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Dejando a los habitantes de Tortuga disfrutar de los placeres disolutos que la noche de la isla ofrecía, Hélène se dirigió a la casona para retomar la conversación que había dejado a medias con su padre durante la tarde. Él estaba aún en la sala de reuniones, enterrado entre papeles y mapas.

 

—¿No te retiras a tus aposentos, padre? —preguntó, sentándose en uno de los sillones de la estancia.

 

—Los asuntos que me atañen no tienen espera, hija, aunque estaría dispuesto a descansar unos minutos mientras compartes conmigo un ron y me cuentas los pormenores de tu viaje.

 

Sonriente, Jean Paul se levantó y caminó hasta un mueble, igual de elaborado que los demás de la sala, donde toda clase de botellas llenaban las dos baldas dispuestas para tal fin. Cogió una junto con dos copas y se sentó de nuevo, vertiendo el líquido oscuro en ambos recipientes. Le ofreció uno a su hija y bebió el contendido entero del suyo.

 

—Sí…, exquisito —saboreó el comandante.

 

—No hay mucho que contar, padre —comenzó Hélène, dando un sorbo abundante a su bebida—. Llegué, vi y vencí. Y me traje unos cuantos miles de reales de a ocho por el buen trabajo hecho.

 

Jean Paul rio sin mesura. —Sí, hija mía, te he enseñado bien. Es una pena que no puedas formar parte de la cofradía. Vales cien veces más que la mayoría de los hermanos.

 

—Tiene su lado bueno, padre. Al no ser un hermano, no tengo por qué compartir mis riquezas con la cofradía. Esa es una de las razones por las que mis hombres no desertan: más oro para ellos.

 

—Eres astuta, Hélène —la agasajó su padre mientras brindaban.

 

Y como buena estratega, puso en marcha esa astucia a la que hacía mención su progenitor:

 

—Aunque también hay otros capitanes que son venerados por sus hombres, como es el caso de “El Lobo”.

 

—Otro hombre astuto. Se niega a entrar en la cofradía, pero a cambio de disfrutar de las distracciones de Tortuga cuando su barco fondea en nuestro puerto, siempre abona… un impuesto, por así decirlo.

 

—¿Te ha vendido a los prisioneros? —malmetió taimadamente.

 

—No, pero ha pagado un buen precio por mi silencio.

 

—¿Silencio? —preguntó extrañada.

 

Jean Paul mostró un incómodo rictus que le indicó a Hélène que había hablado en demasía. Con un intento de disimulo, el comandante quiso restarle importancia a sus palabras:

 

—No es nada, hija, solo asuntos sin importancia.

 

Pero Hélène intuía que algo con un determinado nivel de trascendencia se ocultaba tras aquella desafortunada revelación; aunque más que afortunada para ella.

 

—Papá —insistió; sabía que cuando usaba aquel apelativo, era inevitable que él se rindiera a sus pies—, sabes que siempre tendrás mi confianza. No será grave, ¿verdad? —fingió con voz sorprendida y semblante atemorizado.

 

—No, no —quiso calmarla el comandante—, solo es…

 

Hélène se levantó y se acercó a él. —¿Qué ocurre, papá? —lo acució de nuevo.

 

—Es solo que… los prisioneros no son simples guardiamarinas de la Marina Real británica… Son… —rellenó su copa, manteniendo la vista fija en el líquido que caía— un capitán y un comodoro.

 

Aquello sí que tenía un valor transcendental, y no solo en sentido figurado, sino también material. Un comodoro y un capitán valían más que un puñado de monedas, tanto que si los hermanos supieran que en su isla paraban hombres ingleses con tales cargos, no dudarían en intentar arrebatárselos a “El Lobo” y entregarlos al gobernador de Port Royal. Seguramente, esa fue la razón por la que el pirata había sobornado a Jean Paul a cambio de su silencio. Sin embargo, la pregunta que rondaba por la mente de Hélène era: ¿Por qué “El Lobo” no se los había ofertado a su padre? De todos era sabido que “El Corsario Invicto” no se dignaría a poner un pie en Port Royal, pues su cabeza valía cofres y cofres de oro. Por lo tanto, lo lógico hubiera sido que se los hubiera vendido a su padre, y este ser el que los entregara al gobernador de la capital de Jamaica.

