El trasiego de hombres yendo y viniendo sobre la toldilla, bajo la que se situaba su camarote, hizo abrir los ojos a Hélène. En un primer instante pensó que era el ajetreo característico de los preparativos de llegada a tierra, pero segundos después recordó que aún quedaban unas cuantas millas para alcanzar Tortuga. Justo en el momento en que comenzaba a levantarse de su catre con la intención de averiguar qué sucedía en su barco, la respuesta vino en forma de estallido. El enjaretado forjado que cubría los tres grandes ventanales de su camarote vibró, junto con el revestimiento de madera a su alrededor. La puerta se abrió con fuerza y Jackes, su segundo al mando, le informó a gritos de lo que Hélène ya suponía que estaba aconteciendo en su nave:
—¡Nos atacan, capitán! ¡Fragata de una sola batería con catorce cañones y un centenar de hombres! —Y dejó la estancia para dirigir a la tripulación en la defensa del ataque sorpresa, hasta que su capitán estuviera lista para liderar el mando.
Mientras se vestía de forma apresurada y diligente, Hélène rio para sus adentros. El escueto pero conciso resumen que le había aportado Jackes, fue motivo suficiente para asegurarle que el barco enemigo nada tenía que hacer contra su Viuda Negra: catorce cañones y cien hombres no eran rival para veintiocho piezas de artillería pesada, cuatro culebrinas y cincuenta piratas que amaban más un buen combate que sus propias vidas.
Una vez ataviada con su inseparable talabarte, salió del camarote; la visión que la recibió fue mucho menos sobrecogedora de lo que había supuesto en un principio. Sus hombres, curtidos en una vida llena de batallas y nada que perder, en cuestión de minutos habían pasado de defender la nave a ser los atacantes. Apostados tras las batayolas, la pólvora de sus mosquetes ya flotaba sobre la cubierta principal de La Viuda Negra, síntoma de que sus armas habían sido descargadas varias veces desde el comienzo del enfrentamiento. Las culebrinas de la toldilla, al igual que los cañones de la cubierta de batería, tronaban una tras otra sin tregua.
La fragata adversaria se encontraba a pocas millas, a babor, sin bandera visible en su pabellón, lo que significaba que ocultaban su verdadera nacionalidad o eran apátridas, como ellos mismos. Desde el alcázar, Hélène veía cómo la tripulación enemiga intentaba defenderse a duras penas, parapetados tras sus batayolas y sorprendidos ante la contundente y rápida respuesta de La Viuda Negra. Las portas de los cañones de la fragata estaban destrozadas, inutilizando con ello la artillería. Los hombres de Hélène estaban bien aleccionados en el combate de armamento pesado, y sabían que mutilar los cañones del rival era el principio de una buena defensa y un posterior ataque.
En vista de que su nave estaba fuera de peligro —y una vez que se aseguró, con un rápido vistazo, de que ninguno de sus hombres hubiera sufrido heridas graves—, Hélène apoyó sus brazos sobre la balaustrada que separaba la zona del combés de la del alcázar y se dispuso a observar el final de la batalla como si de un teatro bélico se tratase. Los pocos cabellos que tenía desprendidos de su trenza bailaban al son de la suave brisa que la mañana traía.
Entre una nube de pólvora, astillas y detonaciones de diversas armas, sus hombres corrían de un lado a otro del barco, unos batallando y otros atando cabos sueltos que se habían soltado tras varios tiros certeros de la nave enemiga. Oyó un carraspeo justo a su izquierda y giró su cabeza, para encontrarse con Jackes manejando el timón, con la intención de acercarse a la fragata y así llevar a cabo el abordaje como colofón a la contienda que estaba teniendo lugar.
Su segundo al mando le dirigió una mirada de reprimenda, y Hélène le devolvió una sonrisa sardónica sin rastro de arrepentimiento en ella.
—Oh, Jackes… ¿Para qué intervenir si vosotros solos os bastáis? —sugirió de forma zalamera.
La respuesta de Jackes fue un semblante de resignación mezclado con tintes recriminatorios.
Hélène suspiró cómicamente antes de hablar:
—Voy a tener que empezar a formar parte de los combates, o acabaré por no disfrutar de un solo real de a ocho.
Jackes le sonrió esta vez con connivencia y se centró en el acercamiento a la fragata, mientras los hombres de La Viuda Negra ya preparaban las tablas de abordaje y los cabos suspendidos de los aparejos, en los que se balancearían hasta caer sobre la cubierta principal de la nave rival.
