Capítulo XV
Transcurrió otra semana volando, absortos en visitar los lugares interesantes. Matany estaba siempre buscando nuevas distracciones para Jim y Betty. Vieron muy poco a Waddle, el cual por las mañanas llamaba a su puerta, cambiando unas palabras y excusándose, y desaparecía nuevamente. En ocasiones garabateaba una nota, dándoles cita en algún café, adonde invariablemente llegaba con retraso, empezando a escribir cartas mientras charlaba.
El Congreso, según sus manifestaciones, había tenido un gran éxito. Estaban proyectando celebrar otro en Nueva Orleáns, un Congreso Panamericano de Danza Popular.
—Tengo ganas de ir a Luisiana. Me han dicho que allí quedan interesantes vestigios de las danzas francesas. ¡Imaginen qué lazo entre las naciones! Llegan hasta el extremo de darse las manos a través del Atlántico —dijo, poniendo azúcar en el café—. ¡Ah, queridos! He conocido a un delegado mejicano, hombre muy interesante, que está especializado en el antiguo reino de los mayas y que ha investigado todas sus danzas rituales. ¡Muy sangrientas, pero harto interesantes! Se les supone una raza que habitaba la perdida Atlántida… ¿Comprenden? Esto sí que sería un lazo… ¡un lazo de danza popular a través del Atlántico, desde el antiguo al nuevo mundo!
Comieron nuevamente en casa de Herr Gollwitzer, al cual hallaron muy excitado. Apenas recordaba su inglés mientras intentaba explicarles lo que había sucedido. Hans, su apreciado criado, había logrado salir de Austria, reuniéndose con él. Hans sirvió la mesa; era un robusto muchacho tirolés, que adivinaba todos los deseos de Gollwitzer.
—Ya me encuentro otra vez en casa, con Hans y mi pequeño Friedl. Queridos amigos, gracias a ustedes —dijo Gollwitzer.
—En realidad, se lo debe usted al conde Matany y a Mr. Waddle —dijo Betty.
—Ach… No les olvido. Nein! Debo la vida a Herr Graf. Y al bondadoso Herr Waddle. Ja! Buenos amigos, todos son buenos amigos —dijo Gollwitzer emocionado.
Estuvieron en la piscina de la Isla Margarita, una isla del Danubio que comunicaba con Buda y Pest por medio de un puente. Se sentaron en una piscina circular de agua caliente sulfurosa, cuyos asientos formaban círculos concéntricos, con agua cada vez más caliente a medida que se acercaba uno al manantial central. Cenaron al lado de la gran piscina y se dieron un chapuzón en las olas artificiales. Habían comido en la terraza del gran Hotel San Gellert, nadando en su piscina azul con arcadas romanas y persas de mármol, detrás de la cual se erguía una terraza-jardín por el costado escarpado.
Los baños de Budapeset parecían interminables. Visitaron también los de Szechenyi, y Matani llevó a Jim a varios baños turcos, provitos de cúpulas al antiguo estilo. Hicieron una excursión en automóvil a la cumbre del Janos-Hegy, con su torre y su restaurante. Desde allí contemplaron las infinitas montañas del horizonte. A la luz del crepúsculo creyeron divisar el alto Tatra y la tenue silueta de los Cárpatos. Al ponerse el sol, la gran llanura tomó un tinte rojizo, transformándose en color malva y azul intenso, y las ventanas y tejados de Pest quedaron teñidos con su resplandor.
Una mañana en que Mr. Bowling permaneció más tiempo de lo acostumbrado en su habitación de la Pensión Balaton, les contó su historia, diciéndoles cómo, después de hacer efectiva su póliza de vida y fastidiado de sus familiares, había decidido darles esquinazo y marchar a ver mundo. Tenía la intención de visitar las pirámides, escogiendo Atenas como primera etapa, pero habiendo sido invitado a detenerse en Budapest por una encantadora viuda que conoció en el tren, no se había movido de allí desde entonces. Al cabo de un mes contrajo matrimonio con la viuda.
—Ahora, nunca veré Egipto, ni Atenas… Yo mismo me he clavado la puntilla —dijo con aire abatido—. Claro está que mi mujer es muy inteligente. Lleva muy bien la pensión. Pero yo casi nunca salgo. Como que no puedo hacer las compras, es ella la que sale. Y siempre está visitando amistades… de modo que me veo obligado a quedarme en la pensión. En Derby disponía de ciertas horas regulares… ¡pero aquí!
Extendió los brazos con gesto de desesperación.
—¿Por qué no dice a su esposa que debe disponer de algunas horas libres para salir? —le preguntó Jim.
—¿Decírselo? —exclamó Mr. Bowling—. ¿Decírselo a mi mujer? No debiera confesárselo… pero mi mujer tiene un genio terrible, Mr. Brown. Detesto las escenas. Recuerdo que una vez…
El relato de su hazaña fue interrumpido por la repentina entrada de Waddle.
—Bueno… no debo entretenerles —dijo Bowling, sonriendo melancólicamente al retirarse.
