Las luces de la mañana ya caían sobre la casona. El húmedo clima caribeño de mitad del mes de mayo calentaba las habitaciones desde las primeras horas.
—Hemos de ser cautos, Charles. Ya sabes que el cabrón es astuto. Se percatará de nuestras intenciones si no tramamos un plan que no tenga fallos ni posibles represalias.
Aquellas palabras fueron escuchadas por Hélène justo cuando abría la puerta de la sala de reuniones. Al entrar, encontró a su padre y a Charles, un pirata grueso y de largos cabellos, de pie uno frente al otro, compartiendo una botella de ron.
—¿Urdiendo intrigas, padre? —preguntó sonriente Hélène mientras caminaba hacia ellos.
Ambos hombres se pusieron serios ante la presencia de la mujer, y su padre, intentando parecer sosegado, dijo:
—¿Qué te he dicho siempre de escuchar conversaciones ajenas, mi niña?
Hélène dejó caer un soplido hastiado. No le llegaba a molestar que su padre la llamara de aquella forma tan infantil, pero a veces la hacía sentir una párvula.
—¿Y qué te he dicho yo de tratarme como si aún tuviera diez años? —preguntó a su vez, afable. Cogió la botella de ron y dio un trago abundante, señalando con ello que los años pueriles habían quedado ya atrás.
—Charles, seguiremos hablando esta tarde —despidió el comandante al pirata obeso, que se dirigió a la puerta y la cerró tras él.
—¿Quién es el supuesto cabrón al que mencionabas? —interpeló Hélène a su padre, sentándose en una silla y poniendo sus botas en otra situada justo enfrente. Volvió a beber de la botella.
—Asuntos de la cofradía, hija —contestó evasivo Jean Paul mientras se sentaba en su sillón tapizado con cuero marroquí—. ¿A qué debo tu visita?
—¿Acaso tu niña requiere de una razón para conversar contigo? —ironizó Hélène. Padre e hija rieron distendidamente—. Estaba pensando en hacer un pequeño viaje a La Maison. Ya sabes que adoro tener mi espacio y disfrutar de un retiro en solitario. La Española siempre ha sido una isla con menos distracciones y tumultos que Tortuga. ¿Podrías mandar a algún hombre para que avise a Dungu y así tenga preparado mis aposentos para cuando llegue a La Maison?
—Por supuesto, mi niña.
Ella lo advirtió con la mirada a la vez que su padre sonreía maliciosamente.
—Decidido entonces. —Hélène se levantó—. Te dejo con tus confabulaciones —sonrió.
—Si esta empresa que tengo en ciernes llega a buen término, serás unos cuantos reales de a ocho más rica para poder gastarlos en tus años venideros —le auguró el comandante.
—Acabaré enterrada con la mitad de mi herencia sin tocar si sigues llenando mis arcas, padre.
Hélène abandonó la sala de reuniones y salió de la casona, rumbo a La Viuda Negra. Quería asegurarse de que su bergantín estuviera a punto para realizar el pequeño viaje al norte de La Española, donde se encontraba La Maison, una de las tantas propiedades que el comandante Jean Paul Lemoine tenía repartidas por las islas caribeñas. La travesía solo duraría una jornada, ya que la distancia entre ambos islotes no llegaba a cinco millas. El lugar era perfecto para desentenderse del mundo y evadirse por unos días de la realidad que solía rodearla, que no era más que muerte, sangre, robos y falta de intimidad femenina sobre un barco atestado de hombres.
Una vez a bordo de su nave, comprobó que aún quedaban algunos desperfectos por pulir antes de poder ponerla a flote. Apoyada sobre las batayolas de la toldilla, y observando a lo lejos cómo el inglés hacía su ronda matutina a través del mercado del pueblo para avituallarse de víveres, pensó que la eventual tardanza no llegaba a ser un gran inconveniente para ella, pues así cabría la posibilidad de que se produjesen encuentros fortuitos con él; o quizá no tan casuales, ya que la primera decisión que cruzó su mente en cuanto lo vio fue la de sorprenderlo desprevenido y hacer uso de sus juegos incitadores.
