Cuaderno de bitácora. Día de navegación: 62
Bergantín La Viuda Negra
Destino: Isla Tortuga.
4 de mayo de 1692. Latitud 62º 25’ 30”
Acabamos de salir de una tormenta que ha azotado mi nave desde la quilla hasta la más alta cofa. Los desperfectos son numerosos, aunque no significativos como para no alcanzar nuestro destino y ancorar en las playas azules de isla Tortuga. Las manos de Pierre, el carpintero, harán que mi querida Viuda Negra surque de nuevo los océanos como la gran dama oscura que es, al igual que esas mismas manos recorren las curvas de mi cuerpo durante las noches en las que necesito placer. Es en momentos como esos —cuando mi deseo carnal ha sido saciado y me encuentro saboreando los retazos de mi deleite sobre las sábanas revueltas de mi catre, y una vez que he despachado al iluso de turno—, cuando me es imposible no comparar el curso de lo que ha sido mi vida con el vivido por cualquier otra mujer.
Hélène frunció su ceño mientras se recostaba sobre la única silla que vestía su camarote, iluminado por la tenue luz de una vela que hundía la estancia en un ambiente flamígero. Observó las últimas palabras escritas en el cuaderno de bitácora, que se semejaban más a las que se incluirían en un diario que a las caligrafiadas en un registro de navegación.
Sin ser realmente consciente, y guiada por una caprichosa necesidad de continuar lo que ya había comenzado, tomó uno de los tantos papiros que anegaban la mesa frente a ella, hundió la punta de su pluma en el tarro de tinta y empezó a escribir de nuevo; esta vez en un lienzo en blanco, donde vertió mucho más que coordenadas y estados de la mar.
Mis recuerdos no están llenos de tardes intensas de lecciones de clavicordio ni mañanas exhaustas de costura. Ya no recuerdo cómo es el tacto de una enagua sobre la piel de mis piernas ni lo incómodo que puede llegar a resultar un tontillo alrededor de mi cintura. No tengo en mi haber ni una sola participación en los incontables eventos que se van sucediendo a lo largo de las temporadas sociales que tienen lugar en Port Royal. Y no crecí rodeada de mujeres que me amaestraran en las tradiciones y el saber estar de una respectada dama.
No.
Yo nací sobre las tablas del alcázar del bergantín de mi padre, el comandante Jean Paul Lemoine. A mi madre ni siquiera le dio tiempo a llegar al camastro del camarote cuando mi cabeza ya asomaba hacia lo que sería mi nueva vida. Los cuidados que recibió durante el parto fueron insalubres y menesterosos, por lo que falleció horas después, y yo pasé mi primer mes de vida balanceándome al son de las olas del mar que chocaban contra el barco y rodeada de marineros que apenas sabían limpiar la sabanilla que usaba como pañal. Recibí el alimento necesario gracias a la leche de una cabeza de ganado que había a bordo y que aún no había servido como alimento para la tripulación.
Mi padre lloró la muerte de mi madre, pues la amaba profundamente. Y a pesar de que él siempre ha insistido en que jamás me habría dejado morir o lanzado por la borda —acto descabellado e inhumano para la mente de una mujer, pero insignificante para un lobo de mar como mi padre y aquellos que lo acompañaban—, sé que ahogarme en las aguas caribeñas no fue mi prematuro destino porque yo era el único vestigio que le quedaba de mi madre.
Al llegar a tierra puso mi cuidado a manos de las indígenas que poblaban isla Tortuga. Durante los primeros años de mi niñez, las buenas mujeres intentaron instruirme en las costumbres francesas e inglesas, hábitos que habían ido adquiriendo a lo largo de años de invasión a sus tierras. Sin embargo, isla Tortuga es, y siempre ha sido, un enclave caribeño donde han confluido toda clase de culturas y nacionalidades, y donde ha ido a parar lo más ruin de cada una de ellas. Es morada de disidentes, expresidiarios, gente de baja cuna y esclavos apresados en África. Es hogar de piratas, bucaneros y corsarios; sabandijas que valoran más un real de a ocho que la vida de un semejante. Y yo crecí viviendo aquello, viendo cada día disputas que acababan en muerte, violaciones a plena luz del día, ladrones y borrachos recorriendo cada uno de los rincones de la isla.
Pronto, los vestidos y corpiños que me obligaban a ponerme las indígenas dieron lugar a calzones y camisolas. Cambié las pocas muñecas de las que disponía por espadas, las educadas expresiones por agravios malsonantes. Empecé a distanciarme de los juegos de niñas y a destacarme en el uso de pistolas y dagas, dado que tampoco tenía una compañera con la que disfrutar los días en compañía femenina.
