Capítulo XX
—Todo marcha bien —dijo Percy Bowling, sentado en su café favorito, en compañía de Jim, unos días después de su regreso de Belgrado—. Le he dado una lección. Mañana verá usted el anuncio eléctrico encendido: «Pensión Bowling». Ya no dice una palabra cuando salgo a media mañana, como ahora. No me levanto hasta las ocho y media. Ahora que recuerdo, ¿ya les sirven el desayuno? El muchacho nuevo es algo calmoso. Digan lo que quieran, pero yo iba con más rapidez.
Dio una chupada al cigarro que había encendido, estirándose su chaleco a listas, de fantasía. Llevaba también zapatos blancos y pantalones blancos de franela, habiéndose convertido en algo parecido a un elegante.
—Y manejo bastante dinero de ella. ¿Sabe usted? Mi esposa es una mujer muy inteligente. Posee dos tiendas y algunas casas y está sacando bonitos beneficios de la pensión. Me da el cinco por ciento… está muy bien hoy día, de forma que he consentido en que utilice mi dinero… ¿No le parece bien? —preguntó Bowling—. Cuando se tiene dinero que…
—Cuando se tiene dinero está uno más preocupado que cuando no lo tiene —dijo Jim con tono firme—. Antes, nunca lo hubiese creído, pero ahora sí. Hay algo en el dinero que hace presa en nosotros. Cambia a una persona, logra que uno sienta temor de que le ocurra algo malo. El prójimo nos trata de otra forma. Acostumbraba a echarme a reír cuando mi madre decía que era la base de todo lo diabólico. ¡Pero veo que estaba en lo cierto! —exclamó Jim.
—¡Palabra que le ha sentado mal! Pero hay mucho que discutir en lo que ha dicho usted! ¡Si lo sabré yo! —dijo Bowling—. Cuando me vi en posesión de mi pequeña fortuna…
—Debo regresar —dijo Jim levantándose.
Llamó al camarero, pagando la cuenta.
—¿Acaso sus preocupaciones se deben a su esposa? —preguntó Bowling, al salir del café.
—¡En absoluto! —repuso Jim con firmeza, resentido de la curiosidad que mostraba Bowling.
Pero Betty era la causa de ello, a pesar de su negativa. En aquel momento se encontraría en algún sitio divirtiéndose, después de haberse puesto el sombrero, al finalizar una escena que tuvo lugar entre los dos. Waddle y Tibi con poco tacto habían dicho algo sobre una excursión que proyectaban por el Danubio, hasta Varna, en el Mar Negro. Era una excursión maravillosa y no resultaba muy cara. ¿Por qué no podían gastar un poco más de su capital?, preguntó Betty. Era una oportunidad que se les presentaba una vez durante todo su vida. Pero él estaba decidido. Debían hallarse en Inglaterra la próxima semana. Había que hacerse cargo de la tienda.
—Detesto la idea de la tienda. No quiero una tienda. ¡Ya me esperan suficientes cosas en que ocuparme! —gritó Betty.
—¡Pero si fue idea tuya!
—Bueno, he cambiado de pensamiento.
—¿A qué propones que nos dediquemos para ganarnos la vida, suponiendo que logremos deshacernos del compromiso de comprar la tienda? —preguntó Jim exasperado.
—Ya saldrá algo mejor. ¡Nunca irás a ninguna parte porque no tienes el sentimiento de la aventura! Eres demasiado cauteloso y no llegarás a ser nadie —declaró Betty.
Aquella desagradable discusión proseguía. Ella estaba obsesionada con la idea de la aventura. Finalmente le dijo que definitivamente se marcharían el próximo martes.
—¡Pues te irás tú solo! —gritó Betty con aire de reto.
—Te dejaré que vengas en automóvil con Zarin, ¿verdad? —preguntó Jim.
Se le escapó antes de que pudiese contenerse. Nunca tuvo la menor intención de decir nada relativo a la aventura del Balaton, que llegó a oídos suyos de una manera curiosa.
Betty se volvió hacia él vivamente, con cara sorprendida.
—¡Oh…! ¿De modo que alguien te ha hecho confidencias? ¡Y tú le has escuchado con atención! —gritó furiosa.
—Chiquilla mía, ¿no te das cuenta de que este lugar te está subiendo a la cabeza? En vez de ser felices…
Betty cogió el sombrero, poniéndoselo.
