El hedor que desprendían las cabezas de ganado no hacía más llevadero el encierro de Edward Wadlow. Los enjaretados de las cubiertas superiores apenas filtraban la luz del atardecer, que llegaba con tímidos rayos anaranjados al sollado. Tampoco la estrecha jaula en la que permanecía ayudaba a sobrellevar con mayor dignidad su encarcelamiento. Al menos, sus manos estaban libres de ataduras: un insignificante alivio después de todo lo acontecido tras la salida de Port Royal.
Entre mugidos del ganado, el mar chocando calmadamente contra el casco del galeón y la sensación de un cautiverio al que Edward no veía fin, fue inevitable que su mente echara una mirada atrás.
Con apenas catorce años consiguió enrolarse como grumete en un buque de guerra de la Marina Real británica, todo con la intención de huir del infierno que siempre había sido su hogar. Durante años tuvo que soportar tratos vejatorios y golpizas por parte de su progenitor. Incluso ahora, al rememorar aquella etapa lúgubre de su vida, se prohibía a sí mismo llamarlo padre. Lo único que lo había mantenido arraigado en Londres fue su madre, pero tras su muerte a manos de su despreciable marido —quien disfrazó el asesinato ante las autoridades de un asalto perpetrado por unos vulgares ladrones—, ya nada lo ataba a aquella ciudad. Fue entonces cuando se alistó en el ejército naval, abandonando al borracho de su progenitor a su suerte. Tuvo la fortuna de dar con un capitán que lo acogió bajo su ala, inculcándole la disciplina y el duro trabajo de la mar. Gracias a él se curtió en su profesión y logró el puesto de capitán a los veintisiete años, sin necesidad de sobornar a los altos mandos de la Marina Real con bolsas llenas de libras, como era habitual en la milicia marítima británica.
Hacía escasos dos meses que le habían propuesto formar parte de un convoy que comandaría un joven y recién nombrado comodoro que los llevaría al Nuevo Mundo. No dudó ni un ápice en dar una respuesta afirmativa, ya que llevaba más de una década deseando dejar Inglaterra atrás, así como su mísera niñez.
El joven comodoro había resultado ser un hombre de honor, aunque no sin embargo el capitán de uno de los navíos del convoy, Thomas Salvin. Desde la primera milla de navegación, y tras la nefasta actuación que protagonizó dicho capitán cuando fueron abordados por piratas rebeldes en su viaje hacia Jamaica, Edward supo que ambos hombres solo mantendrían las buenas formas entre ellos porque así lo estipulaban las normas dentro de la jerarquía naval. Aun así, bajo el beneplácito de su mando y una vez ganada la contienda, el comodoro le increpó al señor Salvin que no hubiera tenido preparados a sus hombres durante el inicio del abordaje, suceso que comunicó directamente al gobernador de Port Royal cuando alcanzaron la isla. John Bourden tomó la decisión de degradar al incompetente a teniente, desbaratando así las ansias de Salvin de ascender en la jerarquía naval y engendrando un odio hacia el comodoro que lo hizo conspirar contra sus propios camaradas.
Durante su estancia en Port Royal había conseguido ponerse en contacto con nada más y nada menos que un pirata, y su rencor lo llevó a hacer un trato con él: asesinar al comodoro a cambio de dos cofres de oro. Edward aún no alcanzaba a comprender cómo un compatriota había sido capaz de traicionar a otro solo porque este se había interpuesto en su escalada hacia el puesto de almirante. Pero así fue como, al partir de Jamaica tras una semana en la isla, fueron abordados por el galeón de “El Lobo”, un hombre sin escrúpulos que irónicamente no pestañeó cuando el capitán Salvin no le fue de más utilidad y lo arrojó por la borda de su galeón, no sin antes haber torturado y mutilado su miembro viril, desgarrándolo de su cuerpo.
Según le relató el comodoro la misma noche del macabro asesinato al traidor, el pirata lo había hecho para hacerle ver qué consecuencias tenía la rebeldía en su barco, pues su superior había entrado a hurtadillas en el camarote de “El Lobo” para recuperar un objeto que le había sido requisado cuando los hicieron prisioneros: un reloj de bolsillo que John Bourden le había dado y que debía entregar a Guillermo III, rey de Inglaterra. Lo valioso de ese reloj era que tenía escrito en la contratapa las coordenadas de una nueva ruta marítima por la que los barcos ingleses podrían transportar los tesoros conseguidos en el Nuevo Mundo sin miedo a ser saqueados por piratas, ya que la ruta estaba atestada de colinas marinas que los disuadirían de adentrarse en tan heladas latitudes.
En lugar de matarlos a él y al comodoro, el pirata solo ajustició al señor Salvin por la osadía de su superior, y a ellos dos los hizo prisioneros como monedas de cambio para una posible venta. Pero, si la muerte de Thomas Salvin era un vaticinio, no había dudas ante lo que les esperaría: acabarían vendidos al mejor postor o ahorcados de una de las palmeras que atestaban Tortuga.
