El festejo de la playa estaba en pleno auge. Hombres y mujeres negras e indígenas se dispersaban por la arena, abarcando desde la orilla hasta la arboleda que daba paso al principio del pueblo. La oscuridad de la noche ya caía sobre ellos, solventada por el refulgir de la llamas de las hogueras y por moscas con pequeñas cabezas que emitían tenues brillos de luz azulados. El sonido silbante de las chirimías acompañaba al armónico de las vihuelas y al retumbante de los tamboriles. Unos comían, otros tocaban y muchos bailaban, convirtiendo el lugar en una auténtica fiesta pagana. Las jarras de cerveza y botellas de ron corrían por doquier, como así también los guisos preparados por las indígenas y los bucan ahumados por los colonos.
Edward los observaba sentado en una mesa larga y estrecha donde varios hombres reían, comían y jugaban al juego de los cientos. El comodoro estaba justo a su lado, bebiendo de una jarra y con la mirada fija en la multitud, clavándola en uno de ellos, “El Lobo”, que hablaba con sus hombres de confianza alrededor de una hoguera apartada. Los habían sacado de la cabaña y arrastrado hasta la playa para que se alimentaran —siempre bajo la atenta vigilancia de la tripulación de El Lobo español—, y de paso ser testigos de la forma en la que aquellos indeseables eran corrompidos por el libertinaje.
No importaba edad, género, raza o nacionalidad. Eran indiferentes los gustos sexuales o las creencias religiosas. La mezcolanza no hacía más que avivar el fuego lascivo que crepitaba entre todos ellos, acompañando al sinuoso que emitían las hogueras. Volvían a los bailes obscenos, restregándose unos con otros por partes del cuerpo que deberían estar a buen recaudo pero que se mostraban más que insinuarse. Todo indecoroso, todo decadente, sí…, pero cautivador a ojos de Edward. El enfrentamiento entre lo moral y lo deshonesto, la lujuria y la decencia, regresaba a su mente. Lo deseaba en la misma medida que lo juzgaba, sin duda alguna herencia de la recia deontología de su Londres natal.
Su Londres natal…
Esos hombres que ahora bailaban, comían y vivían de forma tan desinhibida, huyeron de Inglaterra y de muchos otros Imperios autoritarios, al igual que él. No quizá por los mismos motivos, pues él escapaba de su sórdida niñez y ellos de las férreas normas que engrilletaban sus voluntades y pensamientos. Pero el fin era el mismo: liberarse de la opresión que sus patrias suponían.
A fin de cuentas, no perseguían metas tan distintas…
Haciéndose paso entre los cuerpos danzantes, con aquella sensualidad que la caracterizaba, vio aparecer a la pirata. Caminaba sin prestar atención a la impudicia que la rodeaba, charlando quedamente con su segundo al mando. Sus caderas no oscilaban como las de las mujeres que bailaban, pero su contoneo al andar era mucho más atrayente. Sus senos no se mecían al son de la música, pero la voluptuosidad en ellos era una melodía en sí misma. La imagen de ella arrodillada, con los verdes ojos clavados en su rostro mientras los labios esponjosos envolvían su verga, hizo que esta pulsara bajo sus calzones. El recuerdo de aquel encuentro furtivo no lo había abandonado desde que tuvo lugar, alimentándose de él como lo haría un buitre con los últimos trozos de carroña: con fruición, con gula. Y por ello la deseaba de nuevo…, enganchada a sus caderas, con el cabello enredado entre sus dedos, sus bocas a un suspiro del roce y poseyéndola, haciéndola suya.
La observó acercarse a la mesa y tener unas palabras amigables con los hombres que se sentaban en uno de los extremos. Jackes se acomodó junto a uno de ellos y ella se dispuso a hacer lo mismo en el hueco libre que quedaba. Justo cuando iba a ocupar su lugar, giró la vista hacia la mesa y Edward pudo ver la sorpresa en el rostro perfilado cuando lo encontró allí, sentado frente a ella.
Con semblantes reservados, se contemplaron mientras Hélène tomaba asiento. La música seguía sonando y el bullicio de las conversaciones a su alrededor los envolvían, pero se sentían como murmullos lejanos, como sonidos errantes que los arrullaban mientras solo la presencia de ellos dos importaba.