—Regresaré cuando hayas recobrado el dominio de ti mismo —dijo con aire desdeñoso.
Un momento después la puerta se cerraba con estrépito tras ella. Estaba sentado, completamente absorto, con la cabeza entre las manos, cuando Bowling vino a su habitación, sugiriéndole ir a echar un trago. En aquel momento, camino de la pensión, preguntose si Betty habría regresado ya.
La habitación estaba desierta. Había llegado correo. Reconoció la escritura de su hermana en un sobre. Llevaba un sello de correo aéreo. La abrió.
Querido Jim:
He vacilado mucho antes de decírtelo para no echarte a perder tu luna de miel, pero mamá hace ya una semana que no se encuentra muy bien. Hace dos días que enfermó gravemente. La metí en cama y mandé llamar al médico. La pasada noche la llevaron al hospital. Creo que debieras venir lo antes posible. Saludos a Lizzie.
Nellie
P.S. —Creen que es apendicitis. Seguramente la operarán mañana.
Leyó la carta dos veces, aturdido. Miró la fecha de la misma. Había sido echada al buzón a primera hora del martes. Estaban a miércoles. Podía llegar a casa al día siguiente en avión. Pero no era posible. Betty no querría volar. Tomó el horario de trenes, viendo que el Orient Express salía el jueves a las diez para llegar a Londres a las cuatro y media del viernes por la tarde. Era la mejor combinación.
Subió al piso superior, encontrando a Waddle, al cual envió a poner un telegrama. Al bajar a su habitación Betty ya había regresado.
—¡Betty! —dijo él con calma.
—Jim, no seamos estúpidos… no pongas esa cara tan trágica, querido.
Deslizose en sus brazos y le besó.
—Lo siento… no debemos continuar así, Jim querido… pero es que se está tan bien aquí… Ser libre, ver la vida…
Se interrumpió, mirándole agudamente.
—Jim, no pondrás esa cara por el solo hecho de que no pueda soportar el pensamiento de regresar a casa —gritó ella, sonriéndole.
—He recibido una carta, Betty, sobre mamá. Léela —dijo dándosela.
Ella la leyó lentamente y a continuación le miró.
—¡Pobre Jim, de modo que esta es tu preocupación! ¡Qué horrible! Bueno, no podríamos hacer nada, absolutamente nada, aunque nos marchásemos en seguida. A estas horas la habrán operado ya.
—Salimos en seguida… mañana a primera hora —dijo Jim.
—¡Por la mañana! —repitió Betty—. Pero si nos marchásemos el martes, Jim, como habíamos planeado…
—¿Estás loca? ¿No te das cuenta de que mi madre está a las puertas de la muerte? ¿Crees que permanecería aquí una hora más de lo necesario? ¡Dios mío, Betty, no te comprendo! En el momento en que mi pobre madre… —gritó Jim apasionado.
—¡Vamos; no te horrorices! No puedes hacer nada. Nos marcharemos el martes, claro está, aunque sea acortando nuestra luna de miel. ¡Tenía muchas ganas de visitar Venecia, pero…!
Jim miró a su esposa, sintiendo que en aquel momento la odiaba. Era calculadora, cruel y egoísta. Se sintió ultrajado. Experimentó una oleada de cólera, producto de la acumulación de cien nimiedades, a punto de estallar. Pero con un supremo esfuerzo dominose. Su boca tembló y pudo percibir que un sudor frío invadía su frente. Algo en sus ojos aterró a Betty por un momento. Entonces, con un rápido movimiento, avanzó hacia él y echándole los brazos al cuello le besó.
—Nos iremos mañana por la mañana —dijo él fríamente apartando la cara.
—Sí, Jim —repuso ella con calma, besándole nuevamente.
Se habían despedido de todo el mundo, habían hecho las maletas, pagado la cuenta y desayunado. El equipaje estaba en el vestíbulo. Hacía una hermosa y soleada mañana, como todas las que vivieron en aquella hospitalaria ciudad. Habían recibido un ramo de flores de Madame Bowling y una caja de bombones de Tibi. Waddle les acompañaría a la estación, donde Tibi se uniría a ellos. La pasada noche cenaron con Herr Gollwitzer, el cual estaría en Londres en octubre para dirigir unos conciertos. Tomó las medidas necesarias para que pudiesen verse allí.