Y allí estaba de nuevo, confinado en la celda de la cubierta de sollado del galeón que lo había llevado a aquella isla de depravados: amantes de la lujuria que se daban a los más bajos apetitos del ser humano, como pudo comprobar la primera noche que pasó en la playa, donde tuvieron lugar todo tipo de actos licenciosos, como bailes demasiado obscenos o incluso fornicaciones tras los arbustos. No era que aquello lo incomodara, puesto que no se diferenciaba en gran medida de lo que ocurría dentro de un burdel de Londres, pero claramente aquellos hombres no seguían unas normas de decencia y recato, como sucedía en el Viejo Mundo. Y no estaba seguro de si esa forma tan desinhibida de ver y vivir la vida le provocaba un total rechazo o, por el contrario, una palpitante erección que ajustaba su verga a la tela de sus calzones. No podía engañarse a sí mismo: la lascivia que desprendían aquellos cuerpos durante las libertinas danzas era ponzoñosa pero a la vez atrayente. Y era hasta lógico que su inculcada moralidad puritana londinense quedara ligeramente trastocada, debido a que hacía varios meses que no probaba mujer alguna.
El sonido de pasos bajando por la escala que llevaba a la cubierta donde se encontraba lo trajo de nuevo a la sombría realidad del momento. El suave haz de la luz de un farol apareció, y tras él una estrecha silueta. La oscuridad que inundaba el lugar no lo dejó discernir quién se ocultaba detrás del candil, hasta que la figura comenzó a contonearse sensualmente y a trazar un perfil cada vez más nítido. Cuando por fin el contorno se definió, resultó ser la mujer rubia de ojos verdes que vestía con ropas de hombre, Hélène, según la había llamado “El Lobo” cuando se saludaron en la casona. Nunca antes había visto a una dama en calzones y cubierta de armas, y la visión, contrario a lo esperado, lo atraía de una forma extrañamente peculiar, desconocida…, deseable. Era una pirata, una vividora, una ladrona, y únicamente esos motivos deberían ser suficientes para mantenerse alejado de ella. Sin embargo, esas mismas vestimentas que delineaban las curvas sinuosas, junto con la picardía que se escondía tras aquellos ojos embaucadores, lo tenían a él —y a su verga— expectante ante lo que pudiera acaecer.
La mujer detuvo sus pasos cuando alcanzó la jaula. Sin apartar la mirada —serena pero llena de matices traviesos—, colocó el farol sobre un saliente de la celda.
—Parece que se han deshecho de ti —declaró en un francés suave. Edward se limitó a mirarla desde su posición sentada mientras ella abría tranquilamente la cancela de la jaula. Una vez dentro levantó las llaves, haciéndolas tintinear con un balanceo juguetón, y sonrió—. Los hombres sois tan fáciles de manipular cuando una mujer desea algo fervientemente…
Dos inquietantes pensamientos cruzaron por la mente de Edward: primero, el necio infeliz que había sido mangoneado para conseguir las llaves de la celda, y segundo, la incertidumbre ante lo que esa artificiosa mujer pudiera estar codiciando en esos momentos. Lo más curioso de aquella incógnita era que Edward estaba más que dispuesto a averiguar qué ambicionaba la pirata yendo hasta su jaula.
Ella se acuclilló frente él y lo estudió durante unos segundos, en silencio. Edward la observó con el ceño fruncido, vigilante e inquieto. Igual de hermosa que peligrosa, formaba parte de la misma calaña que lo mantenía preso, y solo por ello debería tener todos sus sentidos alerta. Pero era difícil mantener una vigilancia constante cuando unos ojos tan voluptuosos lo incitaban a la rendición, y no precisamente a una que implicara deponer sus armas. Debido a esa caprichosa capitulación no reparó en el rápido movimiento de la mujer, que levantó una mano y rozó con el pulgar su cuello, subiendo y bajando perezosamente a través de su nuez.
Edward no tenía grilletes; en cuestión de segundos podría deshacerse de ella e intentar huir. Pero los sensuales ojos verdes que lo asediaban hacían exactamente eso: cercarlo, acorralarlo, como si no fuera más que uno de los animales que compartían su encierro en aquella oscura cubierta.
—Podría hacer que recordases tu cautiverio como uno de los mejores momentos de tu vida —volvió a hablar seductoramente Hélène, abandonado el cuello y recorriendo con parsimonia el pecho hasta los abdominales de Edward, quien se tensionó ligeramente ante el atrevido toque.
Las procaces intenciones de la pirata empezaban a estar claras para el capitán inglés. Nunca antes en sus treinta años de vida había dado con una dama que insinuara de manera tan abierta sus deseos libidinosos, salvo las meretrices. Pero esa mujer distaba enormemente del aspecto y forma de vida que solían llevar las prostitutas: esa mujer no dudaría en arrancarle las entrañas si así lo determinaba; esa mujer lo usaría como a un mero títere en beneficio propio. Aun así, Edward se permitió un pequeño tono de soberbia en las primeras palabras que le dirigió:
—Suponiendo que se me permitiera vivir como para recordarlo.
Una sonrisa taimada apareció en los labios carnosos de la pirata, que fue acercándolos lentamente a los de Edward. Tan absorbido estaba por la extraña situación en la que se veía envuelto que, de nuevo, no notó el movimiento hasta que se encontró con su verga completamente ahuecada por una mano pequeña. Siseó cuando el calor empezó a filtrarse a través de los calzones y llegó hasta su garrote, que comenzó a palpitar sin que pudiera detenerlo; aunque, en su más obsceno interior, tampoco lo pretendía.
