Capítulo IV

PRELUDIO EN PRAGA

Mr. Waddle, Henry Norman Montacute Waddle, era conocido en las capitales de Europa como «todo un carácter». Había alcanzado este título a la temprana edad de treinta años por medio de una pasión que le consumía y una firme negativa a aliarse con ninguna de las fuerzas que amenazaban frustrar la realización de sus aspiraciones. No estaba, bajo ningún concepto, relacionado con la reforma social de la sociedad, ya que hacía tiempo que había perdido la esperanza en el «animal humano», utilizando su frase favorita. Los que se hallaban en estas esferas remontábanse a menudo a gran altura al oír el tumultuuoso llamamiento que se hacía al eterno descontento que anida en los corazones humanos. La cruzada de Mr. Waddle nunca lograría conmover a las naciones ni obtener el beneplácito de miles de seres. Igual que Milton, buscaba siempre un auditorio conveniente aunque poco numeroso… «Un auditorio esencialmente internacional, ya que nosotros somos el verdadero lazo que une las naciones sobre la tierra», declaraba, quitándose los lentes y limpiándolos cuidadosamente.

Cuando alguien preguntaba qué lazo era este, Mr. Waddle hacía esfuerzos para ocultar la desilusión que le producía la ignorancia de sus incesantes actividades, y apartando con calma la taza de café que había sobre la mesa, ya que tenía la costumbre continental de hacer vida de café, proclamaba con solemnidad: «Lograr que el mundo trabe mejor conocimiento con las danzas populares».

Esto, claro está, implicaba una explicación, que raras veces se mostraba dispuesto a dar. Existían dos explicaciones, una para el público y otra para su círculo limitado.

—La danza popular es una de las formas más antiguas de diversión en Europa. La danza popular no puede morir: es algo inmortal. Existe hace siglos. Se encuentra en todo lugar en que se ha mantenido viva la llama de la cultura. Existen danzas populares en Palermo, Roma, Praga, París, Moscú, Copenhague, Berna y Bruselas; en Londres, solo esporádicamente. En esto estriba la vergüenza. Londres debe abrir los ojos a dichas danzas. La mancha de esta vergüenza debe desaparecer.

Si Henry Waddle conocía a alguien íntimamente, y no transcurría mucho tiempo antes de llegar a este extremo, ya que tenía el don de una amistad fácil, le hacía objeto de una confesión ligeramente embrollada. En su rechoncho rostro se dibujaba una amplia sonrisa y sus ojos brillaban.

—Si usted quiere llegar a conquistar un puesto en esta vida, debe abrazar una causa —decía—. ¿No ha estado usted nunca en la calle Victoria y sus alrededores? Está sembrada de causas… causas para niños abandonados, perros perdidos, e institutrices muertas de hambre, abolición del tabaco, ayuda dental, defensa canina, preservación rural, proyectos de ciudades, distribución de sillas de inválidos, ayuda a las costureras viejas, casas de convalecencia para madres de la clase obrera, ayuda a la gente decrépita, fondo de carbón para las viudas pobres, liga de protección de los gatos, sindicato de la mano de obra, amigos de los pájaros, etcétera. No quiero detallar las sociedades que se encargan de los políticos enfermos. Y, por otra parte, las innumerables variedades de religión contribuyen a aumentar el número de causas.

»Ahora —continuaba Mr. Waddle, apartando los vasos—, no he de negar que unas cuantas de estas causas son beneficiosas, otras necesarias, pero la mayoría, créame, son totalmente fútiles. Solo son necesarias a tres clases de gente: el secretario bien pagado, su mecanógrafo y el presidente con título nobiliario.

El secretario gana de seis a setecientas libras al año. Lleva una vida agradable, chaqueta negra y levita y traje de etiqueta en la reunión anual. Escribe, y en ocasiones se entrevista con unan persona eminente, de quien ha recabado protección para su causa; de vez en cuando es invitado a cenar por alguna condesa solitaria que desea le digan ha aumentado su peso, a menudo muy considerable —añadió Mr. Wadle con un guiño—. Mantiene ocupado al mecanógrafo haciendo memoria a los suscriptores morosos y pidiendo otros nuevos. No pierde de vista el periódico para publicar algún párrafo o insertar una carta en nombre de su sociedad. Un buen secretario es tan insidioso como una corriente de aire, y resulta imposible librarse de él; llega a su destino por el buzón, el umbral de la puerta y la ventana.

En cuanto al presidente, sea hombre o mujer, la primera condición que se precisa es tener título nobiliario. En la reunión anual, que termina en un té, es esencial que la persona que toma asiento en la presidencia tenga un título. Los ingleses tenemos suerte en este aspecto. Hay una cantidad ilimitada de ellos y sus poseedores se muestran casi todos muy generosos. Han sido educados ya en la tradición de ser presidentes, y se sienten desplazados e íntimamente heridos si no se les ofrece este cargo.

Aquí Mr. Waddle hacía una pausa, tomaba un cigarrillo, ofrecía otro a su interlocutor y después de encenderlo le preguntaba: «¿Me sigue usted?» A continuación, alisando la mesa con las manos y mezclando invisibles dominós, seguía con una maliciosa sonrisa.

