, un brillo cargado de anhelo cruzó sus ojos. Me hizo partícipe de que un joven teniente inglés la había estado cortejando durante meses, y esperaba fervientemente que su padre diera su bendición para un futuro matrimonio.
Al cabo de dos horas, el terrateniente entró en la sala de té donde ambas nos encontrábamos, seguido de un hombre grueso que apenas podía cerrar su chaleco a la altura de su enorme panza, y que, por las arrugas compactas de su rostro, se podía afirmar que alcanzaba ya los cincuenta años. En sus ojos había un destello que por aquel entonces no supe interpretar, pero que hoy día no cabría duda de que se trataría de una lascivia malsana y corrompida. El padre de la joven los presentó, ignorando mi presencia al no ser yo más que una niña, y le informó de que aquel hombre sería “el caballero” que la desposaría. Por el color blanquecino que mostró la tez de la joven al oír lo que sería de su futuro, pude notar que no solo mis ojos pueriles eran los que veían a aquel sujeto como a un viejo gordo y repulsivo. Ella solo hizo una pequeña reverencia en agradecimiento a su padre, quien nos despachó a mí y al anciano para seguir hablando con su hija.
—¿Qué edad tenéis, muchacha? —me preguntó aquel ser repugnante cuando salimos de la sala.
—Once —contesté con firmeza en mi voz.
—Pronto estaréis en edad de merecer y, cuando eso suceda, será mejor que os olvidéis de jugar a ser hombre y saquéis partido a vuestros atributos femeninos. Quizá tengáis la misma suerte que la señorita Damarque y vuestro padre os encuentre un hombre como yo —dijo mientras caminaba hacia la salida principal de la mansión.
Recuerdo que un estremecimiento especialmente aterrador devoró cada uno de mis músculos al pensar en ese individuo como marido.
El sonido de una bofetada hizo que mirase a través de la rendija de la puerta de la sala de té, que no habíamos cerrado completamente al salir.
—¡¿Así agradeces que te haya encontrado un marido?! ¡Ese hombre es uno de los mayores terratenientes de todo el Caribe! —le increpó el latifundista a su hija.
La joven habló con voz quejumbrosa al mismo tiempo que sujetaba su mejilla enrojecida:
—Disculpadme, padre, no pretendía ofenderos. —Un sollozo quebró aún más sus palabras—: Solo deseaba comentaros que Alfred, un teniente inglés, quiere pediros mi mano durante la Pascua.
—¡¿Un inglés?! ¿Cuándo has mantenido conversaciones con un hombre? —La mano del hacendado volvió a estrellarse contra el rostro de su hija—. Ramera… —murmuró entre dientes—. Óyeme bien, Celine, no he criado a una hembra para que no me dé lo que espero de ella. Te casarás con el señor Babineaux y le darás hijos, que es para lo que estáis hechas. Y más vale que sean varones, en vista de que una mujer solo vale para traer desgracias a su propio hogar. Espero que ese maldito inglés no te haya mancillado, o te repudiaré como a la puta que serías. La alianza Babineaux y Damarque es algo que llevo fraguando varios meses, y tu estúpida cabeza de enamorada no me lo va a impedir.
De repente, un brazo rodeó mi cintura, elevó mi pequeño cuerpo y me arrastró lejos de las voces de la habitación.
—No es correcto escuchar conversaciones ajenas, Hélène —me aconsejó dulcemente mi padre mientras trotaba conmigo a cuestas hasta alcanzar las calles de Port Royal.
—Papá —comencé con mi voz de niña y el apelativo que tanto le gustaba—, ¿me obligarás a casarme con un hombre seboso?
Mi padre rio a carcajadas cuando me soltó sobre las piedras que cubrían la calle principal de la ciudadela. Se arrodilló para alinear nuestros ojos y me dijo:
—Estoy seguro de que si te obligara a ello, me quedaría sin hija en ese mismo instante.
Y fue precisamente aquello lo que le ocurrió al latifundista Damarque: al cabo de una semana, encontró a su hija en la tina, con los ojos entrecerrados, los labios de un tono azul mortecino y el agua que la rodeaba impregnada de un color carmesí. De sus muñecas resbalaban ríos de sangre; se había quitado la vida.
Fue en ese momento cuando decidí que solo yo capitanearía el rumbo mi vida.
Hélène apoyó su espalda en los almohadones de su camastro de los aposentos de la casona. Sobre sus piernas flexionadas descansaban los papiros en los que el retrato de su vida comenzaba a coger forma. Ya no le resultaba tan necio dejar constancia de sus experiencias vividas, además de ser una forma de contarlas, a falta de unos oídos a los que relatárselas. La vida de un capitán estaba llena de soledades, y las verdaderas amistades brillaban por su ausencia.