Rozando sus bocas, Hélène ronroneó:
—Hazme pasar un buen momento —apretó ligeramente la verga cubierta por la tela—, uno que no olvide, y quizá interceda por tu liberación. Tienes el instrumento para hacerlo, por lo que puedo notar ―susurró, vertiendo su aliento caliente sobre los labios del capitán y acariciando lentamente el miembro con la palma de su mano.
Edward sabía que aquellas palabras no valían nada; las promesas hechas por una hembra solían caer en saco roto, y más si las hacía una con espíritu de pirata. Sin embargo, su leño no lo veía del mismo modo, que crecía pulgada a pulgada al sentirse arropado por la avispada mano.
Un grito llegado desde las cubiertas superiores cortó cualquier respuesta que pudiera haber ideado su mente.
—¡Están atacando la playa!
Pasos corriendo apresurados de un lado a otro hicieron retumbar el techo de la cubierta de sollado. La mujer retiró la mano de su entrepierna y, con preocupación, se dirigió hacia la escala. Antes de desaparecer, se dio la vuelta y lo miró con picardía, dejando escrito en sus ojos verdes la promesa de una placentera revancha. Al abandonar la cubierta de una forma tan precipitada, no reparó en que había dejado la puerta de la jaula abierta, hecho del que Edward sí se percató. La posibilidad de una escapatoria después de varios días de cautiverio hizo bombear toda su sangre por cada rincón de su cuerpo, la cual había permanecido engrosando su verga durante el lúbrico acoso al que había sido sometido. Se levantó, salió de la celda, se acercó cautelosamente a la escalera y comenzó a subir por ella.
Fue subiendo con precaución por la segunda y primera batería hasta la escala que lo llevaría a la cubierta principal. Cuando la alcanzó, se quedó agazapado detrás de los escalones, a la espera de que cualquier sonido le confirmara que los hombres que custodiaban el buque lo hubieran abandonado, en pos del supuesto ataque a la playa. Esperó unos cuantos minutos, en los que únicamente oyó bramidos a lo lejos.
Ascendió la escalera, escalón a escalón. Una vez sobre la cubierta, se dirigió con rapidez hacia un cañón y se escondió detrás de él. Desde la porta del mismo pudo ver que unas cuantas fogatas ardían a lo largo de la orilla de la playa, donde varios grupos de hombres luchaban con toda clase de armas. Edward no tuvo dudas de que los atacantes de la isla eran españoles, a juzgar por el estilo de sus ropas.
La batalla se encrudecía a medida que los minutos pasaban, oyéndose los sonidos inquietantes que toda ofensiva llevaba consigo. Pero unas voces cercanas a él lo sobrecogieron aún más que los gritos de sangre lejanos. Desvió su mirada hacia la toldilla del galeón y pudo ver a tres hombres que observaban la playa y que sin duda eran los encargados de custodiar el barco. Aprovechando la atención puesta en el combate de los que vigilaban el navío, sin más dilación saltó por la borda y bajó los peldaños de madera incrustados en el casco del galeón, que hacían las veces de escala. Recorrió el puente que llevaba hacia la playa, se tumbó sobre la fina arena y empezó a reptar por ella para evitar ser visto por alguno de los combatientes. Su intención no era otra que huir de la isla, pero no abandonaría a su suerte al comodoro. Su superior había mostrado un gran honor y cuidado por los que quedaron de su tripulación cuando fueron abordados por “El Lobo”, por lo que no saldría de Tortuga sin él.
Los sonidos de espadas, gritos y disparos que mantenían en combate a los hombres se hicieron más audibles cuando alcanzó los alrededores de la choza, donde sabía que se encontraría preso su compatriota. Corrió hacia la puerta, la abrió y cerró con rapidez.
—¡Señor Wadlow! —exclamó absorto su superior al verlo.
—No hagáis ningún ruido, señor. Os desataré y huiremos. He visto en el puerto una chalupa que valdría para llevarnos al norte de La Española. Con suerte, podríamos pasar por franceses y pedir un barco para llegar a Port Royal —dijo Edward con premura, aflojando la cuerda que amarraba las muñecas del comodoro.
Atentos ante cualquier sonido que les sugiriese que alguien podría estar acechándolos fuera, abrieron con precaución la puerta y salieron de la choza, escabulléndose entre la maleza colindante. Centrados únicamente en llegar hasta la chalupa, no agudizaron sus oídos y fueron sorprendidos por un español solitario que estaba agazapado detrás de los matorrales. Ninguno de los dos prisioneros portaba arma alguna, hecho que notó el hombre, quien los apuntó en silencio con su mosquete.
Tras la conmoción del primer momento, Edward dio todo por perdido y cerró sus ojos, abandonándose a su muerte. Desde que fueron abordados, supo que tarde o temprano acabarían con su vida. Durante los cuatro días que permanecieron cautivos en El Lobo español hasta llegar a Tortuga, los menospreciaron e injuriaron, obligándolos a ocuparse de las tareas más indignas dentro de un barco, como limpiar las tablas de los jardines de proa y popa donde los piratas hacían de vientre. Práctico como era, pensó que siempre sería más digno y menos doloroso morir de una bala en la cabeza que cubierto de heces o devorado por los tiburones, como habría ocurrido si hubiera sido lanzado por la borda del galeón.