Mi padre, al ver los inesperados gustos que iba adquiriendo año tras año, después de cada encomienda de la que regresaba me agasajaba con una determinada arma que conseguía allí donde ancoraba. Mis tardes estaban repletas del aprendizaje en el arte del combate; mis mañanas, de lecciones del manejo de barcos, en las que gratamente me aleccionaban los hombres de la isla, pues con el tiempo echaron al olvido mi condición de hembra y comenzaron a ver la valía que había en mí. Mi cintura ya no estaba ataviada con molestos tontillos, sino con talabartes cargados de diferentes armas, y los bucles que con tanto esmero ahuecaron en su momento las indígenas, ahora se entrelazaban en una trenza larga y rubia que caía sobre mi hombro derecho.
Sí, sin lugar a dudas, el curso de mi vida dista mucho de lo esperado en una mujer, y no me arrepiento en lo más mínimo de haber escogido este camino. De lo contrario, no comandaría un bergantín con cincuenta hombres bajo mi mando; no sería dueña de mis decisiones, sin necesidad de tener que acatar las órdenes del hombre que me hubiera sido impuesto.
Soy consciente de que he elegido un sino en el que soy una liebre en un mundo de perros, pero las liebres saben encontrar recovecos con los que acabar mareando a los perros en cuestión; incluso a más de uno cortarle de raíz las ganas de ladrar. Y liebre astuta he tenido que ser, pues no ha sido fácil llegar hasta aquí; eso no puedo negarlo. A pesar de probar a cada habitante de Tortuga que en mi interior nada había de la dulce dama que se hubiera esperado de mí, mi naturaleza de mujer fue un obstáculo permanente en toda circunstancia que se me presentaba. Si yo quería participar en los retos que lanzaban los hombres con el fin de demostrar quién ostentaba la batuta dominante, se me negaba la oportunidad simplemente por el hecho de no ocultar una buena verga tras los calzones. En las reuniones que celebraba la Cofradía de la Hermandad de la Costa, me era vetada la asistencia debido a la norma que existía de no permitir mujeres dentro de la agrupación. Ante mi tozudez e insistencia, siempre recibía la misma respuesta: “Puedes darte con un canto en los dientes solo por poder permanecer en la isla”.
Y cierto era. En los primeros años de la creación de la cofradía, tanto en ella como en Tortuga se admitían mujeres. Gran parte de ellas eran negras e indígenas; aún hoy consideradas poco más que simple ganado. El problema surgió con los primeros desafíos entre los hermanos por hacerse con las escasas féminas blancas que había. Tras varias muertes sin sentido y algún que otro miembro cercenado, se decidió que solo las indígenas y negras poblarían la isla; solución propuesta para evitar más enfrentamientos absurdos. El único motivo por el que yo pude continuar en ella fue la elevada reputación de la que gozaba mi padre, pero la entrada a la hermandad me fue completamente negada. Ni siquiera cuando él fue elegido dirigente de la cofradía pude formar parte de ella.
Sin embargo, hubo una noche en que la suerte cayó de mi lado: un ataque sorpresa perpetrado por los españoles de la isla vecina La Española, asoló las playas de Tortuga. Pillados de improviso, un tercio de los hermanos fueron masacrados. Y en ese momento llegó la oportunidad de agradecer mi “desventajosa” condición de mujer.
Me hice con un vestido harapiento de una de las indígenas y me dirigí hacia el galeón en el que habían llegado los españoles. Interpretando el papel de una dama desvalida y secuestrada por los despreciables franceses, hice creer a los marineros que custodiaban la nave que estaba siendo retenida en Tortuga. Aquellos hombres, insulsos y manejables como cualquier otro, no dudaron en ofrecerme cobijo y escapatoria.
*****
—¿Sabes? —comenzó Saúl, cortando a Ana—, puede que hayan pasado siglos, pero las mujeres seguís siendo igual de manipuladoras que antaño.
—Y los hombres igual de cabrones. Y no me interrumpas —lo amonestó.
—¡A la orden, capitana! —se mofó Saúl mientras simulaba un saludo militar.
Ana optó por no responder a la burla y prosiguió.
*****
Una vez a bordo y a bien recaudo en uno de los camarotes del galeón español, sigilosamente abandoné la seguridad de mi aposento y logré introducirme en la santabárbara de la nave. Una mecha de cinco metros colocada estratégicamente alrededor de los pañoles de pólvora, me dio el tiempo suficiente para desembarcar del barco segundos antes de que este explotara, creando una gran bola de fuego y astillas que reverberó en la noche cerrada.
Los hombres que luchaban en la playa cesaron sus combates: los españoles, contrariados ante la gran montaña en llamas en la que se había convertido su galeón; y aquellos que defendían la isla, exultantes ante lo que, en un primer momento, creyeron que había sido un contratiempo afortunado e inesperado, hasta que mi silueta apareció entre los restos de humo, caminando por la orilla y con un trozo de mecha aún sostenida en la mano.
