Capítulo XII

EL CONDE ZARIN

1

—¡Lajos!

—Diga, Excelencia.

El criado, que estaba colocando los gemelos de ónix en la camisa de seda de su amo, encaminose hacia la puerta del cuarto de baño.

—¿Ya sabes que deseo la mesa del rincón en el jardín?

—Sí, Excelencia: pedí la mesa del rincón.

—¿Has desempaquetado los discos de París? —preguntó el conde Zarin, poniendo otro puñado de sales de verbena en el agua.

—Sí, Excelencia.

—Entonces, tráeme el gramófono: quiero oírlos.

El criado dejó la camisa, penetrando en el salón. Luego trasladó el gramófono portátil y un estuche de discos al cuarto de baño. El conde Zarin permanecía en la templada y perfumada agua fumando un cigarrillo en una larga boquilla de ámbar.

—Por un disco —dijo.

Pasaba un pedido mensual a una tienda de París de las últimas novedades en bailables. El criado puso una aguja en el gramófono y luego un disco. El cuarto de baño llenose con las estridencias de un fox. El conde Zarin continuó recostado, escuchando con indolente placer. Descansó su morena cabeza en el pequeño almohadón de goma. Una voz canturreaba, acompañada por un saxofón:

Tu es si charmante, si douce, chérie!

Las palabras coincidían con sus pensamientos. Estaba pensando en la cena de aquella noche. Tibi no había conseguido darle idea de la verdadera hermosura de aquella mujer inglesa. Era una lástima que la pareja estuviese en su luna de miel. Era fácil que aún se arrullasen como tórtolos. El marido parecía un buen muchacho, de aspecto robusto, indudablemente estúpido. Quizá lo fuese también ella, ya que no había tenido oportunidad de dirigirle la palabra en casa del viejo Gollwitzer. Sabía lo raro que era hallar a una mujer hermosa e inteligente y, desgraciadamente, le gustaban las mujeres capaces de sostener una conversación con sentido común, aunque a la vez flirteasen.

—Lajos… pon otro disco. El traje azul a listas y que el coche esté dispuesto a las nueve menos diez.

—Sí, Excelencia —respondió Lajos, regresando al cuarto de baño.

—Ya estoy… —dijo el conde Zarin, poniéndose de pie en la bañera—. Limpia el espejo.

Zarin observó atentamente su delgado y moreno cuerpo en el gran espejo. A los treinta y cinco años tenía una figura de atleta: pecho ancho, cintura estrecha y enjuto de carnes. El sol había curtido su piel prestándole un color broncíneo intenso. Estaba totalmente convencido de que era el hombre más guapo de todo Budapest.

Lajos envolviole en el albornoz. A continuación sentose, inclinando la cabeza sobre el lavabo. El criado sacó el tapón de una botella de agua de colonia de un litro, derramándola sobre la cabeza de su amo. Lentamente friccionó el espeso pelo negro. El gramófono continuaba lanzando sus estridencias desde la mesita. El criado interrumpió su labor para cambiar el disco.

—Un lote muy pobre —comentó el conde.

—Mucho, Excelencia —convino Lajos.

Extendió un mantel blanco en una mesita, empezando a hacer la manicura a las uñas del conde. Este tenía unas manos fuertes, bellamente modeladas, que había heredado de su madre. Manejaban la brida, la escopeta, el trineo y el volante con la misma pericia con que una mujer se estremecía a su contacto. Divertíale saber que le apodaban «El Conde Malvado», más por envidia que por malicia, ya que nadie dejaba de pensar que con una fortuna como la suya perdía muchas oportunidades. Naturalmente, se había casado muy joven, divorciándose poco tiempo después.

A los veinticuatro años, rico, alegre hasta la exageración, infatigable y gozando del don de la hospitalidad, había atraído el interés de los profetas del destino. Montaba los caballos más hermosos, conducía los automóviles más grandes y celebraba las reuniones más divertidas. Todo el mundo estaba convencido de que vivía maravillosamente.