—Bueno… pues cuando me di cuenta de que no podía soportar más aquel estúpido té familiar en Mincing Lane… ¡vaya nombre y lugar!… me dije: «Querido Henry, tienes que formarte tu propio rincón, tienes que abrazar una causa». Y así fue cómo, en pocas palabras, fundé la Liga Internacional para la Propagación de la Danza Popular. Se sorprendería usted si supiese cómo aumenta, constituyendo una fuerza real en el mundo. Claro está que necesitamos más ayuda. No tengo todavía ningún secretario a sueldo, y debo redactar toda mi correspondencia, que se eleva a unas veinte cartas diarias. Pero el movimiento va en aumento. Llegaré a convertirlo en algo esencial en la vida inglesa y tendrá importantes ramificaciones… ya que hay miembros en todas las ciudades más importantes de Europa y los Estados Unidos, con quienes sostenemos correspondencia. Somos o podremos llegar a ser una fuerza internacional. La verdadera Liga de Naciones. Llevo una vida muy interesante visitando centros internacionales. Es una desgracia que tenga que pagarme todos mis gastos… y esto significa tener que viajar en tercera clase. Pero algún día conseguiremos la ayuda que merecemos, y quizá tengamos una oficina en la calle Victoria, un mecanógrafo y… bueno, ¿quién sabe?, acaso un teatro nacional de danza popular.

Así era como Mr. Waddle, con ligero heroísmo, había entablado su batalla por la independencia. Pocos sabían las poderosas fuerzas con las que tuvo que combatir para escapar de Mincing Lane. Siempre existió un Waddle metido en el mundo de los negocios. Desde la cuna sonó en sus oídos el frágil crujido de las hojas de té. Winchester y New College no eran más que agradables antesalas de la prisión celular. Llegó el día temido en que, vestido con chaqueta negra y pantalones a listas, tomó el tren de negocios de las nueve en Bromley, con un periódico doblado bajo el brazo izquierdo, un paraguas en su mano derecha, un sombrero hongo y el rescoldo de unos pensamientos rebeldes en su corazón.

Por espacio de un año soportó aquella servidumbre y después llegó un día, cálido de primavera, cuando los palomos de la City se hacían el amor en los alféizares de las ventanas de su lóbrega oficina y los árboles con sus hojas verdes florecían trémulos contra las grises paredes, en que la Vida fue más fuerte que el té y la seguridad suburbana. Una bondadosa y anciana abuela dejó al joven Henry un legado de ciento veinte libras al año. No eran suficientes para izar la bandera de la independencia, pero ayudaron a fomentar su espíritu de revuelta. Henry no podía vivir de esta cantidad ni tampoco morirse de hambre completamente. Dejó mudo de asombro a su indignado padre, el cual le concedió un ultimátum para marcharse o seguir al pie del cañón, aceptando lo primero. Su madre, sumida en llanto, no compartió su determinación. Ya había recibido la llamada del destino. La danza popular reclamaba su ayuda. Ya había establecido contactos internacionales, gracias a su don de lenguas, puesto que hablaba francés, alemán, checo, español e italiano con la fruición del políglota innato.

Dejó el sombrero hongo en el estante del vestuario en Bromley y se compró un fieltro negro en Soho. Esto, junto a su incapacidad de hacerse el nudo de la corbata, le daba un aire ligeramente artístico. Al cabo de veinticuatro horas se hallaba en París, en el primero de aquellos alojamientos para extranjeros, increíblemente baratos, en el descubrimiento de los cuales pronto se convertiría en experto. Después siguió un año de incesante viajar de París a Roma, de Roma a Viena, de Viena a Bucarest. Dondequiera que existiese la danza popular allí se trasladaba Henry Waddle, estableciendo contacto amistoso con los protagonistas.

Gradualmente fue del dominio público que la danza popular de todo el mundo tenía su profeta. Cuando el tren se detenía en Vilna, Cracovia, Munich o Milán, Brujas o Bruselas, los representantes locales acudían a saludar a Herr Waddle, sonriente desde su ventanilla de tercera clase, siempre con el nudo de la corbata mal ajustado, los cordones sueltos y la cartera, atestada de correspondencia internacional, en su mano. Poca cosa podía ofrecerles más que conversación y ánimos, pero era tal su poder de atracción y su energía, que causaba el mismo efecto de un aguacero en un jardín reseco. Surgía el entusiasmo y cuando el tren se llevaba a Herr Waddle, después de unos minutos de parada, entre un agitar de sombreros y gritos de Auf wiedersehen! A rivederci! o Au revoir!, todas las colonias de danzas populares experimentaban la sensación de haber recibido el bautismo de su fe.

Inglaterra, naturalmente, estaba todavía sin redimir y Mr. Waddle dedicaba muchos ratos a pensar en la conversión de sus obstinados compatriotas. La oficina de la calle Victoria, el presidente con título y el mecanógrafo, sin pensar en las quinientas libras al año como secretario, eran todavía un sueño. Observaba el campo de batalla con calma. Nunca permitía a la Prensa que se olvidase del significado internacional de las danzas populares. Todo párrafo relacionado en lo más mínimo con la danza popular exigía una nota suplementaria o una carta. No escapaba nada a Mr. Waddle, que parecía tener el don de la ubicuidad. Expresaba sus opiniones en Leeds o Manchester con el mismo celo que en Dresden o Vicenza. Dondequiera que se manifestase la danza popular de forma decorosa, allí se hallaba Mr. Waddle.