Edward levantó con lentitud su jarra, sin apartar los ojos de ella, sin dejar de horadarla con su mirada oscura, y bebió un trago largo, prolongado en el tiempo, consiguiendo que su nuez se balanceara a lo largo de su sólido cuello. Hélène observó el vaivén de la manzana de Adán, y unas súbitas ansias de morderla le obligaron a morder sus propios labios para engañar al deseo. Edward bajó la jarra, de nuevo con calma, y limpió los restos de cerveza con la punta de su lengua, humedeciendo sus labios y curvándolos en una sonrisa arrogante, sabedora del efecto erótico causado en la pirata. Cualquier respuesta que pudiera haber urdido Hélène para contrarrestar la soberbia del capitán, fue interrumpida por su segundo al mando cuando este llamó su atención para que tomara parte en la conversación que mantenían él y los hombres sentados en la mesa.
A medida que transcurría la noche, las miradas entre ellos fueron fugaces pero reincidentes, suscitando cosquillas inquietas en el vientre de Hélène y gruñidos entrecortados en la garganta de Edward. Al cabo de una hora, cuando todos los presentes ya habían saciado el hambre y la sed y se recostaban amodorrados sobre la mesa, la arena u otros cuerpos, una dulce voz comenzó a escucharse. Yaztil, la indígena que proveía a Edward de los víveres, estaba junto a los músicos y entonaba una canción que logró que la algarabía que había reinado hasta ese momento se convirtiera en susurros. El tono melódico de la mujer sumió la playa en un ambiente sosegado que incitaba a la relajación.
Hélène se había girado en su asiento para poder contemplar a Yaztil, dando la espalda al inglés. A cada segundo que pasaba se sentía más observada, más acechada, lo que hizo que girara ligeramente su rostro y mirara al capitán de soslayo. Este la inquiría con ojos profundos, que le recordaban a los mostrados por Chucho cuando escogía a su presa minutos antes de que se lanzara sobre ella. Por primera vez fue incapaz de sostener la mirada a un hombre y volvió a girarse, respirando con vacilación y sintiendo nuevamente esas traicioneras cosquillas que encendían todos sus sentidos.
No pasó más de un par de segundos cuando notó un tirón sutil a su trenza, que caía entre sus hombros. Quiso volverse, pero el raspar de una barba arañando su mejilla y un pecho robusto a su espalda lo impidieron.
—¿Dormisteis anoche oliendo a mí?
La pregunta del inglés cayó caliente sobre su oreja, y el tono ronco abrasó como lava candente su piel. Yaztil seguía cantando su seductora tonada, la cual no ayudaba a enfriar el fuego interior que le provocaba la cercanía del capitán.
Edward se apoyaba en la mesa con su antebrazo, recorriendo con su tronco las pocas pulgadas de madera que lo separaban de la pirata. Se había permitido acercarse a ella porque sabía que no era el centro de miradas indiscretas. Su superior se había retirado para llenar su jarra de cerveza, Jackes bailaba acarameladamente con una indígena al compás de la cadente voz de Yaztil, y los pocos hombres que quedaban junto a ellos hacía ya varios minutos que se habían abandonado al mundo de los sueños, con sus cabezas recostadas sobre la madera de la mesa.
—El aroma que ahora desprendéis —Edward acercó su nariz al cabello, rozándolo e inhalando— es más que suficiente para que yo lo haga esta noche.
Hélène intentaba timonear sus respiraciones, que se sucedían entrecortadas una detrás de otra, comenzando a escapar de su control. Miraba al frente, a los músicos tocar y a Yaztil cantar, rodeados de parejas contoneándose. El revuelo en su vientre se acrecentaba con cada palabra pecaminosa pronunciada, con cada caricia distraída a su trenza. A pesar de la agitación que sentía, contestó con la impertinencia que la personificaba:
—Mis noches no necesitan de olores para que resulten placenteras. Y yo sola me basto para que así sean, sin ayuda de fragancias… ni hombres.
—¿Así lo creéis? —Edward posó sus labios sobre el cuello, acariciándolo con ellos mientras hablaba—: Entonces, decidme… —la punta de su lengua lamió fugazmente parte de la piel—, ¿por qué os siento temblar ahora, cuando es un hombre quien os acaricia y no vos?
