Siguen
aquí.
No se desvanecen. Diría incluso que se han incrementado; tanto los
miedos como el deseo.
Aunque…, el miedo no lo es en sí. Es… un aviso, una pequeña llamada
de atención que quiere mantenerme alerta, preparada para cualquier
desavenencia.
Por el contrario, el deseo sí que lo es. Pensé neciamente que sería mitigado una vez que saboreara al capitán, pero he errado estrepitosamente. No es el sabor de su esencia o el calor de su falo entre mis labios lo que permanece en mí, sino su forma de contemplarme: profunda, apasionada; sus caricias sobre mi piel: cálidas, arrulladoras.
El deseo empieza a ser algo más que un simple capricho…
Y llega a inquietarme, pues mis encuentros con otros hombres nunca han ido más allá de un mero disfrute personal, sin importarme sus apetitos y apaciguando solo los míos. Pero ayer, estando arrodillada y calada por el barro mientras lo saboreaba, no era mi goce el único que deseaba satisfacer. Quería que él se saciara tanto como yo, que se deshiciera entre mis labios y retuviera siempre en su mente aquel momento.
Ni siquiera durante mi primer contacto con un hombre tuve estos anhelos.
Recuerdo que acababa de cumplir los quince años. Mi padre volvía de una de las tantas empresas que emprendía para conseguir los mejores botines y seguir agrandado mi herencia. En aquella ocasión, no solo trajo consigo suculentas riquezas y una nueva arma para mí, sino también a un esclavo de veinte años que se había unido a su tripulación después de que esta arrasara con la galena en la que iba preso. Todos perecieron excepto él, por lo que mi padre decidió llevárselo. Unas manos jóvenes siempre serían útiles para su barco.
El muchacho era fuerte y robusto, y a aquellas edades, tanto su cuerpo como el mío experimentaban los primeros fervores del deseo por la carne. Ningún otro macho me había atraído tanto como él, por ello solía observarlo mientras trabajaba en las labores de limpieza de navíos o cuando disfrutábamos de los banquetes nocturnos en la playa.
Una de aquellas noches, después de haber comido y bebido hasta la saciedad, mi cuerpo pedía atiborrarse de otros placeres que no fueran alimento y líquido. Nunca antes había tenido contacto carnal con ningún hombre, aunque de la dinámica del acto sí que era consciente por las conversaciones que escuchaba de los piratas e indígenas a mi alrededor.
Hasta ese momento, no sabía qué buscaba cuando decidí perseguirlo hasta la orilla —lugar apartado al que solían ir los hombres a hacer de vientre u orinar—, pero el cosquilleo que encendía mi cuerpo me guiaba hacia lo desconocido, lo tentador. Me acerqué sigilosamente a él justo cuando bajaba sus calzones y cogía su miembro para disponerse a evacuar todo el alcohol ingerido durante la noche. Con quince años, ya había visto algunas de las vergas de los hombres que retozaban desnudos en las aguas de Tortuga o de los borrachos que apenas se sostenían en pie y regaban con su micción cada rincón de la isla. Sin embargo, jamás había contemplado una tan espectacular. Incluso a unos pies de distancia, la oscuridad de la piel era notoria por el gran grosor que la abarcaba.
Un gemido traicionero recorrió mi garganta y el joven se giró hacia mí. Guardando de nuevo aquel portento bajo sus calzones, se disculpó, pues bien sabía que yo era la adorada hija de su salvador; ventaja que aproveché. Estaba segura de que ninguna oposición obtendría por su parte respecto a todo lo que le pidiera u ordenara; y así fue. A lo largo de aquella noche exploré los placeres mundanos que todo cuerpo es capaz de ofrecer. Miedo, tentación y descubrimiento fueron mis acompañantes, y algo de dolor también, pero, por suerte, el joven esclavo cuidó bien de mí; cosa de la que yo no me preocupé después de aquel primer encuentro. Varios más tuvimos, solo cuando yo así los disponía, cuando mi cuerpo clamaba por ellos. No obstante, en cuanto mis deseos por el joven estuvieron satisfechos, rechacé cada uno de sus insistentes acercamientos y me dediqué a buscar nuevas conquistas, como buena pirata que era y sigo siendo.
