Edward había conseguido calmar el ritmo frenético que el derramar su carga había supuesto para sus pulmones. Sentado de rodillas, mantenía a la pirata sobre sus muslos. El brazo que la afianzaba a su pecho picaba a causa de los hilos de sangre que comenzaban a resbalar por su piel. Sus dedos aún permanecían dentro de ella, cubiertos por la tibia brea y el calor interior. Ella suspiró, perezosa, aferrada a sus hombros y con el rostro oculto en su cuello. Edward recordó el momento en que intentó tentarlo sacudiendo el trasero, y quiso pagarle con la misma moneda. Sonriendo ladinamente, movió sus dedos, lo que consiguió sacar un respingo de la pirata, que se incorporó y lo miró.
—¿Piensas estar mucho más tiempo ahí dentro? Ya has conseguido lo que querías: que gritase —dijo con altanería Hélène, pero sin retirarse una sola pulgada del cuerpo del inglés.
—Estoy seguro de que, si me lo propongo, conseguiría de vos mucho más que gritos —contrarrestó Edward, igual de altanero.
—¿Otra vez ese ávido interés en mí? —malmetió, aunque una sonrisa, que poco tenía de arrogancia y mucho de emoción, visitó sus labios con solo pensar en que el capitán quisiera saber de su vida.
Edward cambió su rostro picaresco por uno afable mientras se salía del interior y le acariciaba lentamente el muslo, dejando un rastro de crema allí por donde pasaba. Se irguió sobre sus rodillas con ella en brazos y maniobró para tumbarla sobre el manto de hierba bajo ellos. Se acomodó entre las piernas y apoyó sus codos a ambos lados de la cabeza.
—Os he propuesto la pregunta en varias ocasiones y aún no he obtenido respuesta.
—¿Qué pregunta? —quiso saber Hélène, bajando sus manos de los hombros a los brazos del capitán. Sus vientres y caderas estaban unidos, y sentía cómo la verga, ya saciada, descansaba somnolienta a un lado de su vulva.
—Por qué os decidisteis por navegar los mares abordando barcos. —Edward no incluyó un tono interrogativo. La contempló con ojos aletargados mientras volvía a enredar sus dedos en el cabello.
Hélène pensó que aquel capricho por su trenza era algo en lo que el inglés ya ni siquiera reparaba, aunque no era ese el motivo que la tenía encandilada. Después de un encuentro carnal, nunca había dado pie a una conversación con su acompañante, y mucho menos a quedar tumbados, regalándose sonrisas y lo que podrían considerarse arrumacos. Sin embargo, con el capitán, bajo él y arropada por su cuerpo, se dejó hacer y llevar, hasta tal punto que incluso le brindó una contestación:
—Fue más una oportunidad que una decisión. —Observó cómo los ojos oscuros le pedían una respuesta más clara y, riendo con suavidad, se la concedió: —Tuve la suerte de ser testigo de cómo una mujer no es dueña de su vida, de cómo son violadas, obligadas a desposarse sin su consentimiento y a no poseer nada material, ni siquiera sus propios cuerpos.
—¿Es eso una suerte? —preguntó confundido.
Hélène lo miró, seria, y aclaró:
—Sí…, sí que lo es, pues me dio la oportunidad de elegir entre ser tratada como una mera posesión o ser yo la que poseyera las riendas de mi vida.
Edward la examinó durante unos segundos.
—Dijisteis… —empezó, mientras su mano seguía serpenteando por la trenza— que lo que no queríais era estar bajo el yugo del hombre. ¿Os referíais a uno en concreto o a todo mi género?
Hélène dejó escapar una risa sarcástica. —¿Es que acaso hay diferencias entre vosotros?
El rostro del capitán se tornó filoso a la vez que sensual.
—Tantas como las que se pueden encontrar en vosotras. Vos misma acabáis de decir que no queríais ser como las demás. Entonces, ¿por qué pensar que entre los hombres no puede haber alguno que también haya querido desvincularse de lo establecido?
—¿Te propones ser ese “alguno”? —Hélène le ofreció una mirada desdeñosa. —Eso no son más que mitos, leyendas que los propios hombres generan para que las mentes manipuladas de las jóvenes casaderas crean que, aunque sea una obligación, su único valor en esta vida es el de desposarse con un caballero andante. Lo que no saben esas necias es que, más pronto que tarde, esos “caballeros” se convierten en sus verdugos, desposeyéndolas de sus voluntades y de todo lo que alguna vez tuvieron.