Hélène no iba muy desencaminada en la contestación que acababa de brindarle a su segundo al mando: poco de las riquezas robadas se quedaban en sus bolsillos. No recibir la parte del botín que le correspondía como capitán no suponía un malestar por su parte, pues la gran fortuna que había logrado su padre a lo largo de años de piratería, ya la tenían bañada en oro, plata y piedras preciosas. Escasas veces se inmiscuía en los ataques y abordajes, dado que su misión sobre un barco no era la participación en ellos, sino su planificación. Ella elegía qué navíos atacar después de un exhaustivo reconocimiento a la nave en cuestión, haciendo raudos cálculos mentales en cuanto a número de hombres y artillería, estado del barco y posibilidades de victoria. Hélène poseía el don de la estrategia, ya que habilidad y pericia fueron dos grandes virtudes a las que tuvo que aferrarse para poder sobrevivir en un mundo de hombres y llegar hasta donde había llegado.
Su tripulación sabía que como estratega, su capitán superaba con creces a muchos de los hermanos de la cofradía, y eso se traducía en pocas muertes tras las empresas que emprendían y oro a raudales para despilfarrar en las tabernas y prostíbulos de Tortuga. Por esa razón, que su capitán decidiera no intervenir en los combates no era motivo de un motín, puesto que la recompensa no era otra que más riquezas para ellos en compensación. Del mismo modo, eran conscientes de que si un abordaje resultaba más cruento de lo normal, su capitán lucharía con armas y dientes para defender su barco y a su tripulación, como había demostrado en más de una ocasión durante los cinco años que llevaba comandando La Viuda Negra.
Si gustara, Hélène no tendría la necesidad de aventurarse a una más que probable muerte cada vez que tomaba parte en los enfrentamientos. Sin embargo, adoraba la alternativa que había escogido: vivir sin ataduras ni restricciones morales, gozando con ello de una plena existencia y siendo su propia dueña, sin la obligatoriedad de estar a merced de hombres que ejercieran a su antojo y beneficio las pautas establecidas por el modelo patriarcal que dominaba la sociedad. Los tesoros conseguidos los dilapidaba nada más caer en sus manos, dándose los placeres que toda mujer deseaba en secreto pero que no eran políticamente correctos ni aceptados. Y aquellas sensaciones prohibidas para una dama eran su razón de vida. Pero no era una necia. Su futuro estaba más que asegurado bajo toda la fortuna que heredaría de su padre; riqueza, por supuesto, que no gastaba y guardaba a buen recaudo.
Entre gritos de abordaje y estallidos de mosquetes, los hombres de Hélène empezaron a caer sobre la cubierta principal de la fragata, utilizando los cabos y tablones ya puestos sobre la borda. El combate cuerpo a cuerpo dio comienzo: las espadas cortaban cabezas, las granadas de pólvora reventaban piernas, las pistolas de una sola bala eran disparadas, para posteriormente ser lanzadas a los cráneos de los hombres y acabar quebrándolos. La madera de la cubierta principal se empapó de charcos escarlatas y arena enrojecida, la cual había sido esparcida sobre las tablas para evitar que la sangre derramada hiciera resbalar a los combatientes. El chocar de las espadas se confundía con los disparos de mosquetes estallidos de granadas, gritos de piratas y alaridos de muerte.
Al cabo de una hora, la tripulación enemiga había quedado reducida a media docena de hombres, los cuales fueron maniatados y obligados a arrodillarse. Hélène, que había estado observando el abordaje y percatándose de que ninguno de los suyos cayera herido, se dirigió a la fragata a través de uno de los tablones que conectaban ambos barcos. Una vez frente a los prisioneros, dejó vagar su mirada parsimoniosamente sobre cada uno de ellos. El silencio reinaba en la cubierta principal de la fragata mientras ella hacía resonar sus botas sobre las tablas de madera con cada paso lento que daba.
—¿A quién de vosotros debo el honor de este lamentable y necio espectáculo? ¿O acaso vuestro capitán se encuentra ya pagando su viaje a Caronte? —preguntó con sorna en un inglés fluido, pues tras haber escuchado las órdenes de la tripulación durante el enfrentamiento, sabía que la fragata era inglesa, sin discernir aún si tenían patente de corso o eran simples piratas.
Uno de los supervivientes, con la ropa ensangrentada y varios cortes en brazos y cara, la miró con desconfianza y contestó:
—Yo soy el capitán, y como tal exijo ver al vuestro.
Hélène alzó una ceja trazada por la soberbia y, con petulancia, respondió:
—La tienes delante.
El prisionero volvió a observarla con escepticismo; después, una sonrisa vejatoria asomó en su rostro.
—¿Vos? —preguntó con desprecio, echando al olvido la cautela que todo hombre debería tener por haber sido masacrado y hecho prisionero, a expensas de lo que se decidiera hacer con él.