Hélène tuvo que darle la razón: su cuerpo temblaba, sus labios temblaban, sus pensamientos temblaban. El ínfimo pero provocativo roce a su cuello estaba consiguiendo algo nunca antes logrado por una de sus conquistas: ser ella la conquistada.
—Pero lo que me intriga de vos no es saber en qué menesteres empleáis vuestras noches, Hélène —su nombre susurrado hizo tambalear aún más sus cimientos—, sino vuestro día a día —sintió cómo su trenza era enredada alrededor de la muñeca del capitán—, qué os hace sonreír —la sensación de la nariz inhalando su cuello la estremeció—, qué sentís cuando capitaneáis vuestro barco —un mordisco suave pinchó su piel—, cuáles fueron las razones que os llevaron a decantaros por este tipo de vida. —El canto de Yaztil la envolvía del mismo modo que el acecho del inglés.
—¿Acaso deseas que te haga partícipe de cada uno de mis movimientos o vivencias? —logró preguntar.
—Deseo mucho más que eso. —Con la trenza rodeando parte de su brazo, Edward entremetió sus dedos en el cabello de la nuca y lo acunó en la palma de su mano. Sus labios dejaron el cuello para acercarlos a escasas pulgadas de los de la pirata—. Aunque me es imposible negar que, inesperadamente…, me interesáis.
Cuando Hélène habló, la boca del capitán le hizo cosquillas en su comisura:
—¿Qué tipo de interés tienes en mí?
—Aún no estoy seguro. —Con tiento, Edward mordió parte del labio inferior—. Pero estoy más que dispuesto a averiguarlo.
La canción de Yaztil terminó justo en el instante en que el comodoro se acercaba a la mesa con su jarra repleta de cerveza. Edward se separó de la pirata, desenredando lánguidamente la trenza de su brazo e inhalando por última vez, sentándose en el banco alargado que servía como asiento.
Hélène sintió la humedad de la noche caer sobre su espalda, yéndose el calor y viniendo el frío, pero el fantasma epicúreo de los labios en su cuello aún permanecía.
Necesitaba aire.
Necesitaba despejarse.
Necesitaba huir de las sensaciones que el capitán le provocaba.
Los miedos volvían, más intensos que nunca, e hicieron que se levantara y abandonara la mesa sin tan siquiera mirar atrás. Anduvo entre los bailarines —dados ya al vicio nocturno—, maldiciéndose por alejarse de una forma tan pusilánime, pero le urgía poner distancia entre ellos para poder calmarse. Llegó hasta la arboleda cercana al pueblo, se adentró a través de los frondosos árboles y se detuvo frente a uno de ellos. Alargó el brazo y posó la mano sobre el tronco, respirando hondo varias veces.
Esta no era ella.
No lo era…
Sabía perfectamente lo que sucedía: estaba desarrollando sentimientos más profundos por el inglés que los surgidos en cualquier otra noche de desquite carnal. Ese anhelo por querer verlo, porque la tocase, porque pronunciase su nombre, por el raspar de su barba, por ser el centro de su oscura mirada, por sentirlo de nuevo en su boca, por desear tenerlo dentro, por… besarlo… Todo aquello empezaba realmente a asustarla. Los tímidos miedos se habían convertido en titanes que habían sido liberados de su particular Tártaro.
Como había dicho su padre, necesitaba un tiempo de reflexión.
Y eso haría.
Dejaría atrás Tortuga, al inglés y las nuevas inquietudes, y pondría rumbo a La Española para su retiro en La Maison.
Decidida, inspiró profundo y se dispuso a ir hasta el muelle para comprobar si su Viuda Negra estaba lista para el corto viaje a la isla vecina. Pero cuando se apartó del árbol, una mano tapó su boca y un cuerpo apresó su espalda, apretándola contra el tronco. El inconfundible olor a virilidad llegó a ella antes de que la voz ronca llenara su oído:
—Os habéis ido sin darme la oportunidad de averiguar mi interés en vos.
Como en el pozo, se sentía acorralada por el inglés. Respiraba torpemente por la nariz, sus senos rozaban la corteza del árbol, un brazo rodeaba con contundencia su cintura y toda su espalda notaba el calor del torso detrás de ella. No lo había oído acercarse porque sus sentidos habían estado en otros derroteros, en los que concienzudamente había buscado la forma de huir del asedio al que ahora se enfrentaba.