Su energía era terrible y su correspondencia voluminosa. Vencía toda clase de obstrucciones sociales, financieras o políticas. Una tumultuosa máquina de escribir, cuya abollada funda llevaba etiquetas de hoteles de toda Europa y en la que operaba con tres dedos, uno de la mano izquierda y dos de la derecha, era el medio de que se servía par redactar sus innumerables cartas. Toda cuartilla u hoja de papel de hoteles, buques o cafés era utilizada y sobre la dirección impresa escribía «Procedente de». Sus corresponsales, intrigados, no sabían dónde dirigir las cartas. Pero en realidad, Mr. Waddle no tenía ningún interés en que le localizasen. Prefería aparecer como un Mesías, derramar su fe, bendecir a los conversos y desaparecer nuevamente.

Mr. Waddle tenía, sin embargo, habitaciones en Londres, muy modestas, pero casi inaccesibles. Con aquel dichoso humor que nunca faltaba en su conversación, se refería a ellas con el nombre de The Dustbin. Eran dos cuartos a los que daba acceso un estrecho pasadizo entre una tienda de pájaros y otra de comestibles, en la parte trasera de un gran almacén junto a la plaza de Soho.

Allí hacía objeto de su genial hospitalidad a los pocos que tenían el honor de conocer su dirección…ya que la correspondencia pública, como la llamaba él, iba dirigida a unas señas de conveniencia. Invitaba a sus amigos a tomar «una taza de té», ya que las visitas matinales no eran nunca aceptadas, puesto que llevaba a cabo la mayor parte de su correspondencia y trabajos literarios en la cama, y el dormitorio era en realidad su oficina.

La entrada a la «Dustbin» no era cosa fácil. El visitante sorteaba su camino entre innumerables objetos tendidos en el suelo. Detrás de las cortinas se escondían todas las amenidades de la vida, la llave de paso del gas, marmitas y cacerolas, cuencos, espejos de afeitar, escobas, ropas, estantes con medicinas, cajas de galletas, una toalla, montones de cartas y un completo surtido de instrumentos para afilar la punta de los lápices, para hacer café, cortar callos, coser papeles, afilar navajas de afeitar y una docena de otros singulares utensilios que Mr. Waddle compraba en varias partes del mundo. «Toda mi vida he sido aficionado a las chucherías», decía cuando toda esta variedad de objetos quedaban al descubierto al apartar las cortinas.

El saloncito contenía también la mesa de escritorio de Mr. Waddle, tres sillas en estado ruinoso, un montón de maletas y una galería de estampas de colores, bosquejos y fotografías de danzarines populares bailando las danzas de todas las partes del mundo.

Aquellos a los que Mr. Waddle aceptaba en el círculo de su confianza completa podían asomar la cabeza en el dormitorio, que desde mucho tiempo antes había dejado de justificar su nombre, ya que él mismo se había expulsado de allí y actualmente dormía en un camastro, que de día hacía las veces de canapé, en el saloncito.

Mr. Waddle tenía una pasión que guardaba estrechas relaciones con la de la danza popular: coleccionaba toda clase de literatura que se refiriese a vestidos de ballet y danza. No existía libro que considerase estropeado, sin lomos o sucio con tal de contener alguna ilustración de vestidos de ballet o danza. En diez años de ardua búsqueda, husmeando en tiendas de libros viejos, anticuarios, almacenes de artículos de segunda mano, y en el Mercado de Caledonia, siempre fascinador, había reunido una colección de siete mil volúmenes, de todas formas y condiciones, estibados desde el suelo hasta el techo en vacilantes pilas que amenazaban aplastar al incauto visitante. Incluso la ventana había quedado tapiada y la habitación sumida en la penumbra, despedía un fuerte olor a papel mohoso y cuero desmenuzado.

—Creo que he conseguido reunir un buen archivo de literatura de la danza —observaba Mr. Waddle desde el umbral—. Siempre resulta bonito ser experto en una cosa determinada. Tienen que acudir a consultarte tarde o temprano. Algún día espero catalogar mi librería y escribir un folleto. Oh…

En este punto Mr Waddle se interrumpía porque la marmita estaba hirviendo o porque el gato se había subido a la mesa, oliendo los pasteles de té. «¡Sss…! ¡Sh…! —gritaba—. Ahora tome una silla… esta es más segura. Sí, se halla en buenas condiciones. Bueno, mi vivienda es algo modesta, pero es la mía propia y puedo cerrarla y marcharme sin experimentar gastos extraordinarios. ¿Me sigue usted? No diré que sea lujosa, ni tampoco cómoda, pero hay que ser independiente. Cierro la puerta, pago un chelín a la semana por la comida del gato y no tengo por qué preocuparme de nada más. Pruebe uno de estos pasteles. No, no es vida apropiada para algunas personas, pero debo disponer de absoluta libertad de movimientos. Soy muy raro. Como usted sabe, desciendo de una antigua y degenerada familia de Londres, pero vivo mi vida, mientras que mucha gente no son más que muñecos de otros.»