Sin embargo, la soledad también tenía sus provechos.
Sola, en su alcoba, desnuda, escuchando el cantar de los grillos y el sonido lejano de las olas danzando con la orilla, rememoró el momento en que vio al capitán inglés desnudo en las aguas de Tortuga. Cerró los ojos e inspiró, y casi pudo oler el olor a semental que la azotó en aquella ocasión. Recreó en su mente la forma de la verga: gruesa, en reposo y mojada por el mar. Una sonrisa curvó sus labios al imaginar el toque salado que tendría si la lamiera. Y entonces comenzó a vislumbrarla dura, altiva, salvaje, de la misma forma que la había sentido entre sus nalgas. Un gemido cruzó su garganta al tiempo que abría sus muslos y una de sus manos bajaba por el sendero que finalizaba en su centro. Los papiros quedaron olvidados a un lado del colchón.
A varios pies de distancia, donde el romper de las olas se escuchaba más nítidamente, Edward deslazaba el cordón de sus calzones, tumbado sobre el apulgarado colchón que le servía de catre. Su compatriota dormitaba en el rincón opuesto de la cabaña, ajeno a sus intenciones. Sacó su vara, que ya rezumaba gotas de su esencia por lo que estaba en ciernes. Sus dedos la abrazaron en cuanto una trenza rubia colmó sus pensamientos.
En la casona, Hélène jugueteaba con el suave vello que coronaba su vulva, llenando su vientre de cosquillas traviesas. Unos ojos astutos y oscuros perforaban su mente mientras su mano resbalaba por su pliegue, húmedo con solo imaginar la regia verga del capitán ocupando el lugar donde se adentraban sus dedos.
Dentro de la cabaña, Edward jadeaba.
En el interior de la casona, Hélène gemía.
El inglés gruñó cuando el movimiento de su mano calentó su ariete. La pirata siseó en el momento en que un dedo se abrió paso entre sus carnes.
El ambiente de la alcoba se caldeaba; el de la choza abrasaba.
Él ahuecó sus bolas e incrementó el masaje a su falo; arriba y abajo. Ella rozó sus pezones y arremetió contra su interior; dentro y fuera.
Respiraciones entrecortadas, lúbricos chapoteos, bocas jadeantes, sonidos resbaladizos…, susurros traicioneros: “¿Estáis segura de que no os estoy venciendo?”.
Hélène gritó su orgasmo cuando sus dedos mancillaban sin pudor alguno su ya inexistente virtud. Dejó caer de sus labios los últimos jadeos mientras sus pechos subían y bajaban y sus dedos se embreaban de sus propios jugos.
Edward soltó su crema en gruesas cuerdas nacaradas que dieron a parar a su pecho desnudo. Controló como pudo el rugido que quería salir de sus entrañas, con el fin de no importunar el sueño del comodoro.
Agitado, pegajoso, y empuñando aún su verga, él pensó: «Me está atrapando…».
Exhausta, saciada, y sintiendo su centro todavía en llamas, ella rumió: «Obtendré mi revancha».
*****
Edward permanecía en la choza, en silencio, sujetando un bote de ungüento en una mano y cubriendo con los dedos de la otra las heridas que aún surcaban la espalda del comodoro. La mascota del pirata estaba a su lado, sentada sobre las patas traseras y con la lengua fuera, observando cómo curaba las llagas. Edward no llegaba a comprender el porqué de aquel apego del animal a su compatriota, pero en cierto modo lo tranquilizaba, ya que sabía que cuando él debía salir a por víveres, el lobo siempre tenía un ojo sobre su superior.
El comodoro gimió suave y abrió los párpados poco a poco. Después de unos segundos, lo miró con ojos lánguidos.
—Se están curando bien, señor —dijo Edward en tono bajo cuando lo vio despierto—. Lleváis dos días entre la consciencia y la inconsciencia, más de lo último que de lo primero. —Dejó el bote sobre el suelo de la cabaña y sonrió brevemente cuando llevó su mano al lomo del animal, acariciándolo mientras decía—: Parece que habéis encontrado un nuevo guardián, señor Large. No os ha dejado desde que “El Lobo” me encomendó vuestro cuidado cuando él no pudiera hacerse cargo. Creo que está aquí solo para cerciorarse de que cumplo con mi cometido y os atiendo como es debido.
Y eso creía realmente Edward. Daba la impresión de que Chucho, como llamaban al cánido, supervisaba su trabajo como curandero. El pirata le había dejado el bote de ungüento y a cargo de las curas para cuando él no pudiera llevarlas a cabo. Y, de nuevo, aquella actitud por parte del mismo que había latigueado a su compatriota no terminaba de comprenderla. Algo sucedía entre esos dos hombres que no llegaba a discernir del todo.