Waddle, como de costumbre, estaba excitado. ¿Sabían ya lo que había en perspectiva?
—¿Un Congreso de Danza Popular en Tokio? —preguntó Jim con recelo.
—No; acabo de hablar con Tibi por teléfono. Queridos, es algo sencillamente maravilloso, será una experiencia única. La madre de Tibi les ha invitado a Tiszatardos. Ya se lo dirá Tibi personalmente. Estoy muy contento. Verán la verdadera vida húngara.
—Yo creía que ya la habíamos visto —dijo Jim—. La cabeza nos da vueltas.
—¡Oh, esto no son más que falsedades! Créanme, esto no es lo verdadero. Ahora visitarán la Puszta, la llanura Hortobagy… verán las grandes manadas, los csikos, la verdadera vida campesina. Algo completamente feudal, queridos. Me he alojado a menudo en Tiszatardos, al sur de Tokay. Les gustará mucho. La condesa es una anciana muy simpática.
—¿Quién? —preguntó Betty.
—La condesa Matany. La madre de Tibi. Es polaca, muy aficionada a la música y muy culta. Bueno —dijo Waddle—. Ahora debo marcharme. He de comer con el corresponsal de The Times… ¡Es de la máxima importancia que hagan un buen reportaje de lo que se ha celebrado aquí!
Cuando Waddle salió, comentaron sus noticias.
—Realmente no tengo muchas ganas de ir —dijo Jim.
—¿Cómo? No sé por qué razón… Creo que será una magnífica experiencia —dijo ella.
—No… Creo que salimos de nuestra esfera. Matany y Zarin han sido verdaderamente muy amables con nosotros… pero no pertenecemos a su clase —dijo Jim—. No me gusta aceptar nada sabiendo que no podré pagarlo.
—¡Qué tontería! —replicó Betty vivamente—. Disfrutan con nosotros. Y si te refieres a esto, no me encuentro bajo ningún concepto desplazada, a excepción de su dinero.
—Sin tener en cuenta el dinero, hay un gran abismo —dijo Jim con calma—. El otro día pagué una ronda de bebidas que me costó el salario de una semana. No me importa, pero no debemos perder la cabeza. No es un mundo apropiado para una camarera y un mozo de estación.
Ella le lanzó una colérica mirada, con las mejillas sonrojadas.
—¡Gracias por habérmelo recordado! —dijo.
—Bueno. ¿Acaso no es así realmente? —preguntó Jim, golpeando su cigarrillo.
—Quizá lo seas tú, pero yo no —replicó Betty.
Él la miró con sonrisa divertida.
—¿Qué quieres decir exactamente con eso, querida? —preguntó.
—Nada más que su significado.
—Bueno, no discutiremos por tan poca cosa.
—No tengo intención de discutir, Jim. Hay algo que debieras saber. No soy la mujer ordinaria que imaginas.
—Nunca me pasó por la cabeza que lo fueses —repuso Jim con calma.
Ella dejó caer en su regazo la ropa que estaba cosiendo mientras él se vestía.
—Jim —le dijo con voz grave—. He de decirte algo. No soy lo que tú crees. Tú mismo has dicho que estabas asombrado de ver la manera con que «domino el asunto», según palabras textuales tuyas.
—-Sí, en efecto —convino Jim—. Te has portado maravillosamente.
—El conde Zarin no nos hubiese prestado la atención de que nos ha hecho objeto ni nos hubiese invitado con tanta frecuencia de no habernos considerado distinguidos.
—Eso no lo sé, querida —dijo Jim, ligeramente impaciente, mientras cepillaba su chaqueta—. Es a ti a quien trata de cazar. Es uno de aquellos fastidiosos condes besamanos que se dedican a cazar a todas las mujeres bonitas.
—No hace falta que seas tan rudo. El conde Zarin es un caballero —dijo Betty, encolerizándose.
—Exacto; y sabe perfectamente bien que yo no lo soy —replicó Jim.
—No hay necesidad de ser vulgar —dijo Betty, severamente—. Nos ha tratado con la máxima cortesía y delicadeza.
—Nunca dije lo contrario, chiquilla; pero sabe exactamente de dónde hemos salido, ¡estoy seguro! —gritó Jim.
—Quizá sepa de dónde has salido tú —dijo Betty, cogida en la trampa.
—¡Oh! No sabía que me había casado con una mujer perteneciente a una esfera más elevada —exclamó Jim, riendo.
Cruzó la habitación, poniéndole las manos en los hombros mientras cosía sentada y frotó su mejilla contra la suya.
Ella desvió la cara, sonrojada.
—¡Bueno, pues así es! —replicó.
No tuvo intención de decir esto. Se le escapó.
—Esto es interesante, querida. ¿Acaso he contraido matrimonio con una camarera disfrazada?
—Querrás decir con alguien disfrazado de camarera —dijo Betty fríamente—. ¡Bueno, si quieres saber la verdad, eso es lo que ha sucedido!
Él la miró, asombrado. Betty continuó, haciendo caso omiso de su mirada.