Mr. Waddle era una figura divertida para sus amigos, los cuales se burlaban de su principal pasión. Relataba sus rarezas con malicia, ligeramente embrolladas, pero ninguno de los que le conocían bien dejaba de mirarle con afecto. Daba un aspecto llamativo a la monótona existencia. Su labor, a menudo fútil, tenía siempre un aire alegre. Siempre sabía la fecha, hora y lugar y precio de todas las representaciones curiosas e interesantes. «Un momento, querido —exclamaba abriendo su cartera—. Sí, aquí tengo la nota. Las Galerías Greybar, el martes. Creo que se trata de un artista muy prometedor. Nada de estupideces como Matisse, sabes… sino ciñéndose a la escuela inglesa, sin influencia de Shoreditch ni Jerusalem. Le conocí en el mostrador de la estación Ghent un día, a las dos de la madrugada. Estoy seguro de que te gustarán sus obras.»

Los que le conocían a fondo y le apreciaban sabían perfectamente que nunca lograrían reformarle. Bajo su voluble aspecto escondíase una enconada obstinación. Escuchaba las opiniones de los demás con aire despreocupado, ateniéndose siempre a sus creencias personales. La necesidad de una desesperada economía le hizo trabar conocimiento con el andrajoso mundo de los alimentos y lugares de dormir baratos, pero trasladaba a estos sus pequeñas comodidades y el verdadero espíritu de aventura proporcionaba satisfacción a sus experiencias más difíciles.

Sin embargo, nunca se hallaba lejos de la vorágine de la moda. Se dirigió a Montecarlo poco después de Navidad, alojándose en una habitación increíblemente barata, enclavada detrás de una tienda de comestibles. «¡Qué perfume más delicioso, querido, cada semana, cuando tomaba café en mi ventana!» Cada año iba a Bayreuth, para la temporada wagneriana. Trabó profunda amistad con una anciana, Frau Tishbein, administradora de burdel retirada, que le proporcionó una habitación… «mi camarote», decía él, en una tenebrosa avenida de casas barrocas. La facilidad con que hablaba el alemán le permitía hacerse pasar por nativo, y afectaba burlarse ligeramente de los turistas ingleses que recorrían la ciudad en rebaño, charlando de música en las mesas de los cafés. Herr Waddle sabía dónde conseguir buen té por cincuenta pfennings y kuchen que no contuviesen kunstbutter…, una mezcla de crema que detestaba, comentando con sonrojo la glotonería de los turistas.

El romance había llamado al tierno corazón de Mr. Waddle. Era un episodio del que sus amigos tenían referencias por conductos indirectos, ya que él nunca hablaba de sí mismo, ni hacía la menor alusión. Una noche, en Praga, inclinado sobre el alto alféizar de una ventana que daba a una estrecha calle iluminada por los faroles, oyó a un muchachito que cantaba pidiendo limosna. Arrojó unas monedas al muchacho, el cual levantó una compungida y pálida cara, saludándole con la gorra. Unos momentos después se desplomaba exánime en el suelo. Waddle se apresuró a bajar los escalones saliendo a la avenida, donde nadie había advertido la insensible figura. Tomó al muchacho en sus brazos. No pesaba más que un gorrión y tenía los labios amoratdados a causa del intenso frío de aquella noche de noviembre. En unos minutos, Waddle llegó a su habitación, en la que una estufa de leña conservaba el calor, depositando al muchacho en la cama y frotando sus manos. Al cabo de un momento aquél abrió los ojos, mirando al desconocido.

—Muy bien —le dijo Waddle en alemán—. Te has desmayado… ¿Tienes hambre?

El muchacho hizo un gesto de asentimiento. Tendría unos catorce años, grandes ojos oscuros y piel aceitunada. Por su aspecto padecía mucha necesidad.

Waddle encaminose hacia un extremo de la habitación, hizo un poco de café en su fogón portátil y abrió un panecillo que untó de mantequilla, depositando un pedazo de schinken entre las dos mitades.

—Vamos a ver… cómete esto —le dijo, llevándole un plato y el café a la cama.

El muchacho se incorporó con una expresión de temor pintada todavía en su cara.

—¡Sonríe! —ordenó Waddle, arreglando los almohadones detrás del muchacho—. No soy ningún duende malo. Cómete esto… y después ya hablaremos.

Waddle le había cubierto con su abrigo, y el calor, el café y la comida hicieron circular nuevamente la sangre por sus venas. Empezaron a charlar y poco a poco Waddle supo toda la historia. El muchacho, Walter Braun, de origen sudalemán, y su hermana mayor habían quedado huérfanos. Al morir su madre fueron a habitar a una granja de un primo suyo, cuyas costumbres tempestuosas y afición a la bebida le llevaron a la ruina. La granja fue vendida y su hermana Martha, de veinte años, habiendo oído decir que algunas veces en un orfanato de Praga se daba hospedaje y educación a las buenas personas, recorrió con su joven hermano las ocho millas que les separaban de la ciudad. Pero el orfanato no quiso admitir al muchacho y por espacio de una semana durmieron a la intemperie, bajo los arcos y en los umbrales. Durante el día el muchacho intentaba cantar por las calles, con la confianza de ganar algún dinero. En dos días habían comido una sola vez. Los zapatos del muchacho no tenían casi suela y sus pies estaban húmedos. El delgado abrigo que llevaba hubiera sido inadecuado en Inglaterra; allí, con el intenso frío de Praga, resultaba totalmente inútil.

—¿Y dónde está ahora tu hermana? —preguntó Waddle.

—A veces consigue dinero haciendo cola en el Teatro Alemán. Nos encontramos a las nueve.

