3

CARACTERÍSTICAS DE UNA RELACIÓN DE AYUDA

Desde hace mucho tiempo tengo la convicción —para algunos la obsesión— de que la relación terapéutica es sólo un tipo particular de relación personal y que todas las relaciones de esa índole son gobernadas por las mismas leyes. Éste fue el tema que escogí cuando se me invitó a participar de la convención de la American Personnel and Guidance Association (Asociación Norteamericana de Personal y Asesoramiento) en St. Louis en 1958.

En este trabajo resulta evidente la dicotomía entre lo objetivo y lo subjetivo, que representa un aspecto fundamental de mi experiencia durante años recientes. Encuentro muy arduo el intento de presentar un estudio completamente objetivo, o bien totalmente subjetivo. Prefiero reunir ambos mundos en estrecha yuxtaposición, aunque no sea posible conciliarlos por completo.

Mi interés por la psicoterapia me ha llevado a interesarme por todo tipo de relación de ayuda. Con estos términos quiero significar toda relación en la que al menos una de las partes intenta promover en el otro el desarrollo, la maduración y la capacidad de funcionar mejor y enfrentar la vida de manera más adecuada. El otro, en este contexto, puede ser un individuo o un grupo. En otras palabras, podríamos definir la relación de ayuda diciendo que es aquélla en la que uno de los participantes intenta hacer surgir, de una o ambas partes, una mejor apreciación y expresión de los recursos latentes del individuo, y un uso más funcional de éstos.

Ahora es evidente que esta definición abarca una amplia variedad de relaciones cuyo objetivo consiste por lo general en facilitar el desarrollo. Por ejemplo, incluye la relación entre padres e hijos, o la que existe entre el médico y su paciente. La relación docente-alumno cabe también en esta definición, aunque muchos docentes no cuentan entre sus objetivos el de promover el desarrollo de sus discípulos. Comprende también casi todas las relaciones asesor-cliente, tanto en la esfera educacional como profesional o personal. En este último campo, incluiría la amplia gama de relaciones entre el psicoterapeuta y el psicótico hospitalizado, el terapeuta y el individuo alterado o neurótico, y la relación entre el terapeuta y el creciente número de individuos llamados «normales» que inician la terapia para mejorar su propio funcionamiento o acelerar su desarrollo personal.

Éstas son, en general, relaciones de dos miembros. Pero también deberíamos pensar en la gran cantidad de interacciones individuo-grupo que intentan ser relaciones de ayuda. Algunos administradores desearían que su relación con sus grupos de subordinados sea de naturaleza tal que pueda promover el desarrollo de éstos; sin duda alguna, no todos los administradores comparten la misma opinión. En este punto cabe mencionar también la interacción entre el líder y su grupo de terapia o la que existe entre el asesor de una comunidad y esta última considerada como grupo. En la actualidad, se pretende cada vez con mayor frecuencia que la relación entre el asesor industrial y un grupo ejecutivo sea de ayuda. Quizás esta enumeración permita comprender con claridad que un gran número de las relaciones en que participamos pertenece a esta categoría de interacciones, cuyo propósito consiste en promover el desarrollo y un funcionamiento más maduro y adecuado.

La pregunta

¿Cuáles son las características de las relaciones que efectivamente ayudan y facilitan el desarrollo? Y desde otro punto de vista, ¿es posible discernir las características que hacen que una relación sea nociva, aun cuando se pretenda con toda sinceridad fomentar el crecimiento y desarrollo? En busca de respuestas, en especial a la primera pregunta, quisiera conducir al lector por algunas de las rutas que he explorado, para luego exponer lo que actualmente pienso sobre el tema.

LAS RESPUESTAS PROPORCIONADAS POR LA INVESTIGACIÓN

Es lógico preguntarse, en primer lugar, si existen investigaciones empíricas que puedan darnos una respuesta objetiva a estas preguntas. Hasta ahora no se han llevado a cabo muchas investigaciones en este terreno, pero las que existen son sugestivas y estimulantes. No puedo describirlas todas, pero quisiera presentar una muestra relativamente amplia de los estudios que se han realizado, y enunciar en pocas palabras algunos de los hallazgos. Al hacerlo es imposible evitar la simplificación excesiva, y no ignoro que soy injusto con las investigaciones que menciono; sin embargo, quizá logre transmitir al lector la sensación de que se han hecho avances reales, con lo cual quizá despertaré su curiosidad lo suficiente como para que se sienta impulsado a revisar los estudios personalmente, si aún no lo ha hecho.

Estudios de actitudes

La mayoría de los estudios arrojan cierta luz sobre las actitudes que, de parte de la persona que ayuda, hacen que una relación estimule o inhiba el desarrollo. Consideraremos algunos de estos trabajos.

Hace algunos años, Baldwin y sus colaboradores1 llevaron a cabo en el Instituto Fels un cuidadoso estudio de las relaciones entre padres e hijos, que contiene pruebas interesantes. Entre los diversos tipos de actitudes parentales hacia los niños, las «permisivas-democráticas» son, al parecer, las que más facilitan el desarrollo. Los hijos de padres que tenían actitudes cálidas y equitativas demostraron un desarrollo intelectual acelerado —determinado por el incremento de C. I.— y manifestaron más originalidad, seguridad emocional y control, y menor excitabilidad que los niños procedentes de otros tipos de hogares. Si bien la iniciación de su desarrollo social fue lenta, al alcanzar la edad escolar eran líderes populares, amistosos y no agresivos.

