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El arribo a Tortuga tuvo lugar esa misma tarde. La arena blanca y las aguas cristalinas, junto con la característica vegetación caribeña de la isla, siempre eran la mejor bienvenida después de semanas en alta mar. La playa ancha se extendía delante del puerto, en el que fondeaban todo tipo de embarcaciones, desde simples chalupas y naos a majestuosas fragatas y goletas; incluso una antigua carabela dejaba ver su casco roído por los moluscos.

 

Hélène desembarcó de su bergantín, que se distinguía de las demás naves ancladas en el muelle por el color oscuro de la madera de su casco. El orgullo de su capitán siempre fue el mascarón que coronaba la proa de La Viuda Negra: la temida Medusa, donde las serpientes enredadas que daban forma al cabello no solo alejaban el mal, como indicaban las supersticiones, sino que también intimidaban a las tripulaciones que posteriormente serían abordadas.

 

Jackes acompañó a su capitán a través del gran puente de madera que separaba el puerto del pueblo. Dos tercios de los edificios se dividían entre tabernas y burdeles, mientras el resto lo ocupaban negocios de carne ahumada y mercaderías de azúcar, cacao, pólvora y tabaco; la subsistencia lícita de la isla, ya que los tesoros robados por los integrantes de la Cofradía de la Hermandad de la Costa eran la verdadera riqueza que mantenía a Tortuga.

 

Recorrieron las calles arenosas del poblado. El bullicio propio de los comerciantes vociferando sus mercancías se mezclaba con el proferido por los borrachos que danzaban de taberna en taberna, y que no olvidaban hacer alguna que otra parada por la gran variedad de prostíbulos.

 

Dejando la molesta algarabía atrás, salieron del pueblo y tomaron un sendero lleno de maleza. Al final del camino, una construcción de tres pisos de madera antigua se alzaba entre árboles frondosos, justo al pie de la pequeña montaña que ocupaba el centro de la isla y daba nombre a la misma por su singular forma de tortuga. Un par de hombres, ataviados con mosquetes y que custodiaban la puerta de la casona, los saludaron al entrar. Una vez dentro, Jackes se unió a varios piratas en distintos estados de embriaguez que bebían alrededor de una mesa, y Hélène se dirigió directamente a la última altura, donde sabía que encontraría a su padre. Dos vastas puertas de madera tallada encerraban la sala de reuniones, lugar preferido de su progenitor. Dio tres toques suaves sobre una de ellas y enseguida llegó la contestación:

 

—Adelante.

 

Hélène entró al salón. La luz del día se colaba en la sala a través de amplios ventanales que daban a la montaña ariscada que coronaba la isla. El suelo estaba revestido por una extensa alfombra árabe, y sobre ella, una mesa labrada y rodeada de sillones elaborados presidía el centro de la estancia.

 

—Deseaba verte, padre —dijo Hélène con júbilo en su voz, mientras cruzaba la sala y llegaba hasta el hombre que se sentaba detrás de la mesa, cubierta de mapas y diarios de navegación.

 

Jean Paul Lemoine, que no había prestado atención a quien había entrado, enfrascado como estaba entre lienzos y papiros, alzó la vista al oír el francés melódico de su hija.

 

—¡Hélène! —exclamó afectuoso, levantándose de su sillón y rodeando la mesa para llegar hasta ella. La abrazó cariñosamente y le dio un beso en la frente. Los largos cabellos y la barba poblada hicieron cosquillas a Hélène en su rostro—. Has tardado menos de lo habitual.

 

—Ha sido un viaje fructífero, padre. Mis hombres podrán malgastar su oro durante al menos tres meses.

 

Ambos rieron con complicidad.

 

—Siéntate, hija, y relátale a tu viejo padre tus hazañas en la mar.

 

—¿Viejo? —rio Hélène—. Al comandante Lemoine le quedan innumerables empresas que emprender aún.

 

Y eso deseaba fervientemente, pues su padre, a pesar de ser un lobo de mar al que solo el oro y el poder guiaban, y a quien la falta de escrúpulos caracterizaba, había sido el gran pilar de su vida, alentándola en todas aquellas decisiones que tomaba, aunque pudieran resultar inalcanzables por haber nacido hembra. Probablemente, él la persuadía en todas ellas debido a la falta de varón en su linaje.