—¿Y después?

—-Si tenemos dinero, comemos —explicó—; si no, intentamos dormir.

—¿Dónde?

—En cualquier parte… en algún umbral donde no pase el aire y donde la policía no nos encuentre— respondió el muchacho.

Waddle retiró el plato y la taza de café.

—¿Tienes bastante? —preguntó.

—Sí —repuso el muchacho vacilando.

—Pues no lo parece. Vamos, toma más.

—No, gracias… pero a mi hermana también le gustaría comer algo —dijo el muchacho—. Si pudiera llevárselo.

Waddle encaminose hacia la cama. El muchacho le sonrió, desaparecida su timidez. Era moreno, de cejas negras y tenía el pelo alborotado.

—Creo que no te iría mal del todo lavarte. Veamos lo que se puede hacer —sugirió Waddle.

El muchacho sonrió de nuevo, saltando de la cama. En un rincón había un lavabo. Waddle siempre viajaba con toalla propia y una pastilla de jabón que guardaba en un estuche de aluminio. Extrajo ambos y el muchacho, quitándose el abrigo y arremangándose, empezó a lavarse. Estaba extremadamente delgado, como resultado de varios años de desnutrición. Tenía algo de atractivo. Después de lavarse empezó a charlar. Waddle extrajo su peine de bolsillo.

—Ven aquí —le dijo, y sosteniéndolo entre las rodillas, peinó sus largos y negros rizos.

El muchacho sonrió. Tenía buen aspecto, incluso la dentadura era correcta. Decentemente vestido, llamaría la atención. Era una lástima, pensó Waddle, que no tuviese ropas que le sentasen bien y las que él tenía a duras penas sentaban bien a nadie. Pero mientras cepillaba el pelo del muchacho estaba reflexionando lo que podía hacer por aquel pobre rapaz muerto de hambre en una ciudad desconocida y cubierta de nieve. Su habitación, como la mayoría de alojamientos continentales, tenía cama y sofá. Él podía dormir en el sofá y el muchacho y su hermana en la cama.

—Oye —le dijo—. Trae a tu hermana y le daré algo de comer. Después seguramente os arreglaré una cama.

Consultó su reloj. Eran las seis. Cenaría en un café, escribiendo unas cartas. Después tenía que encontrarse con un checo, presidente de una sociedad de danza popular de Bratislava.

—Estaré de regreso a las diez. Sube las escaleras y llama a la puerta. Ahora debo salir —dijo Waddle, poniéndose el abrigo.

El muchacho le acompañó hasta la calle. En una esquina llevose la mano a la gorra cortésmente y se alejó. Waddle se dijo si le vería más y si su historia no sería una invención para sacar dinero. Pero el muchacho parecía sincero y tenía un hambre extraordinaria.

Al llegar al café, Waddle encargó una cena frugal, abrió la cartera y extrajo las cartas que deseaba contestar. Una orquesta empezó a tocar una airosa melodía. El lugar estaba caldeado y muy concurrido; flotaba en la atmósfera un olor de guisos que despertaba el apetito, percibíase el zumbido de las conversaciones y había un aire general de prosperidad. Después de pedir pluma y provisión de papel y sobres con los que escribía la mayor parte de su correspondencia, Waddle olvidó la obsesionante imagen del hambriento muchacho y escribió a un bailarín de Estrasburgo a quien esperaba visitar dentro de poco. Después de las nueve, tras escribir varias cartas y hojear el periódico que el café adquiría para sus clientes, Waddle satisfizo su modesta cuenta, ya que era experto en obtener el máximo de alimento de un menú barato, y emprendió la marcha hacia la calle Karlova, en dirección a sus pequeñas habitaciones de la calle Husova. No pudo resistir dar un pequeño rodeo por el Puente Karluv. Adoraba el panorama divisado desde el puente de arcos sobre el Voltava. Le gustaban las estatuas barrocas y las torres góticas que daban al oscuro río, y los tejados y torres cubiertos de nieve de aquella capital de la antigua Bohemia.

Mientras se hallaba de aquella manera contemplando la belleza del espectáculo ofrecido ante su vista, el reloj de alguna torre dio las diez. Recordando su promesa de estar de vuelta a su alojamiento a aquella hora, Waddle apresuró su paso. Un viento helado proyectaba polvo de nieve en su cara. Pensó con fruición en la estufa de su cuarto, con aquel delicioso olor a madera quemada.

Eran las diez y diez cuando llegó al arco que daba acceso al tramo de escalera que conducía a sus habitaciones. Esperaba casi encontrar al muchacho, aguardando allí con su hermana, pero no había nadie. Un mechero de gas ardía tenuemente al pie de los peldaños de piedra, gastados por las pisadas de los moradores de aquella antigua casa de fachada barroca. Probablemente había sido el hogar de algún próspero comerciante; los refuerzos de las antiguas puertas de nogal estaban exquisitamente cincelados, pero ahora tenía aspecto abandonado y estaba dividida en viviendas. Su habitación hallábase en el tercer piso. En el segundo alguien estaba tocando el violín con gran maestría, pero allí la gente parecía nacer con violines bajo la barbilla y una sorprendente virtuosidad no llamaba la atención de nadie.