Cuando las actitudes parentales se clasifican como «de rechazo activo» los niños manifiestan un desarrollo intelectual ligeramente demorado, un empleo poco variado de las habilidades que poseen y cierta falta de originalidad. Son inestables desde el punto de vista emocional, rebeldes, agresivos y peleadores. Los hijos de parejas con otros síndromes de actitud tienden a situarse en grado variable entre estos dos extremos.

Sin duda alguna, estos hallazgos relacionados con el desarrollo infantil no nos sorprenden. Sin embargo, quisiera sugerir que quizás sean igualmente aplicables a otras relaciones, y que el asesor, el médico o el administrador que se comporta de manera expresiva y afectuosa, que se muestra respetuoso de su individualidad y de la del otro y cuida de las personas que se hallan a su cargo sin ser posesivo, facilita la autorrealización de la misma manera que los padres.

Me ocuparé ahora de otro estudio minucioso realizado en un campo diferente. Whitehom y Betz 2 y 18, investigaron el éxito logrado por jóvenes médicos residentes que trataron a pacientes esquizofrénicos en un servicio de psiquiatría. Seleccionaron, para un estudio especial, a los siete médicos que habían obtenido los éxitos más sobresalientes, y a otros siete cuyos pacientes sólo habían acusado una ligera mejoría. Cada grupo había tratado aproximadamente a cincuenta pacientes. Los investigadores examinaron todos los elementos de juicio accesibles, con el objeto de descubrir las diferencias entre los grupos A (exitoso) y B. Hallaron varias diferencias significativas. Los médicos del grupo A tendían a considerar al esquizofrénico desde el punto de vista del sentido personal que las diversas conductas del paciente tenían para él mismo, y no a enfocarlo como una historia clínica, o un diagnóstico descriptivo. Por otra parte, solían orientar su trabajo hada objetivos que tenían en cuenta la personalidad del paciente, y no hacia metas tales como reducir los síntomas o curar la enfermedad. Se descubrió que los médicos más eficientes otorgaban prioridad, en su interacción diaria, a la participación personal activa, es decir, procuraban establecer una relación de persona a persona. Empleaban menos procedimientos que podrían clasificarse como “aceptación incondicional pasiva”, u otros, tales como la interpretación, instrucción o consejo y no asignaban importancia al cuidado práctico del paciente. Por último,, en comparación con el grupo B, eran mucho más capaces de desarrollar una relación en la que el paciente sintiera fe y confianza en el médico.

Aunque los autores advierten cautelosamente que estos hallazgos se relacionan sólo con el tratamiento de esquizofrénicos, me siento inclinado a discrepar con ellos, puesto que sospecho que la investigación de cualquier tipo de relación de ayuda revelaría hechos similares.

Otro estudio muy interesante analiza la manera en que la persona que recibe ayuda percibe la relación. Heine11 estudió a un grupo de individuos que habían pedido tratamiento psicoterapéutico a psicoanalistas, terapeutas centrados en el cliente y terapeutas adlerianos. Independientemente del tipo de terapia, estos clientes advirtieron cambios semejantes en su persona. Pero lo que ahora nos interesa es sobre todo su percepción de la relación. Al ser interrogados acerca de lo que, a su juicio, explicaba los cambios ocurridos, expresaron diversas opiniones, según la orientación de su terapeuta. Pero lo más significativo fue el consenso que manifestaron en lo referente a cuáles habían sido los principales elementos que les habían resultado de ayuda. En su opinión, las siguientes actitudes observadas en la relación explicaban los cambios operados: la confianza que habían sentido en el terapeuta, la comprensión por parte de este último y la sensación dé independencia con que habían adoptado sus decisiones y elecciones. El procedimiento terapéutico que consideraban más útil consistió en que el terapeuta había aclarado y manifestado abiertamente algunos sentimientos que el cliente sólo percibía en sí mismo de manera confusa y vacilante.

Cualquiera que hubiera sido la orientación de su terapeuta, los clientes también coincidieron en gran medida con respecto a los elementos que habían resultado inútiles en su relación. Las actitudes del terapeuta tales como la falta de interés, el distanciamiento y la simpatía exagerada fueron consideradas de escasa utilidad. En lo que se refiere a los procedimientos, manifestaron que tampoco les habían resultado útiles los consejos específicos y directos del terapeuta acerca de sus propias decisiones, y señalaron que también les disgustaba que éste se ocupara de historias pasadas y no de problemas actuales. Las sugerencias de orientación presentadas de manera moderada fueron percibidas como algo neutral: ni del todo útiles ni completamente inútiles.

Fiedler, en un estudio que suele citarse con mucha frecuencia7, descubrió que los terapeutas expertos, aun cuando pertenecieran a orientaciones distintas, establecían relaciones muy similares con sus clientes. Los elementos que caracterizan a estas relaciones y las diferencias de las que desarrollan los terapeutas menos experimentados, no son muy conocidos. Tales elementos son: la capacidad de comprender los significados y sentimientos del cliente, la sensibilidad hacia sus actitudes, y un interés cálido pero exento de un compromiso emocional exagerado.

Un estudio de Quinn14 arroja alguna luz sobre lo que implica la comprensión de los significados y sentimientos del cliente. Los resultados de su estudio son sorprendentes porque demuestran que «comprender» los significados del cliente supone esencialmente una actitud de querer comprender. El material de Quinn sólo consistía en aserciones del terapeuta grabadas durante las entrevistas. Los jurados ignoraban a qué respondía el terapeuta y cuál era la reacción del cliente a su respuesta; sin embargo, se vio que el grado de comprensión logrado se podía evaluar con igual acierto a partir de este material aislado y de la respuesta en su contexto. Esto parece una prueba bastante concluyente de que lo que se transmite es una actitud de querer comprender.

En cuanto a la cualidad emocional de la relación, Seeman16 halló que en la psicoterapia el éxito está asociado con el creciente agrado y respeto mutuo que surge entre el cliente y el terapeuta.