—No soy exactamente lo que tú crees, Jim. Me has estado dando un crédito que no merezco. Lo que he llevado a cabo no ha sido por inteligencia, sino por instinto. Te figuras que he nacido en una callejuela y de gente humilde…
—Chiquilla… — la interrumpió Jim.
Betty se volvió hacia él vivamente.
—Debes dejarme decir lo que quiero. Ya probé de hacerlo antes. No soy una Parrish. Mi padre no es en realidad mi padre. El…
—Por el amor de Dios, Lizzie… Betty —corrigió Jim—. ¿Acaso vas a decirme que eres bastarda? No me sorprende, claro está. No me importa que lo seas, pero…
—No tienes necesidad de ser vulgar y grosero, Jim —replicó Betty, acaloradameante—. ¿Tengo acaso el aspecto de persona vulgar?
—No… realmente pareces de buena familia. Puedes continuar con tu explicación; está bien —dijo Jim con orgullo.
—Gracias. Quizá te sorprendas al saber que mi verdadero padre fue lord Wyford, más tarde marqués de Cranford.
Jim la contempló por un momento con los ojos abiertos de par en par.
—Sí, me sorprende muchísimo —dijo con calma.
—Ya veo que no me crees.
—Bueno, es algo que cuesta de tragar. Siemre has sido una persona de mucha imaginación.
—¡Llámame mentirosa y termina de una vez! —exclamó ella, indignada.
—Esto no es propio de una aristócrata —replicó Jim y después, con una sonrisa de buen humor, añadió—: No te calientes la cabeza averiguando lo que eres o dejas de ser… Eres mi esposa y estoy orgulloso de ello.
—No diré una palabra más sobre el asunto —replicó Betty, fríamente.
Muy bien… dejaremos que el barómetro baje —dijo él, penetrando en el cuarto de baño para peinarse.
Betty continuó cosiendo tan encolerizada que se pinchó un dedo. Entonces levantose, apartando su trabajo. Era una estúpida por pelearse con su marido. Después de todo, él pertenecía a una clase distinta y ella podía permitirse el ser indulgente.
—¿No pensarás rechazar en serio la invitación de Tibi? —dijo al cabo de un rato.
—Si tienes tanto interés en ir, iremos —respondió Jim—. Pero todavía no nos han invitado.
Dejó los cepillos, saliendo del cuarto de baño. Su esposa, en pie frente al espejo grande, se ajustaba un sombrerito. Le sentaba maravillosamente, algo ladeado en su hermosa cabeza. La rodeó con sus brazos por detrás. Ella se volvió a medias para darle la cara y Jim la besó en los labios. Betty echose a reír. Su mirada suavizose y él la besó nuevamente.
Hasta sus oídos llegó el ruido de un coche deteniéndose en el exterior. Jim se dirigió hacia la ventana, asomando la cabeza. Era Madame Balaton, que salía hacia Isla Margarita.
—Creo que debiera llevarse a Bowling para variar —comentó Jim mientras el coche se alejaba.
—No es más que un pequeño gusano… ni sabe llevar los pantalones —exclamó Betty con acento desdeñoso. Consultó su reloj—. ¡Cielos!… ¡Llegaré tarde al peluquero!
—¿Cómo? ¿Otra vez? ¡Si fuiste al peluquero la semana pasada! —exclamó Jim.
—Y me dejaron hecha un adefesio.
—Bueno, me gustaba.
—A mí no —replicó Betty—. Regresaré a las doce.
Rectificó el sombrero, recogiendo los guantes y el bolso. Jim le dirigió una mirada de aprobación. Ciertamente era encantadora. Observó cómo se alejaba por la calle. Le saludó con la mano, mientras él estaba inclinado sobre las macetas.
—¡Pase! —gritó Jim, al oír llamar a la puerta.
Era Bowling, el cual traía tres cartas: dos para Jim y una para Betty. No vestía el acostumbrado delantal, pareciendo otro con un traje marrón.
—¿Qué le parece si fuésemos a tomar una copa al bar de la esquina ahora que lo dos estamos libres? Mi señora ha salido para todo el día.
Jim prorrumpió en una carcajada. Aquel hombrecillo, Bowling, le resultaba simpático. Le compadecía; no había ningún género de duda de que Madame Balaton era una mujer muy enérgica.
—De acuerdo —dijo Jim, tomando su sombrero—. Pero debo estar de vuelta a las doce.
Era evidente que en el café de la esquina, con vistas al Danubio, conocían a Bowling. Encargó dos vasos de cerveza y el camarero se la trajo junto con un periódico inglés. Cambiaron unas palabras agradables.
—Este hombre sabe lo que es la vida —dijo Bowling—. Es checo; al terminar la guerra estaba en el ejército ruso y le enviaron hacia el Norte. Naturalmente, ya han dejado de ser rusos; son nuevamente checos libres, con país propio desde que concluyó la guerra. Y helos aquí: los rusos se han vuelto rojos, mientras que ellos continúan siendo blancos. ¿Sabe usted que él, con su regimiento, se abrió paso luchando en Siberia hasta Vladivostok, siendo recogido allí y consiguiendo regresar a su país, Rutenia?