Waddle se detuvo, escuchando al invisible ejecutante, y por unos momentos sus pensamientos volaron hacia otro violinista que en ocasiones escuchaba en el restaurante Odeón cerca de la Plaza Leicester. Aquel muchacho era también checo, una criatura de aspecto étnico, con mechones de pelo negro que le caían sobre una cara menuda. Cuando Waddle le habló de Praga, las lágrimas asomaron a sus ojos. Se había educado allí.

¡Qué curioso sería que aquel hombre que tocaba detrás de la puerta estuviese destinado a interpretar encendidas melodías en un restaurante de Londres, evocando con las cuerdas de su instrumento un espíritu bohemio en los corazones de los judíos londinenses! La fortuna hacía objeto de extrañas jugarretas a los seres humanos; él mismo, por ejemplo, se encontraba subiendo aquellas oscuras escaleras en Praga, cuando podía estar tranquilamente en el seno de su familia en Bromley.

Riendo para sí, Waddle llegó ante su puerta, la abrió, hurgó en sus bolsillos en busca de cerillas y encendió el globo de gas. Parecía como si la música le invadiese, ya que alguien en el piso superior estaba interpretando la IV Rapsodia de Liszt con tremendo fervor. Quizá era el hogar de algunos estudiantes de música pobres. El día anterior había encontrado a un hombre haciendo esfuerzos para subir las escaleras con un enorme contrabajo cargado en sus hombros y se vio obligado a entrar en su habitación para que pasase.

Waddle depositó en la mesa un paquete de provisiones comprado antes de ir al café. En primer lugar, puso más leña en la estufa. Después, por espacio de unos momentos, miró por la ventana los tejados de Praga, blancos y adorables bajo la nieve y la luna, con sus aleros, torres y agujas de muchos siglos de antigüedad. A fin de que la habitación apareciese más alegre, colocó algunas velas de colores en los candelabros del estante, encendiéndolas. A continuación extrajo de su maleta el fogón portátil «Meta» con el que siempre viajaba, junto con una cacerola y una marmita Su equipo consistía asimismo en cierta cantidad de hilo y una lámpara eléctrica portátil, ya que por experiencia sabía que en los alojamientos baratos nunca había luz en la cabecera de la cama, pues las propietarias no eran partidarias de que se leyese en ellas. Pero allí no había luz eléctrica, de forma que su previsión no se vio recompensada.

Sentíase defraudado porque el muchacho y su hermana no hubiesen venido. Estaba dispuesto a darles una buena cena, ya que no era un cocinero despreciable. En alguna parte de la ciudad, un reloj dio la media, seguido de otros, con sus perezosas campanadas. En el exterior empezó a nevar intensamente. Waddle pensó con tristeza que no iba a hallarse en Praga por Navidad. Aquella ciudad poseía la verdadera atmósfera de las tarjetas de felicitación.Empezaba a tatarear

El Buen Rey Wenceslas…

Cuando una tímida llamada a la puerta le interrumpió. En el piso inferior gemía un violín, y en el de encima, el piano continuaba tocando. Repitieron la llamada.

Waddle se encaminó hacia la puerta, abriéndola. En el rellano de piedra permanecían dos figuras salpicadas de nieve: el muchacho y su hermana.

—Entrad —dijo Waddle, abriendo la puerta de par en par y echándose a un lado.

El muchacho avanzó sonriendo. Detrás le seguía una joven, mucho más alta, de cara ovalada y ojos negros y tímidos. Contempló por un momento a su anfitrión, bajando los ojos y entrando en la habitación con sonrisa nerviosa. Ambos estaban ateridos de frío y en sus ropas empezaba a derretirse la nieve. Alrededor de sus botas se formaron unos charcos de agua.

—Esta es mi hermana Martha —dijo el muchacho, mientras Waddle les contemplaba.

La muchacha hizo una genuflexión. Waddle advirtió entonces, a la intensa claridad de su cuarto, de que era de una hermosura llamativa, con cara ovalada, labios rojos y ojos castaño oscuro. Llevaba el pelo cuidadosamente trenzado y recogido en la cabeza a la usanza de las campesinas checas. Cubríase con una gruesa chaqueta negra, corta y andrajosa, de grandes solapas, camisa negra y botas de cordones, combadas por efecto de la humedad. Sus manos eran ásperas, pero muy bien formadas.

Les ayudó a despojarse de sus abrigos, sacudiéndolos en el rellano, y a continuación cerró la puerta, haciéndolos sentar junto a la estufa mientras preparaba la cena. Entretanto, dirigió la palabra a la muchacha, que empezaba a perder su timidez. Tenía veinte años y toda su vida había vivido en una granja. Perdió primero a su padre y más tarde a su madre. Ambos murieron antes de que ella cumpliese los dieciséis años. No habían tenido a quien acudir con excepción de su primo. Su relato confirmaba todo lo que había dicho el muchacho.

—¡Vaya, no me diréis que esto no huele bien! —exclamó Waddle, prestando su atención a los spaghetti con tomate que había vertido de una lata a una cacerola.

Las caras de sus huéspedes resplandecían de satisfacción. Habían entrado en calor. La muchacha empezó a hablar. Tenía una voz suave y musical. Waddle puso un disco en su gramófono portátil sobre el que se afeitaba cada mañana. El muchacho escuchó, extasiado. La comida estuvo pronto preparada y se sentaron todos alrededor de una pequeña mesa que Waddle empujó cerca de la estufa.