El comodoro volvió a quedarse dormido sin pronunciar palabra y Edward decidió salir para abastecerse de nuevas vituallas. Camino del poblado, su mente se llenó de preguntas: ¿Por qué permanecían aún cautivos? ¿Cuál era el motivo de que “El Lobo” todavía no los hubiera vendido… o asesinado? Intuía que la verdadera razón se escondía bajo aquel extraño nexo que parecía haberse fraguado entre su superior y el pirata; un tácito vínculo que seguramente ocultaba más de lo que sus ojos veían. Fuera lo que fuese, la realidad era que llevaba diez días privado de libertad y sin saber qué sería de su futuro.
Al llegar al pueblo, los mercaderes ya anunciaban sus géneros a todos los viandantes que caminaban por la calle principal. Tras la desafortunada huida y posterior captura, Elon le indicó que si querían alimentarse, debían ser ellos mismos los que consiguieran los víveres para tal fin, ya que ni él ni Miguel se los proporcionarían.
No los vendían, no los mataban, y a la vista estaba que tampoco los alimentaban. Edward no le encontraba pies a aquel proceder…
Anduvo con paso lento a través de los puestos que abarrotaban la plaza del pueblo, sintiéndose observado —como siempre que dejaba la cabaña—. A pesar de disfrutar de una pequeña libertad como para permanecer sin grilletes y caminar por el pueblo, “El Lobo” no era un insensato, y siempre mantenía a uno o dos de sus hombres pendientes de sus movimientos. Como bien le espetó el pirata al comodoro: “Siempre hay hombres que vigilan mi barco y sus alrededores”.
Se encaminaba hacia el puesto de Yaztil, la joven indígena que le proporcionaba los víveres por orden de “El Lobo”, cuando entre la multitud divisó una trenza rubia. Detuvo sus pasos y observó con detenimiento a la pirata, que estaba en el puesto de frutas y verduras al que se dirigía. Le daba la espalda, pudiendo deleitarse con las voluptuosas curvas del trasero gracias a los calzones que moldeaban los muslos. El medio corsé esbozaba la fina cintura y los tersos hombros quedaban al descubierto sobre una camisa blanca que realzaba el color tostado de la piel. La espada, dagas y granadas que colgaban del talabarte le daban un aspecto de peligrosa, aventurera…, interesante.
Edward se asombró por ese último pensamiento: interesante…
Mientras sus pies lo guiaban hacia ella, otra serie de preguntas —que nada tenían que ver con su situación de preso—lo asaltaron: ¿Qué se escondería tras aquella aura de peligro y seducción que transmitía? ¿Cómo había llegado a formar parte de aquellos malnacidos que poblaban Tortuga? Incomprensiblemente, deseaba saber más sobre ella. Era fuerte y decidida, aptitudes que raras veces se veían en una mujer y que lo atraían en sumo grado. Y mujer era, al fin y al cabo, pues gustaba de usar sus encantos —más que notorios— para conseguir sus objetivos; objetivo, por otro lado, que logró con creces cuando él se vio en la apremiante necesidad de tener que derramar su carga durante la noche.
Embelesado por la vista frente a él, llegó junto al puesto, parándose al lado de la pirata. En ese momento, ella sopesaba en la mano una banana.
—¿Está madura? —le preguntó Hélène a Yaztil.
—Fruta mía siempre lista para comer —contestó la indígena en un francés forzado—. Solo abrir y comer.
Hélène comenzó a pelar la banana, dejando que las gruesas tiras de piel descansaran como una flor sobre su mano. Acercó su nariz a la punta que había quedado expuesta y la olió. Cerró sus ojos, abrió sus labios e introdujo parte de la fruta en su boca. Antes de morderla, un bajo y sutil gruñido a su lado hizo que girara su cabeza. Los ojos intensos del capitán la miraban con fijeza, concretamente donde boca y fruta se unían. Tras el asombro de ver al inglés allí, sonrió con picardía y mordió lentamente, con parsimonia, recreándose en la mordida y no apartando sus ojos ladinos del hombre que hacía con la mirada lo mismo que ella con la fruta: comérsela. Masticó su bocado y tragó, de nuevo con pausa, sin retirar la vista, para después alargar su mano y convidarle.
—¿Gustas?
Edward enarcó una ceja, serio en un principio. Poco a poco, sus labios fueron esbozando una sonrisa perspicaz, y aún más lo fue su contestación:
—Mis preferencias se inclinan por algo más dulce, más… húmedo. —Hélène rio suave por la ambigua respuesta—. Señorita Yaztil —siguió Edward, dirigiéndose a la indígena—, ¿seríais vos tan amable de incluir en mi ración de hoy unos cuantos cocos? El jugo es exquisito cuando se deshace en mi boca. —Miró de soslayo a Hélène, quien era ahora la que levantaba una ceja sagaz.