Edward escuchó cada una de sus palabras, no pudiendo contradecir las verdades que vertían. Pero bajo la furia que emanaba de la pirata, también pudo discernir otra inquietud. Llevó una mano a la piel atezada de la mandíbula y la acarició.
—¿Es eso lo que os asusta, lo que veo en vuestros ojos? ¿Pensáis que si os enamoráis de un hombre, os vilipendiará y desposeerá de todo lo que tenéis, de lo que sois?
Hélène giró el rostro hacia un lado, apartando la mirada del inglés. Astuto y sin errar, había leído en sus ojos sus miedos; miedos que no deseaba compartir con nadie, y menos con él, que era quien los había engendrado. La mano del capitán agarró su mentón con suavidad y lo giró para que volviese a mirarlo. Frente a frente de nuevo, los ojos negruzcos parecían excavar en los suyos, intentado desempolvar su gran tesoro oculto. Un pulgar navegó por su labio inferior, creando ondas en él como la estela de un barco.
—No obstante, olvidáis algo, pirata rebelde. —Hélène sonrió por el apodo. Edward bajó su torso hasta pegarlo al de ella. Miró la boca con deseo, siendo recorrida por su dedo. Quería morderla, chuparla, comérsela; pero antes que nada quería rozarla, sentirla junto a la suya. A pocas pulgadas, murmuró—: Un hombre enamorado —juntó sus labios y habló sobre ellos—: también sufre los mismos temores a ser conquistado. —Y la besó.
La esponjosidad fue lo primero que sorprendió a Hélène; la calidez vino después. Su boca permaneció quieta mientras era paladeada con tiento por la del inglés; pudo oler y saborear la cerveza en ella. Lo miró, habiendo entre sus miradas solo dos dedos de distancia, y comprobó que él también la observaba. Las comisuras de los ojos del capitán se arrugaron con picardía y Hélène sintió la punta de un diente morder su labio. Lo reprendió con un brillo conminatorio en sus ojos verdes, a lo que él respondió estirando los labios en una sonrisa perversa para después abarcar con ellos toda su boca. La lengua apenas comenzaba a rozarla cuando se oyeron risas y pasos acercándose. Se separaron unas pulgadas y se miraron en silencio.
Edward se apresuró a levantarse, sujetándola de las axilas y alzándola junto con él. Ambos se contemplaron por unos segundos, desnudos de cintura para abajo. Las voces se iban haciendo más nítidas. Volvió a arrodillarse y llevó sus manos a los calzones de la pirata, que se apiñaban en uno de los tobillos. Los desenredó y ahuecó para que ella pudiera meter la otra pierna.
Hélène receló de nuevo por aquel acto tan servil, pero se sujetó de uno de los hombros del capitán y se dejó vestir, como siempre le sucedía en presencia de él: se dejaba hacer.
Edward fue subiendo los calzones por las piernas y muslos hasta llegar a la cintura. Se irguió e intentó hacer el lazo que tanto le había costado deshacer; o más bien desgarrar. Unió los restos que habían quedado de su furor y volvió a colocarle la camisa sobre los hombros, ocultando el seno que tan buen sabor de boca le había dejado. Después de vestirla, le tocó el turno a él: recogió sus calzones y se los puso.
Los segundos transcurrían y ninguno hablaba, solo sus ojos lo hacían: pasto verde bajo cielo oscuro. Él fantaseaba con llevarla a una bonita casa y disfrutar de su compañía el resto de la noche. Ella jugaba con la idea de que no era un prisionero y así poder arrastrarlo hasta los aposentos de la casona.
—Buenas noches, pirata rebelde. Hoy también podréis dormir oliendo a mí…, igual que yo lo haré con vuestro sabor —dijo Edward a modo de despedida.
Hélène únicamente parpadeó con rapidez mientras lo observaba darse la vuelta y desaparecer entre la arboleda. Tomando la misma decisión pero en dirección contraria, caminó hacia la entrada del pueblo, y fue inevitable que su mente ardiera por el cúmulo de pensamientos que se vertieron sobre ella. Y no solo pensamientos, sino también estados de ánimo que fluctuaban desde la más mísera tristeza a una felicidad desbordante. Durante un paso, el capitán era un diablo disfrazado de hombre honrado que quería llevarla a los avernos de la sumisión; al siguiente, era un ángel que solo deseaba cuidarla y llenarla de dicha. Por las calles del poblado, eran los temores los que le decían que acabaría herida; por el sendero hacia la casona, eran las cosquillas las que le rogaban por más: más momentos como el que acababa de degustar, más palabras susurradas sobre sus labios, más conversaciones distendidas en las que cada uno aportaba su particular punto de vista hacia la vida; hablando, tocándose…, estando juntos.