—¿Dónde se halla Rutenia? —preguntó Jim.
—Actualmente es la parte oriental de Checoslovaquia… en los Cárpatos. Un país habitado por distintas razas, según me han dicho: ucranianos, rusos, polacos, eslavos, magiares, armenios y judíos. Antiguamente formaban parte de Hungría, aunque nadie se preocupaba lo más mínimo de la comarca; solo era un buen lugar de caza. Casi todos los habitantes son leñadores y campesinos que no saben leer ni escribir. Este muchacho es ruteno-eslavo…
—¿En qué idioma le habla usted? —le preguntó Jim.
—¡Oh! En magiar… Lentamente voy aprendiendo el idioma. ¡Dios mío, qué difícil es! Bueno, continuando la historia de este muchacho —prosiguió Bowling, mirando la cerveza que tenía en el vaso—. Setenta mil salieron en dirección a Vladivostok y cerca de la mitad consiguieron llegar… los bolcheviques capturaron el resto. Y helo aquí… con su nacionalidad checa, eslavo de nacimiento, hablando magiar, casado con una rumana y con cinco hijos húngaros. Es una mescolanza corriente en esta parte de Europa. Ahora juzgue mi caso. Mi esposa es húngara, pero súbdita inglesa por matrimonio… ya que se ha casado conmigo. ¿Y cree usted que se hace llamar Mrs. Bowling? ¡Oh, no!… Continúa siendo Madame Balaton, de la Pensión Balaton. Lo que yo digo… —manifestó con énfasis Bowling—. ¡Resulta humillante, muy humillante! Mi mujer es una desagradecida.
—¿Desagradecida? —repitió Jim.
—Se casó conmigo para poder cobrar un legado inglés… de ahí proviene la mayor parte de su dinero.
—¿Y usted por qué se casó con ella?
—No fue por interés… como usted se imagina —respondió Bowling, sacando una pipa del bolsillo y encendiéndola—. ¡No puedo ni fumar esta cachimba en mi propia casa! ¿Qué le parece? No, no fue por dinero, ni mucho menos. Como usted sabe, yo poseía algún capital. Siempre tuve la manía de visitar Atenas… aquellos templos griegos, ¿sabe?, y las pirámides… ¿Ha leído usted quizá El secreto de las pirámides y lo que dicen los israelitas británicos acerca de las mismas? ¿No? Bueno, pues…
—¿Así no se casó con su esposa por dinero? —preguntó Jim, insinuante. Bowling nunca se ceñía a la pauta inicial de la conversación.
—¡No! Me casé con ella enamorado… y, claro está, por algunas conveniencias. Esta ciudad casi se me subió a la cabeza. Tiene un bonito negocio con la Pensión… y cuando quiere, sabe ser muy razonable. Pero ¡cáspita!, pretende ordenar a todo el mundo. Me ha hecho poner un delantal y yo me he convertido en un vulgar criado sin un domingo libre. Se compró un coche… ¿Lo ha visto? ¿Cree usted que he salido alguna vez con él? ¡Pues no, señor! No se me permite tocar este artefacto, sagrado para ella a pesar de que he trabajado quince años en las fábricas Rolls-Royce. Con franqueza, debo confesarle que ya estaba más que harto. Y heme aquí, plantado a medio camino de Atenas, contestando al teléfono, abriendo la puerta y llevando bandejas… como un pinche de cocina.
—¿Por qué no se declara en huelga? —le preguntó Jim, divertido ante la indignación de Bowling.
—¿Huelga? ¡Ya se ve que no conoce a mi esposa!
—¿Conserva usted todavía su dinero?
—¡Una parte! —exclamó Bowling, bebiéndose la cerveza y dejando el vaso vacío sobre la mesa.
—Pues yo me pondría en mi lugar. Insistiría en que se hiciese llamar Mrs. Bowling, de la Pensión Bowling. No llevaría más bandejas ni iría a abrir la puerta. Que lo hagan las criadas, y si no las hay, que lo haga ella.
—¡Oh, es una mujer tan imperiosa! —repuso Bowling melancólicamente—. Debiera usted ver el genio que gasta… una rapsodia húngara en miniatura, se lo aseguro. ¿Ha visto con qué frenesí tocan los violines? Bueno… pues esto no es más que una muestra de lo que son capaces cuando están de mal humor. Le repito… y no está bien que un hombre censure a su esposa cuando se halla ausente… que esta mujer me aterra al ponerse de mal humor.
—Pues déjela que se desahogue hasta que se canse —replicó Jim.
Bowling contemplaba el vaso tristemente.
—Sí, es fácil decirlo —comentó.
—¿Otra cerveza? —preguntó Jim.
—Gracias. No puedo quedarme mucho rato. ¿Sabe usted que cuando sale para todo el día llama por teléfono para comprobar si estoy en casa?
—En este caso yo procuraría no estar en casa. Si ella no quiere quedarse para vigilar el negocio ¿por qué debe hacerlo usted? Tómese unos días de vacaciones, y que se dé cuenta de lo necesaria que le es su presencia.