 

—El tiempo no perdona, hija, y tu pa… —Jean Paul dejó de hablar cuando un alboroto se escuchó en el vestíbulo principal de la casona. Parecían gritos de júbilo y alegría—. ¿Puedes bajar y ver qué sucede? Necesito terminar unos asuntos importantes. Cuando llegue la noche, hablaremos más tranquilos acerca de tu viaje.

 

Hélène se despidió de su padre con una sonrisa afable y abandonó la sala, camino de la planta principal. Justo en el descansillo de la última escalera, observó desde la altura a un grupo de hombres que rodeaba a otros cinco.

 

«Lobo…», masculló internamente.

 

“El Lobo” era uno de los piratas más temidos y perseguidos por cada una de las Coronas que reinaban en las aguas caribeñas. “El Corsario Invicto” lo llamaban, a causa de no haber sido nunca capturado tras las barbaries que había cometido. Un ídolo a seguir por todo aquel que se dignara a llamarse pirata, que sacaba las envidias de algunos y la admiración de otros tantos. Hélène no sentía ni lo uno ni lo otro, solo el despecho por haber sido rechazada. Y no debido a que su belleza y sensualidad no fueran suficientes para él, sino porque entre los deseos carnales de aquel pirata, ganaban dos gónadas colgando antes que dos ubres.

 

Hélène estaba acostumbrada a ciertas negativas, pues durante su niñez se había enfrentado a varias, pero nunca a aquellas que tuvieran que ver con su atractivo sexual. Ella era el sueño impúdico de todo hombre que pisaba Tortuga, menos de aquel que en esos momentos era vanagloriado por una multitud aduladora que le daba la bienvenida a casa después de casi un año de ausencia. Y aquello hacía mella en su orgullo de mujer, a pesar de ser consciente de que nada podía hacer ante los gustos del pirata. Realmente, no le interesaba en gran medida como hombre, salvo gozar de un encuentro lascivo para quitarse la espina clavada.

 

Antes de bajar los últimos escalones que la llevarían al vestíbulo principal, recorrió con la mirada a los hombres que acompañaban a “El Lobo”. Elon, su segundo al mando, se destacaba entre la aglomeración por su enorme cuerpo moreno lleno de cicatrices, habitual en un esclavo traído de África. Miguel, bajo y algo andrajoso, era inconfundible cuando hablaba, ya que la falta de su dentadura superior lo delataba. Entre ellos se situaban otros dos hombres, al parecer ingleses, a tenor de sus ropas, aunque estas estuvieran sucias y llenas de manchas de sangre reseca. El aspecto demacrado de ambos indicaba que debían ser cautivos. Uno era castaño y miraba con ojos encolerizados a “El Lobo”. El otro parecía moreno, pero Hélène no pudo distinguirlo con mayor precisión debido a que el ancho cuerpo de Elon lo ocultaba.

 

Cuando llegó al vestíbulo, se hizo paso entre la multitud y se situó junto al pirata. Con voz melosa y rostro descarado, musitó en un armónico francés:

 

—Hola, Lobo. Todo empezaba a estar aburrido por aquí sin ti. —Puso una mano sobre el pecho del pirata y fue bajándola lentamente hasta el talabarte. Contra “El Lobo”, de poco servían aquellas artes de seducción estudiadas por las mujeres, pero ella lo hacía más por puro ego que por obtener un resultado satisfactorio.

 

—No creo que estés descuidada por los miembros de la cofradía, Hélène. Dudo que tu padre lo permitiera. —El hombre usó un tono amable cuando habló. Suavemente, apartó la mano de ella y le preguntó—: Hablando de tu padre, ¿dónde se encuentra ahora?

 

Hélène mostró un gesto fingido de descontento por la actitud evasiva del pirata y contestó:

 

—Está en la sala de reuniones.

 

—¿Solo?

 

Ella se acercó coquetamente y susurró con zalamería:

 

—Completamente… solo. Igual que yo estaré en mi habitación cuando acabes de hablar con él.