Respiró profundo, inhaló lentamente y esperó el disparo.
No obstante, este no llegó.
En lugar de una detonación, lo que escuchó fue un gruñido. Extrañado, abrió sus ojos y contempló cómo un lobo, la mascota que había visto varias veces alrededor del pirata que los había apresado, se ensañaba con la pierna del español, quien había soltado el mosquete y chillaba de dolor, intentando deshacerse del animal. Edward miró a su superior y ninguno dudó en aprovechar la situación. Recogió el mosquete y apuntó al hombre, mientras el comodoro intentaba separar —no sin esfuerzo— al cánido del español. Su compatriota volvió a mirarlo y ambos asintieron solemnemente.
No había otra opción: tenían que matarlo.
Los gritos que profería por la herida abierta en la pierna podrían alertar a alguien de su posición.
Edward no vaciló: apuntó a la frente del hombre y disparó.
No era la primera vez, pues decenas de contiendas cargaban a su espalda; aunque siempre, tanto él como su contrincante habían estado en igualdad de condiciones con respecto a la posesión de armas, y ningún cánido había tomado parte en sus enfrentamientos, pudiendo con ello decantar la balanza a favor de uno u otro. Sin embargo, utilizar el azar en beneficio propio también formaba parte de los alicientes de una batalla.
Un silencio fúnebre cayó sobre ellos, pero no había tiempo para rezos por almas errantes; emprendieron de nuevo la huida hacia la orilla, en busca de la chalupa que Edward había divisado cuando escapó del galeón. Con lo que no contaban era con que el lobo los siguiera. El comodoro intentó despachar al animal un par de veces, hasta que finalmente lo consiguió. Ya solos, alcanzaron la chalupa, subieron a ella y comenzaron a remar.
La luz de la luna se reflejaba en las tranquilas aguas caribeñas y en sus rostros sudorosos. A una milla de distancia, la lucha que tenía lugar en la playa traía sonidos lejanos de aceros y gritos ahogados. Los brazos de Edward se tensaban con cada remada, pero solo la exaltación que sentía por verse al fin libre lo mantenía en constante movimiento.
Mas su júbilo poco duró: una bola de cañón impactó contra uno de los extremos de la chalupa, esparciendo astillas de madera por doquier y sentenciando la embarcación. El agua salada comenzó a entrar justo en el momento en que él y el comodoro oyeron el chapoteo de unos remos. Giraron sus rostros y vieron cómo un bote, cargado con varios hombres que los apuntaban con mosquetes, se dirigía hacia ellos. Sin armas, sus posibilidades de defensa eran completamente nulas.
El corazón de Edward latía sin control. Desde el encuentro con la pirata en la cubierta de sollado, no había parado de bombear con cada acontecimiento que había tenido lugar: las manos en su miembro, la cancela abierta, el desembarco del galeón, arrastrarse por la arena hasta llegar la cabaña, liberar a su superior, evitar a los combatientes de la playa, el enfrentamiento con el español y, como colofón, ser interceptado por los hombres de “El Lobo” cuando ya se creía libre.
—Acabas de firmar tu sentencia de muerte, comodoro —oyó Edward que dijo Elon cuando el bote alcanzó la chalupa.
Y ahora sí, supo que su vida había llegado a su fin.
El sudor resbalaba por cada centímetro de piel de Hélène. Sus ropas se pegaban a sus entumecidos músculos mientras observaba el estado en el que había quedado la playa después de la batalla. Cuerpos inertes de ambos bandos yacían sin vida, amontonados en la orilla. Por suerte, la mayoría pertenecía a los invasores; la victoria había caído de su lado.
Un tumulto a varios pies de distancia atrajo su atención. Cuando fijó su vista, a pesar de la oscuridad de la noche, el resplandor de la luna le dejó ver cómo un grupo de hombres traía consigo a empujones a los dos prisioneros ingleses. Sin mediar palabra, “El Lobo” le asestó un puñetazo al comodoro y posteriormente comenzó a increparle que siempre había alguien que vigilaba su barco, así como los alrededores. En ese momento, Hélène recordó su paso por la cubierta de sollado de El Lobo español, y cayó en la cuenta de cómo, sin ser consciente, había dejado la puerta de la jaula abierta. Por las palabras que bramaba el pirata, los hombres que apuntaban a los cautivos con sus armas y el aspecto demacrado de ambos ingleses, no era difícil precisar qué había ocurrido tras su descuido.
Entonces, “El Lobo” agarró con fuerza el brazo de Edward y empezó a arrastrarlo hasta el tronco de una palmera. Algo dentro de Hélène tembló. No sabría definirlo, no podría darle un nombre concreto, ni siquiera estaba preparada para que un sentimiento de temor recorriera sus sentidos solo por el hecho de presentir que algo atroz pudiera sucederle al capitán inglés; porque, conociendo a “El Lobo”, nada agradable le depararía. Y aquello, por alguna indescifrable razón, la inquietaba en cierto grado.