Edward habló de nuevo, ya que su mano se lo impedía a la pirata:
—Podría ser solo interés en vuestra díscola vida —comenzó a acariciarle distraídamente el vientre mientras sentía el calor de los resoplidos que ella vertía sobre su mano—, en las acciones de vuestro pasado —descendió a través de la lazada de los calzones—, en vuestros recuerdos… —Posó su palma sobre la tela que abrigaba la vulva—. Pero, ahora mismo —un dedo viajó hasta la forma triangulada entre los muslos—, mi único interés es oíros gritar cuando esté dentro de vos.
La respiración de Hélène se agitó; un zumbido belicoso en su sien la incitó a luchar contra el capitán, pero la paralización total que su cuerpo sentía —y que solo respondía a las manos ajenas que la tocaban—, la disuadían de su pugna. El dedo resbaló a lo largo de su pliegue y su jadeo dio a parar a la mano que cubría su boca. Las caricias comenzaron lentas pero dominantes, cosquilleando todo su ser. El roce a su centro fue acompañado por el de la verga cuando esta se aposentó entre sus nalgas. Ambos, vara y dedo, tenían sus caderas en un vaivén acompasado que consiguió que su crema empezara a humedecer la tela de sus calzones.
Edward impelía con mesura contra el culo mientras su dedo circulaba la abertura, que poco a poco se iba empapando. El deseo de sentir su leño arropado por el cálido interior quedó relegado ante su acuciante apetito por querer saborear a la pirata, por degustarla en su boca. Bajó la mano que la amordazaba y, junto con la otra, comenzó a deslazar los calzones.
Hélène dejó salir los jadeos, ahora sin restricción alguna, y bajó la mirada para observar cómo era desnudada sin miramientos. De un instante a otro, sus miedos, su lucha interna y la decisión de alejarse de todo habían sido desbancados por unas manos dictatoriales que se apoderaban de su cuerpo y mente, y que, lejos de rebelarse, se sometía a ellas persiguiendo un único fin: abandonarse a su propio placer.
Edward seguía forcejeando con el lazo, y o bien era porque la lazada estaba asegurada con firmeza o porque sus dedos no atinaban a deshacerla, pero le fue imposible desliarla. Su verga tumefacta y su lengua clamando por los jugos que habían impregnado su dedo, hicieron que su aguante flaqueara y rasgara la tela que lo separaba de su manjar.
Hélène afianzó sus manos en el tronco del árbol cuando su cuerpo se zarandeó debido al desgarro de sus calzones, que comenzaron a caer por sus piernas hasta quedarse amontonados justo debajo de sus rodillas y sobre sus botas. Segundos transcurrieron y no sintió movimiento por parte del inglés, lo que le permitió recuperar algo de cordura e intentar imponerse al asalto, con el fin de ser él la presa y no ella, papel que siempre ejercía en sus encuentros carnales. Giró su cabeza, sabiendo de antemano que mirar aquellos ojos salaces podría hacerla flaquear en sus nuevas intenciones. Para su suerte, lo encontró de pie justo detrás de ella, mirando hacia abajo. Pudo comprobar la ausencia de calzones también en él, apilados en los tobillos. Su erección, magnífica en todo su esplendor, se erigía sobre el manto velludo que poblaba la ingle. Pero el capitán no estaba admirando su orgullo de hombre, sino los dos montículos atezados frente a él. Hélène se vanaglorió por el examen a su trasero y, habiendo cambiado sus inseguridades por una confianza desvergonzada, lo meneó traviesa y discretamente, buscando hacer ver al inglés que no era dueño y señor de la situación. Ello consiguió que el capitán levantara sus párpados y la devorara con aquellos ojos negruzcos que siempre la embrujaban.
Sin mediar palabra, Edward se arrodilló, cogió con ambas manos las nalgas y las separó. A pesar de la oscuridad que caía de la noche, la copa de los árboles que los rodeaban dejaban entrar pequeños haces de luz lunar, y gracias a ellos pudo vislumbrar el brillo de la secreción que embreaba el pliegue. Labios llamaron a labios y acercó los suyos a los de la pirata. El olor a hembra llenó su nariz antes de que lo hiciera el sabor en su boca. Su lengua salió disparada al encuentro de más sustento, de más néctar. Arremetió con la punta entre las carnes y comenzó a deslizarla a través de ellas, de un extremo a otro, buscando abrirse paso con desespero hasta llegar lo más al fondo que pudiese.