Un interesante estudio de Dittes4 pone de manifiesto lo delicada que puede ser esta relación. Empleando un parámetro fisiológico, el reflejo psicogalvánico (rpg), para medir las reacciones de ansiedad, de sentirse amenazado o de estar alerta del cliente, Dittes correlacionó las desviaciones de esta medida con la evaluación que otro terapeuta hacía del grado de aceptación cálida e incondicional por parte del terapeuta investigado. Se observó que cada vez que las actitudes del terapeuta variaban aunque fuera ligeramente hacia un grado menor de aceptación, el número de desviaciones rpg abruptas aumentaba significativamente. Sin duda, cuando la relación es vivida como menos aceptada, el organismo se prepara a afrontar una amenaza, aun en el nivel fisiológico.

Sin pretender integrar por completo los resultados de estos diversos estudios, al menos podemos mencionar algunos elementos significativos. Uno de ellos es el hecho de que lo importante son las actitudes y sentimientos del terapeuta, y no su orientación teórica: sus procedimientos y técnicas revisten menor importancia que sus actitudes. También merece señalarse el hecho de que, para el cliente, la diferencia reside en la manera en que las actitudes y procedimientos del terapeuta son percibidos, y que esta percepción es fundamental.

Relaciones «fabricadas»

Nos ocuparemos ahora de otro tipo de investigaciones, que algunos lectores pueden considerar no pertinentes, pero que, sin embargo, se bailan vinculadas con la naturaleza de una relación de ayuda. Estos estudios se refieren a lo que podemos denominar «relaciones fabricadas».

Verplanck17, Greenspoon8 y sus colaboradores han demostrado que en una relación es posible lograr un condicionamiento operante de la conducta verbal. En otras palabras, si el experimentador dice «Ajá», o «Bien», o asiente con la cabeza después de cierto tipo de palabras o afirmaciones, esas clases de palabras quedan reforzadas y su número tiende a aumentar. Mediante el empleo de tales procedimientos se ha comprobado la posibilidad de incrementar la frecuencia con que aparecen diversas categorías verbales, tales como sustantivos plurales, manifestaciones hostiles o expresiones de opiniones personales. El sujeto permanece completamente ajeno al fenómeno y no advierte la influencia de los reforzadores utilizados. Esto implica que por medio de un refuerzo selectivo podemos lograr que el otro miembro de la relación emplee una determinada clase de palabras y formule cualquier tipo de afirmaciones que hayamos decidido reforzar.

Adentrándose aun más en los principios del condicionamiento operante tal como fueron desarrollados por Skinner y su grupo, Lindsley12 ha demostrado que un esquizofrénico crónico puede entrar en una «relación de ayuda» con una máquina. Esta última, similar a cualquier otra máquina expendedora, puede regularse de manera tal que recompense diversos tipos de conducta. Al principio sólo recompensa —con dulces, con un cigarrillo, o con la aparición de una figura— la actitud del paciente consistente en empujar una palanca; pero es posible disponerla de modo tal que, al empujar la palanca repetidas veces, un gatito hambriento —visible en un compartimiento separado— reciba una gota de leche. En este caso la satisfacción es altruista. En la actualidad, se están desarrollando experimentos similares en los que se recompensan conductas sociales o altruistas dirigidas a otro paciente, que se halla en un cuarto contiguo. El único límite de los tipos de conducta recompensables reside en el grado de originalidad mecánica del experimentador.

Lindsley informa que en algunos pacientes se ha observado una considerable mejoría clínica. En lo que a mí respecta, no puedo evitar sentirme impresionado por la descripción de un paciente que pasó de un estado crónico muy deteriorado, a gozar del privilegio de deambular libremente, y cuyo cambio se debió a su interacción con la máquina. Llegado a este punto, el investigador decidió estudiar la extinción experimental. Esto significa, en términos más personales, que la máquina es regulada de manera tal que, aun empujando la palanca miles de veces, no se obtiene recompensa alguna. Al comprobar esto, el paciente regresó gradualmente, se volvió desaliñado y poco comunicativo, hasta que hubo que retirarle los privilegios que se le habían concedido. A mi juicio, este hecho lamentable indica que, aun cuando se trata de una máquina, la confianza es condición fundamental del éxito de la relación.

Harlow y sus colaboradores10 están realizando otro interesante estudio sobre una relación artificial, esta vez en monos. Los pequeños monitos, separados de su madre casi en el momento de nacer, son enfrentados a dos objetos en una fase del experimento. Uno de ellos, podría denominarse «madre dura», es un cilindro de tela de alambre con una tetina mediante la cual el bebé puede alimentarse. El otro es una «madre suave», un cilindro similar al anterior pero hecho con espuma de goma y recubierto de felpa. Aun cuando un monito reciba todo su alimento de la «madre dura» se puede comprobar que siente una preferencia creciente por la «madre suave». Mediante películas fue posible observar que se «relaciona» con este objeto, jugando y disfrutando con él, que encuentra seguridad al aferrarse a él cuando hay objetos extraños cerca y que emplea esta seguridad como punto de partida para aventurarse en el mundo amenazador. Entre las muchas deducciones interesantes y promisorias de este estudio, hay una que parece razonablemente clara: cualquiera que sea la cantidad de alimento que el niño reciba, nada puede reemplazar a ciertas cualidades percibidas que parece necesitar y desear.