Hélène puso sus ojos en blanco. Realmente aborrecía que usaran con ella el tratamiento de cortesía. Sin embargo, no fue ese el motivo que la hizo suspirar, cansada y aburrida, sino la misma historia de siempre, que se repetía navío tras navío que abordaba. La presencia de una mujer sobre un barco era de lo más inusual, por no señalar que inexistente. Pero que una hembra tomara los mandos de un timón y comandara a decenas de hombres, llegaba a ser inaudito e inverosímil a ojos de aquellos que navegaban cada uno de los océanos conocidos.
—Dejad las fábulas de lado y llevadme hasta vuestro capitán —repitió el hombre, ahora con tono dominante, el mismo que usaría con cualquier mujer, sin importar su cuna.
Hélène lo contempló carente de expresión durante unos segundos. Años de experiencia le habían enseñado cómo actuar ante desprecios como aquel. Miró de reojo a Jackes, que estaba justo a su lado y la observaba con gesto de saber cuáles serían sus intenciones; un lustro juntos había resultado más que suficiente para revelarle a él, y a los que formaban parte de la tripulación de La Viuda Negra, qué caminos solía tomar su capitán en circunstancias como la que ahora se presentaba.
Los labios de Hélène mostraron una sonrisa altanera cuando habló:
—Te voy a contar yo una fábula —le dirigió una mirada intensa al prisionero—: la fábula de tu vida. —Colocó las manos en su cintura, agarrando su talabarte, y comenzó—: Érase una vez un hombre que creía que las mujeres poco o nada valían. —Sutilmente, fue palpando su pistola—. Pero, precisamente, fue una mujer —sacó el arma y la dirigió justo a la entrepierna del arrodillado, quien abrió los ojos de par en par— la que lo privó del orgullo de ser hombre. —Su voz se tornó oscura y ronca cuando terminó, a la vez que disparaba.
Los gritos del prisionero recorrieron cada uno de los rincones de la fragata. Los cinco cautivos restantes comenzaron a estremecerse y la tripulación de La Viuda Negra rompió a carcajadas. Actos como esos eran los que hacían que Hélène fuera vista como un rival sin escrúpulos y no como una atolondrada muchacha que jugaba a ser pirata, además de reforzar su liderazgo como capitán.
—¡Maldita ramera, hija de mil demonios! —logró blasfemar el hombre, intentando mantener sus piernas juntas mientras una mancha oscura ya empapaba sus calzones.
Hélène se acuclilló junto al recién mutilado y, con tono frío, dijo:
—Nunca subestimes a quien tiene tu vida en sus manos…, tenga verga o no. —Se levantó, dejando al prisionero gimiente y ensangrentado, y ordenó a sus hombres—: Buscad todo aquello que pueda ser de valor. Sean corsarios o piratas, algo habrá en las bodegas que merezca la pena llevar con nosotros. —Sin siquiera dignarse a echar un último vistazo a los cautivos, sentenció—: Ya sabéis lo que hacer con ellos.
Sus hombres saquearon la fragata antes de encender una mecha de pólvora que acababa justo en la santabárbara del barco, ya condenado. Hélène regresó a la Viuda Negra y se dirigió a su camarote. En su camino, divisó a Pierre acuclillado frente al palo mayor, comenzando con las labores de carpintería sobre los huecos que había dejado la artillería enemiga en las tablas de la cubierta superior. Le echó una mirada desvergonzada, desprovista de pudor o discreción. A pesar de no haber participado en el abordaje, la exaltación que le había provocado la contienda y la confrontación con el prisionero le habían abierto el apetito carnal. Contempló descaradamente los muslos robustos del carpintero, abultados por su posición acuclillada, y se lamió los labios con lascivia cuando sus ojos se detuvieron en los brazos trabajados. Lo que le había negado la noche anterior, estaba más que dispuesta a ofrecerlo en ese momento.
Caminó hacia el palo mayor mientras Pierre se afanaba en sus tareas de reconstrucción, ajeno a las pretensiones de Hélène. Una vez junto a él, este alzó la vista y comenzó a sonreír como saludo, pero cejó de raíz su intento al ver el rostro demandante de su capitán.
—A mi camarote.
Ella no se molestó en asegurarse de que el carpintero la siguiera; cruzó el alcázar y se adentró en su camarote, manteniendo la puerta abierta. Cuando escuchó cómo esta se cerraba, se giró. El pirata volvía a mirarla con ojos esperanzadores, presto a arrastrarse por las fútiles migajas que su capitán decidiera convidarle. Hélène le mostró un rostro hedonista al hablar:
—Túmbate sobre el camastro. Esta ajetreada mañana —bajó su camisa desde los hombros hasta su pecho, dejando al descubierto un oscuro pezón— me apetece montarte.