Aquel prisionero era solo un hombre, uno por quien no debería importarle su sino, uno con el que apenas había cruzado palabra. Cierto era que la escueta conversación que habían mantenido en la cubierta de sollado había abierto un tentador sendero que Hélène estaba más que dispuesta a recorrer. La abultada verga creciendo entre sus dedos fue todo un regocijo, al igual que el caliente roce de sus labios, pero no por ello debería sobrecogerse por el futuro incierto del capitán.
Sin embargo, así era.
—¡No!
El grito desesperado del comodoro la sobrecogió. El inglés separó a Edward del pirata y encaró a este último. Desde la distancia, pudo observar que ambos hombres se miraban con intensidad. Tuvieron algunas discretas palabras que no llegó a oír, y fue entonces cuando “El Lobo” intercambió a Edward por el comodoro, atando a este de cara a una palmera. Aquella decisión la sorprendió por dos motivos. Uno, porque era insólito ver cómo “El Corsario Invicto” era manejado tan fácilmente por otra persona, haciéndolo cambiar de opinión. Eso solo le reafirmaba que el inglés tenía más poder sobre el pirata de lo que ningún otro hombre había logrado jamás. Y otro, el que más la turbaba, fue el inesperado alivio que sintió al ver que Edward no sería el ajusticiado por la huida de la que estaba segura que habían protagonizado los ingleses.
Fue curioso observar cómo Chucho, la mascota de “El Lobo”, intentó, con gruñidos y mordidas al cuero del látigo que su amo portaba en las manos, que no golpeara al prisionero, aunque de nada sirvió: los latigazos comenzaron a lacerar la espalda del comodoro. Hélène desvió su mirada hacia Edward, quien permanecía cabizbajo y con la mandíbula en tensión. Egoísta como ella era, no lamentó que fuera herido el comodoro en lugar del capitán, aunque un sentimiento de empatía por la culpabilidad que se reflejaba en el compungido rostro sí que llegó a afectarla, desconcertándola de nuevo por aquellas extrañas sensaciones que habían comenzado a aflorar desde que puso por primera vez sus ojos sobre el inglés.
*****
Los graznidos de las gaviotas saludando al alba despertaron a Edward. Lo primero que sus ojos divisaron fue la madera desgastada y corroída por la sal marina que formaban las tablas de la cabaña donde volvía a estar recluido. Su cautiverio ya no llevaba consigo las molestas ataduras de grilletes o cuerdas. No era necesario. Después de la nefasta huida de la noche anterior y el posterior castigo infringido al comodoro en consecuencia, tanto la tripulación de El Lobo español como los prisioneros sabían que un nuevo intento de fuga no se llevaría a cabo.
Edward giró su cabeza y observó a su superior. Dormitaba bocabajo sobre un colchón apulgarado, dejando airear las llagas que se dibujaban en su espalda como si de un enjaretado sangriento se tratase. En cuanto fueron llevados a la choza tras la represalia tomada por el pirata, utilizó la poca agua que les daban como ración para limpiar las heridas producidas por el flagelo. Estaría en deuda con el comodoro por lo que le restase de vida; su compatriota había vuelto a demostrar un incalculable honor habiéndose enfrentado al pirata y acatando el castigo en su lugar.
Lo más inaudito de todo fue cuando, unas horas después de la pena impuesta, “El Lobo” entró en la cabaña y, en completo silencio, comenzó a curar las laceraciones que él mismo había causado mientras el comodoro se debatía entre la conciencia y la inconsciencia. Aquel acto fue incomprensible para Edward, y más viniendo del mismo hombre que no tuvo reparos en usar el llamado trato de cuerda con el miembro del señor Salvin, consistente en atar la virilidad a un cabo y tirar hasta arrancarlo del cuerpo. Que ahora se tomara la molestia de atender las heridas de su compatriota lo llevaba a pensar que ser asesinados no era una opción contemplada por el pirata, aunque aún quedaba la alternativa de canjearlos a cambio de oro.
Un conato de sed le recordó la falta de líquido a causa de los cuidados que había dado a su superior. Se levantó, arregló sus menesterosas ropas arrugadas, colgó el pequeño odre de cuero de cabra sobre su hombro y salió de la cabaña. Seguía siendo un prisionero, pero contaba con cierta libertad como para ir a abastecerse de los víveres necesarios para ellos.
Mientras caminaba por una amalgama de arena y herbazal que amortiguaba sus pies descalzos, fijó su mirada en un grupo de hombres sentados en varios troncos esparcidos sobre la playa. Estaban colocados en círculo, dejando un claro en su interior donde dos figuras se mantenían una frente a la otra. Escuchó el chocar de unos aceros y observó algunos movimientos bruscos que provenían de las dos personas que ocupaban el centro de la congregación. Las risas y aplausos que llegaban a sus oídos le decían que seguramente se trataba de alguna clase de diversión mañanera a la que aquellos depravados se dedicaban cuando no ocupaban su tiempo en abordar barcos, robar y beber como cosacos.