Zarin era un carácter extraño. Había abofeteado en público al director de una orquesta de tzigane al hacer este caso omiso de su petición de que interpretasen cierta pieza de música que deseaba una prostituta con la que estaba divirtiéndose. Al día siguiente mandó al ofendido un violín que le había costado dos mil pengös. Era despiadadamente meticuloso con su criado Lajos, pero cuando este cayó gravemente enfermo de pulmonía, Zarin canceló su marcha para practicar deportes de invierno en Davos, negándose a que le trasladasen a un hospital, permaneciendo en vela tres noches seguidas, cuidándole. A pesar de ello, Lajos era tan mal pagado que robaba dinero de su amo constantemente. Zarin hacía como si no lo viese. «El temor a ser descubierto logra aumentar su lealtad», explicaba.

El conde Zarin contempló al criado, que en aquel momento estaba inclinado sobre sus manos. Hacía veinte años que había puesto los pies en Budapest, procedente de una aldea de las llanuras, uno de tantos miles de campesinos que invadieron la ciudad después de la Gran Guerra, cuando la comarca fue objeto de continuos saqueos por parte de los checos, rumanos y finalmente aquella terrible ola de judíos bolcheviques, que hicieron una verdadera carnicería en Budapest. Había rescatado al muchacho, medio muerto de hambre, de manos de un par de bolcheviques que, después de haberle pegado un tiro en una callejuela, le estaban despojando de lo único valioso que poseía: un par de botas altas. Zarin tumbó a los bolcheviques mediante dos disparos, protegiéndose tras la puerta de una tienda, y recogió al inconsciente muchacho, que sangraba abundantemente, llevándolo a la pequeña habitación donde vivía, detrás de la Ópera.

Zarin tenía entonces diecisiete años. Salió de su casa, en las cercanías de Debrecen al enterarse de que los bolcheviques habían asesinado a su padre en Budapest. Era un oficial licenciado, regresando del frente de Italia. Tenía un lugar favorito en el umbral de la tienda de un peluquero detrás del Hotel Ritz, donde Bela Kun y su cuadrilla alborotaban con las prostitutas. Con frecuencia salían completamente borrachos. Los liquidaba con suma facilidad, hasta que un día le tendieron una trampa. En retirada penetró en la tienda. El anciano dueño de la misma, que protestaba, fue acribillado a balazos. Zarin escapó subiendo la escalera hasta el tejado con un balazo en una pierna.

Su mirada se posó en su moreno muslo, que salía por el entreabierto albornoz. Aún se veía la cicatriz. Pero en su mente tenía una cicatriz más honda. Nunca podría olvidar los apuros que pasó Hungría en aquellos siniestros años… el campo enloquecido de rabia, las casas saqueadas, los fusilamientos diarios en Budapest cuando Bela Kun dejó en libertad a todos los criminales que había en las cárceles, armándolos. Y cada día recibíanse noticias frescas del infortunio reinante sobre Hungría. Los rumanos se habían apoderado de la Transilvania y avanzaban por las llanuras. Los bolcheviques eran los amos de Budapest y únicamente el barro polaco contenía a las hordas rusas. Después, finalmente, llegaron los franceses, y la Misión de la Entente y de los Aliados y los rusos blancos.

Entonces los recursos de Zarin se terminaron. No había posibilidad de comunicar con su casa. Por espacio de una semana permaneció casi sin comer en su habitación sin caldear, cuidando a aquel muchacho campesino herido. Pero todavía le quedaban balas para liquidar a bolcheviques. Ya había despachado a treinta y cuatro.

Una noche en que paseaba por el Corso, mirando hambriento los restaurantes donde los oficiales aliados cenaban con sus amigas, un francés le dirigió la palabra. Encantado al ver que sabía su idioma, lo condujo a sus habitaciones en el Hungaria, donde le procuró un baño y ropa interior limpia y después lo llevó a cenar. Los ojos del francés se abrieron de par en par cuando Zarin le contó la historia de los bolcheviques que le perseguían.