El carpintero tardó en desvestirse y hacer lo que Hélène le había ordenado el mismo tiempo que ella empleó en deslazar sus calzones y deshacerse de ellos junto con sus botas. Mantuvo su medio corsé y la camisa, con uno de sus senos expuesto y tentando al pirata, ya colocado sobre el catre. Anduvo los pasos que los separaban mientras observaba el cuerpo tumbado, lleno de vello salpicado por piernas y torso. La verga sobresalía firme, con la punta brillante por las primeras secreciones. En cualquier otro momento se habría entretenido con ella, saciando su hambre de carne caliente, pero esa mañana solo necesitaba aliviar el prurito que cosquilleaba entre sus muslos y así comenzar con exultación el día.
Apoyó una de sus rodillas en el colchón y pasó su otra pierna sobre las caderas de Pierre, quien la miraba con veneración. Le obsequió con una sonrisa jactanciosa, consciente de la idolatría que el hombre le profesaba y por la que su ego se inflaba, de la misma forma en que lo estaba haciendo su centro a la espera de que la vara lo atravesara. Sin demora, guio con su mano la verga hasta situarla en las puertas de su pliegue y arremetió contra ella como lo haría un ariete contra el pórtico de una fortaleza. No dejó de bajar hasta que sus muslos tocaron las caderas del carpintero, sintiendo en todo momento el roce rasposo de sus carnes.
Una vez llena, situó las palmas de sus manos en el pecho velludo y se empujó con ellas para hacer más cómodas las subidas y bajadas a lo largo del falo, que no se hicieron esperar. Lo montó solo buscando su goce, sin reparar en los jadeos que Pierre emitía con cada choque de sus caderas. Una mano agarró casi con temor su cintura y otra subió hasta su seno desnudo, que pasó de rebotar en el aire acalorado del camarote a hacerlo sobre la palma del carpintero. Dejó que el hombre disfrutara de su cuerpo por un momento, pues nunca estaba de más alimentar los deseos de los necios, máxime cuando ese necio era siempre un plato al que acudir para hartar su gula.
Empujó con fuerza hacia abajo, sabiendo que cuanto más profundo llegase la verga, más pronto obtendría su culminación; culmen al que deseaba llegar antes que él, ya que no le apetecía retirarse sin conseguir su propósito solo para que la carga del pirata no se derramara en su interior. Por suerte, tenía bien enseñado a Pierre en aquellos menesteres, y pudo ver cómo el rostro se le contraía con lo que sin duda era una resistencia tenaz por no verter la crema dentro de ella. Los dedos en su cintura apretaron su piel, diciéndole con ello que el carpintero no aguantaría mucho más, por lo que lo cabalgó con tesón, centrándose únicamente en su placer, hasta que este llegó. Empujó contra la verga las veces que necesitó para colmar su clímax, lo saboreó, y una vez terminado, alzó sus caderas y dejó libre la vara, que comenzó a esparcir su esencia al igual que el agua de una fuente, mientras los chorros eran acompañados por gruñidos de alivio.
Sin apenas haber calmado el bombeo de su corazón, se levantó del camastro y caminó hasta un mueble que contenía botellas de diversos licores. Cogió una de ellas, se sentó sobre la silla frente a la mesa y colocó sus piernas desnudas sobre ella. Bebió un trago largo antes de dirigirse al pirata:
—Dile a Jackes que descansaré hasta llegar a Tortuga.
No hicieron falta más palabras para que el carpintero supiera que estaba siendo despedido. Tras recoger sus ropas y ponérselas, rodeado de un silencio incómodo en el que ella lo miraba con pereza mientras bebía, respondió:
—Sí, mi capitán.
Salió del camarote, de nuevo cabizbajo, mientras Hélène daba otro sorbo a la botella.
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—Esta tipa es un poco machorra, ¿no? —preguntó con retintín Saúl.
—Bueno, teniendo en cuenta que toda su vida estuvo rodeada de hombres y, para colmo, piratas, no es de extrañar.
—Si yo hubiera sido el carpintero, le habría metido mi taladro hasta por la nariz para que se le bajasen un poco los humos, porque vaya prenda que está hecha.
—Y si yo hubiera sido Hélène, el taladro te lo desenchufaba a patadas. ¿Me dejas continuar?
Saúl la miró con menosprecio fingido y repitió las palabras de Pierre con sorna:
—Sí, mi capitán.
Ana puso los ojos en blanco y continuó.