Bowling miró a Jim. Aquella idea hizo brillar sus ojos. A continuación estos se volvieron nuevamente foscos.
—No… no puede usted imaginarse qué escena tendría lugar —respondió tristemente—. Y detesto las escenas.
Terminó su segundo vaso y, chupando su pipa, paseó la mirada por los vaporcitos que se deslizaban por el Danubio.
—Este lugar podría ser el paraíso para mí. La gente me resulta simpática —dijo Bowling con aire pensativo—. Pero me he metido en un buen lío… precisamente cuando estaba convencido de que había escapado de todos.
—Es la vida —dijo Jim—. Siempre esperamos vivir el día de mañana, y este nunca es lo que nos habíamos imaginado.
—Veo que es usted un filósofo —observó Bowling, golpeando la pipa—. Realmente creo que debiéramos irnos —añadió.
Como había predicho Waddle, la madre de Matany les invitó a pasar tres o cuatro días en Tiszatardos, cerca de Tokay, en una aldea junto al tortuoso río Tisza y al borde de la gran Puszta. Presenciarían una boda típica que iba a celebrarse en sus tierras y habría caballos para montar si deseaban visitar la gran llanura.
Jim reprimió las pocas ganas que tenía de ir. En conjunto todo le había puesto nervioso, pero Betty estaba decidida. Desgraciadamente, no gozarían de la compañía de Waddle, debido a que estaban en plean celebración del Congreso de Danza Popular. Quedó satisfecho al enterarse de la invitación, y Jim se dio cuenta de que, inducido por Betty, había planteado la idea a Matany.
Como su anfitrión deseaba que viesen los trajes de los campesinos de Mezököved, salieron un domingo por la mañana temprano, puesto que a las ocho les pareció muy de madrugada después de la rutina de los días pasados. Matany pasó a buscarles con su coche por la Pensión Balaton. Bowling presenció su marcha, y en el último momento apareció también Madame con un ramo de flores para Betty. Les reservarían la habitación hasta el regreso.
Al salir de Budapest, la carretera seguía por terreno liso, en dirección al Este. Gradualmente dejaron atrás las casas de la ciudad y empezaron a pasar por aldeas, la mayor parte compuestas de chozas de adobes, con techos de tejas, construidas de espaldas a la calle, de forma que la vida de sus habitantes quedaba excluida de la curiosidad pública. Las calles principales de los villorrios eran todas iguales. Largos caminos rectos, empedrados y bordeados de acacias y zanjas, en los que los gansos deambulaban cuando no afluían a la carretera. Betty preguntose cómo era posible que aquellos hombres y mujeres soportasen una vida semejante en aquellos terribles paisajes. Había iglesia, un salón de actos y tres o cuatro miserables tiendas. Esto era todo.
La carretera dejó de ser el camino cubierto de barro que discurría por la monótona llanura. Los campos de trigo empezaron a aparecer a ambos lados de la carretera y el viento agitaba aquel océano de oro, haciendo surgir olas de sombra. En jugosas praderas, junto a un bosquecillo y el campanario de una iglesia, yacían pequeños villorrios agazapados e inmóviles bajo el brillante sol matinal. Continuaron pasando por aldeas de enjalbegadas casas, la mayor parte con techo de paja y al parecer habitadas por tantos gansos blancos como seres humanos. Era domingo por la mañana y los campesinos lucían sus mejores galas; los hombres vestían de negro y las mujeres iban con faldas de lino almidonadas y pesadas botas.
—Están perdiendo la costumbre de llevar los trajes típicos, lanzándose a la adquisición de productos fabriles más baratos —dijo Matany—. Es una lástima… Pero ¿qué le vamos a hacer? Más tarde, cuando hayamos penetrado en la llanura, empezarán a ver los trajes del país.
La atmósfera era suave y el sol brillante. Por encima de sus cabezas pasaron volando dos cigüeñas, de largo cuello, posándose en su nido, sobre una chimenea. Entre el verde césped percibíanse rojos espacios donde las amapolas ponían su nota de brillante color y también algunos sembrados de girasoles. La carretera continuaba discurriendo a través de la llana comarca. A veces llegaban a un paso a nivel y con bastante frecuencia les detenían a la entrada de las aldeas para satisfacer un arbitrio.
—Es anticuado, ya lo sé. Hacemos lo posible para abolir estos estúpidos arbitrios… pero los habitantes de las aldeas se aferran a ellos como una fuente de ingresos —dijo el conde Matany.
Explicó que en Hungría no existe la clase media. Hay aún una porción de habitantes campesinos y terratenientes, ambas clases igualmente orgullosas en sus relaciones mutuas. El sistema de mayorazgos impedía que las grandes propiedades se arruinasen. Había poco dinero, por no decir ninguno. La mayor parte de las rentas de la granja eran satisfechas en especies. Los campesinos vivían, pues, a base de cambios, con la máxima sencillez, trabajando la tierra, criando caballos, ganado y volatería, fabricándose ellos mismos los paños, llevando su producción al mercado y bailando y bebiendo al terminar el trabajo.