—Ustedes nunca, nunca deben salir de mi vida. Es algo que jamás olvidaré —dijo frotándose las manos. Se mostraba muy receloso de su etapa de viaje a través de Alemania—. Si supiesen lo que han hecho ustedes por mí —dijo Gollwitzer—, a lo mejor…
—¡Oh! No se preocupe, Herr Gollwitzer —repuso Jim riendo—. El bebé ha desaparecido ya del pasaporte… no tienen pruebas.
Gollwitzer agitó lentamente la cabeza.
—No se fíen. Les deseo buena suerte —dijo.
Jim consultó en aquel momento su reloj. Faltaba todavía una hora. Betty había salido para hacer algunas compras. Tenía tiempo de afeitarse en la barbería de la esquina. Su última hoja había resultado malísima aquella mañana. Se puso el sombrero y salió. Sobre la puerta mecíase la nueva muestra eléctrica: «Pensión Bowling». Tal como Bowling había hecho observar, el cambio fue cosa fácil, ya que su nombre tenía la misma cantidad de letras.
Jim anduvo por las empedradas calles en dirección a la peluquería frecuentada por Bowling, el cual había dicho que era diez filler más barata que las tiendas de la avenida. Se sentía feliz; regresaba a su casa. Se preguntó si ya habrían operado a su madre. Betty le aseguró que hoy día las operaciones de apendicitis no tienen importancia. Pero la edad de su madre complicaba las cosas.
Regresó veinte minutos después. Eran las nueve y diez. Saldrían a las nueve y media, ya que le disgustaba tener que ir con prisas a la estación. Siempre le habían hecho correr las demás personas; y quería dar el ejemplo. Al regresar a su habitación se sorprendió al comprobar que Betty no había vuelto aún. Ella tenía la costumbre de hacer las cosas precipitadamente, en el último minuto.
Jim se sentó, pero sentíase inquieto y excitado. Waddle bajaría de un momento a otro. Abrió la pitillera, y en aquel momento su mirada se posó en un sobre depositado en la mesa, con su nombre escrito. Era letra de Betty.
Se levantó, abriéndolo con el corazón palpitante y leyendo la escueta nota que contenía:
Querido Jim:
Es inútil. No puedo volver a nuestra antigua e incolora vida. Debo vivir. Olvida y perdóname si puedes. Estarás mejor sin mí.
Betty
Un poco antes de las nueve y media Waddle bajó, llamando a la puerta de los Brown. Al no obtener respuesta, abrió suavemente, asomando la cabeza. Vio a Jim, sentado en una silla, con la cara oculta entre las manos, sollozando silenciosamente.
—¿Su madre? ¡Oh, pobre muchacho! —dijo, avanzando hacia él y poniendo la mano sobre su hombro.
—No… no es mi madre —dijo Jim con voz ahogada—. Se trata de mi esposa, Betty, lea esto.
Con la cabeza inclinada, entregó la nota a Waddle, el cual la leyó.
—Muchacho… yo… yo… —balbució Waddle.
Alguien llamaba a la puerta. Waddle vaciló unos momentos y a continuación dirigiose hacia ella, apareciendo Bowling sumamente excitado.
—Oiga… ¿acaso alguien ha cogido alguna maleta? Acabo de conseguir un taxi y solamente hay dos maletas en el vestíbulo. Bajé tres y una sombrerera… y no las encuentro por ninguna parte.
—Oh… oh… bueno… —dijo Waddle, vacilando ante el excitado Bowling—. Vuelva nuevamente al vestíbulo… Ya lo averiguaré.
—El taxi está esperando. ¡Es muy raro! Estoy seguro de que…
—Sí, sí —dijo Waddle—. Ya lo averiguaremos.
Cerró la puerta y miró a Jim, que se había levantado.
—Ya lo oí —dijo este con calma.
Sacó un pañuelo, sonándose, frotose los ojos y a continuación tomó su sombrero y su impermeable.
—¿Qué hace? —preguntó Waddle sin aliento.
—¿Qué hago? Me marcho —repuso Jim con voz dura—. El taxi está esperando, ¿no?
—Pero… pero… —empezó Waddle.
—No hay tiempo que perder —dijo Jim secamente y salió de la habitación pasando por su lado.
La expresión de su cara impuso silencio a Waddle.