Iba a seguir su camino hacia un pozo cercano sin prestar mucha más atención a la farándula, cuando el destello de una trenza rubia detuvo sus pasos. Detrás de los cuerpos de los hombres sentados pudo discernir el rápido danzar del cabello, que oscilaba acorde a los giros de la que sin duda era la pirata. Luchaba a espada contra un hombre que en esos momentos se defendía del ataque. Los movimientos de la mujer eran ágiles, estudiados, certeros…, sensuales, seductores, de una forma cautivadoramente salaces. El medio corsé que vestía elevaba sus pechos sobre su camisa y los hacía brincar con descaro con cada batir de su estoque. Los calzones se ajustaban a su trémulo culo, que delineaba de una manera casi obscena el triángulo que formaba la unión de sus muslos. Edward se debatía entre mantener su vista en los respingones senos —de los que no le cabía duda de que colmarían sobradamente las palmas de sus manos— o imaginar su verga llenando el hueco que los muslos insinuaban; rozándola…, calentándola. Ya fuera por un pensamiento u otro, la realidad era que su garrote estaba palpitando a media asta bajo sus calzones, y cuando se quiso dar cuenta había llegado hasta la muchedumbre, echando al olvido el suministro de agua.
Con un par de hábiles golpes, Hélène obtuvo su victoria en cuanto dejó a su contrincante tumbado sobre la arena y con la punta de su florete apuntándole la nariz. Los hombres de alrededor rompieron en vítores, alabando la destreza de la pirata, y fue entonces cuando esta se percató del nuevo observador. Con un giro pausado, orientó su espada hacia Edward mientras le dirigía una sonrisa mordaz.
—¿Te gustaría ser el siguiente? —le preguntó, incitándolo.
El capitán inglés siempre se había destacado por ser un hombre de oír, ver y callar. Era paciente y perspicaz: escuchaba. Era precavido y atento: observaba. Y era astuto e inteligente: callaba. Darle una contestación afirmativa o negativa a la mujer, con todas aquellas ratas hambrientas por ver a un inglés derribado —aunque solo fuera en un falso combate que los entretendría durante la mañana—, no era una opción acertada. Así que optó por abstenerse de pronunciar palabra alguna y seguir taladrando con sus ojos oscuros los verdes de la pirata.
—¿Temes acabar como Jackes? —ahondó de nuevo Hélène, caminando lentamente hacia el inglés con su espada en alto.
—Te he dejado vencer, capitán —se apresuró el vencido a protestar, a la vez que se levantaba y sacudía la arena de sus ropas.
—Sigue diciéndote eso, Jackes; quizá, algún día, llegues a creértelo.
Los hombres que los rodeaban se carcajearon. Hélène llegó junto a Edward y posó suavemente la punta de su florete bajo el mentón.
—¿Y bien? —dijo con voz insinuante—. ¿Te niegas a combatir?
Edward escogió de nuevo el silencio por toda respuesta, pero su atención sobre ella se hizo más intensa. Los altivos pómulos estaban sonrosados a causa del esfuerzo realizado, la respiración agitada hacía que los sustanciosos labios temblaran ligera y tentadoramente. A pesar del acero que lo apuntaba, bajó su mirada al cuello, por el que resbalaba una solitaria gota de sudor que descendía con parsimonia. La siguió hasta que se anidó entre los pechos, bañados por el sudor y jadeantes a razón de las respiraciones. La imagen de su verga recorriendo el mismo camino que el afortunado resto de exudación fue directa a sus bolas, que se tensaron gozosamente entre sus piernas. Regresó la vista a la pirata, levantando con lentitud sus párpados y clavando en ella sus ojos, en los que se intuía —sin decoro alguno— el ramalazo placentero que sus testículos habían sentido.
*****
—Mírame a los ojos —le ordenó Ana a Saúl, cortando su relato. Su compañero de piso hacía ya varios segundos que había dejado de prestar atención a su rostro y centraba la mirada en el dibujo de su camisón.
—Eso hago —contestó burlón Saúl, sin dejar de observar “sus ojos”. Ana chasqueó los dedos y él la miró—. ¿Qué? ¿Es que el tal Eduardo puede fantasear con hacerle una cubana a Elena y yo no puedo ni siquiera mirar?
Ana rio casi con desesperación cuando lo escuchó mencionar los nombres. Los idiomas eran una asignatura pendiente para el residente de proctología.
—Tú no eres un personaje de ficción y, además, no estás seduciéndome.
—¿Quién dice que no lo esté haciendo?
Tras decir aquello, una intensa chispa recorrió a Ana de pies a cabeza, provocada por la forma en que Saúl la contemplaba: los ojos se habían vuelto tan densos como los de Edward. Sintió cosquillas en su tobillo y, al mirar, vio que el pie descalzo de su compañero de piso vagaba plácidamente por el suyo. No pudo evitar ir levantando sus párpados y echar un vistazo al gemelo duro, al muslo tonificado y al bulto que descansaba hacia la derecha bajo los calzoncillos. Pero lo que hizo que abriera los ojos de par en par fue un trozo de escroto que sobresalía por uno de los laterales del diminuto bóxer. Comenzó a reír bajo.
—Tienes… —se detuvo y lo miró, mordiéndose los labios—. Tienes un…, un…, un huevin fuera.
Saúl cortó todo intento de seducción por su parte y bajó la mirada a su entrepierna.