 

Toda aquella intriga no hacía más que confirmarle que las intenciones de “El Lobo” de no querer deshacerse del prisionero se basaban más en aspectos personales que en económicos, y eso la confundía aún más. El pirata era de los pocos hombres que lucían dos aros en su oreja izquierda y uno en la derecha, indicativo de que había cruzado los tres cabos más mortíferos de los océanos: el cabo de las Tormentas, el cabo de Buena Esperanza y el cabo de York. Y solo esa hazaña ya lo catapultaba a la élite de la piratería. Su aspecto —con una larga melena oscura, ojos azules como la mar, una ceja cortada por una pequeña cicatriz, una perilla que rodeaba una boca rígida, y ambos colmillos revestidos de oro— era igual de atrayente que temido. Se decía que cuando saqueaba barcos para apropiarse de los tesoros que portaban, después del abordaje mantenía con vida a tres de los supervivientes: uno para ser canjeado por oro, otro para infringirle las torturas más despiadadas en caso de que alguno de los otros dos intentara huir, y al tercero le permitía vivir para que fuese el portador ante el mundo de las atrocidades que había sido obligado a ver. Por ello, Hélène no entendía ese afán por retener a los prisioneros con él, cuando claramente ni se había desecho de ellos ni los había cambiado por monedas.

 

—Será mejor que esta conversación no trascienda más allá de esta sala, Hélène —decretó el comandante con tono intransigente.

 

—De mis labios no saldrá una palabra, padre —le aseguró.

 

Terminó de beber su ron mientras discurría el porqué de la actitud de “El Lobo”, además de lucubrar quién sería el comodoro y quién el capitán.

 

*****

La mañana en Tortuga amaneció húmeda; el olor a salitre se filtraba por cada recodo de la isla. Hélène se había levantado con las primeras horas del alba y se había dirigido hasta el puerto, donde parte de su tripulación se estaba encargando de las labores de carenado y calafeteado de su Viuda Negra.

 

Permanecía justo al principio del muelle, bajo las sombras de unas palmeras, lugar al que solía acudir cuando buscaba sosiego y soledad. Desde allí, la vista infinita a mar abierto y el gorjeo de las aves le traían la paz que añoraba cuando sus pies no tocaban tierra firme. El sonido de las olas rompiendo contra la orilla, los primeros rayos de sol, la tímida brisa marinera; todo invitaba a la distensión…, hasta que el goce de su descanso fue interrumpido por unas voces lejanas que se aproximaban a paso lento. Los roncos murmullos hicieron que abriera sus ojos y girara su cabeza. A unos veinte pies de distancia, “El Lobo” y su segundo al mando sostenían una agitada discusión mientras caminaban por las vetustas tablas del muelle. A pesar de la lejanía, pudo apreciar parte de la conversación, incluso siendo mantenida en español:

 

—Elon, los días junto a Miguel están haciendo que adquieras malos hábitos… Comienzas a ser tan irritante como él —se burló “El Lobo”, intentando calmar el claro enfado que Hélène podía observar en las facciones del segundo al mando.

 

—Miguel no tiene nada que ver en esto, Lobo —contrarrestó el africano, serio—. El inglés es tu moneda de cambio, no tu diversión personal.

 

—Ya te he comentado varias veces que el inglés será lo que yo quiera que sea, así que solo haz lo que te ordeno: saca de la cabaña al capitán y llévalo a la cubierta de sollado del galeón. Quiero tener unas palabras a solas con el comodoro.

 

—No son palabras lo que quieres tener con él —dijo Elon con dureza.

 

—Solo hazlo. Yo me…

 

El resto de la frase se perdió en la distancia, hacia las dos cabañas donde se hospedaban los dos hombres de confianza de “El Lobo”, Elon y Miguel, y los dos prisioneros. Hélène los vio alejarse. Una sonrisa que semejaba victoria acudió a sus labios. El cautivo de interés para el pirata era el comodoro, y el de mirada intensa y cuerpo esbelto el capitán. Pero lo más interesante de aquella conversación no era saber quién ocupaba cada mando, sino la oportunidad de vengarse de “El Lobo”. En cuanto Elon sacase de la cabaña al capitán inglés, se introduciría en ella a la espera de que el pirata llegase y encontrase a su querida moneda de cambio en una posición indecente con una mujer.