Sin embargo, cuando comenzó a bajar la escala hacia el alcázar con la intención de presentarse ante él, su propia mente la detuvo. Un pequeño miedo, distinto al que un abordaje o una prematura muerte llevaban consigo, serpenteó por sus venas, por sus músculos, por cada recoveco de su cuerpo. Era un temor leve, apenas apreciable, pero distinto a todo lo conocido por ella. No era terror a la Parca o a sufrir heridas sobre su piel. No se semejaba al que podría sentir ante una posible captura o ser latigueada. Ni siquiera se comparaba al presagiado por verse privada de libertad; tan codiciada por un pirata. Era… miedo a la rendición, a sucumbir bajo aquellos ojos oscuros, a someterse a los deseos del inglés…, de un hombre.
Nunca antes su imaginación había recreado a un hombre en concreto cuando se dejaba llevar por los bajos apetitos durante sus noches de onanismo. Su mente jamás le había dedicado más que un efímero pensamiento al macho en cuestión con el que yacía. Sin embargo, aquel capitán no solo estaba en sus reflexiones licenciosas, sino que también lo acompañaba en aquellas en las que nada tenía que ver lo impúdico. Cuando caminaba por la soleada playa de Tortuga, el romper de las olas susurraba su nombre. Cuando disfrutaba de su preciada soledad bajo las palmeras, la brisa llevaba su olor. Cuando derramaba sus vivencias sobre los papiros del improvisado diario, la tinta le recordaba el color negruzco de sus ojos.
Y eso era aquel vago temor, lo que tímidamente empezaba a asustarla: temor a lo desconocido, a la incertidumbre, a… resultar herida; y no precisamente por laceraciones inferidas a su cuerpo.
Tan absorbida estaba por sus abrumadores pensamientos, que no se percató de que había recorrido todo el puente del muelle y había llegado hasta la zona aislada de la choza donde estaban recluidos los prisioneros. A unos cuantos pies, justo donde terminaba el pueblo y empezaba la playa, vio al inglés caminar con paso lento mientras sostenía en sus brazos el racionamiento del día.
Y fue en ese momento —contemplándolo mientras se acercaba, observando el andar característico en todo hombre por saberse los amos del mundo, la preponderancia que lo rodeaba incluso estando cautivo…, las violaciones que tuvo que presenciar durante su niñez, los ríos de sangre corriendo por las muñecas de la señorita Damarque— cuando su arrogancia batalló con sus miedos y salió de nuevo victoriosa.
No se dejaría someter.
No caería rendida.
No sucumbiría.
No había llegado hasta allí —tras incontables menosprecios, tras burlas que pretendían herir su ego femenino, tras tener que dejarse la piel para demostrar que valía más que una mísera cabeza de ganado— para dejarse vencer ahora y caer en las redes amatorias de un hombre. Pero algo que sí haría sería obtener su revancha, como muy bien se juró a sí misma dos noches atrás. Cuando calmara su deseo por el capitán, todas aquellas inquietudes se desvanecerían.
Sí, seguramente lo harían…
Sus retorcidas venganzas siempre conseguían ese efecto en ella: serenarla.
Se ocultó tras las tablas de la cabaña, a la espera de que el inglés llegase. Cuando estuvo cerca de ella lo sorprendió a traición, por la espalda. Con una mano le rodeó el pecho y lo estrelló contra la madera de la choza, quedando ambos de frente.
Edward tardó varios segundos en darse cuenta de lo que ocurría, durante los cuales las provisiones que traía consigo cayeron de sus manos al terreno embarrado que rodeaba la cabaña. El fuerte golpe casi llegó a desestabilizarlo. Los ojos verdes de Hélène lo miraban brillosos, con destellos que no sabría decir si ocultaban ira, anhelo o desconcierto. Un incipiente recelo lo invadió, pues no estaba seguro de lo que la pirata tendría en mente; y viniendo de ella, todo cabría esperar.
—Sabía que pronto obtendría mi revancha, capitán.
El tono zalamero empleado en las palabras, y el cambio en el brillo de los ojos —que ahora sí le decían a Edward que lo que se escondía era lujuria—, lo relajaron en cierta medida. La mano que obstruía su pecho comenzó a divagar por él, rozando sus pezones bajo la tela de su camisa, moldeando sus pectorales, descendiendo por las ondulaciones de su vientre, hasta quedarse enganchada en la lazada de sus calzones.