—Señor Huevo, para ti —dijo, sonriendo y guardándose el testículo, provocando que toda la carne bajo los calzoncillos se removiera. Fue el turno ahora de Saúl de chasquear los dedos para que ella dejara de curiosearlo—. ¿Seguimos con la historia? —preguntó socarrón cuando obtuvo de nuevo su atención.
Ana se limitó a sonreír, traviesa, antes de proseguir.
*****
Hélène observó con orgullo de mujer cada hacer del capitán: cómo contempló sus senos, cómo los saboreó internamente y cómo los retuvo en la mente. Pero lo que la sobrecogió hasta el punto de hacerle temblar la mano —y, con ella, la espada—, fue la imponente mirada con la que la atrapó después. Muchos hombres le habían demostrado sus intenciones con rostros cargados de lujuria. Sin embargo, no era lascivia lo que había en los ojos del inglés; o quizá sí la hubiera, pero se mostraba tan intensa, tan penetrante, que parecía una jauría de perversión, apetito y pasión dispuesta a morder en cualquier momento.
Edward dio un paso al frente; la temblorosa punta de la espada pinchó su piel. Hélène tragó saliva; su mano se agitó de nuevo.
—Debo llevar agua a mi superior —dijo Edward con voz gruesa. Se separó de ella, se giró y puso rumbo al pozo que quedaba a pocos pies de distancia.
Hélène soltó bruscamente el aire que se había acumulado en sus pulmones y bajó su espada. Se había quedado sola, pues su segundo al mando y los hombres que la habían acompañado durante el banal duelo se habían retirado a sus quehaceres diarios.
Mientras observaba cómo el capitán se dirigía al pozo, cientos de sensaciones hirvieron por su piel. Pero una de ellas fue más fuerte que cualquier otra: orgullo. No dejaría que un prisionero, un inglés, un… hombre le volviera la cara y zanjara un reto que ni mucho menos había concluido. Ella había lanzado su guante, y esperaba que fuera recogido.
Con decisión caminó hacia el pozo, donde Edward estaba elevando la cuerda atada al cubo que traería el agua en su interior. Se había remangado la camisa hasta la mitad de los brazos; el esfuerzo de subir el peso hacía que varias venas surcaran palpitantes sus antebrazos, y que una particularmente gruesa serpenteara por su bíceps abultado. Esa indómita imagen consiguió que la saña que la carcomía se calmara lo suficiente como para hacer los últimos pasos hasta el pozo con un trote menos ofensivo.
Edward la observó de reojo. El contoneo de las caderas agitó de nuevo su verga. Se había visto en la acuciante obligación de apartarse de la pirata, o de lo contrario su leño habría terminado por reventar sus calzones. El atractivo sexual de aquella mujer era innegable, y se veía acrecentado en él por la falta de intimidad con una dama en meses.
—No estás en una posición en la que te puedas permitir rechazar órdenes —habló tranquila y alargando las palabras Hélène. Con pasos suaves, fue rodeando el pozo hasta situarse junto al inglés.
Edward seguía tirando de la cuerda; sus labios volvían a la ley del silencio. A medida que ella se acercaba, la fragancia que desprendía la piel aún sudorosa no hacía más que engordar su vara. Tuvo que mover sus piernas para hacerle hueco.
—¿Sabes? —comenzó Hélène—, cualquier otro en tu situación habría aprovechado la oportunidad que se le brindaba y se habría despachado a gusto conmigo.
Edward se mordió la lengua con fuerza; despacharse a gusto sería solo el principio de lo que haría con ella si realmente se le brindara esa oportunidad. Por fin el cubo llegó y empezó a llenar el odre. Cuanto antes acabase, antes podría regresar a su choza y saciar su verga relativamente en solitario, ya que su inconsciente compatriota lo acompañaría en su onanismo. Sintió que la pirata se acercaba un poco más y vio la punta de una daga asomar por debajo de su brazo. Un ronroneo en su oído casi le hizo olvidar que estaba siendo apuntado por un arma afilada:
—Podría llegar a pensar que no eres lo bastante hombre como para aceptar un desafío. —Hélène comenzó a trazar con la daga un camino descendente por la tela de la camisa a la altura del estómago—. Accede, y si vences —llegó a los calzones y delineó con la punta el contorno del ariete, ya completamente inhiesto—, siempre podré exigir mi revancha.
La paciencia de Edward claudicó. El olor a hembra empapada en sudor, el calor que emergía del cuerpo y el pincho de la daga arañando su garrote, envió aguijones de placer a los que le fue imposible no sucumbir. Llevado por sus más bajos apetitos, agarró la mano que lo desafiaba, la apretó con fuerza y, con un movimiento rápido, colocó a la pirata entre él y las piedras que daban forma a la boca del pozo. El cubo y el odre cayeron por el hueco oscuro a causa del brusco movimiento, oyéndose un chapoteo seco cuando llegaron al fondo.