 

Sin meditarlo más, Hélène guio sus pasos hasta una arboleda cerca de las cabañas. Desde allí, observó cómo “El Lobo” se dirigía a la playa para hablar con algunos hombres de su tripulación. Elon abrió la puerta de una de las chozas y entró en ella. Al cabo de unos minutos salió, arrastrando con él al capitán inglés. Desde su posición oculta tras los árboles pudo contemplar con más detenimiento al prisionero. El color oscuro del cabello contrastaba con la palidez de la piel. Los hombros anchos terminaban en un cuello elegante y a la vez vigoroso, surcado de pequeñas venas que llegaban hasta una mandíbula recia, donde una incipiente barba de varios días le daba un aspecto descuidado, uno que la atraía enormemente.

 

Quizá fue por su exhaustivo examen o por simple casualidad, pero justo cuando se pasaba la lengua por sus labios —producto del cosquilleo que sintió entre sus piernas con solo imaginar el raspar de aquella barba contra el interior de sus muslos—, el objeto de su escrutinio giró la cabeza y centró la eterna mirada profunda en sus ojos verdes, brillosos a causa de la repentina lujuria. Segundos que parecieron largas horas mantuvieron a ambos en un limbo que solo ellos habitaban, sin importar que el inglés estuviera siendo arrastrado por Elon y mientras Hélène sentía pequeños choques de calor que no solo tenían que ver con su acuciante libido. Había algo más allá del simple deseo carnal en la forma en que la hacían sentir aquellos ojos oscuros, intensos, seductores…, conquistadores.

 

Un fuerte empujón de Elon cortó la sugerente mirada e hizo desaparecer a los dos hombres tras las palmeras que llevaban al muelle. Hélène se quedó pensativa durante unos minutos. Por un lado, un deseo —llevado por la veleidosa seducción que había comenzado el día anterior durante el obligado baño en el mar— tiraba de ella y la urgía a seguir al inglés hasta El Lobo español, galeón que capitaneaba “El Lobo” y donde sabía, gracias a la conversación escuchada furtivamente, que sería llevado el prisionero. Por otro lado, el anhelo de ver por fin su despecho saciado, la retaba a dirigirse hacia la cabaña para vengarse del pirata.

 

Sin embargo, años de roces con malnacidos, viciosos y sinvergüenzas entregados a la vorágine de la pillería, la traición y el egoísmo, ganaron el pequeño dilema que batallaba en la mente de Hélène, que caminó con paso firme hacia la choza.

 

Cuando abrió la puerta, el cautivo de cabello castaño, el supuesto comodoro, estaba tumbado sobre un abultado colchón de paja y algodón. Una cuerda amarrada a una de las tablas que servían de revestimiento a la cabaña, le ataba las muñecas y mantenía sus brazos forzados sobre su cabeza. El hombre la miró con desconfianza mientras ella cerraba lentamente la puerta tras de sí. Comenzó a caminar hacia él con aire envanecido, manteniéndole la mirada y creando un ambiente cargado de recelo.

 

El incómodo silencio fue roto por sus propias palabras, dichas en inglés:

 

—Debes tener en tu poder algo muy valioso para que el capitán de El Lobo español no te haya vendido ya al mejor postor, teniendo en cuenta el cargo que ostentas dentro de la Marina Real británica. —El comodoro siguió con los labios sellados, observando con cautela cada perezoso paso que Hélène daba—. No me importa en lo más mínimo lo que seas capaz de darle —continuó con voz profunda, parándose justo entre las piernas del prisionero—. Solo me interesa lo que yo pueda sacar de ti en beneficio propio.

 

Se arrodilló frente a él y, con manos ágiles, le deslazó los calzones y los bajó hasta los tobillos, dejando al estupefacto inglés desnudo de cintura para abajo. Sin esperar más tiempo, pues sabía que pronto aparecería “El Lobo”, rodeó la verga laxa con una de sus manos y —solo pensando en su anhelada venganza— bajó su cabeza, abrió sus labios y enterró aquel garrote en su boca hasta que la punta aprisionó su garganta. Se mantuvo en aquella posición, escuchando los gemidos de asombro del comodoro y a la espera de que la puerta se abriese, cosa que no se hizo esperar. Cuando el chirrido reverberó en sus oídos, una sonrisa de triunfo envolvió la verga que la atravesaba.

 

—Hélène, parece que estás perdiendo tu toque —pronunció el “El Lobo” con timbre suave pero claros tintes de furia contenida—. No veo que el inglés gima por las lamidas de tu lengua.

 

Con rostro ladino, ella se irguió pero se mantuvo de rodillas. El comodoro miraba con ojos inquietos al pirata.

 

—Hola…, Lobo —ronroneó. Viendo que su revancha estaba teniendo éxito, lo incitó—: ¿Por qué no vienes aquí y dejas que te lama a ti? Así podrías comprobar ese toque del que has estado huyendo durante todos estos años.