Dos estudios recientes

Permítaseme concluir esta muestra amplia —y quizá sorprendente— con el resumen de dos investigaciones muy recientes. La primera es un experimento llevado a cabo por Ends y Page5. Trabajaron durante sesenta días con alcohólicos crónicos empedernidos internados en un hospital y ensayaron con ellos tres métodos diferentes de psicoterapia grupal. El método que consideraban más eficaz era un terapia basada en una teoría del aprendizaje de dos factores; en segundo término confiaban en un enfoque centrado en el cliente, y, por último, esperaban obtener los resultados menos exitosos de un enfoque con orientación psicoanalítica. Sus experimentos demostraron que la terapia basada en la teoría del aprendizaje no sólo no era útil, sino que incluso llegó a ser perniciosa, puesto que los resultados obtenidos con ella fueron inferiores a los del grupo control, que no había recibido tratamiento alguno. La terapia con orientación analítica logró algunas adquisiciones positivas, en tanto que el grupo centrado en el cliente fue el que acusó el mayor número de cambios positivos. Los datos posteriores, que abarcan un período de más de un año y medio, confirmaron los hallazgos de la internación: la mejoría más duradera se observó en el grupo tratado según el enfoque centrado en el cliente; en segundo término, en el que recibió tratamiento analítico; luego en el grupo control, y por último, en el que había sido tratado con una terapia basada en la teoría del aprendizaje.

Al rever este estudio, cuyo rasgo más original reside en el hecho de que el método en que los autores cifraban sus esperanzas resultó el menos eficaz, creo haber descubierto una clave en la descripción de la terapia basada en la teoría del aprendizaje13. Esta consistía en a) señalar y nombrar las conductas que habían demostrado ser insatisfactorias, b) explorar objetivamente con el cliente las razones ocultas tras estas conductas, y c) establecer hábitos más útiles por medio de la reeducación. No obstante, en esta interacción el propósito de los autores consistía, según sus propias manifestaciones, en ser impersonal. El terapeuta procura que «sólo haya un mínimo de intromisión de su propia personalidad, para lo cual se esfuerza todo lo humanamente posible». El terapeuta trata de «conservar el anonimato en sus actividades; es decir, debe evitar impresionar al paciente con las características de su propia personalidad individual». A mi juicio, ésta es quizá la explicación del fracaso de este enfoque, tal como se observa al interpretar los hechos a la luz de otros hallazgos de investigación. Reprimirse como persona y tratar al otro como un objeto son actitudes que no parecen brindar grandes posibilidades de ayuda.

El último estudio que deseo mencionar aún no ha sido concluido, y su autora es Halkides9. Esta investigadora partió de una proposición teórica que formulé con respecto a las condiciones necesarias y suficientes para el cambio terapéutico15. Ella postula la existencia de una relación significativa entre el grado de modificación constructiva de la personalidad del cliente y cuatro variables del asesor: a) el grado de comprensión empática del cliente expresado por el asesor, b) el grado de actitud afectiva positiva (respeto positivo e incondicional) manifestado por el asesor hacia el cliente, c) el grado de sinceridad del asesor y la medida en que sus palabras corresponden a su propio sentimiento interno, y d) el grado en que el componente de expresión afectiva de la respuesta del asesor concuerda con la expresión del cliente.

Con el objeto de investigar estas hipótesis, Halkides seleccionó, según múltiples criterios objetivos, un grupo de diez casos que podían clasificarse como «muy exitosos» y otro del mismo número de casos, catalogables como «muy poco exitosos». Luego comparó entrevistas grabadas al comienzo de la terapia con otras de épocas posteriores, y de cada una de ellas seleccionó al azar nueve unidades de interacción cliente-asesor —manifestación del cliente y respuesta del asesor—. De esta manera reunió en cada caso nueve interacciones tempranas y otras tantas más tardías, lo cual representaba varios cientos de unidades que entremezcló al azar. Al caso de este proceso, las unidades de una entrevista temprana de un caso fallido podían estar seguidas de las unidades de una entrevista tardía de un caso exitoso, etcétera.

Este material fue escuchado por tres jueces en cuatro oportunidades diferentes. Estos evaluadores desconocían los casos y sus resultados, así como la fuente de la que procedían las unidades. Calificaron cada unidad según una escala de siete puntos, en relación con el grado de empatía, la actitud positiva del asesor hacia el cliente, la coherencia o sinceridad del asesor y el grado en que la respuesta de este último se equiparaba a la intensidad emocional de la expresión del cliente.

Pienso que todos los que conocíamos el estudio lo considerábamos una aventura temeraria. ¿Cómo podrían los jurados, por el simple hecho de escuchar unidades aisladas de interacción, pronunciarse seriamente acerca de cualidades tan sutiles como las mencionadas? Y aun si fuera posible lograr la precisión adecuada, ¿era licito pretender relacionar dieciocho intercambios asesor-cliente de cada caso —una muestra mínima de los cientos de miles de intercambios que ocurrieron en cada uno de ellos— con el resultado terapéutico? Las posibilidades de éxito parecían muy escasas.

Sin embargo, los hallazgos fueron sorprendentes. Los juicios emitidos por los evaluadores resultaron muy confiables, puesto que, exceptuando la última variable, la mayor parte de las correlaciones entre ellos cayó en el rango de 0,80 o 0,90. Se observó que un grado elevado de comprensión empática se asociaba significativamente en los casos más exitosos, en el nivel de probabilidad 0,001. De manera análoga, un grado elevado de respeto positivo e incondicional se hallaba asociado con tales casos, también en el nivel 0,001. Aun la evaluación de la sinceridad o congruencia del asesor —es decir, el grado de correspondencia existente entre sus palabras y sus sentimientos— se relacionó con el resultado positivo del caso, nuevamente en el nivel de significación 0,001. Los resultados sólo fueron ambiguos con respecto a la correlación entre las intensidades de expresión afectiva.