Porque lo sigo siendo…
El capitán es solo una conquista más.
Solo una más entre tantas…
Solo… una más…
Hélène repitió en su mente las últimas palabras escritas: «Solo una más… Solo una más…», queriendo hacerse eco de ellas y así asegurarse de que eso era lo que realmente sentía. Una llamada a la puerta de su alcoba la alejó de su convencimiento impuesto.
—¿Sí?
—Soy yo, hija.
—Enseguida abro, padre.
Hélène se levantó y se apresuró a cubrir su cuerpo con un camisón de seda color marfil que había obtenido en uno de sus tantos abordajes a barcos mercantes. Se dirigió a la puerta y la abrió, saludando a su padre al mismo tiempo que lo dejaba entrar.
—Siento importunarte a estas horas, hija.
—Tú nunca serás importuno, padre —le aseguró, señalándole una de las sillas que rodeaban una mesa redonda situada justo al lado de una pequeña alacena. Jean Paul se sentó mientras ella abría el mueble y sacaba una botella de ron pesado. El gusto del comandante por aquella bebida siempre estaba presente en Hélène, por ello guardaba una botella con la que acompañar las escasas ocasiones en las que su padre la visitaba en sus aposentos.
—Varios hombres de la cofradía, Charles y yo, tenemos previsto salir hacia Port Royal dentro de dos días —le comentó el comandante, una vez que hubo saboreado el primer trago de ron.
—¿Vais a poner en marcha esa empresa que me hará aún más rica de lo que ya soy? —preguntó sonriente, bebiendo a la par que su padre.
—Si todo sale según nuestros designios, podrías ir pensando en abandonar esta vida de pillaje.
—¿Por qué debería abandonarla? Tú no lo has hecho —dijo Hélène, extrañada por la sugerencia.
Jean Paul miró a su hija con rostro paternal. Se levantó y caminó hacia la ventana, desde la que se podía contemplar el mar a lo lejos. Observando la playa con la mirada ausente, habló:
—¿Nunca has pensado en formar una familia?
Aquella pregunta la desconcertó. Su padre jamás se había preocupado por su vida más allá de saber únicamente cómo habían ido sus viajes y abordajes en la mar. Y lo agradecía en sumo grado, pues no deseaba tener como progenitor a una persona cortada por la misma tijera que el latifundista Damarque. Jean Paul Lamoine siempre fue un hombre adelantado a su tiempo, dándole a Hélène —a una mujer, a su hija— capacidad decisión desde que tuvo uso de razón.
—No entra en mis planes actuales —indicó con cierto malestar.
—¿Y en los futuros? —El comandante aún oteaba el horizonte tras la ventana, sin dirigirle la mirada.
—Papá —comenzó Hélène, usando el apelativo con el que conseguía todo lo que se proponía con él—, ¿por qué me haces estas preguntas? —Se detuvo un instante y reflexionó—. ¡Por los dioses benditos! ¿Estás orquestando mi casamiento con un viejo acaudalado? ¡Por favor, dime que esa no es la empresa que tienes dispuesta! —exclamó, casi suplicante.
Su padre se giró, la miró con asombro y comenzó a reír.
—Mi niña… —dijo con rostro y voz amable—. Mi dulce niña… ¿Cómo puedes siquiera imaginar que haría algo de ese calibre? Es más, por mucho que insistiera, hace años que no tengo ningún poder sobre ti.
Hélène siguió observándolo con el ceño fruncido, no estando segura de que sus palabras fueran ciertas del todo.
—Entonces, ¿cuál es el motivo de esta charla?
Jean Paul le regaló una sonrisa tierna y se sentó de nuevo junto a ella. Comenzó a hacer girar la copa de ron entre sus manos, apoyadas sobre la mesa.