 

No tenía especial interés en yacer con el pirata en aquellos momentos; ese deseo acabó desvaneciéndose con los años. Pero los ojos azules irradiando inquina la envalentonaban a seguir irritándolo.

 

“El Lobo” cerró la puerta y apoyó su espalda en ella, cruzando los brazos sobre su pecho y levantando una ceja que indicaba una especie de reto. Hélène rio con malicia; si un desafío era lo que buscaba, ella no se lo negaría. Volvió a agacharse, cogió de nuevo la vara y la lamió desde la base hasta la punta, recreándose en el movimiento y jugueteando con su lengua cuando llegó a la cima. La mirada de “El Lobo” se volvió oscura, diciéndole con ello que estaba venciendo en aquel duelo retorcido.

 

El pirata se apartó de la puerta con desagrado y avanzó hacia ellos, parándose justo enfrente. Cuando habló, Hélène supo que intentaba con ahínco no plasmar la fuerza del arrebato que lo carcomía:

 

—Déjanos, Hélène.

 

Ella se apartó de la entrepierna del comodoro y levantó su rostro.

 

—¡Oh, Lobo! No seas así. Mira, te la he dejado lista para que juegues tú ahora con ella —lo instigó de nuevo. La furia en los ojos que la encañonaban no hacía más que enorgullecerla.

 

—Vete, Hélène —ordenó con voz gruesa.

 

—Pero, Lob…

 

—¡Ahora!

 

Poco le importó a Hélène la orden dada: su venganza había sido servida en un plato más que caliente, a juzgar por el color enrojecido que encendía el rostro del pirata. Cuando pasó junto a él, enterró definitivamente su despecho con una última frase:

 

—Este no es como tú, Lobo. Jamás podrás darle lo que quiere…: un buen coño.

 

La voz de “El Lobo” se tornó filosa:

 

—Este macho es mío, Hélène, así que te sugiero que te vayas.

 

Sintiendo cómo un peso se desvanecía a través de su cuerpo, salió de la cabaña, regalándole al sol del mediodía una de las sonrisas más orgullosas que jamás había tenido en su haber; resarcirse de un daño provocado a tu persona, siempre causaba ese bienvenido placer, aunque la falta de escrúpulos hubieran tenido que jugar su mezquino papel.

 

—¡Capitán!

 

La voz de su segundo al mando la sorprendió en los últimos retazos de su deleite.

 

—Dime, Jackes, ¿han terminado los hombres con las tareas de limpieza del barco?

 

—Sí, mi capitán, solo resta que Pierre arregle algunas fugas de la cubierta de sollado.

 

Cuando Jackes mentó esa cubierta, Hélène recordó la conversación entre Elon y su capitán.

 

—¿Has visto a Elon en el muelle llevar a un prisionero al galeón de “El Lobo”?

 

—¿A un inglés? Sí, un tal… Edward, creo que gritó el negro cuando lo obligó entre risas y empujones a que subiera al barco.

 

«Edward…», repitió suavemente en su mente.

 

*****

—Perdona que te interrumpa de nuevo, pero menuda arpía está hecha la Elena esta.

 

—Hélène —lo corrigió Ana con pronunciación francesa.

 

—Sí, sí, lo que tú digas. Pero ¿me estás diciendo que se rebaja a comerle la..., el falo —rectificó sarcásticamente Saúl— a un tipo solo para vengarse de otro que pasó de ella hace años y que, para más inri, ese otro está como loco por querer cepillarse al primero?

 

—Tú nunca has sufrido el despecho de una mujer, ¿verdad? —preguntó Ana con sonrisa sabionda—. Ese resentimiento es una de las cosas más letales que siempre ha existido sobre la faz de la tierra. Es capaz de mover montañas y generar guerras, romper hogares y acabar con la vida de una persona.

 

—Sí, todo un orgullo —señaló con ironía Saúl.

 

—No es cuestión de orgullo; es un sentimiento que está ahí, y a algunas personas les es difícil sobrellevarlo.

 

—Claro, y otras optan por ir chupando nabos por ahí.

 

Ana rio por las ocurrencias de su compañero de piso, que nunca la dejaban indiferente.

 

—¿Quieres que continúe? Ahora empieza lo bueno. Ahora —enfatizó—, vamos a conocer a la otra parte de la historia: al prisionero de ojos oscuros y sagaces.