—El salario mensual de un policía londinense mantendría aquí a una familia durante un año… estropeando toda la satisfacción que les produce no tener ambiciones —dijo Matany.
—¿Y no existen dificultades, motines? —preguntó Jim pensando en el dinero que malgastaba su anfitrión.
—No… ¿Por qué ha de haberlos? Tuvimos un agitador que produjo malestar entre los campesinos… les prometió el cielo, como toda la gente de esta clase, pero lo desterramos. Estos agitadores no quieren otra cosa que abolir los mayorazgos a fin de poder arruinar nuestras grandes propiedades. Lo han hecho en Checoslovaquia… es una idea bolchevique —dijo Matany con acento desdeñoso—. El suelo es la fuente de la vida y Hungría tiene un suelo muy feraz. En el momento en que los hombres dejan de pisarlo, empiezan a tambalearse. ¿Puede usted afirmarme sincerametne que aquel anciano —señaló a un viejo que estaba fumando su pipa— es menos feliz que su emprendedor sobrino, un emigrado, que hace proyectos y trabaja como un negro para emplear a mil descontentos obreros llamados por una sirena, en una fábrica de feo aspecto? Solo puede dar satisfacción a su esposa viviendo en un piso doble, de diez mil dólares, en Park Avenue. No… este hombre corta cuando le parece una buena loncha de jamón, trincha un ganso al que ha retorcido el pescuezo y conoce la belleza de una puesta de sol y la dulzura del viento que sopla por la tierra donde han vivido sus padres. Si no fuese lo que soy, sería uno más entre esta gente.
Jim no estaba de acuerdo con su anfitrión, pero guardó silencio. Preguntose si a Matany le hubiese gustado realmente cambiar los papeles.
A cosa de media hora de Mezökövesd, Betty experimentó su primera emoción. Se cruzaron con tres jóvenes jinetes con el esplendor de sus atavíos de gala. Llevaban sombreros de fieltro redondos, parecidos a hongos, con una copa muy prominente y una gran pluma rígida a un lado. Bajo sus chalecos verdes sin mangas, desabrochados y cortos como los de Eton, se veían camisas blancas con volantes, bordadas con vivos colores en la pechera. Las camisas tenían amplias mangas con arabescos bordados en los puños. Sus pantalones eran grandes y casi parecían faldas recogidas sobre botas altas. También llevaban delantales de paño, meticulosamente bordados.
—Observen que montan sin silla —dijo Matany, mientera el coche pasaba junto a ellos lentamente.
Advirtiendo el interés que habían despertado, los tres jinetes les saludaron alegremente con la mano, con una sonrisa en sus amplias y morenas caras.
Mezökövesd estaba a la vista. Unos minutos después, penetraban en la calle principal de la pequeña ciudad. En todas partes, sus miradas se posaban sobre una interminable gama de colorido. El coche se detuvo frente a la posada donde debían comer.
—¡Caramba! ¡Toda la ciudad está de paseo! —exclamó Betty, observando los grupos de muchachas que pasaban a su lado.
Sus faldas coloradas, con pliegues, y con un vuelo desmesurado, aparecían voluminosas, meciéndose como un miriñaque al andar.
Los Apolos de la localidad tomaban también el aire. Se veían muchachos con blusas de color azul intenso y con cuellos, puños y pecheras bordados a mano. Llevaban relucientes delantales negros, con dobladillos bordados, que cabalgaban por encima de sus botas altas de cuero. Iban tocados con sombreritos, de ala pequeña y largas cintas verdes, adornados con plumas o flores, que sujetaban con cordones elásticos bajo sus barbillas.
—-¡Y qué botas! —gritó Betty sin saber en qué dirección mirar—. ¡Nunca vi botas semejantes!
—¡Bueno, pues las mujeres superan a los hombres en este sentido! —dijo Jim, contemplando a algunas bellas, con botas muy altas de cuero rojizo, que les prestaban un aspecto ligeramente ruso. Las muchachas que no usaban botas altas, llevaban llamativos calcetines, con espirales bordadas en vivos colores. Sus zapatos, al estilo turco, tenían las puntas bordadas. Como compensación a aquellas deslumbradoras faldas, tocados y botas, las ancianas vestían de negro.
—Me gustaría echar un vistazo a uno de esos tocados —dijo Betty, excitada ante la alegre escena ofrecida ante su mirada.
—Aquí tiene uno —dijo Matany avanzando en dirección a una muchacha que permanecía en el umbral de la posada.
La muchacha se adelantó riendo, e hizo una genuflexión.
—Es Ilonka, la más joven de las cinco hijas y siete hijos del posadero —dijo, presentándosela—. Acaba de decirle: «Le beso la mano, señorita».
—¡Es preciosa! —gritó Betty, contemplando a la muchacha, de piel aceitunada y ojos negros y sonrientes.
Tenía el pelo liso dividido en dos trenzas y llevaba una cofia de seda azul con hilos de plata. Había algo de ruso en el aspecto de su tocado.
Betty examinó el delantal. La sonriente Ilonka lo levantó para que lo examinara con más atención.