También es interesante señalar que las calificaciones altas de estas variables no se asociaban más significativamente con las unidades de interacción de entrevistas tardías que con las entrevistas tempranas. Esto significa que las actitudes de los asesores se mantuvieron bastante constantes en el transcurso del tratamiento. Si un asesor era capaz de lograr un elevado grado de empatía, tal capacidad se manifestaba desde el comienzo hasta el fin. Si le faltaba sinceridad, esto se verificaba tanto en las entrevistas tempranas como en las tardías.

Esta investigación, como cualquier otra, tiene sus limitaciones. Se refiere a un cierto tipo de relación de ayuda, la psicoterapia, e investigó sólo cuatro variables que se juzgaron significativas. Quizás existan muchas otras; sin embargo, representa un significativo avance en el estudio de las relaciones de ayuda. Quisiera enunciar los hallazgos de manera breve y simple: esta investigación parece indicar que la calidad de la interacción entre el asesor y el cliente puede ser evaluada satisfactoriamente sobre la base de una muestra muy pequeña de su comportamiento. También revela que si el asesor es coherente, de manera tal que sus palabras concuerden con sus sentimientos; si manifiesta una aceptación incondicional por el cliente y comprende los sentimientos esenciales de este último tal como él los ve, entonces existe una gran probabilidad de lograr una relación de ayuda efectiva.

Algunos comentarios

Acabamos de mencionar varios estudios que arrojan cierta luz sobre la naturaleza de la relación de ayuda e investigan diversos aspectos del problema, enfocándolo desde contextos teóricos distintos y empleando métodos diferentes que no permiten compararlos directamente. Sin embargo, imposible extraer de ellos algunas conclusiones que pueden formularse con cierta seguridad. Parece evidente que las relaciones de ayuda tienen características que las distinguen de las que no lo son. Las características diferenciales se relacionan sobre todo con las actitudes de la persona que ayuda, por una parte, y con la percepción de la relación por parte del «ayudado», por la otra. Asimismo, queda claro que los estudios realizados hasta ahora no nos proporcionan respuestas definitivas sobre la naturaleza de la relación de ayuda, ni sobre el mecanismo mediante el cual se establece.

¿Cómo puedo crear una relación de ayuda?

Pienso que todos los que trabajamos en el campo de las relaciones humanas enfrentamos el mismo problema respecto de la manera en que deseamos emplear los conocimientos adquiridos. No podemos atenernos incondicionalmente a esos hallazgos, pues corremos el riesgo de destruir las cualidades personales cuyo inmenso valor demuestran esos estudios. En mi opinión, debemos usarlos como parámetro para evaluar nuestra propia experiencia y luego formular hipótesis personales, que serán usadas y examinadas en nuestras relaciones posteriores.

No deseo indicar el modo en que han de emplearse los hallazgos que he presentado. Prefiero señalar el tipo de preguntas que me sugieren estos estudios y mi propia experiencia clínica y mencionar algunas de las hipótesis provisionales que guían mi comportamiento cuando establezco relaciones que intentan ser de ayuda, ya sea con estudiantes, subordinados, familiares o clientes. He aquí algunas de estas preguntas y consideraciones:

1. ¿Cómo puedo ser para que el otro me perciba como una persona digna de fe, coherente y segura, en sentido profundo? Tanto la investigación como la experiencia indican que esto es muy importante, y en el transcurso de los años he descubierto respuestas más adecuadas y profundas a este interrogante. En una época pensé que si cumplía todas las condiciones externas de la confiabilidad —respetar los horarios, respetar la naturaleza confidencial de las entrevistas, etcétera— y mantenía una actuación uniforme durante las entrevistas, lograría ese objetivo. Pero la experiencia me demostró que cuando una actitud externa incondicional está acompañada por sentimientos de aburrimiento, escepticismo o rechazo, al cabo de un tiempo es percibida como inconsecuente o poco merecedora de confianza. He llegado a comprender que ganar la confianza del otro no exige una rígida estabilidad, sino que supone ser sincero y auténtico. He escogido el término «coherente» para describir la manera de ser que me gustaría lograr. Esto significa que debo poder advertir cualquier sentimiento o actitud que experimento en cada momento. Cuando esta condición se cumple, soy una persona unificada o integrada, y por consiguiente puedo ser tal como soy en lo profundo de mí mismo. Ésta es la realidad que inspira confianza a los demás.

2. Una pregunta íntimamente relacionada con la anterior es: ¿Puedo ser lo suficientemente expresivo, como persona, de manera tal que pueda comunicar lo que soy sin ambigüedades? Pienso que la mayoría de los fracasos en mis intentos de lograr una relación de ayuda pueden explicarse por el hecho de no haber podido hallar respuestas satisfactorias a estas dos preguntas. Cuando experimento un sentimiento de aburrimiento o fastidio hacia otra persona sin advertirlo, mi comunicación contiene mensajes contradictorios. Mis palabras transmiten un mensaje, pero por vías más sutiles comunico el fastidio que siento; esto confunde a la otra persona y le inspira desconfianza, aunque ella tampoco advierta el origen de la dificultad. Cuando como padre, terapeuta, docente o ejecutivo no logro percibir lo que ocurre en mí mismo a causa de una actitud defensiva, no consigo hacer conscientes mis propios sentimientos, sobreviene el fracaso antes mencionado. Estos hechos me han llevado a pensar que la enseñanza fundamental para alguien que espera establecer cualquier tipo de relación de ayuda consiste en recordarle que lo más seguro es ser absolutamente auténtico. Si en una relación determinada soy coherente en una medida razonable, si ni yo ni el otro ocultamos sentimientos importantes para la relación, no cabe duda de que podremos establecer una adecuada relación de ayuda.