Ma foi! Cèst magnifique! —exclamaba.

Era un hombre de mediana edad, capitán condecorado con la Cruz de Guerra, y con siete heridas. A partir de aquel día Zarin vio constantemente al francés, y el dinero que este le obligó a tomar fue gastado para procurar a Lajos, que mejoraba lentamente, buenos alimentos. Pero seis semanas después la Misión francesa partió, con su genial capitán, hacia el que Zarin sentía verdadero afecto. La situación fue mejorando. Los bolcheviques habían sido derrotados y Bela Kun tuvo que huir.

Pero las cláusulas del Tratado del Tiranón empezaron a cuajar como una sombra amenazadora. Hungría estaba siendo puesta a dura prueba. Terribles noticias de opresión, pillaje, fusilamientos y torturas llegaban de las distintas comarcas. En Budapest una multitud de gente sin trabajo se estremecía de hambre, durmiendo en las bodegas, en las barcazas del río y en los vagones de ferrocarril. Entre aquel tumulto elevose el decidido reto de los húngaros despojados de sus bienes: Nem, Nem, Soha! (¡No, no, nunca!), rugió la frenética población, desafiando a aquel monstruoso desmembramiento de su raza y a la carnicería que estaban cometiendo en su antiguo reino.

Siendo Zarin joven tuvo que soportar todo aquello. Cuando finalmente siguieron días de calma al tumulto de la firma del Tratado y de las Comisiones Aliadas y cuando el almirante Horthy tomó las riendas de un reino que se hundía, regresó a su casa a pie. Lajos le acompañó, llevando una maleta con sus pertenencias. Los dos muchachos durmieron en las chozas de las campesinos o en establos.

Cuando Zarin llegó a su hogar, lo halló cerrado. Era una enorme casa con un pórtico de grandes columnas en su parte sur y más de sesenta habitaciones. Cuando los soldados rumanos, borrachos, invadieron la casa, saqueándola, la condesa Zarin, su madre, huyó hacia Szeged, para reunirse con su hermana casada en la relativa seguridad de aquella ciudad cerca de la frontera yugoslava.

Zarin y Lajos se instalaron en la inmensa y solitaria casa. Todos los criados habían desaparecido. No había caballos en las cuadras ni sábanas en las camas. Los rumanos dejaron la casa en el más horrible desorden. Gradualmente regresaron los criados y los campesinos empezaron a pagar su tributo con el trigo que tenían almacenado y las hortalizas, ya que el dinero era prácticamente desconocido. La primavera húngara dio paso al magnífico verano. Los viñedos fueron reparados. El joven Zarin rogó a su madre que no regresase hasta que las condiciones fuesen normales. Después, un día de julio, llegó, y en la estación la esperaba su hijo en el coche de la familia, con Lajos de cochero. Este llevaba cintas negras en el sombrero y la librea negra y verde de la servidumbre de los Zarin.

Lajos nunca más dejó a su amo. Ya hacía dieciocho años que vivían juntos. Estuvieron en París, Londres, Berlín y Viena. No había secretos entre el amo y el criado. La fortuna de los Zarin quedó muy mermada a consecuencia de la guerra, pero continuaban siendo una de las familias más ricas de Hungría, con tres vastos estados y, por parte de la condesa, grandes intereses en las minas de carbón de Polonia. La muerte de un tío que no tenía hijos aumentó las propiedades del conde Zarin. Había experimentado, por lo tanto, los extremos de la miseria y la riqueza, sabiendo lo que eran las privaciones y el hambre tanto como las grandes comodidades.

* * *

Lajos cesó de hacer la manicura, trayendo a su amo la ropa interior de seda y el traje recién planchado. El conde Zarin vistiose tranquilamente a los acordes de la música del gramófono. Empezó a escoger mentalmente el menú para la cena. Sería, claro está, una cena esencialmente húngara para aquellos huéspedes ingleses. Sentía gran desprecio hacia la cocina alemana y no juzgaba mucho mejor la austríaca. La llanura húngara era una despensa sin igual en toda Europa.