—Es maravilloso… ¿Cuánto tiempo tardó en bordarlo? —preguntó Betty.
—Dos años, dice —tradujo Matany—. Y su madre y ella tardaron seis para terminar la falda.
—¿Quién borda el equipo de los hombres? —preguntó Jim con envidia.
—Sus hermanas… es labor invernal, cuando no trabajan en el campo. ¡Se encuentran en situación muy precaria en estas aldeas cuando no tienen hermanas que les bordan las ropas!
Siguieron a Matany, penetrando en la posada cuyo techo ostentaba pesadas vigas hasta llegar a un patio en la parte trasera, provisto de una pérgola que protegía de los rayos del sol. En un rincón había una orquesta de tziganes. La alegre música de baile exigía mucha ligereza de pies, pero Mezökövesd estaba absorto chismorreando a lo largo de las mesas de madera. Las mujeres permanecían sentadas aparte, observando con interés los preparativos.
Les sirvieron una excelente comida, compuesta de caldo, macarrones, pollo asado y arroz con carne y col. Bebieron excelente vino tinto. El primas de la banda avanzó, obsequiándoles con una serenata.
Una vez terminada la comida, pasearon por la pequeña ciudad, pero las bellezas y los Apolos se habían marchado a sus casas. Poco antes de las dos emprendieron la segunda etapa del viaje. La carretera tornose peor, las aldeas estaban cada vez más espaciadas, pero en su camino se cruzaron con jinetes alegremente ataviados y campesinos con sus familias viajando en grandes y bajos carros, tirados por caballos, para efectuar sus visitas dominicales.
El coche traqueteaba horriblemente por las escabrosas carreteras, cubiertas de barro. En ocasiones estaban en un estado malísimo, debido a que algún riachuelo se había desbordado y los coches y los carros tenían que dar un rodeo por los campos. Matany conducía descuidadamente por la carretera, sin prestar atención a los arroyos. A su paso levantaban grandes nubes de polvo. A su izquierda se extendía una larga hilera de colinas y el terreno empezaba a elevarse hasta las alejadas montañas de los Cárpatos, al otro lado de la frontera checoslovaca.
Alrededor de las cuatro cruzaron un puente, penetrando en unas llanuras pantanosas. Más tarde llegaron a Tiszadob, una aldea al borde de un amplio río. El coche torció hacia el Norte, la carretera convirtiose en una sencilla senda polvorienta. Los cañaverales cubrían las islas del río. Cruzaron nuevamente el Tisza, penetrando en un bosquecillo de hayas, y entonces vieron algo que hizo lanzar a Betty una exclamación de placer. Allí, a la sombra de un árbol, ante una puerta de macizas verjas de hierro, había un landó y cinco caballos de color crema. En el pescante sentábase un cochero, con casaca escarlata, bordada en su parte delantera y en las mangas con hilo de oro. Se tocaba con un sombrero redondo de fieltro, provisto de largos gallardetes verdes que le colgaban por detrás. El lacayo, a su lado, iba vestido de forma similar, pero su sombrero era de astracán, con un gran penacho blanco. A la vista del coche, el lacayo bajó de un salto, apresurándose a sujetar la brida del caballo que iba en cabeza.
—Aquí todo es diferente —dijo Matany—. No voy a permitir que lleguen a mi casa en automóvil, sino al verdadero estilo húngaro… en coche de caballos.
Ayudó a Betty a subir al landó, dejando que el lacayo condujese el coche.
Y así fue como, con las crines color crema llameando al viento, los arneses de plata tintineando y un cochero espléndidamente vestido en el pescante, Jim y Betty avanzaron por una avenida de una milla de largo, en el landó de la familia, hasta que en un recodo, junto a un lago que relucía a los rayos del sol, vieron de repente la casa de Matany, un gran edificio blanco con fachada de columnas.
Torcieron bruscamente por el pasillo de grava, deteniéndose frente a un porche abierto, alrededor de cuyas columnas trepaban enredaderas de flores blancas y púrpura. Un par de perros Borzoi salieron a su encuentro corriendo y ladrando alegremetne cuando un criado abrió las vidrieras dobles.
Siguieron al conde hasta un vestíbulo con cúpula de cristal y allí, esperándoles, estaba la madre de Matany, unan delgada mujercita morena, aparentando sesenta años, con el pelo plateado y hermosos ojos grises. Matany se la presentó después de besarla.
—Es para mí un placer tener a mi lado amigos ingleses… Han sido muy amables viniendo —dijo la condesa al coger la mano de Betty—. Aquí estamos muy tranquilos, paseamos a caballo, leemos y charlamos… El pobre Tibi no lo puede soportar mucho tiempo.
Hablaba excelente inglés. ¡Oh, sí! Tuvo una institutriz inglesa. Actualmente había una en la casa, para los nietos.
—¡Oh! ¿Dije inglesa? No, no; escocesa, no quiero pelearme con nadie —dijo riendo—. Veo que están cubiertos de polvo y cansados del viaje… Tibi les enseñará las habitaciones.