Hélène gimió alto, efusiva. La lengua invadiéndola la había cogido desprevenida. La horadaba, la avasallaba y la calentaba. Los dedos callosos aferraban sus nalgas y las mantenían abiertas, y su pliegue se humedecía a ritmo de lamida. Las cosquillas caprichosas de su vientre ahora eran bienvenidas; los temores que la asustaban, olvidados. Su cuerpo solo se centraba en eso mismo: en el goce de su centro.
Edward parecía no saciarse del olor, el sabor y los jugos que había logrado exprimir de la pirata, pero otra parte de ella lo estaba llamando tentadoramente. Al igual que su lengua rozaba la abertura que chupaba, su nariz lo hacía con la otra contrapuesta. La textura arrugada de esa zona lo invitaba a saborearla también. Se retiró, tragó los restos de crema que habían embebido su boca y se aventuró camino arriba por la grieta, que permanecía abierta gracias al agarre de una de sus manos, pues la otra ya suplía el vacío que había dejado su lengua.
Cuando dos dedos se adentraron en Hélène y una lamida besó su entrada oscura, sus piernas comenzaron a flaquear. Se asió del tronco y puso su mejilla en la corteza. Y así, intentado que sus rodillas no la derrumbasen, se dejó embestir y lamer para su propio regocijo, el cual estuvo a punto de llevarla al clímax. Pero entonces, abruptamente, dedos y lengua la abandonaron. Comenzó a darse la vuelta para increpar al capitán por aquella osadía, pero fue él quien la agarró de la cintura, la giró y los puso frente a frente, ella de pie y él aún arrodillado.
Sin mirarla, Edward terminó de bajarle los calzones y le quitó una de las perneras y una bota, pues, para lo que tenía en mente, era más que suficiente solo con una. Se levantó, la miró con fiereza en sus ojos, se deshizo de sus propios calzones y dio un paso, juntando sus cuerpos. La pirata ahogó un gemido cuando la cogió de las nalgas y la elevó, obligándola a abrir las piernas y a enredarlas alrededor de sus caderas. Posicionó su verga en la abertura empapada y sentenció:
—Os dije que gritaríais cuando estuviera dentro de vos. —Y se hundió en el interior, sacando un grito jadeado de ella y un gruñido visceral de él.
Las aristas de la corteza del árbol se clavaban en la espalda de Hélène, pero algo más intrusivo lo hacía dentro de ella. Sintió cada pulgada penetrarla, y acompañó cada una de ellas con un suave gemido. Por mucho que ella hubiese querido intercambiar los papeles, la realidad era que la presa estaba siendo completamente devorada por un animal hambriento.
Edward avanzó lentamente pero sin detenerse, hasta que sus caderas chocaron. Ambos permanecieron inmóviles unos segundos: él sujetándola de los muslos, ella de los hombros; él con el rostro hundido en el cuello, ella entre la barba. Supo que algo que no era su vara molestaba a la pirata cuando esta emitió un bajo quejido de dolor. Desenterró su rostro del cuello para mirarla y lo que encontró sacó de él una sonrisa. Ella se mordía el labio y arrugaba su ceño, aguantando con estoicismo lo que sin duda sería una arista particularmente puntiaguda arañando su costado, a juzgar por el contoneo de su espalda. Edward pasó un solo brazo por debajo de las nalgas para seguir sosteniéndola y colocó el otro entre la corteza y la espalda, para que fuera él y no ella quien acabara con rasguños cuando comenzara a embestirla, como tenía previsto hacer en breve.
A Hélène no le pasó desapercibido el acto de condescendencia, el cual agradeció casi con disgusto con una sonrisa cargada de matices envilecidos. No llevaba bien obras tan altruistas dirigidas a su persona, aunque tampoco podía negar que el inglés la había casi enternecido con su galantería. Pero la densa oscuridad volvió a los ojos del capitán. Sintió cómo el brazo que la protegía de la corteza subía a través de su espalda y cómo la mano tiraba de su cabello, haciendo que su rostro se elevara. Los labios del inglés rozaron los suyos en el momento en que se retiró de su interior, y fueron abrasados por un gruñido caliente cuando la penetró, esta vez con fuerza.