Para empezar, les daría una sopa poloc de habichuelas, pimientos, zanahorias y cebollas cortadas a tiras, todo hervido con una pierna de cordero y presentado con una capa de crema batida. A continuación, unas deliciosas fogas frescas del lago Balaton, y después, claro está, un verdadero gulvas, hecho con carne de vaca y setas, guisantes, zanahorias y chirivías, tomates, pimiento seco y tarhonva. ¿Y bebida? Empezarían con barack, una especie de aguardiente de albaricoque. Naturalmente, desearían beber tokay, cuyo cristalino color áureo parecía un resplandeciente sol en la mesa, pero no consentiría que lo bebiesen, como acostumbraba la gente entendida, hasta los postres. Sería mejor empezar con un Villany Furmint 1921, un buen vino blanco y seco, y después pasarían a un Imperial tokay Aszu.

En el momento en que se ajustaba un alfiler a la corbata, sonó el timbre. Era Matany que penetraba en su dormitorio.

—¿Voy retrasado? —preguntó Zarin, volviéndose.

—No, faltan veinte minutos para las nueve —repuso Matany, sentándose, mientras Lajos ayudaba al conde a ponerse los zapatos.

—Dime… tus curiosos amigos ingleses… —empezó diciendo Zarin.

—¿De manera que los crees curiosos? —preguntó Matany, sonriendo—. Me estaba preguntando cuál sería el veredicto de un connaisseur como tú. Son muy ingleses.

—¿Quieres decir que nos examinarán cuidadosamente?

—No; al contrario, querido Karoly, se encuentran en la etapa de los viajes continentales, en el curso de los cuales se excitan por todo lo que ven… ¡Un estado que tú y yo hemos perdido hace muchos años! Es nuestro deber aparecer húngaros hasta la médula. Estoy seguro de que si en plena cena te levantas y empiezas a bailar czardas, Mrs. Brown creerá que es nuestra costumbre. Ha quedado muy defraudada al comprobar que el Danubio no es azul. ¡Sería horrible que llegase a creer que los húngaros no son tales!

—¿Cuál es la historia de Mr. y Mrs. Brown? —preguntó Zarin, tomando un pañuelo de seda de la caja que sostenía Lajos.

—Waddle los descubrió en alguna parte de París. Confieso que cuando me escribió diciéndome que estaban en viaje de novios, únicamente los vi en el papel de Deus ex machina. Fueron los que sacaron a Der kleine Eisenbahner de Alemania.

—¿A quién? —preguntó Zarin.

—Es el apodo público del niño adoptado por Gollwitzer.

—De modo que tú tramaste el complot, ¿eh? —preguntó Zarin—. Me están entrando grandes deseos de informar a los nazis; ellos también son entusiastas conspiradores. Ahora que recuerdo… ¿Cómo fue que tomaste cartas en esta extraordinaria aventura? —preguntó Zarin—. No sabía que conocieras al famoso Gollwitzer.

—No lo conocí hasta trabar amistad con él de manera muy precipitada —replicó Matany.

Hizo un relato del incidente del disparo en el Hungaria.

—Después de todo, como que había salvado una vida humana, tuve que preocuparme del niño.

—Espero que habrán terminado ya tus preocupaciones —repuso Zarin, con una sonrisa, ya completamente vestido y poniéndose una camelia en el ojal, como hacía cada noche.

—¿Por qué dices eso? —preguntó Matany, sorprendido.

—En realidad no lo sé, pero tengo el presentimiento… ¿Cómo te lo diré?… de que tu antiguo amigo Mr. Waddle te sobresaltó ligeramente al presentarte a su bella conspiradora —dijo Zarin, malicioso—. Dime, ¿se quieren mucho? Siento gran admiración por Mrs. Brown.

Matany se echó a reír, incorporándose.