—Dime, capitán, ¿cuánto tiempo llevas sin probar el tacto y los jugos de una mujer —se acercó a su oído y le susurró—: que hasta te es necesario hacer uso de frutas como sustitutivo?
Los dedos traviesos se abrieron paso entre la tela y retozaron con el vello que rodeaba la base de su vara, la cual dio la bienvenida a tan suculento toque irguiéndose lentamente bajo su ropa.
«Maldita seas…», maldijo Edward internamente, no sabiendo si se lo decía a la pirata o a su verga.
—¿Qué…? —Su voz se interrumpió cuando la punta de su ariete fue rozado por la yema de uno de los dedos—. ¿Qué os hace pensar que necesito de… —tuvo que parar de nuevo al sentir el calor de la mano rodeándolo, delineando cada una de las venas que surcaban su leño—, de vuestros servicios para calmar mis apetitos?
Eran puras incoherencias lo que salía de sus labios, ya que el profundo resollar con el que pronunció aquella pregunta y la dura piedra en la que se había convertido su falo, eran la confirmación inequívoca de que las labores manuales de la pirata estaban siendo bien recibidas.
Hélène sonrió, vanidosa, y se arrodilló frente al capitán, para asombro de este. Sus rodillas sintieron la humedad del barro bajo ellas, pero poco le importó la incomodidad. Quería hacerle ver al inglés que, si se lo proponía, con solo un chasquido de sus dedos —o de su lengua, como estaba a punto de suceder— sería suficiente para subyugarlo a ella. Con agilidad deslazó los calzones y los bajó hasta las rodillas. Antes de fijarse siquiera en la imagen que apareció ante ella, el olor, el aroma, el efluvio que la rodeó, hizo que aspirara con fruición la fragancia que emanaba de la exquisita verga; gruesa, rígida y alzada, al igual que el palo mayor de su Viuda Negra. Desde su posición, elevó su mirada hacia la del capitán, que la observaba con los labios entreabiertos y ojos densos. Sonrió de lado y acercó su nariz al falo.
Inspiró.
Gimió.
Inspiró de nuevo.
Rozó con su mejilla la textura caliente de la carne, suave y dura a la vez.
Volvió a inspirar.
Las respiraciones de Edward comenzaron a ser sonoras. La visión de la pirata oliéndole, sorbiendo su aroma, lo estaba hechizando. Sin ayuda de las manos, vio cómo abría los labios, le dirigía una mirada perversa y hundía la cima de su verga en la boca. Su gemido fue visceral, casi animal. Tuvo que apoyar su cabeza sobre las tablas de la cabaña para poder dejarlo salir en su plenitud. Cuando sintió la lengua acariciando donde cabeza y tronco se unían, una de sus manos se agarró a la madera que lo sostenía, con el fin de no perder el equilibrio.
Hélène se enorgulleció por el gemido arrancado al inglés y enterró la vara unas pulgadas más. Si su olor era exquisito, su sabor era sublime. Debido al grosor, sus labios se estiraban casi al máximo; motivo más que sugerente para querer seguir conquistando aquella magnífica cima. Se retiró suavemente para volver a arremeter contra ella con más ímpetu, pero la muy pendenciera solo la dejó llegar hasta la mitad, pues la anchura impedía que se abriera paso más profundo en su garganta. Establecidos los límites, comenzó a recorrerla, saborearla, chuparla. La sacó de su boca, sopló con picardía sobre ella, oyó el gruñido del capitán como respuesta y volvió a devorarla, ensalivarla, morderla.
La mano de Edward aferraba la madera a su espalda, pero no era sujeción suficiente. Bajó su mirada a la pirata, que seguía engullendo su miembro, haciendo que sus gónadas se cargaran de toda su esencia. Su mano libre viajó hasta el cuello de ella y lo rodeó con sus dedos. Su pulgar divagó suavemente por la mejilla henchida.
Hélène sintió el delicado roce y alzó la vista, sin dejar de amantar su sed de falo, el falo del inglés. El dedo resbaló hasta sus labios y los trazó, perfilando verga y boca juntas. Los ojos candentes del capitán la penetraban, más profundo incluso que la vara. Un gemido ronco la avisó de que pronto derramaría la crema. Se retiró, agarró con una mano el miembro y con la otra rasgó la tela de su camisa, consiguiendo que uno de sus pechos quedara libre.