Por fin Edward la tenía como quería: acoplada a sus caderas, con su puño asiendo la trenza —por la que estaba adquiriendo un gusto que rozaba la obsesión— y con sus bocas mendigando uno el aliento del otro. Comenzaron así una serie de embestidas que mantuvieron sus piernas en tensión y las de la pirata meciéndose a golpe de arremetida. El constante movimiento hizo que la camisa de ella resbalara por los hombros hasta quedar equilibrándose sobre uno de los pezones. Él atisbó de soslayo tan preciado regalo y lo aceptó sin vacilación. Bajó su cabeza y, con los dientes, retiró la tela, para después apresar entre sus labios el oscuro pezón, jugueteando con él mientras intercalaba lengua, dientes y acometidas.
Aquel último atropello a su cuerpo fue lo que llevó a Hélène al borde del orgasmo y, entre jadeos, logró decir:
—No… te descargues… dentro de… mí.
Sabía que debería haber pensado antes en ello, pero su deseo por ser tomada por el capitán la había sorprendido tanto como él mismo lo había hecho bajo aquellos árboles. Al escuchar su petición, el inglés dejó el caramelo que tenía entre los dientes y la miró con una sonrisa pendenciera; la respuesta fue montarla con más ímpetu. Por un segundo, Hélène creyó que ignoraría su demanda, en vista de que la cabalgaba con el instinto de un semental queriendo perpetuar su progenie. Pero entonces se hundió en ella una vez más, con brío, se salió completamente y volvió a penetrarla con dos de sus dedos. La verga resbaladiza quedó incrustada entre su ingle y su pierna. Y de esa forma, falo y mano la montaron al unísono, siendo inevitable que gritara cuando el clímax llegó a ella segundos antes de que el inglés gruñera el suyo y rociara con su esencia la piel de su muslo.
Las piernas de Edward no soportaron su peso ni el de ella y comenzó a caer de rodillas, lacerándose el antebrazo con la corteza del árbol a medida que descendía. Sus canillas quedaron tendidas sobre el mullido herbazal bajo él, con la pirata sobre sus muslos.
Los susurros de la noche los escoltaron hasta que sus cuerpos dejaron de temblar.
777
—Menudo polvazo acaban de echar. Eso no hay quien se lo crea —dijo Saúl, abriendo un paquete de patatas fritas.
—¿Por qué? —preguntó Ana, curiosa—. ¿Tú nunca has tenido un “aquí te pillo, aquí te mato”?
—Por favor —comenzó con cara de incrédulo el residente de proctología—, esos no duran ni un minuto, y tú te has pasado veinte relatando la follada del año.
—Eso es un polvo en condiciones, y no el que muchos hombres creéis que echáis.
—Polvo en condiciones el que te echaba yo —murmuró entre dientes Saúl mientras masticaba un par de patatas fritas.
—¿Qué? —lo interrogó Ana, no habiéndolo entendido a causa del tentempié en su boca.
—Que… del polvo vienes y en polvo te convertirás —mintió, una vez que hubo tragado.
Ana no quedó muy convencida con la respuesta, pero corrió un tupido velo y le preguntó:
—¿Sabes que la expresión “echar un polvo” viene de esa frase que acabas de decir? —Saúl solo se dedicó a mirarla a la vez que seguía comiendo—. Aunque hay otra versión más extendida y avalada. En el siglo XVIII, los aristócratas tenían la costumbre de aspirar polvo de tabaco durante las reuniones de sociedad. Como les provocaban molestos estornudos, se retiraban a otras habitaciones para poder hacerlo tranquilos y en solitario. Pero con el tiempo, aprovecharon también esas escapadas para acostarse con las damas, que los esperaban en las estancias a las que acudían para echar un polvo, como empezó a llamarse a esta práctica de esnifar el tabaco y que posteriormente derivó en el significado de lo que hoy día conocemos.
—Interesante —dijo Saúl con la boca llena—. Ahora, además de cuentacuentos, eres una experta en expresiones cochinas.
Ana sonrió de oreja a oreja y regresó a su relato:
—En fin, sigamos, porque ahora —sus ojos destellaron con travesura— es cuando la verdadera historia de piratas comienza.