—Mientras tus sentimientos se limiten a la admiración, no sentiré ningún recelo… Si no fuese así, sería mi deber vigilarte —dijo—. No voy a permitir que eches a perder una luna de miel hermosa como la suya. Siento gran simpatía hacia este muchacho inglés —dijo.

—¡Y mucha más hacia Mrs. Brown! ¡Oh, qué hombre más simpático eres, conde Matany! —exclamó Zarin, en tono burlón—. Bueno, vámonos. Nuestra reunión está formada por los Brown, Waddle, Julietta Molnay, Lotte Lederer y Zoska Bratiascu…

—¡Zoska! ¿Crees que…? —empezó Matany, con aire de duda.

—¿Que sorprenderá a nuestra querida Mrs. Brown? —exclamó Zarin, dando una palmada en la espalda de su amigo, mientras salían de la habitación—. Por el contrario, Zoska será el vivo retrato de las alegres cabezas locas, que por cierto prestan una fama injusta a Budapest. ¿Tienes listo el coche, Lajos? —preguntó, mientras el criado le entregaba el sombrero.

—Está esperando, Excelencia —respondió Lajos, cruzando el rellano y tocando el timbre del ascensor.

Descendieron hasta la planta baja, saliendo a la calle, donde Toni, con sus pómulos prominentes y sus ojos almendrados, permanecía junto a la puerta abierta del coche de su amo.

2

Jim, Betty y Waddle estaban ya esperando cuando el conde Zarin pasó a buscarles unos minutos antes de las nueve. Matany subió a la habitación y al entrar en ella tuvo que contenerse para no demostrar la sorpresa que le causó la aparición de Betty. Siempre la había visto hermosa, pero en aquel momento, ataviada con un vestido largo de color salmón, muy escotado y de mangas anchas, constituía una imagen encantadora de la fresca belleza inglesa, con su pequeña boca roja y de exquisito colorido. Sus ojos oscuros brillaban de excitación y su abundante pelo aparecía sujeto con una sencilla guirnalda de flores tirolesas artificiales, una compra efectuada en Viena.

Y apartando la vista de ella, después de saludar brevemente al joven esposo que estaba a su lado se dio cuenta de la magnífica pareja que hacían. Jim llevaba un elegante traje de franela azul cruzado y una camisa a listas azules y blancas. Su rojiza piel brillaba con exuberante salud, y su encrespado pelo castaño había sido echado hacia atrás dejando al descubierto su bien cortada e inteligente frente. Su cara presentaba una singular frescura que Mtany asociaba únicamente a los habitantes de islas, donde las brisas marinas barrían blancos acantilados y promontorios cubiertos de verde césped. Era la suya una cara de niño, iluminada con la ávida expectación que constituye la esencia de la juventud inconsciente, despreocupada y simpática.

Mientras permanecía con ellos, Matany experimentó una momentánea tristeza al pensar que los años marchitarían tal imagen de frescor matinal. Contemplando a sus huéspedes, experimentó la sensación intuitiva de su inexperiencia en la vida. Le causaron la impresión de ser unos airosos Dafnis y Cloe, arrancados de alguna pradera, que hubiesen adoptado los atavíos modernos para descubrir este mundo engañador. No pertenecían a esta escena, y su rápida clarividencia le advirtió en seguida que formaban parte de lo que en Inglaterra llamaban pintorescamente «clase obrera». Por este motivo le fueron más simpáticos, y su propio origen aristocrático aumentó la admiración hacia una clase tan viril. Igual que a Waddle, le tenían sin cuidado las barreras sociales en su búsqueda de una vida interesante.

Eran Dafnis y Cloe, con los ojos abiertos de par en par de admiración y hambrientos de aventuras, y para ellos intentaría que Budapest fuese una ciudad encantada.

Pero los jóvenes no adivinaron los pensamientos que corrían fugazmente por su imaginación mientras, después de saludarlos, les acompañaba hasta el vestíbulo, donde esperaba Zarin.