Después de aquella noche gané dos invaluables propósitos: admiración y respeto por parte de la cofradía y una de las lecciones más valiosas que toda mujer debe saber: las armas de los hombres matan, pero las de una mujer pueden dirigir el tiro que ellos perpetran.
*****
—¿Ves? Lo que te decía: todas unas zorras de cuidado —la interrumpió de nuevo Saúl. Su compañera de piso le dirigió una mirada que nada tenía que envidiar a la que él mismo había mostrado cuando lo había despertado de su sueño.
Ana, al comprobar que la amenaza velada inscrita en sus ojos fue suficiente para deponer cualquier otro intento de interrupción, siguió con su relato.
*****
Hélène dejó la pluma sobre la mesa que ocupaba el centro de su camarote, que hacía las veces de escritorio y lugar para disfrutar a solas de los excelentes platos que guisaba el cocinero de La Viuda Negra, bergantín que consiguió capitanear tras aquella hazaña lograda en Tortuga, hacía ya cinco años. Echó un rápido vistazo sobre lo que, al parecer, era el comienzo de un diario, de una vida. Una risa incrédula escapó de sus labios. Jamás habría pensado que una mujer como ella, una para la que los recuerdos solo eran una advertencia de las barbaridades con las que la vida era capaz de golpearte, podría hacer uso de semejante necedad, y más teniendo en cuenta la ocupación en la que empleaba sus días.
Su tripulación y ella volvían de un periplo que había durado dos meses, en los que se habían apoderado de varios miles de reales de a ocho, perlas y sedas preciosas, abordando todo barco que se cruzaba en su camino. Y ahora regresaban a Tortuga, tierra de hermanos, bastión de piratas que no seguían religión, condición ni patria, donde derrocharían todas las riquezas obtenidas y sucumbirían al desenfreno y libertinaje que la isla proporcionaba… Su hogar.
Un suave toque en la puerta rompió el silencio que imperaba en el camarote.
—Adelante —dijo Hélène en su armónico francés.
La puerta se abrió y entró Pierre, el carpintero. Sus manos callosas, producto de su profesión, portaban varios utensilios que habían servido para subsanar los daños causados a la nave tras la tormenta.
—Los aparejos aguantarán hasta el arribo a Tortuga, capitán —indicó el hombre.
—Gracias, Pierre —agradeció Hélène.
En un acto involuntario, guardó en uno los cajones de la mesa las hojas en las que había plasmado sus recuerdos y vivencias, confesiones que a nadie importaban más que a ella. Sin prestar atención al pirata, puso de nuevo interés en el cuaderno de bitácora, despachándolo con aquel gesto.
Los segundos comenzaron a pasar y Hélène aún sentía la presencia del hombre en el camarote. Levantó la vista y lo encontró erguido junto a la puerta, mirándola con ojos que escondían inquietud, anhelo y una sombra de lujuria. Aquella era la forma de actuar de cada hombre a quien ella permitía entrar en su camastro: silenciosamente, siempre le pedían permiso para volver a yacer juntos. En alguna ocasión, hubo quien solo por el hecho de ser mujer pensó que tenía el derecho de reclamarla, pero ese intento de subyugación le costó una extremidad cercenada a todo aquel que osó siquiera rozar su piel sin que ella estuviera dispuesta a ofrecerla. Por ello, los que la conocían sabían que gozar de los placeres mundanos junto al capitán de La Viuda Negra era exclusivamente decisión de ella.
Sin embargo, esa noche, después del gran desgaste físico que acarrearon las vicisitudes derivadas de la tormenta, y la nostalgia que en aquellos momentos ocupaba su mente tras haber hecho un breve repaso a lo que había sido su vida, no le quedaba apetito para dar rienda suelta a su libido.
—Es todo, Pierre, puedes retirarte —fue la respuesta cortante que obtuvo el hombre a su pregunta no formulada, quien salió del mismo modo que había entrado: cabizbajo.
Hélène se levantó de su silla y comenzó a desprenderse de sus ropas, sin darle importancia a la decepción mostrada en el rostro del carpintero. Desabrochó su talabarte lleno de armas y lo colgó del cabecero de madera oscura de su catre; siempre lo mantenía a su alcance, incluso durante sus horas de descanso. Se descalzó las botas, seguidas de las calzas y los calzones, los cuales se ajustaban a su culo y muslos, delineando las curvas nunca mostradas en una mujer. Deshizo la lazada de su camisa, que guardaba unos pechos firmes y redondeados, propios de una joven que apenas pasaba la mitad de la veintena. Destrenzó su cabello rubio y se tumbó sobre el mullido colchón de plumas, abandonándose al cansancio que su cuerpo padecía y deseando llegar a tierra firme, a Tortuga, sin ser consciente de que la isla le depararía un visitante que pondría en la cuerda floja cada uno de sus logros conseguidos como fémina.