Le siguieron por una amplia escalinata. Gigantescas cabezas con astas adornaban las paredes. En un largo pasillo, con relucientes suelos de arce, cubiertos de pieles, colgaban retratos de militares con el pecho lleno de condecoraciones y medallas y con bandas de distintas órdenes.
—Le llamo el Camino del Reproche —dijo Matany, con una débil sonrisa—. Ellos hicieron algo, mientras yo…
Se encogió de hombros echándose a reír. Entonces se detuvo, abriendo una puerta. Era una antesala, que daba a dos habitaciones: sus dormitorios. De las paredes pendían tapices de seda y los muebles estaban pintados con los colore típicos de Hungría. Vastas alfombras cubrían el suelo de madera. Las colgaduras y colchas de la cama eran piezas bordadas del país.
—¡Oh! —exclamó Betty, extasiada.
Había tres ventanas que daban a una terraza sobre la que se extendía un toldo a listas. Debajo, una amplia y verde pradera descendía hasta un lago plateado en el que flotaban cisnes negros. A lo lejos, rematando un paseo de hayas, se alzaba un mirador, con esculturas sombrías contra el brillante firmamento.
—Venga a ver la suya —dijo Matany a Jim, guiándole a una habitación contigua, que también daba a una terraza cubierta de flores—. Ahora les dejo para que tomen un baño… aunque me temo que será primitivo. No se vistan de etiqueta. La cena es a las ocho.
Matany se fue. Jim penetró en el dormitorio de Betty y ambos se abrazaron excitados por aquella experiencia.
—¡Pínchame!… ¿Estoy despierto o sueño? —gritó Jim.
—¡Qué caballos!
—¡Y los lacayos en el pescante!
—¡Y Tibi siempre se queja de lo pobre que es!
—Quizá no tiene dinero en efectivo —respondió Jim.
Un ruido en su habitación les hizo volverse. Soltó a Betty y se encaminó hacia allí, para regresar al cabo de unos momentos.
—¡Betty… esto no puede ser real!
—¿Por qué?
—Ha venido un muchacho a mi habitación desplegando una alfombra de caucho y dos muchachas con enormes tinas de cobre llenas de agua caliente… ¿Y qué crees?… ¡es agua perfumada!
Llamaron a la puerta y respondiendo a la exclamación de Betty entró una doncella. Hizo unan genuflexión, sonriendo; era una muchacha campesina de cara sonrosada con blusa y delantal bordado. Ella también llevaba una alfombra de caucho.
—¡Esto es para ti… me marcho! —dijo Jim, apresurándose a entrar en su habitación y cerrando la puerta. Encontró a un criado que estaba deshaciendo sus maletas, un robusto muchacho de gruesos dedos y poderoso cuello moreno, con cara algo mogólica. Jim averiguó que se llamaba Bela.
Betty casi se había desnudado antes de que su mirada se posase sobre una carta dirigida a ella, que yacía sobre una mesita junto a un jarro de rosas. Quedó tan sorprendida al ver la carta estampillada, que por unos momentos la observó sin abrirla. No era de Inglaterra. Examinó el sello. De Checoslovaquia. ¿Quién podía escribirle desde aquel país? No conocía allí alma viviente. ¿Y cómo sabía esta persona su paradero? La escritura también le era desconocida.
Desgarró el sobre. Encabezaban el papel azul estas palabras: Plecs, Mukacevo, Rutenia. Todavía intrigada, dio la vuelta a la hoja, mirando la firma. El corazón le dio un salto. Era del conde Zarin. Temblando un poco volvió a darle la vuelta, levantándola lentamente, ya que la escritura era difícil de comprender.
Aprecida Mrs. Brown:
Fue usted muy amable al mandarme su carta en la que me daba las gracias. He hecho muy poco por ustedes y espero poder hacer más logrando que visiten mi encantadora comarca. Su carta la he recibido aquí, en Checoslovaquia… tierra húngara perdida por el Tratado de Trianon… donde me encuentro desde hace algunos días. Me alegro mucho de que visiten Tiszatardos. Tibi es un anfitrión magnífico y espero que la Puszta les fascine. Quizá les vea allí, ya que puede que vaya si llego a Budapest el martes, pero en caso contrario esperaré su vuelta con avidez. Todavía tengo que llevarles a ver el lago Balaton. Transmita mis saludos a Mr. Brown, el cual espero podrá satisfacer su pasión de montar.
Sinceramente suyo,
Karoly Zarin
La leyó dos veces. ¿Debía enseñársela a Jim? No había motivo que lo impidiese; era una carta cortés y formal. Pero tras unos momentos de vacilación decidió no hacerlo. Le había escrito correctamente, informando al conde que se marchaba a casa de Tibi y dándole las gracias por la hospitalidad que les había ofrecido en Budapest. No se lo había dicho a Jim porque se daba cuenta de que sentía un ligero antagonismo hacia el conde Zarin.
Llamaron a la puerta. Apresuradamente rompió la carta en mil pedazos. En respuesta a su contestación entró la doncella, ayudándola a desnudarse.