 

Gustaba de aquellos intercambios intencionales con “El Lobo”, aunque no le llevasen al desenlace del porqué los comenzaba. Para seguir con su teatro, le dio un húmedo beso en la mejilla, y fue en ese instante cuando sus ojos verdes se cruzaron con los oscuros del hombre que no había podido distinguir antes por haber estado oculto detrás de Elon. La insondable mirada que el prisionero le dirigía mientras terminaba de besar al pirata, le revelaba que había astucia y firmeza bajo aquel aspecto macilento que presentaba, seguramente como consecuencia de su cautiverio. El cabello negro estaba desordenado y caía en pequeños mechones sobre el rostro, cubierto bajo el inicio de una barba que oscurecía la pálida piel.

 

Hélène parpadeó y se separó de “El Lobo”, dirigiéndole un último vistazo al prisionero, quien seguía contemplándola imperturbable. Se dio la vuelta y se encaminó hacia su habitación, no sin antes menear sensualmente sus caderas; solo que esta vez sus artimañas seductoras no iban dirigidas al pirata, sino a aquel hombre de mirada incisiva.

 

*****

Después de un baño relajante en su tina, que calmó su piel y músculos engarrotados tras meses en alta mar, Hélène se vistió con unos calzones ajustados y una camisa, entallada a su cintura por medio corsé que elevaba sus pechos. Trenzó su cabello, lo dejó caer sobre su hombro y salió de la casona para dirigirse a la playa, donde casi todas las noches los habitantes de Tortuga disfrutaban de un banquete a base de bucan: método que los colonos habían aprendido de los indígenas y que constaba de un enjaretado de hierros sobre los que se ahumaba la carne.

 

A medida que se acercaba a la playa, risas y cánticos inundaban sus oídos, mezclándose con el sonido de violines y flautas. Mujeres negras e indígenas preparaban guisos en grandes cacerolas suspendidas de palos sobre pequeños fuegos. Varios grupos de hombres se dispersaban por la arena bailando al son de la música, tocando los instrumentos o sentados alrededor de diversas fogatas. El sol ya se ocultaba tras la montaña, dejando la playa sumida en un brillo anaranjado. En la orilla, apartado de la multitud, Hélène vio a “El Lobo”, sentado sobre unas piedras y fumando de su pipa, mientras Elon permanecía de pie, increpando a los dos prisioneros que habían traído con ellos, que estaban sumergidos hasta las rodillas en las aguas de Tortuga.

 

Hélène no adivinaba el porqué de aquella imagen tan inusual, pero supuso que escondería algo más interesante que ver a una sarta de borrachos comer como cerdos, por lo que decidió aproximarse. Llegó junto al pirata, quien la saludó con un escueto movimiento de cabeza a la vez que exhalaba el humo de su pipa y la dejaba sentarse a su lado en las rocas.

 

—Quitaos la ropa y meteos en el agua —escuchó Hélène que ordenaba Elon. Los dos prisioneros se miraron circunspectos sin obedecer la orden, a lo que el segundo al mando volvió a exigir—: ¡Ya!

 

Uno de ellos, el de cabello castaño, tensó la mandíbula y miró a “El Lobo” con odio. Era la segunda vez que Hélène veía a aquel hombre, y la segunda que observaba esa mirada de furia dirigida a su captor. Pero cuando notó movimiento por parte del otro prisionero, su atención se centró exclusivamente en él: el de mirada penetrante, quien ya la estaba atravesando con aquellos ojos oscuros y sagaces.

 

Bajando la vista lentamente, el cautivo comenzó a desnudarse, quitándose primero su camisa ensangrentada, que reveló un pecho sólido y lleno de vello, el cual parecía suave al tacto. A sus botas y calzas les siguieron los deteriorados calzones, quedando con ello completamente desnudo sobre la orilla. Hélène levantó una ceja, más que satisfecha con el espectáculo que se le ofrecía tan gratuitamente: aquel inglés era todo un festín a degustar. Los músculos de sus muslos resaltaban sobre una piel a la que apenas el sol había rozado, y sus torneadas caderas encuadraban una de las vergas más gruesas que Hélène había tenido el gusto de ver, incluso estando en un estado flácido. Sin ser consciente de ello, se mordió su labio inferior.