Siendo la venganza un proceder casi innato en ella, gustaba de terminar sus vendettas con finales suntuosos, por lo que no se privó cuando le ordenó:
—Vamos, capitán. Sé un macho y baña mis pezones con tu leche.
Aquellas atrevidas y ponzoñosas palabras calentaron aún más a Edward. Los labios brillantes y enrojecidos, y el seno firme a la espera de su esencia, hicieron el resto. Su cálida crema embadurnó la piel atezada que unía ambos montículos, parte del cuello y el arrugado pezón. Cuando sus testículos quedaron vacíos, gruñó la pérdida.
Su mano aún abrazaba la mejilla de la pirata. La observó con ojos extenuados mientras las últimas exhalaciones dejaban sus pulmones. Delineó de nuevo con trazos suaves los labios con el pulgar; primero el superior, luego el inferior. Resbaló hacia la parte interior de este último, donde saliva tibia se acumulaba, e impregnó su yema con ella.
Hélène se dejaba hacer, observándolo arrodillada y con el pecho regado por la esencia. El roce a sus labios estaba siendo agradable, calmo, llevándolos a ambos a aquella atmósfera sensual y acogedora en la que siempre caían cuando se encontraban. La mano ardía en su mejilla, pero la arrullaba con ternura. Los ojos oscuros eran profundos, pero la contemplaban casi con adoración. El dedo en sus labios era invasor, pero el tímido toque parecía pedirle permiso, aunque ni siquiera supiera para qué.
Y entonces, el incómodo temor vino a ella de nuevo, invadiéndola con molestos miedos nunca antes sentidos. Había creído sepultarlos por completo cuando se había propuesto demostrar al capitán que solo ella dirigía sus acciones, sus deseos, incluso esos mismos miedos… Pero habían surgido de nuevo, como si solo hubieran permanecido latentes durante su despótico arrebato.
Se levantó, limpió con los restos de su camisa el líquido que resbalaba por su piel y guardó su seno. Intentando no mostrar la disyuntiva que empezaba a crearse en su mente con todo lo relacionado con aquel hombre, y queriendo acabar así el duelo sin sentido que ella misma había comenzado en el pozo varios días atrás, enmascaró su deseo por el capitán de soberbia cuando le dijo:
—Esta noche dormiré oliendo a ti, mi querido capitán inglés.
Se giró y empezó a caminar, alejándose lo antes posible de él, creyendo insensatamente que, de esa forma, sus nuevos inquilinos perecerían.
Edward la observó marcharse con paso ligero, todavía forcejeando con las rasgaduras de la camisa. Soltó un último suspiro profundo, recogió los suministros esparcidos por el barro y se adentró en la choza. Encontró al comodoro sentado sobre el roído colchón, mirándolo con una sonrisa abierta y burlona. Y Edward cayó en la cuenta: sus gemidos, junto con los golpes en las tablas de la cabaña, no debieron pasar desapercibidos a oídos de su superior, ya recuperado de sus heridas y bastante más despierto que los días anteriores. Tampoco el aspecto que mostraba dejaba lugar a dudas de lo acontecido en el exterior: su pelo alborotado, sus mejillas encendidas, sus ojos vidriosos, su camisa arrugada y los víveres manchados de barro.
Su compatriota al fin soltó la carcajada que parecía haber estado conteniendo y Edward no pudo hacer más que mirarlo con cara de disculpa. Le ofreció la mitad de los suministros y se sentó frente a él, en una banca de madera apolillada. Comenzaron a comer en silencio hasta que el comodoro decidió romperlo:
—La próxima vez, deberíais aseguraros de que yo no esté por los alrededores, capitán Wadlow, o me veré en la obligación de degradaros por ir fornicando en cada esquina.
Edward se atragantó con un trozo de pan. Después de toser un par de veces y tragar los restos del bocado, miró a su superior y ambos comenzaron a sonreír. Las sonrisas se convirtieron en risas y las risas en carcajadas. El eco de ellas se alargó el tiempo suficiente como para considerarse una falta de respecto en el inmaculado protocolo londinense. Sin embargo, allí, cautivos, rodeados de canallas que hacía tiempo que habían abandonado los códigos éticos por los que se regía la Corona inglesa, y conscientes de que en cualquier momento podían segarles la vida, poco importaban las férreas tradiciones anglosajonas. Sus vidas pendían de un hilo tan fino e inestable que, a pesar de su cautiverio, disfrutaron como nunca de esas risas, de la sensación de libertad, de no tener ataduras a su moral, de ser… libres de corazón y alma.