En tanto que Yaztil preparaba el hatillo con los víveres, ambos se sumieron en un silencio despreocupado mientras el bullicio del mercado los rodeaba. Por primera vez en su vida, Hélène no sabía qué decir; y no debido a que se sintiera incómoda, sino porque la presencia del capitán, en cierto modo, la invitaba a relajarse y excitarse al mismo tiempo. Era una sensación nunca antes vivida por ella; una que la intrigaba en la misma medida que la desconcertaba.
—¿Por qué habéis escogido este estilo de vida? —preguntó Edward en un tono sosegado cuando la pausa entre ellos comenzó a ser distendida.
Hélène lo miró de reojo y a la defensiva. No era la primera vez que se enfrentaba a preguntas como aquella. Gran parte de los hombres y mujeres que se habían cruzado en su camino le habían increpado su decisión, tomada hacía ya tantos años. Siempre recibía miradas desaprobatorias, pero en el rostro del inglés nada había que indicara condena o rechazo, solo un genuino interés. Aun así, no pudo evitar responder con recelo:
—¿Por qué decidiste tú hacerte capitán de la Marina Real?
—No tuve opción alguna —dictaminó Edward, de nuevo con voz calmada mientras acariciaba de forma laxa una yuca expuesta en el tenderete.
—Siempre hay opción, capitán, aunque… supongo que yo tampoco la tuve…, o más bien no quise.
Edward abandonó el tubérculo y giró completamente su cuerpo para situarse frente a ella, contemplándola sereno.
—¿Qué fue lo que no quisisteis?
Hélène lo estudió: su cabello moreno y revuelto cayendo en pequeños mechones sobre su frente, sus ojos negros y fijos en ella, su barba de varios días, sus labios tersos, su cuello y hombros robustos. Un macho exquisito… Pero hombre, al fin y al cabo.
—Estar bajo el yugo del hombre. —El inglés no gesticuló ante sus palabras, aunque siguió observándola fijamente. Hélène quiso romper aquel ambiente de complicidad en el que estaban cayendo y volvió a hacer uso de sus provocadores juegos, donde controlaba mejor sus emociones—: Aunque he de decir que el hombre que tengo frente a mí tiene poco de ello. Está muy mal visto que un caballero rechace desafíos —malmetió, pero con sonrisa traviesa.
—¿Deseáis enfrentaros a mí? —preguntó Edward a la vez que daba un paso al frente, sonriendo con descaro y dejando sus cuerpos a escasas pulgadas.
Altiva, Hélène levantó su rostro para igualarlo al del inglés, a pesar de que solo alcanzaba a cubrirlo hasta la perfecta nariz.
—¿Rehúyes? —lo provocó. El olor a macho la invadió de nuevo.
—No salisteis muy bien parada la última vez. —El aliento cayó sobre sus labios, siendo ahora ella la provocada.
—Por ello exijo mi revancha.
Edward ladeó ligeramente su cabeza y agudizó su mirada. Subió una de sus manos y enredó entre sus dedos el final de la trenza que caía sobre uno de los hombros.
—¿Qué tipo de revancha buscáis?
Hélène sintió un suave tirón a su cabello. Sus cuerpos estaban apenas separados por las finas capas de sus ropas. Sentía calor y frío al mismo tiempo, deseo y rechazo a partes iguales, valentía y temor en sendas cantidades. Pero, cuando contestó, las aptitudes de arrogancia e insolencia adquiridas a lo largo de los años ganaron la partida a las nuevas que intentaban florecer:
—Una que me deje satisfecha.
Edward pasó su lengua por sus dientes, lenta y sugestivamente. Sus ojos eran rufianes; su sonrisa, perversa. El aspecto que mostraba era el de un completo bandido, dispuesto a apoderarse de todo aquello que desease, le fuera ofrecido o no. Desenredó sus dedos de la trenza y rozó con la uña parte del hombro de Hélène, a quien se le erizaron los vellos por aquel roce intencionado. El toque fue gentil; su mirada, por el contario, fiera.
—Comida preparada. Señor coger.
El inglés rudimentario de Yaztil los arrancó de la atmósfera disoluta en la que habían ido cayendo. La indígena sostenía en su mano el hatillo ya listo. Edward lo cogió. Se dirigieron una última mirada que aún arrastraba parte del ardiente halo que los había rodeado y tomaron cada uno su camino, ella mordiéndose los labios y él tensando su mandíbula.