 

—¡Al agua!

 

El grito de Elon segó las imágenes concupiscentes que empezaban a formarse en su mente. Intrigada por la historia de aquellos dos prisioneros, decidió interpelar a “El Lobo”:

 

—¿Has pactado ya un precio por ellos con mi padre? Son ingleses… El gobernador de Port Royal pagará una buena suma de oro por tenerlos de vuelta.

 

El pirata no le dirigió la mirada cuando contestó:

 

—Ese asunto solo nos concierne a tu padre y a mí. —Fumó de nuevo de su pipa y recorrió de arriba abajo al prisionero de cabello castaño.

 

Hélène lo miró de reojo. No preguntaría más acerca de los cautivos, ya que sabía que no obtendría palabra alguna del pirata; aunque eso no quería decir que no corriera la misma suerte cuando engatusara a su padre con el fin de conseguir una respuesta. Pero en ese momento, el brillo lascivo en los ojos de “El Lobo” la tenía más expectante que el destino de los prisioneros. Se acercó y le susurró:

 

—Conozco esa mirada.

 

—¿Qué mirada? —preguntó el pirata, exhalando el humo.

 

—Esa que dice: “Me gusta lo que veo y lo quiero” —aseguró Hélène sensualmente, mientras “El Lobo” desnudaba al prisionero con la vista, si las órdenes de Elon no lo hubieran hecho ya.

 

El hombre soltó una pequeña risa altanera. —Dudo mucho que alguna vez la hayas visto en mí.

 

—Eso es lo curioso, que nunca antes la vi. Sin embargo, sigue siendo la misma que cualquiera mostraría cuando desea algo.

 

—Desear y querer son cosas diferentes, Hélène. Yo no quiero nada; y el deseo, a veces, está sobrevalorado.

 

Sí, ciertamente, el deseo solía estar sobrevalorado, como aquel que una vez sintió por el pirata. Ese recuerdo sacó a la mujer despechada que llevaba dentro y vio la oportunidad de devolverle “el favor” al hombre que antaño la rechazó.

 

—Entonces, entiendo que no te molestará que juegue un poco con tu prisionero, ¿verdad? O podríamos compartirlo, como aquella vez hicimos con tu segundo al mando.

 

Esa fue la ocasión en la que el rechazo la agravió realmente. Incluso teniendo a un hombre a su merced y estando algo ebrio, “El Lobo” se negó a disfrutar de los placeres que le ofrecía, saboreando solo aquellos que Elon le aportaba y que ella jamás podría.

 

—Hélène… —comenzó el pirata con tono calmo—, sabes que, por muy hermosas que seáis, las damas no termináis de excitarme del todo.

 

—Y yo te he dicho miles de veces que solo tienes que cerrar los ojos y dejarte llevar. —Suspirando teatralmente, pero empezando a irritarse, prosiguió—: Casi lo consigo cuando estuvimos con Elon.

 

Ambos se miraron y rieron suave, aunque ella ya comenzaba a estar hastiada de la conversación, que no hacía más que recordarle uno de los momentos en los que sus provocativos avances de nada sirvieron, hiriendo directamente su ego femenino.

 

—Si no estuvieras tan bien visto por mi padre, ya te habría mandado colgar por no querer yacer conmigo —le espetó. Sabía que ella misma estaba incitando el diálogo que tanto quería abandonar, pero el despecho, a menudo, era difícil de mantener escondido.

 

—Y si lo hubiera hecho, habría sido tu padre el que me hubiese colgado.

 

Volvieron a reír más abiertamente. Sin embargo, el deseo que una vez sintió por el pirata ya no era carnal, como lo había sido años atrás, sino que ahora se guiaba por el sentimiento de devolver un daño causado. No solo el uso de armas y manejo de barcos habían sido las lecciones durante su niñez: la venganza también tuvo cabida en su aprendizaje; defecto convertido en forzada virtud para aquellos que vivían del pillaje. Si aquel inglés era lo que anhelaba “El Lobo” —según lo que había podido leer en sus ojos—, ella se encargaría de mancillarlo. No odiaba al pirata, pues era valeroso y justo con los suyos, al igual que traicionero y egoísta, como todo hombre de mar. Pero ya que no había podido deleitarse con su cuerpo, se resarciría con ese pequeño acto de revancha.