Miedo contra deseo.
Interés frente a desconfianza.
Permanecer fiel a sus principios o dejarse llevar.
Debatiéndose aún entre la cara y la cruz, llegó a los primeros escalones de la casona que la llevarían a sus aposentos. Al pasar junto a las grandes puertas de la sala de reuniones, por un pequeño resquicio escuchó a su padre hablar con alguien. No tenía especial interés en lo que allí se debatía, por lo que siguió su camino hacia su alcoba, hasta que una de las palabras dichas por su padre la detuvo:
—El comodoro y el capitán valdrán la fortuna suficiente como para comprar la mitad de La Española.
El hombre que lo acompañaba rio estruendosamente y supo que se trataba de Charles. Se apostó tras la puerta e hizo lo que su padre tantas veces le había reprochado: escuchar conversaciones ajenas.
—¿Ha surtido efecto el engaño que has urdido contra “El Lobo”? —preguntó el pirata obeso.
—Con las primeras horas del alba, partirá hacia Guadalupe en busca del tesoro que el gobernador de la isla guarda con tanto recelo. Por muy astuto que sea, sigue siendo un ladrón, y como tal es incapaz de negarse a la obtención de una buena riqueza. Le he asegurado que yo me haré cargo de los cuidados que necesita el comodoro para terminar de sanar mientras él emprende el viaje, así que dejará en Tortuga a los dos prisioneros, lo que será de provecho para nosotros. Mañana, en cuanto bote su galeón, cogeremos al comodoro y al capitán y pondremos rumbo a Port Royal. No solo conseguiremos una gran suma de oro por llevarlos ante el gobernador de Jamaica, sino también una relación bilateral con el Imperio inglés que derivará en beneficios comerciales. ¡Todo son ventajas, mi querido Charles!
—No hay quien te supere en agudeza y mezquindad, canalla —lo alabó el pirata—. Pero los prisioneros se resistirán.
—Te dejaré a ti escoger el método de tortura si se rebelan —rio el comandante—. Sería mejor entregarlos de una sola pieza, pero no mermará nuestra ganancia si los devolvemos con una pierna, ojo o mano de menos.
Las risas inundaron la habitación, y la congoja lo hizo con el corazón de Hélène. La imagen del inglés con una extremidad siendo cortada a sangre fría, la acompañó hasta que las carcajadas cesaron. Entonces, la voz de Charles sonó seria:
—¿Qué le dirás a “El Lobo” cuando vuelva de Guadalupe y no encuentre a sus prisioneros? Tarde o temprano descubrirá que tú has orquestado todo esto, Paul. Es igual de desconfiado que sagaz. No creerá en la argucia que hayas ideado.
—Con suerte, no tendremos que preocuparnos por eso. —Hubo un silencio que Hélène interpretó como una pregunta no formulada por parte de Charles a causa del desconcierto que le habrían generado las palabras del comandante, quien prosiguió la conversación explicándose—: Desde que fondeó en Tortuga trayendo consigo a los prisioneros, “El Lobo” porta un reloj de bolsillo con él. Sabes que nuestro querido camarada no es hombre de alhajas, por lo que me lleva a pensar que algo se esconde tras ese objeto, tanto o más valioso que los ingleses, como para que no se desprenda de él. Quiero que reúnas a tus hombres y partáis hacia el archipiélago de Los siete hermanos. Esperad allí a que el galeón de “El Lobo” lo atraviese en su camino hacia Guadalupe y así poder sorprenderlos en una emboscada. Trae contigo el reloj y yo tendré ya preparado mi barco con los prisioneros para dirigirnos a Port Royal. El gobernador de Jamaica ya está enterado de mi llegada, pues no soy tan estúpido como para no pensar que la emboscada podría salir mal y, como consecuencia, ser el blanco de la furia de “El Lobo”. Si el cabrón intenta seguirme hasta Jamaica, la guardia inglesa lo estará esperando, y con ello no solo entregaré a dos altos mandos de la Marina Real, sino también a uno de los piratas más buscados por la Corona inglesa.
—Siempre que “El Lobo” no se adelante a tus propósitos y acabes muerto —lo advirtió Charles.