—Echo de menos a tu madre.
Hélène lo miró, sin mostrar ánimo alguno en su semblante. Solo en dos ocasiones lo había escuchado mentar a su madre: cuando tenía tres años y preguntó por primera vez dónde estaba ella, y una noche en la que él estaba más embriagado de lo habitual y le confesó que jamás entregaría el amor que le profesó a ninguna otra hembra.
—Beber los vientos por una mujer, por la mujer adecuada, es uno de los mejores presentes que esta vida puede hacerte, Hélène. —Sus dedos seguían girando la copa—. Y si esos vientos son correspondidos, aún mayor es el regalo.
—Padre…, ¿qué estás tratando de decirme? —insistió, más confundida aún.
El comandante la contempló con ojos firmes.
—No consientas que la avaricia y el poder corrompan tu juventud, hija. No dejes que pasen los años y solo te crees un futuro a base de riquezas. Si no tienes con quién compartirlas ni a quién dejárselas, llegará un momento en que ni el mayor de los tesoros te colmará. Mi codicia y egoísmo hicieron que no pensara en el delicado estado de tu madre y me embarcara con ella en cinta en un viaje que duró más de lo previsto. Si hubiera tenido los cuidados necesarios, si hubiéramos estado en tierra, no habría perecido durante el parto… y aún seguiría aquí.
Hélène lo dejó hablar, sin saber exactamente qué quería transmitirle. Sabía que la muerte de su madre era un tema nunca abordado por él debido al profundo daño que le produjo. Algunos hombres de su padre le contaron años más tarde que la actitud del comandante se había vuelto huraña y oscura tras la ausencia de su mujer, tanto que incluso comenzó a utilizar siniestros métodos de tortura con las tripulaciones a las que saqueaba. Urdía engaños contra sus propios camaradas, dejando atrás el honor y la confianza, y se adueñaba de los tesoros robados sin llevar a cabo un reparto equitativo, como estipulaban las Chartíes Partíes y las normas por las que se regía La Cofradía de la Hermandad de la Costa, de la que ahora era dirigente.
Para Hélène, sin embargo, era el hombre que siempre la aconsejaba, quien la dejó escoger su destino, quien la tenía presente cuando se aventuraba en la mar y regresaba con nuevas armas como regalo, quien la enseñó a combatir y a reponerse cuando era derrotada. Su padre, al fin y al cabo.
—Mi afán por dejarte una buena herencia —continuó el comandante— persigue el propósito de que vivas cómodamente sin la necesidad de buscar la muerte cada vez que emprendes viaje.
—Padre… —Hélène soltó una risa suave—, no me ha ido mal hasta ahora, y no solo es riqueza lo que persigo; bien deberías saberlo. Yo, al igual que tú y muchos de los que abrazamos en su día la piratería, buscamos emociones, pasiones que solo esta forma de vivir es capaz de darnos. Sé que muchos otros lo han hecho porque la vida y la sociedad no les han permitido otra elección. Pero yo sí la tuve, y ya escogí en su momento el camino a seguir. Y, a día de hoy, no siento deseos de desviarme del sendero.
—La cuestión no es tener alternativas. La cuestión, mi niña —Jean Paul extendió su brazo sobre la mesa y arropó la mano de Hélène entre la suya—, es saber elegir la correcta. —Ambos se miraron en silencio—. Jamás he puesto trabas a tus decisiones.
—Lo sé, padre, y eso me hace preguntarme por qué decides ponerlas ahora.
—No es una orden. —El comandante le ofreció una sonrisa cariñosa—. Es un consejo de padre a hija. Si algún día engendras, entenderás mi postura. —Se levantó, dio el último trago a su ron y se encaminó hacia la puerta—. Haz ese viaje a La Maison; te vendrá bien un tiempo de reflexión.
Con un deslizamiento suave, cerró la puerta y dejó a Hélène sola en la habitación, preguntándose si no habría algo más que una simple charla padre a hija detrás de aquellas confesiones y consejos.