Una manera de expresar esto, que quizá parezca extraña al lector, es la siguiente: si puedo crear una relación de ayuda conmigo mismo —es decir, si puedo percibir mis propios sentimientos y aceptarlos—, probablemente lograré establecer una relación de ayuda con otra persona.

Ahora bien, aceptarme y mostrarme a la otra persona tal como soy es una de las tareas más arduas, que casi nunca puede lograrse por completo. Pero ha sido muy gratificante advertir que ésta es mi tarea, puesto que me ha permitido descubrir los defectos existentes en las relaciones que se vuelven difíciles y reencaminarlas por una senda constructiva. Ello significa que si debo facilitar el desarrollo personal de los que se relacionan conmigo, yo también debo desarrollarme, y si bien esto es a menudo doloroso también es enriquecedor.

3. Una tercera pregunta es: ¿Puedo permitirme experimentar actitudes positivas hacia esta otra persona: actitudes de calidez, cuidado, agrado, interés, respeto? Esto es fácil. Suelo advertir en mí, y a menudo también en otros, un cierto temor ante esos sentimientos. Tememos que si nos permitimos experimentar tales sentimientos hacia otras personas, nos veamos atrapados por ellas. Podrían plantearnos exigencias o bien decepcionamos, y naturalmente no deseamos correr esos riesgos. En consecuencia, reaccionamos tratando de poner distancia entre nosotros y los demás, y creamos un alejamiento, una postura «profesional», una relación impersonal.

Estoy convencido de que una de las razones principales para profesionalizar cualquier campo de trabajo consiste en que esto ayuda a mantener la distancia. En el ámbito clínico desarrollamos diagnósticos elaborados en los que consideramos a la persona un objeto. En la docencia y en la administración empleamos todo tipo de procedimientos de evaluación, en los que la persona también es percibida como un objeto. De esta manera, a mi juicio, logramos protegemos de los sentimientos de solicitud y cuidado que existirían si reconociéramos que la relación se plantea entre dos personas. Nos sentimos realmente satisfechos cuando descubrimos, en ciertas relaciones o en determinadas oportunidades, que sentir y relacionamos con el otro como persona hacia la que experimentamos sentimientos positivos no es de manera alguna perjudicial.

4. Otra pregunta cuya importancia he podido comprobar por mi propia experiencia es: ¿Puedo ser suficientemente fuerte como persona como para distinguirme del otro? ¿Puedo respetar con firmeza mis propios sentimientos y necesidades, tanto como los del otro? ¿Soy dueño de mis sentimientos y capaz de expresarlos como algo que me pertenece y que es diferente de los sentimientos del otro? ¿Es mi individualidad lo bastante fuerte como para no sentirme abatido por su depresión, atemorizado por su miedo, o absorbido por su dependencia? ¿Soy íntimamente fuerte y capaz de comprender que su furia no me destruirá, su necesidad de dependencia no me someterá, ni su amor me sojuzgará, y que existo independientemente de él, con mis propios sentimientos y derechos? Cuando logro sentir con libertad la capacidad de ser una persona independiente, descubro que puedo comprender y aceptar al otro con mayor profundidad, porque no temo perderme a mí mismo.

5. Esta pregunta guarda una estrecha relación con la anterior. ¿Estoy suficientemente seguro de mí mismo como para admitir la individualidad del otro? ¿Puedo permitirle ser lo que es: honesto o falso, infantil o adulto, desesperado o pleno de confianza? ¿Puedo otorgarle la libertad de ser? ¿O siento que el otro debería seguir mi consejo, depender de mí en alguna medida o bien tomarme como modelo? En relación con esto, recuerdo un breve e interesante estudio de Farson6, en el que este autor demostró que el asesor menos adaptado y competente tiende a inducir una adecuación a su propia personalidad y procura que sus clientes lo tomen como modelo. En cambio, el asesor más competente y adaptado puede interactuar con un cliente durante muchas entrevistas sin interferir la libertad de éste de desarrollar una personalidad muy diferente de la de su terapeuta. Sin Viuda alguna, es preferible pertenecer a este último grupo, tanto sea como padre, supervisor o asesor.

6. Otra pregunta que me planteo es: ¿Puedo permitirme penetrar plenamente en el mundo de los sentimientos y significados personales del otro y verlos tal como él los ve? ¿Puedo ingresar en su mundo privado de manera tan plena que pierda todo deseo de evaluarlo o juzgarlo? ¿Puedo entrar en ese mundo con una delicadeza que me permita moverme libremente y sin destruir significados que para él revisten un carácter precioso? ¿Puedo sentirlo intuitivamente de un modo tal que me sea posible captar no sólo los significados de su experiencia que él ya conoce, sino también aquellos que se hallan latentes o que él percibe de manera velada y confusa? ¿Puedo extender esta comprensión hacia todas las direcciones, sin límite alguno? Pienso en el cliente que una vez dijo: «Cuando encuentro alguien que sólo comprende de mí una parte, por vez, sé que llegaremos a un punto en que dejará de comprender… lo que siempre he buscado es alguien a quien comprender».

Por mi parte, me resulta más fácil lograr este tipo de comprensión y comunicarlo cuando se trata de clientes individuales y no de estudiantes en clase o miembros del personal o de algún grupo con el que estoy relacionado. Existe una poderosa tentación de «corregir» a los alumnos, o de señalar a un empleado los errores de su modo de pensar. Pero cuando en estas situaciones me permito comprender, la gratificación es mutua. Con mis clientes, a menudo me impresiona el hecho de que un mínimo grado de comprensión empática —un intento tosco y aun fallido de captar La confusa complejidad de su significado— puede significar una ayuda; aunque no cabe duda de que la mayor utilidad se logra cuando puedo ver y plantear con claridad los significados de su experiencia que han permanecido oscuros y encubiertos para él.