 

—De acuerdo —dijo, poniéndose de pie—, si no lo quieres, y el deseo es algo que no estás dispuesto a ofrecer, yo me lo quedo.

 

—Hélène… —la advirtió pacífico “El Lobo”.

 

De nada sirvió aquella advertencia; ella se desentendió de él y se dirigió hacia la orilla, internándose en el mar hasta cubrir parte de sus botas. Los prisioneros ya se estaban vistiendo con unas ropas viejas que Elon les había proporcionado.

 

—¿Qué tenemos aquí? —preguntó en un francés insinuante—. Dos ingleses de la Marina Real…, capturados…, para poder hacer con ellos lo que se quiera…

 

Su mente la traicionó, y en lugar de encarar al cautivo de cabellos castaños como tenía previsto, sus ojos se desviaron a su compatriota, el hombre moreno que siempre le regalaba una mirada intensa y cargada de agudeza. Pero no solo mirarla fue lo que hizo. El inglés dio un paso al frente, uno seguro, vigoroso, rozando la osadía —considerando el estatus en el que se encontraba—, y dos sensaciones flamearon en Hélène al mismo tiempo. El atrevimiento del prisionero hizo ondear las aguas de la orilla, que se elevaron y chocaron contra sus muslos justo en el instante en que el olor a macho atravesó de lleno sus fosas nasales. No estuvo segura de que toda la humedad que sintió entre sus piernas fuera a causa del agua salpicada, ya que el aroma a semental penetró con brío por cada orificio de su cuerpo, haciéndola sentir empapada, mojada. La mirada de ojos oscuros, el olor corporal que desprendía y el torso ancho y desnudo que aún no había vestido, la tenían completamente abstraída, seducida y húmeda.

 

“El Lobo” apareció detrás de ella, deteniendo aquel momento candente, y dijo con voz firme:

 

—Elon, átalos y llévalos junto a la hoguera para que coman algo.

 

El segundo al mando obedeció a su superior y arrastró a los prisioneros hasta la multitud, que seguía bailando y cantando. Mientras se alejaban, Hélène y “El Lobo” caminaron en silencio justo detrás de ellos. No pudo evitar echar una mirada lánguida a la espalda y culo del inglés. Puesto que la parte delantera le había sido ofrendada tan gratamente, no veía impedimento en recrearse en esa otra imagen, que nada tenía que envidiar a su contrapuesta. La resbaladiza humedad que bañaba sus muslos se acrecentó, ya no producto de las aguas de Tortuga.

 

—Conozco esa mirada —se burló “El Lobo”.

 

Hélène no pudo hacer más que sonreír ante la elocuencia del pirata.

 

—No voy a engañarme a mí misma como tú lo haces contigo, Lobo… Yo sí lo deseo.

 

El pirata la miró de soslayo y ella pudo ver un gesto oscuro en él que atestiguaba que estaba enfadado consigo mismo, muy probablemente por querer negarse a aceptar que deseo era lo que reinaba sobre el simple apetito carnal cuando se trataba de aquel cautivo de cabellos castaños.

 

—Son mis prisioneros, mis monedas de cambio, por lo que te agradecería que te mantuvieras alejada de ellos.

 

—Solo es uno el que me interesa, Lobo —ronroneó.

 

El pirata paró en seco sus pasos sobre la arena de la playa y la encaró con voz ronca:

 

—No toques a mis prisioneros, Hélène, o no responderé de mis actos.

 

Ella lo contempló con rostro soberbio. Hacía años que no se dejaba amedrentar por las demostraciones de superioridad de los hombres, aunque este en particular tuviera su parte de razón, ya que los prisioneros eran propiedad suya. Pero lo que le llamó la atención no fue la preponderancia mostrada, sino la incipiente hambre que sentía “El Lobo” por su cautivo…, y que utilizaría en contra de él para calmar su despecho.