—Ahora, vamos a convertirnos en unos verdaderos bohemios. Para todos, tenemos un tenedor, dos cucharas y un cuchillo —dijo.

Empezaron a comer, charlando y riendo. «¡Oh, maravilloso!», no cesaba de repetir Martha, con los ojos brillantes, paseando su mirada por la habitación. «¡Es un lugar tan hermoso!»

Waddle prorrumpió en una carcajada. En realidad, era un decrépito cubil, pero la luz de las velas disimulaba su estado zarrapastroso, prestando alegría a la escena. Lo mejor de todo era la cama, grande y blanda. Pero por un chelín al día no podía quejarse y en él se incluía la leña para la estufa. Era la tercera parte de lo que actualmente pagaba por «Dustbin».

La cena constituyó un gran éxito. El muchacho y su hermana estaban hambrientos. Cuando dieron las doce, Waddle les hizo acostarse en la cama grande, abrigándoles con un gran tapete. Pronto estuvieron profundamente dormidos, pero Waddle, algo contraido en el canapé y envuelto con su sobretodo, permaneció despierto algún tiempo, pensando. Quedaba el problema del día siguiente. Preguntose si podía permitirse el lujo de alquilar una habitación para ellos, durante unas noches. Pero no encontró solución a su empeño. Todavía reflexionando, cayó dormido mucho rato después de que los relojes de la ciudad habían dado la mediacnoche.

Así, sencillamente, con un acto de bondad, había empezado todo. Por la mañana, Martha, con cara resplandeciente, insistió en hacer el café. Walter fue enviado a comprar panecillos tiernos. Durante la noche había nevado intensamente, envolviendo a Praga con su blanco manto.

Después de desayunar, la muchacha insistió en limpiar la habitación. Subió al piso de arriba pidiendo prestada una escoba y un balde. Waddle preguntose qué diría el propietario cuando viese aparecer a Martha, pero no hubo ninguna protesta por la presencia de la muchacha. Se las arregló para encontrar agua caliente en alguna parte y fregó todos los potes y cacerolas. Quitó de su sitio la vieja alfombra, sacudiéndola, y barrió el suelo. El muchacho y su hermana aparecían tan radiantes de felicidad, que Waddle no tuvo corazón para desengañarles. Por lo menos, por otra noche, podía darles alojamiento y cena. Les dijo que volviesen a las siete. Martha y Walter se marcharon hacia una agencia de empleos domésticos que visitaban cada día, con la esperanza de que alguna vez les favoreciese la suerte.

A las cuatro, Waddle regresó para cambiarse los zapatos, que le apretaban. Al entrar, el rechoncho propietario le detuvo. Por mediación suya, Waddle se enteró de que durante la tarde la muchacha había estado allí dos veces en su busca. Se hallaba sumida en terrible estado, dijo el propietario, con los ojos hinchados de tanto llorar. Le había contado que su hermano menor había sido atropellado en el arroyo y se encontraba en el hospital, gravemente herido.

Waddle tenía que salir, ya que estaba citado con un director del Teatro Checo, interesado en la danza popular, pero regresó antes de las siete. No hacía más de cinco minutos que se hallaba en sus habitaciones cuando sonó una tímida llamada a la puerta. La abrió, apareciendo Martha con los ojos arrasados en lágrimas.

—Ya me he enterado —dijo Waddle—. ¿Cómo se encuentra?

Martha penetró en la habitación, permaneciendo con los labios temblorosos, mirándole con expresión desgraciada, incapaz de articular palabra.

Rodeó con su brazo a la pobre muchacha, la cual de repente escondió la cara en su pecho, prorrumpiendo en incontenibles sollozos.

—¡Vamos! ¡Vamos! Debes contenerte, Martha. Ya mejorará —dijo Waddle intentando calmarla.

—No, no, Herr Waddle —sollozó la muchacha—. Walter ha muerto.

—¿Muerto? —repitió él, sobresaltado.

—Murió hace media hora.

Condujo a la muchacha al canapé y se sentó, sosteniéndola en sus brazos, mientras ella daba rienda suelta a su dolor.

* * *

Cuando Waddle contaba este episodio a los pocos escogidos entre sus amigos, se interrumpía añadiendo con tranquilidad:

—Bueno, para abreviar, os diré que sucedió lo increíble. Me di cuenta de que estaba enamorado de aquella pobre y desamparada criatura y me casé con ella. No quedaba otra solución. No podía hacerla mi querida ni permitirme el lujo de pagar dos alojamientos. Compartimos aquella habitación por espacio de una quincena. Sé lo que pensaría el propietario. Me sonreía con aire enterado y yo sentía deseos de darle un puñetazo en su estúpida y rechoncha cara. La gente no cree, claro está, que compartimos la misma habitación y dormimos en la misma cama, uno en brazos de otro, por espacio de dos semanas, quedando completamente inocentes de toda intimidad. Pero así fue. Me enamoré profundamente de ella, sintiéndome desolado ante la perspectiva de marcharme. Tenía que salir al cabo de poco tiempo hacia París y a medida que se acercaba la fecha señalada los dos éramos muy desgraciados.