7. Otro problema se relaciona con mi capacidad de aceptar cada uno de los aspectos que la otra persona me presenta. ¿Puedo aceptarlo tal cual es? ¿Puedo comunicarle esta actitud? ¿O puedo recibirlo sólo de manera condicional, aceptando algunos aspectos de sus sentimientos y rechazando otros abierta y disimuladamente? Según mi experiencia, cuando mi actitud es condicional, la otra persona no puede cambiar o desarrollarse en los aspectos que no soy capaz de aceptar. Cuando más tarde —a veces demasiado tarde— trato de descubrir las razones por las que he sido incapaz de aceptarlo en todos sus aspectos, suelo descubrir que ello se debió a que me sentía temeroso o amenazado por alguno de sus sentimientos. Si deseo brindar mejor ayuda, antes debo desarrollar y aceptar esos aspectos en mi.

8. La siguiente pregunta se relaciona con un tema eminentemente práctico. ¿Puedo comportarme en la relación con la delicadeza necesaria como para que mi conducta no sea sentida como una amenaza? El trabajo que en la actualidad estamos llevando a cabo con el objeto de estudiar los concomitantes fisiológicos de la psicoterapia confirma la investigación de Dittes acerca de la facilidad con que los individuos se sienten amenazados en el nivel fisiológico. El reflejo psicogalvánico —medida de la conductividad de la piel— sufre una brusca depresión cuando el terapeuta responde con alguna palabra apenas más intensa que los sentimientos del cliente. Ante una frase como «¡Caramba, se lo ve muy alterado!» la aguja parece saltar fuera del papel. Mi deseo de evitar tales amenazas no se debe a una hipersensibilidad con respecto al cliente. Simplemente obedece a la convicción, basada en la experiencia, de que si puedo liberarlo tanto como sea posible de las amenazas externas, podrá comenzar a experimentar y ocuparse de los sentimientos y conflictos internos que representan fuentes de amenazas.

9. El siguiente interrogante representa un aspecto especifico e importante de la pregunta precedente: ¿Puedo liberar al cliente de la amenaza de evaluación externa? En casi todas las fases de nuestra vida —en el hogar, la escuela, el trabajo— estamos sujetos a las recompensas y castigos impuestos por los juicios externos. «Está bien»; «Eres desobediente»; «Esto merece un diez»; «Aquello merece un aplazo»; «Eso es buen asesoramiento»; «Aquello es mal asesoramiento». Este tipo de juicios forma parte de nuestra vida, desde la infancia hasta la vejez. Pienso que tienen cierta utilidad social en instituciones y organizaciones tales como escuelas y profesiones. Como las demás personas, me sorprendo haciendo tales evaluaciones con demasiada frecuencia. Sin embargo, según mi experiencia, esos juicios de valor no estimulan el desarrollo personal; por consiguiente no creo que deban formar parte de una relación de ayuda. Curiosamente, una evaluación positiva resulta, en última instancia, tan amenazadora como una negativa, puesto que decir a alguien que es bueno implica también el derecho a decirle que es malo. En consecuencia, he llegado a sentir que cuanto más libre de juicios y evaluaciones pueda mantener una relación, tanto más fácil resultará a la otra persona alcanzar un punto en el que pueda comprender que el foco de la evaluación y el centro de la responsabilidad residen en sí mismo, que sólo a él concierne, y no habrá juicio externo capaz de modificar esta convicción. Por esta razón quiero lograr relaciones en El significado y valor de esta experiencia es, en definitiva, algo las que no me sorprenda evaluando al otro, ni siquiera en mis propios sentimientos. Pienso que esto le da la libertad de ser una persona responsable de sus propios actos.

10. Veamos una última pregunta: ¿Puedo enfrentar a este otro individuo como una persona que está en proceso de transformarse o me veré limitado por mi pasado y el suyo? Si en mi contacto con él lo trato como a un niño inmaduro, un estudiante ignorante, una personalidad neurótica o un psicópata, cada uno de estos conceptos que aporto a la relación limita lo que él puede ser en ella. Martín Buber, el filósofo existencialista de la Universidad de Jerusalén, tiene una frase —«confirmar al otro»— que reviste gran significado para mí. Dice: «Confirmar significa… aceptar la total potencialidad del otro… Puedo reconocer en él, conocer en él a la persona que ha sido… creada para transformarse… Lo confirmo en mí mismo, y luego en él, en relación con esta potencialidad que… ahora puede desarrollarse, evolucionar»3. Si considero a la otra persona como a alguien estático, ya diagnosticado y clasificado, ya modelado por su pasado, contribuyo a confirmar esta hipótesis limitada. Si, en cambio, lo acepto como un proceso de transformación lo ayudo a confirmar y realizar sus potencialidades.

En este punto, me parece que Verplanck, Lindsley y Skinner, que estudian el condicionamiento operante, se unen a Buber, el filósofo y el místico. Al menos se unen en principio, de una manera extraña. Si en una relación sólo veo una oportunidad de reforzar ciertos tipos de palabras u opiniones del otro, tiendo a confirmarlo como objeto: un objeto básicamente mecánico y manipulable. Si esto constituye para mí su potencialidad, el otro tenderá a actuar de maneras que corroboren esa hipótesis. Si, por el contrario, veo en la relación una oportunidad de «reforzar» todo lo que la otra persona es, con todas sus potencialidades existentes, ella tenderá a actuar de maneras que confirmen esta hipótesis. Entonces, según el término empleado por Buber, lo habrá confirmado como persona viviente, capaz de un desarrollo creativo inmanente. Personalmente prefiero este último tipo de hipótesis.