Hélène tuvo que apoyar su mano libre sobre el brocal debido a la potencia con la que el inglés la había puesto de espaldas a él. Su otra mano quedó atrapada entre sus pechos por unos vigorosos dedos, asiendo ambos la daga. Aún aturdida por el repentino cambio de posiciones, intentó liberarse, pero su espalda se vio asediada por el cuerpo del capitán. Antes de hablar inhaló, y el inconfundible olor a macho volvió a adentrarse por cada poro de su piel:
—¿Estás aceptando el reto? —preguntó con altanería, tratando de zafarse de nuevo, lo que le valió que el inglés se pegara aún más—. Atacar por la espalda es traicionero y poco digno de un capitán de la Marina Real —instigó.
Una risa gutural reverberó en su oído y a través del endurecido pecho solapado a su espalda. Y entonces, la notó: la enorme erección que descansaba brava entre sus nalgas. Era lo suficiente gruesa como para mantener su pliegue ligeramente separado, incluso teniendo como barrera la tela de ambos calzones.
Un suspiro desvergonzado escapó de la pirata y Edward no tuvo dudas de que fue en respuesta a la posición de su verga. Estaba intentado contenerse para no arrancarle los calzones y montarla allí mismo, estampándola contra el brocal con cada embestida de sus caderas. Aun así, no pudo evitar rozar su ingle con movimientos curvos que calentaron aún más su leño y acabaron por que este se incrustara entre las nalgas todo lo que sus calzones le permitían.
Aunque trataron de ser contenidos, Hélène sintió cada uno de los embistes; se fueron abriendo camino lenta e inexorablemente a través de su grieta, cubierta por la áspera tela. Los dedos callosos que atrapaban su mano la apretaron cuando una arremetida impetuosa terminó por encallar la verga en su trasero.
—Curiosa forma de llevar a cabo un desafío —dijo Hélène con voz ahogada—. Pero no conseguirás ganarlo con estas burdas artimañas —señaló, provocándolo de nuevo.
Una risa sarcástica nacida de la garganta de Edward dio paso a sus siguientes palabras:
—Seguid diciéndoos eso, milady —le susurró al oído. La mano que no sujetaba la daga la deslizó por la nuca, aferró en su puño la trenza y tiró de ella hacia él, juntando sus mejillas—. Quizá, algún día, lleguéis a creéroslo.
Las palabras que Hélène había utilizado para burlarse de su segundo al mando sonaron sugerentes en la boca del inglés. Realmente odiaba que se dirigieran a ella con el tratamiento de cortesía, pero el aliento caliente cayendo sobre su oreja, el inicio de una barba raspando su mejilla y la verga maciza conquistado su culo, relegaron a un segundo plano su desagrado en pos del sublime goce al que estaba siendo sometida. Y aún más subyugada se encontró cuando el capitán volvió a tirar de su trenza hacia atrás y la forzó a separar sus piernas con uno de los talones. Una nueva embestida —más contundente que las anteriores— cimbreó todo su cuerpo, teniendo que afianzar su mano al brocal para no desestabilizarse. Un jadeo disoluto abandonó su boca sin que pudiera detenerlo.
—¿Estáis segura de que no os estoy venciendo? —preguntó con ironía Edward cuando oyó el escurridizo gemido. La mano que afianzaba la daga y apresaba los senos estaba deseosa de apartar la tela que los cubría y palparlos de lleno. Cobijada entre las turgentes nalgas, su verga ardía. Meses sin probar el tacto de una mujer estaban a punto de hacerle soltar su carga bajo la simple pero exquisita fricción de sus caderas juntas.
—¿Capitán?
La voz de Jackes llegó a ellos bajo una neblina de concupiscencia. Tanto Edward como Hélène levantaron sus rostros y vieron a lo lejos cómo el segundo al mando de La Viuda Negra los observaba sin comprender qué estaba sucediendo entre ambos, ya que la considerable distancia no le dejaba apreciarlo. Sin embargo, el brillo de la daga bajo el mentón de su capitán y el cuerpo del inglés rodeándola por la espalda hicieron saltar la alarma de peligro en Jackes, que desenvainó su espada y caminó con paso raudo hacia ellos.
Edward se separó lentamente de Hélène, no sin antes dar un pequeño tirón a la trenza, y se colocó de nuevo junto al brocal, que lo cubría justo hasta la cintura; altura perfecta para ocultar su erección, aún latente. Cuando Jackes llegó hasta el pozo, los miró a la espera de respuestas.
—¿Todo en orden, capitán? —preguntó, viendo cómo Hélène todavía sujetaba la daga en su mano.
—Sin contratiempos, Jackes. Solo estábamos meditando cómo traer de vuelta el odre que se ha caído al pozo.
El semblante receloso de Jackes dio a entender que no estaba completamente satisfecho con la contestación, pero al ver que su capitán se apartaba del prisionero y se unía a él, envainó su espada.
—Solo tienes que empujar el cubo hasta el odre, recogerlo, y después subir ambos —le sugirió Hélène a Edward, a la vez que guardaba la daga en su talabarte—. Solo empujar…, cosa en la que pareces ser bastante diestro.
Le dedicó una última sonrisa ladina y se marchó junto a Jackes, sintiendo a cada paso la crema tibia que embadurnaba el pliegue entre sus muslos, mientras Edward se las ideaba para conseguir el odre, maldiciéndose a sí mismo, a su caprichosa verga y a la pirata por haber caído en su juego.