»Yo no dispongo de lo suficiente para mantener a nadie, a duras penas me basto a mí mismo, pero no sé si os habréis dado cuenta de que cuando un hombre encuentra su compañera y se lanza a la vida con ella, esto significa mucho para él. Incluso el vagabundo encuentra alguien con quien compartir su miseria. De forma que me arriesgué. El día antes de salir para París, contraje matrimonio con Martha. No he sido en mi vida tan feliz como en el curso de los cuatro meses siguientes en París.

»Fuimos a vivir a París porque allí es el lugar de Europa en que se vive más barato, si se sabe cómo hacerlo. Además, solo unos pocos estaban enterados de nuestro matrimonio. No se lo comuniqué a nadie, ni siquiera a mi familia, porque sé que habría disminuido en su concepto. —Al llegar a este punto, Waddle sonreía con tristeza—. Ya que, aunque vivo sin necesidad de ellos, sienten por mí un interés material, como ya sabéis.

»Solamente me ausenté de París dos veces durante estos cuatro meses… para salir con rapidez hacia Londres. Rara vez nos abandonábamos. Empecé a escribir una historia de la danza popular, en realidad una hazaña, ya que sabéis lo incapaz que soy de llevar a cabo ningún esfuerzo concentrado. Martha era adorable. Naturalmente, me sentía feliz. La cosa más trivial le causaba satisfacción. Hallamos un par de aposentos baratos en la Avenue Clichy. Al principio teníamos la costumbre de ir de compras juntos, ya que ella no sabía el francés. Pero pronto lo aprendió. Era muy buena cocinera… ¡Pero nunca conseguí que hiciese el té correctamente! Nunca esperaba a que el agua hirviese. Era lo único sobre lo que discutimos en alguna ocasión. ¡Qué estúpido fui… inquietándome por mi té de esta forma! Sí, era una criatura radiante, como un pájaro, que gorjeaba en la pequeña jaula que ella misma construyó.

El resto de la historia era breve y trágico. Martha cogió un fuerte resfriado. Una tarde en que tenía fiebre, Waddle no le permitió salir de compras y fue él mismo. Al regresar la encontró desvanecida en el suelo. Corrió en busca de un médico. Tenía una hemorragia en un pulmón. La llevaron al hospital. El resfriado degeneró en una pulmonía. Unas veces parecía estar mejor, otras peor. Después formose agua en sus pulmones; empeoró; la temperatura fluctuaba. La lucha continuó por espacio de otra semana. Después la tuberculosis tomó cartas en el asunto de manera rápida y fatal. Una tarde la vio con los ojos brillantes y la cara sonrojada de fiebre. Estaba alegre y tenía la seguridad de que mejoraba, pero aquella noche murió. Esto era el 18 de mayo; la víspera había cumplido los veintiuno.

Los fondos de Waddle se vieron severamente reducidos después de darle sepultura apropiada. Pidió dinero prestado sobre su póliza de seguro. En el curso de los dos meses siguientes, vagó sin rumbo. No le interesaba ya la danza popular, su correspondencia se retrasó y su cara resplandeciente no fue ya vista en los coches de ferrocarril, viajando por las capitales de Europa y saludando a su paso a los danzarines. Dejó el piso que tenía en París, vendiendo sus escasos muebles y conservando solo una silla que Martha había apreciado mucho. Regresó a «Dustbin»; la silla encontró acomodo en un rincón de aquella revuelta habitación, pero nunca se utilizó. Ató un cordel desde el respaldo al asiento, manifestando a la gente que la silla era demasiado frágil para usarse. Pero el 18 de mayo siempre aparecía con un jarro de flores, si se encontraba en Londres.

Intentó no hallarse en Londres en aquella fecha. Invariablemente estaba en París, de modo que, en cada aniversario, pudiese visitar su tumba. Habían transcurrido cinco años desde que terminó su idilio, y la herida no estaba todavía totalmente cicatrizada. Hablaba de Martha únicamente a dos de sus amigos, y al hacerlo su voz temblaba:

—¡Qué gracioso!… Nunca se me hubiese ocurrido pensar que podía sucederme algo parecido. Nunca me interesaron gran cosa las mujeres; más bien me atemorizaban ante su pasión de reformar la vida de los hombres.

Al cabo de cierto tiempo recobró su afición a la danza popular. Y al ver que era un antídoto para su dolor, redobló sus actividades en este aspecto. Siempre estaba escribiendo o aporreando su máquina. Aumentó sus mezquinas rentas redactando artículos para la Prensa y gastaba la mayor parte de este dinero viajando. Conocía todas las tretas para obtener tarifas reducidas, los principales trenes continentales, sus horas de salida, sus enlaces y si llevaban o no coches cama de tercera clase. Era aficionado a sentarse ante una taza de café en los coches restaurantes alemanes, ya que ofrecían cómodo respiro después de los duros asientos de los vagones de tercera clase. Las ferias, festivales y exhibiciones que brindasen tarifas reducidas, eran siempre aprovechadas en interés de la causa y nunca dejaba de sugerir a los organizadores que sus representaciones serían incompletas sin una exhibición de danzas populares. Cuando lo lograba, henchido de satisfacción, añadía los beneficios al fondo de propaganda.

Era una vida muy atareada, y ¿qué importaba que algunas personas de mentalidad seria, la mayor parte de ellas profesionales, se burlasen de sus actividades, considerándolas como un ejercicio fútil? Siempre estaba ojo avizor ante el panorama internacional, conocía toda clase de almas sencillas, no hacía daño a nadie y era querido de muchos.