Entre las aptitudes de Edward se encontraban el saber estar y ser comedido; virtudes innatas que ni el borracho de su padre ni la hipocresía puritana de Londres le habían enseñado. Nunca había sentido un gran apego por Inglaterra, razón por la que no tenía patria a la que llamar hogar ni casa a la que regresar. Y quizá por ello empezaba a ver con otros ojos la vida errante que habían escogido aquellos malnacidos que lo mantenían cautivo, donde ellos mismos eran dueños de sus vidas, sin atender a jerarquías ya de por sí corrompidas por el poder y el nepotismo. Seguramente, la sociedad insurrecta que ellos habían creado tendría los mismos defectos que cualquier otra —dado que, al fin y al cabo, seguían siendo hombres—, pero al menos cada individuo contaba, cada uno tenía voz e incluso voto; algo que pudo comprobar durante su primera noche en Tortuga.
Recordó que cuando fueron llevados junto a las hogueras después del baño en el mar, todo hombre sentado alrededor de ellas era un igual, un semejante. No había distinción entre capitanes ni marineros, pues perdían su rango nada más poner un pie en la isla. Escuchando retazos de conversaciones, hubo una que realmente lo dejó sin habla. Uno de aquellos piratas le dijo a otro que tomaría su barco al día siguiente para ir a La Española, a lo que el último no puso impedimento alguno. Al parecer, todo navío ancorado en Tortuga era propiedad de todos. Si un hermano de la Cofradía de la Costa necesitaba hacer uso de una determinada nave, era libre de coger cualquiera que fondeara en el muelle. No existía la propiedad privada.
Otros hombres estuvieron hablando de la repartición del botín que habían obtenido. Edward volvió a asombrarse al oír que, en aquella supuesta anarquía en la que se creía que vivían los piratas, había una justa equidad a la hora de asignar lo robado. Cada uno recibía su parte, y los que habían acabado con algún miembro cercenado llegaban a quedarse con el doble y triple que sus compañeros. Los carpinteros, cocineros y cirujanos también recibían sus correspondientes porcentajes. Era una sociedad salvaje, vulgar y menospreciada, pero mucho más equitativa e igualitaria que la que regía los Imperios del Viejo Mundo.
Y luego estaba la forma de ver el deseo por la carne, de sentir los bajos apetitos, de vivir la lujuria. En muchas ocasiones, la ética no atendía a razones entre los lobos de mar, y vivían los placeres de la vida como ningún otro hombre, no importando las apariencias y gozando de una forma colosal los años que les tocasen vivir, sin limitaciones morales ni normas protocolarias.
Con ese último pensamiento en mente, y como intento de disculpa a su comportamiento por lo ocurrido hacía escasos minutos, Edward expuso a su superior:
—No desearía ser indiscreto, señor, y espero que sepáis perdonar mi atrevimiento, pero… os aseguro que el alivio que he experimentado, ha calmado mis nervios en gran medida. Creo…, creo que vos deberíais… optar por la misma… Quiero decir que…
—¿Que debería soltar mi carga? —preguntó sonriente el comodoro. Edward tuvo la decencia de sonrojarse ligeramente por la insolencia de su comentario—. No sois indiscreto, señor Wadlow, solo me recordáis el placer que todo hombre necesita, incluso en circunstancias como en las que nos hallamos.
Tras decir aquello, Edward vio cómo su superior rozaba superficialmente una de las heridas de su costado, manteniendo la mirada ausente mientras lo hacía, como si estuviera recordando algún suceso en el que hubiera estado implicado el causante de ellas. Ese proceder por parte de su camarada justo después de expresar la necesidad de placer en cualquier hombre, hacía pensar a Edward que el lazo tejido entre él y el pirata era más tórrido de lo que había supuesto en un primer momento, y aún más consolidaba el porqué “El Lobo” no se deshacía de ellos.