Jean Paul suspiró quedamente. —Ya he lucubrado esa posibilidad, viejo amigo, y lo único que me preocupa tras mi muerte es el bienestar de mi hija. Al menos, con la herencia que le dejo, sé que el oro no será un problema para ella. Pero el tiempo apremia, Charles. Avisa a tus hombres y partid hacia Los siete hermanos antes del alba. Yo sacaré a los prisioneros de la cabaña después de que El lobo español haya dejado Tortuga.
Hélène oyó pasos apresurados en la sala y caminó rápido hacia su alcoba. Una vez dentro y con la puerta cerrada, apoyó la espalda sobre ella y respiró atropelladamente por la nariz. Un aluvión de pensamientos e imágenes abordaron su mente del mismo modo que su tripulación hacía con cualquier barco enemigo: invadiéndola por varios flancos. Tuvo que echar mano de sus aptitudes como estratega para ubicarlas por orden de importancia.
Primero: su padre. Siempre supo que carecía de escrúpulos; algo que, en mayor o menor medida, había heredado de él, al igual que haría con su fortuna. Ahora comprendía aquella reunión en sus aposentos la noche anterior. Jean Paul sabía que jugando al gato y al ratón con “El Lobo”, cabía la posibilidad de ser atrapado bajo las fauces de este, dando como resultado su muerte. La conversación que tuvieron fue una despedida por lo que el destino pudiera guardarle. Y era consciente de que no había forma alguna de convencerlo para que desistiera de su propósito. Su padre era un pirata de ideas fijas, igual que ella.
Segundo: el inglés. Los prisioneros no eran más que monedas de cambio para “El Lobo” y el comandante; seres humanos intercambiables por bolsas repletas de oro que tanto uno como otro derrocharían en ron, desenfreno y jodiendas. Su padre no los mataría, ya que le convenía mantenerlos vivos si quería ver algo de ese oro. Pero estaba segura de que los ingleses sufrirían grandes heridas hasta su venta en Port Royal; heridas, quizá, permanentes para el resto de sus vidas. Las habladurías acerca de su padre tenían razón: era despiadado y desprovisto de honor hacia sus propios camaradas. Siempre pensó que la relación entre él y “El Lobo” estaba bien cimentada gracias a las encomiendas en las que se inmolaron durante los años que trabajaron juntos, atacando poblaciones del continente. Sin embargo, no debía olvidar que eran hombres de mar, asesinos, traidores a los que poco o nada importaba el bienestar ajeno, solo buscando perseguir el suyo propio. Bien lo sabía, pues ella era uno de ellos, igual de egoísta; lo que le llevaba a su conclusión final: ella misma.
Durante los años de su niñez había aprendido a defenderse, a tratar con canallas faltos de decencia y moral; había sabido encontrarse a sí misma en un mundo que siempre le puso obstáculos, a perfilar su personalidad e ideales. Se había creado una forma de vida que se amoldaba perfectamente a lo que la rodeaba, desechando aquello que no le era de interés y apoderándose de lo que sí lo era… El inglés…
La falta de sentimientos profundos hacia un hombre no había formado parte de esa vida que había construido, y la aturdía cuando reparaba en ello, llegando incluso a derrumbar parte de la coraza levantada como defensa. Los miedos habían evolucionado de tímidos a intensos, que solo parecían serenarse cuando él estaba presente: cuando le hablaba, cuando la tocaba, cuando sencillamente la miraba durante largos segundos mientras sonreía y acariciaba su cabello. Y por mucho que se negase a ello e intentase enmascarar su deseo con arrogancias y alardes de poderío —como el intento fallido de hacer ver al capitán que él no llevaba la voz cantante durante su encuentro de hacía apenas una hora—, la realidad era que lo quería.
Quería su olor.
Quería su sabor.
Quería sus manos sobre su piel.
Quería escuchar su voz, sentir sus caricias y su sudor sobre el suyo. Y lo que no quería era perder todo eso por unas cuantas monedas más aumentando su futura herencia.
Aún apoyada sobre la puerta de su alcoba, levantó la vista hacia la ventana, por la que se veía al alba desperezarse lenta pero sin pausa. Una sonrisa infame comenzó a perfilarse en sus labios y sus ojos brillaron con astucia e insidia. ¿No le había aconsejado su padre retirarse a La Maison para un tiempo de reflexión?
Bien, lo haría…, pero no partiría sola.