Conclusión

Al comienzo de este capítulo analicé algunas de las contribuciones que la investigación aporta a nuestro conocimiento de las relaciones. Esforzándome por tener presentes esos conocimientos, consideré luego las preguntas que surgen, desde un punto de vista interno y subjetivo, cuando ingreso como persona en una relación. Si pudiera responder afirmativamente a todas las preguntas que he planteado, no habría duda de que todas las relaciones en que participo serían relaciones de ayuda y estimularían el desarrollo. Sin embargo, no estoy en condiciones de dar una respuesta afirmativa a la mayoría de estas preguntas. Sólo puedo hacer esfuerzos orientados hacia el logro de una respuesta positiva.

Eso ha despertado en mí la sospecha de que la relación de ayuda óptima sólo puede ser creada por un individuo psicológicamente maduro. Dicho de otra manera, mi capacidad de crear relaciones que faciliten el desarrollo de otros como personas independientes es una función del desarrollo logrado por mí mismo. En ciertos aspectos éste es un pensamiento inquietante, pero también promisorio y alentador, pues implica que si deseo crear relaciones de ayuda tengo una ocupación interesante por el resto de mis días, que acrecienta y actualiza mis potencialidades en el sentido del desarrollo.

No puedo evitar la desagradable idea de que quizá lo que he resuelto para mí en este trabajo pueda tener poca relación con los intereses y ocupaciones del lector. Lamentaría que así fuese. Me queda el consuelo parcial de saber que todos los que trabajamos en el campo de las relaciones humanas e intentamos comprender la armonía existente en él, estamos comprometidos en la empresa más importante del mundo moderno. Si nos esforzamos seriamente por comprender nuestra labor como administradores, docentes, asesores educacionales o vocacionales o bien como psicoterapeutas, entonces estaremos trabajando sobre el problema que determinará el futuro de este planeta. Porque el futuro no depende de las ciencias físicas, sino de los que procuramos comprender las interacciones entre los seres humanos y crear relaciones de ayuda. Tengo la esperanza de que las preguntas que hoy me formulo ayuden al lector a adquirir mayor comprensión y perspectiva en sus propios esfuerzos por facilitar el desarrollo en sus relaciones.

REFERENCIAS

1. Baldwin, A. L. , J, Kalhom y F. H. Breese. «Patterns of parent behavior», en Psychol. Monogr., 1945, 58, N.9 268, págs. 1-75.

2. Betz, B. J. y J. C. Whitehom: «The relationship of the therapist to the outcome of therapy in schizophrenia», en Psychiat. Research Reports N.5. Research Techniques in Schizophrenia. Washington, D. C., American Psychiatric Association. 1956, págs. 89-117.

3. Buber, M. y C. Rogers: «Transcription of dialogue held April 18. 1957». Ann Arbor, Mich., manuscrito inédito.

4. Dittes, J. E.: «Galvanic skin response as a measure of patient’s reaction to therapist’s permissiveness», en /. Abnorm. & Soc. Psychol., 1957, 55, págs. 295-303.

5. Ends, E. J. y C. W. Page: «A study of three types of group psychotherapy with hospitalized male inebriates», en Quar. /. Stud. Alcohol, 1957, 18, págs. 263-277.

6. Farson, R. E.: «Introjection in the psychotherapeutic relationship», disertación inédita, Universidad de Chicago. 1955.

7. Fiedler, F. E.; «Quantitative studies on the role of therapists feelings toward their patients», en Mowrer, O. H. (comp.): Psychotherapy: Theory and Research. Nueva York, Ronald Press, 1953, cap. 12.

8. Greenspoon, S.: «The reinforcing effect of two spoken sounds on the frequency of two responses», en Amer. 7. Psychol., 1955, 68, págs. 409-416.

9. Halkides, G.: «An experimental study of four conditions necessary for therapeutic change», disertación inédita, Universidad de Chicago, 1958.

10. Harlow, H. F.: «The nature of love», en Amer. Psychol., 1958, 13, págs. 673-685.

11. Heine, R. W.: «A comparison of patients reports on psychotherapeutic experience with psychoanalytic, nondirective, and Adlerian therapists», disertación inédita, Universidad de Chicago, 1950.

12. Lindsley, O. R.: «Operant conditioning methods applied to research in chronic schizophrenia», en Psychiat. Research Reports N.9 5. Research Techniques in Schizophrenia. Washington, D. C., American Psychiatric Association, 1956, págs. 118-153.

13. Page, C. W. y E. J. Ends: «A review and synthesis of the literature suggesting a psychotherapeutic technique based on two-factor learning theory», manuscrito inédito prestado al autor.

14. Quinn, R. D.: «Psychotherapists’ expressions as an index to the quality of early therapeutic relationships», disertación inédita, Universidad de Chicago, 1950.

15. Rogers, C. R.: «The necessary and sufficient conditions of psychotherapeutic personality change», en 7. Consult. Psychol1957, 21, págs. 95-103.

16. Seeman, J.: «Counselor judgments of therapeutic process and outcome», en Rogers. C. R. y R. F. Dymond (comps.): Psychotherapy and Personality Change. University of Chicago Press, 1954, cap. 7.

17. Verplanck, W. S.: «The control of the content of conversation: reinforcement of statements of opinion», en 7. Abnorm. dc Soc. Psychol., 1955, 51, págs. 668-676.

18. Whitehom, J. C. y B. J. Betz: «A study of psychotherapeutic relationships between physicians and schizophrenic patients», en Amer. 7. Psychiat.. 1954. 111, págs. 121-311.